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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (21 page)

Se detuvo frente a un enorme edificio con la fachada de piedra e intentó pensar. Ellos —quienesquiera que fuesen— andaban detrás de Schwartz. Había matado al hombre encargado de seguir su pista, pero debía de haber otros..., aquellos a los que ese hombre había querido llamar. Schwartz pensó que quizá sería más prudente que permaneciera lo más quieto posible durante un par de días. ¿Cuál era la mejor forma de lograrlo? ¿Un empleo, quizá...?

Empezó a investigar el interior del edificio frente al que se había detenido. Había un contacto mental bastante lejano que podía significar un trabajo para Schwartz. Estaban buscando obreros textiles..., y hubo un tiempo en que Schwartz había sido un sastre excelente.

Entró sin que nadie se fijara en él, fue hacia un hombre y le puso una mano en el hombro.

—¿Dónde he de presentarme para conseguir empleo?

—¡Por esa puerta!

El contacto mental que captó estaba impregnado de preocupación y desconfianza.

Schwartz cruzó el umbral indicado, y después un tipo muy flaco de mentón puntiagudo le acribilló a preguntas y fue tecleando en un clasificador para dejar anotadas sus respuestas.

Schwartz balbuceó tanto las verdades como las mentiras con idéntica incertidumbre.

Pero al principio el encargado de personal no parecía muy interesado en sus respuestas. Las preguntas se fueron sucediendo a gran velocidad.

—¿Edad? ¿Cincuenta y dos? Hum... ¿Estado de salud? ¿Casado? ¿Experiencia? ¿Ha trabajado con telas? Bien, ¿de qué clase? ¿Termoplásticas, elastoméricas...? ¿Cómo dice? ¿Cree que con todas ellas? ¿Quién le dio empleo por última vez? Deletree su apellido... Usted no es de Chica, ¿verdad? ¿Dónde están sus documentos? Si quiere que tomemos en cuenta su solicitud tendrá que traerlos... ¿Cuál es su número de registro?

Schwartz empezó a retroceder. Cuando entró no había previsto aquel final, y el contacto mental del hombre que tenía delante estaba cambiando. Se había vuelto extraordinariamente desconfiado, y también manifestaba un considerable recelo. La capa superficial de afabilidad era muy delgada, y debajo de ella se ocultaba una animosidad tan aguzada que resultaba el más peligroso de todos los rasgos mentales.

—Me temo que no reúno las condiciones necesarias para este trabajo —balbuceó nerviosamente Schwartz.

—¡No, no, vuelva! —dijo el hombre haciéndole una seña—. Tenemos algo para usted... Déjeme revisar un momento el archivo.

Estaba sonriendo, pero el contacto mental se había vuelto todavía más nítidamente hostil.

El encargado de personal pulsó un timbre que había sobre su escritorio.

Schwartz se alarmó y echó a correr hacia la puerta.

—¡Detengan a ese hombre! —gritó el encargado al instante saliendo de detrás del escritorio.

Schwartz atacó el contacto mental embistiendo violentamente con su propia mente, y oyó un gruñido ahogado a su espalda. Lanzó una rápida mirada por encima del hombro, y vio que el encargado de personal estaba sentado en el suelo con el rostro crispado mientras se apretaba las sienes con las palmas de las manos. Otro hombre estaba inclinado sobre él. El encargado logró mover una mano señalando a Schwartz, y el hombre reaccionó yendo hacia él. Schwartz no esperó más tiempo.

Cuando salió a la calle estaba convencido de que había una orden de captura contra él. Habían hecho pública su descripción completa, y el encargado de personal le había reconocido.

Corrió por las calles doblando una esquina detrás de otra sin dirección fija. Ahora atraía más la atención porque las calles se estaban llenando de gente. Sospechas, sospechas en todas partes..., sospechas porque corría..., sospechas porque sus ropas estaban sucias y no le caían demasiado bien...

Esa maraña de contactos mentales y la confusión fruto de su propio miedo y desesperación hicieron que Schwartz no pudiera identificar a sus verdaderos enemigos, los que no sólo sospechaban sino que sabían con toda seguridad quién era..., y no hubo nada que le previniese de la amenaza del látigo neurónico.

Sintió un dolor terrible que cayó sobre él con la cegadora velocidad de una tira de cuero al restallar, y que le aplastó como bajo el peso de un enorme peñasco. Schwartz resbaló durante unos segundos a lo largo de la pendiente del dolor antes de acabar siendo rodeado por las sombras.

13
Telaraña en Washenn

El Colegio de Ancianos de Washenn es un lugar excepcionalmente tranquilo. Allí la austeridad es la palabra clave, y hay algo sinceramente imponente en los grupos de novicios que dan su paseo crepuscular por entre los árboles del jardín en el que sólo los Ancianos pueden entrar. De vez en cuando la figura vestida de verde de un Anciano Mayor atraviesa el jardín aceptando afablemente las reverencias con las que es saludada.

Y, en muy raras ocasiones, también puede verse al mismísimo Primer Ministro.

Sin embargo, hasta aquel momento nadie había visto jamás al Primer Ministro caminando tan deprisa que casi corría, sudando y sin hacer caso de las manos respetuosamente levantadas; indiferente a las miradas cautelosas que le seguían y los gestos de extrañeza intercambiados discretamente o las cejas ligeramente arqueadas.

Entró en el Salón Legislativo por la puerta privada y echó a correr abiertamente apenas estuvo en la rampa desierta. La puerta que golpeó con los puños se abrió respondiendo a la presión que el pie de la persona que estaba dentro ejerció sobre un botón, y el Primer Ministro entró en la habitación.

Su secretario apenas levantó la mirada desde detrás del sencillo y pequeño escritorio donde estaba inclinado sobre un diminuto televisor escuchando atentamente y, de vez en cuando, paseando la vista sobre los comunicados de carácter oficial que se amontonaban delante de él.

El Primer Ministro golpeó la superficie del escritorio con los nudillos.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Qué está ocurriendo?

El secretario le contempló sin inmutarse y apartó el pequeño televisor a un lado.

—Felicitaciones, Su Excelencia.

—¡Guárdese sus felicitaciones! —replicó el Primer Ministro con impaciencia—. Quiero saber qué está ocurriendo.

—En pocas palabras, que nuestro hombre ha huido.

—¿Quiere decir que el hombre al que Shekt sometió a tratamiento con el sinapsificador.... el espacial..., el espía..., el hombre que estaba oculto en esa granja de los alrededores de Chica...?

No hay forma alguna de saber cuántas palabras habría empleado el alteradísimo Primer Ministro para describir a aquel hombre si el secretario no le hubiese interrumpido.

—Exactamente —dijo con indiferencia.

—¿Y por qué no me lo comunicaron? ¿Por qué nunca me informan de nada?

—Había que adoptar medidas inmediatas, y Su Excelencia tenía muchas cosas que hacer en aquellos momentos; así que le sustituí dentro de los límites de mi capacidad.

—Sí, sí... Siempre que quiere prescindir de mí procura no molestarme para nada, ¿verdad? Pero no lo toleraré, ¿me oye? No permitiré que me dejen de lado. No...

—Estamos perdiendo el tiempo —fue la serena respuesta del secretario.

Y el grito del Primer Ministro se apagó. Tosió y carraspeó, y contempló al secretario como si no supiese qué decir.

—¿Cuáles son los detalles, Balkis? —preguntó por fin.

—La verdad es que no hay muchos. Después de dos meses de paciente espera el tal Schwartz partió de repente sin que nada lo anunciase, fue seguido..., y desapareció.

—¿Y cómo desapareció?

—No lo sabemos con seguridad, pero ése es otro problema. Anoche Natter..., nuestro agente, ¿recuerda? Bien, Natter dejó de enviar sucesivamente tres informes a la hora fijada. Sus ayudantes fueron en su busca por la carretera que conduce a Chica, y le encontraron al amanecer. Estaba en una zanja junto a la carretera..., muerto.

—¿El espacial le mató? —preguntó el Primer Ministro palideciendo.

—Probablemente, aunque no podemos estar seguros. No había señales visibles de violencia, a no ser que la expresión del rostro del muerto se pueda considerar como tal. Se le practicará la autopsia, naturalmente. Quizá se diera la casualidad de que Natter falleciese de un síncope cardiaco precisamente en el momento menos oportuno.

—Pero eso sería una coincidencia increíble.

—Yo opino lo mismo —respondió el secretario con voz gélida—. Pero si Schwartz mató a Natter, entonces los acontecimientos posteriores resultan todavía más extraños. Juzgue usted mismo, Su Excelencia: según nuestro análisis previos, resultaba evidente que Schwartz viajaría a Chica tarde o temprano para entrevistarse con Shekt, y Natter apareció muerto en la carretera que va de la granja de los Maren a Chica. En consecuencia, hace tres horas que alertamos a las autoridades de Chica, y nuestro hombre ha sido capturado.

—¿Quiere decir que Schwartz ha sido capturado? —preguntó el Primer Ministro con incredulidad.

—Naturalmente.

—¿Por qué no me informó de inmediato?

—Hay cosas más importantes de las que ocuparse, Su Excelencia —dijo Balkis, y se encogió de hombros—. Acabo de decirle que Schwartz se encuentra en nuestras manos, ¿no? Bien, fue capturado casi enseguida y sin ninguna dificultad, y este hecho no parece tan fácil de relacionar con la muerte de Natter. ¿Cómo pudo ser lo bastante inteligente para descubrir a Natter, quien era un agente muy hábil, y al mismo tiempo tan estúpido como para entrar en Chica a la mañana siguiente y presentarse en una fábrica, sin ninguna clase de disfraz..., para solicitar un empleo?

—¿Eso fue lo que hizo?

—Eso fue lo que hizo, y por lo tanto su comportamiento implica dos posibilidades distintas. Una es que Schwartz ya haya transmitido a Shekt o a Bel Arvardan las informaciones que tenía, y se ha dejado atrapar para distraer nuestra atención; y la otra es que haya otros agentes actuando a los que todavía no hemos descubierto y a los que Schwartz está protegiendo. En cualquiera de los dos casos no debemos cometer el error de ser excesivamente confiados.

—No lo entiendo —dijo el Primer Ministro. Las arrugas de la ansiedad y la confusión resultaban claramente visibles en sus atractivas facciones—. Todo esto es demasiado complicado para mí.

Balkis sonrió desdeñosamente.

—Dentro de cuatro horas tiene una cita con el profesor Bel Arvardan, Su Excelencia —anunció.

—¿De veras? ¿Por qué? ¿Y qué debo decirle? No quiero verle.

—Cálmese, Su Excelencia. Tiene que verle. El día en que debe comenzar esa supuesta expedición suya se está aproximando, por lo que me parece obvio que él represente su papel solicitándole que le conceda permiso para explorar las Zonas Vedadas. Ennius nos previno al respecto, y él debe conocer con exactitud los detalles de esta comedia. Supongo que usted sabrá devolver ofensa por ofensa respondiendo a las exigencias con otras exigencias, ¿no?

—Bueno..., lo intentaré —murmuró el Primer Ministro bajando la cabeza.

Bel Arvardan llegó temprano y tuvo tiempo de sobras para contemplar lo que le rodeaba. Para un hombre familiarizado con las maravillas arquitectónicas de toda la Galaxia, el Colegio de Ancianos no podía ser nada más que un severo bloque de granito reforzado con acero diseñado al estilo arcaico; pero si daba la casualidad de que ese mismo hombre era arqueólogo, entonces la austeridad sombría y casi salvaje podía parecerle el medio más adecuado para una forma de vida también sombría y casi salvaje. Su mismo primitivismo subrayaba la intención de volver la vista hacia el lejano pasado.

Y los pensamientos de Arvardan volvieron a discurrir por su cuenta. Su recorrido de dos meses por los continentes occidentales de la Tierra no había resultado muy divertido. El primer día lo había estropeado todo, y Arvardan volvió a pensar en lo que había ocurrido aquel día en Chica.

Apenas lo hizo sintió que se enfadaba consigo mismo. La muchacha se había comportado de forma muy grosera, y se había mostrado inmensamente desagradecida. Una vulgar terrestre... ¿Por qué tenía que sentirse culpable Arvardan? Y sin embargo...

¿Le habría dado algún motivo para que se comportase de aquella manera al informarle de repente de que era un espacial..., como también lo era el oficial que la había insultado y cuya arrogante brutalidad Arvardan había castigado rompiéndole un brazo? Después de todo, ¿acaso tenía alguna forma de saber cuánto había sufrido ella a manos de los espaciales? Y de repente le había revelado que él también era un espacial, y no había intentado amortiguar el golpe.

Si hubiese sido más paciente... ¿Por qué había roto tan bruscamente sus relaciones? Ni tan siquiera recordaba el apellido de la muchacha. Era Pola algo–más... ¡Qué extraño! Arvardan siempre había tenido muy buena memoria. ¿Se trataría de un esfuerzo subconsciente por olvidar?

Bueno, eso era lo más razonable. ¡Olvidar! Y, de todas maneras, ¿qué tenía que recordar? ¿A una terrestre, a una vulgar y desagradecida terrestre?

Era enfermera de un hospital, y podía tratar de dar con el hospital en el que trabajaba. Cuando se separó de la muchacha aquella noche no había sido más que una silueta borrosa en la oscuridad, pero el hospital debía de estar cerca de aquel local de alimentómatas.

La idea le enfureció, y se apresuró a reducirla a mil fragmentos inconexos. ¿Estaba loco? ¿Qué ganaría con eso? Era una terrestre. Bonita, sí, dulce, casi fasci...

¡Era una terrestre!

El Primer Ministro estaba entrando, y Arvardan se alegró de su aparición porque significaba que podría olvidar lo que había ocurrido aquel día en Chica; pero en lo más profundo de su mente sabía que los recuerdos acabarían volviendo. Con cierta clase de recuerdos siempre ocurría igual.

El Primer Ministro llevaba una chaqueta nueva e impecable. Su frente no mostraba ni la más mínima arruga producto del titubeo o de la duda, y cuando se la contemplaba se tenía la impresión de que era imposible que hubiese estado humedecida alguna vez por el sudor.

La conversación resultó verdaderamente cordial. Arvardan transmitió meticulosamente los saludos de algunas personalidades importantes del Imperio al pueblo de la Tierra, y el Primer Ministro tuvo igual cuidado de expresar la profunda gratitud que debía experimentar toda la Tierra por la generosidad y la comprensión de que daba muestras el gobierno imperial.

Arvardan se refirió a la gran importancia que la arqueología tenía para la filosofía imperial, y habló de su contribución a la gran conclusión de que todos los seres humanos de todos los mundos de la Galaxia eran hermanos; y el Primer Ministro asintió con expresión complacida y manifestó que la Tierra siempre había estado convencida de ello, y que esperaba ver llegar pronto el día en el que la Galaxia pondría en práctica esa teoría.

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