Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
La mente del secretario se liberó casi simultáneamente, y Schwartz se desplomó hacia atrás con el interior de su cráneo convertido en un laberinto de confusión.
Balkis se estaba debatiendo frenéticamente bajo el peso muerto del cuerpo de Arvardan. El secretario hundió una rodilla en el vientre del arqueólogo con salvaje brutalidad en tanto que su puño cerrado caía sobre el pómulo de Arvardan siguiendo una trayectoria lateral. Después se levantó y empujó, y Arvardan rodó por el suelo con el cuerpo convertido en un ovillo de dolor.
El secretario se puso en pie, despeinado y furioso. Dio un paso hacia delante y volvió a detenerse.
Shekt se encaraba con él. El físico estaba medio incorporado en el suelo y empuñaba el desintegrador. Su mano izquierda sostenía con visible dificultad la derecha que blandía el arma. El desintegrador temblaba, pero el cañón apuntaba al secretario.
—¡Pandilla de imbéciles! —gritó el secretario perdiendo definitivamente el control de sí mismo—. ¿Qué esperan conseguir con esto? Me bastará con levantar la voz...
—Pero por lo menos usted morirá —murmuró Shekt.
—Matándome no lograrán nada, y ustedes lo saben —respondió el secretario con amargura—. No salvarán el Imperio, y tampoco se salvarán a sí mismos. Entrégueme ese desintegrador y haré que sea puesto en libertad.
Extendió la mano, pero Shekt dejó escapar una risita burlona.
—No soy tan estúpido como para creerme eso.
—¡Quizá no, pero está semiparalizado! —exclamó el secretario.
Saltó hacia la derecha moviéndose a una velocidad mucho mayor que aquella con que la todavía muy débil muñeca del físico podía desviar el desintegrador.
Pero cuando Balkis se preparó para el salto final todos sus pensamientos se concentraron en el desintegrador cuyo cañón estaba esquivando. Schwartz volvió a proyectar su mente en una última embestida, y el secretario trastabilló y cayó de bruces tan repentinamente como si acabase de recibir un garrotazo.
Arvardan había conseguido ponerse en pie con muchas dificultades. Tenía una mejilla muy roja e hinchada y se tambaleaba al caminar.
—¿Puede moverse, Schwartz?
—Un poco —respondió Schwartz con un hilo de voz, y logró deslizarse bajando de la losa de plástico.
—¿Viene alguien?
—No percibo a nadie.
Arvardan bajó la mirada hacia Pola e intentó sonreír. Tenía la mano apoyada sobre la suave cabellera de la muchacha, y ésta le observaba con los ojos húmedos. Durante las dos últimas horas Arvardan había presentido más de una vez que nunca volvería a acariciar sus cabellos ni a ver sus ojos.
—Puede que después de todo aún haya un futuro, Pola...
—No disponemos del tiempo suficiente —replicó ella meneando la cabeza—. Apenas hasta las seis del martes...
—¿Te parece que no es tiempo suficiente? Bueno, ya lo veremos —murmuró Arvardan. Se inclinó sobre el secretario caído y le echó la cabeza hacia atrás sin demasiada delicadeza mientras se preguntaba si seguiría con vida. Buscó inútilmente el pulso con sus dedos todavía muy entumecidos, y acabó deslizando una mano por debajo de la túnica verde—. Bueno, al menos su corazón todavía late...
Tiene un poder muy peligroso, Schwartz. ¿Por qué no empezó haciendo esto?
—Porque deseaba dejarle paralizado —respondió Schwartz, quien evidenciaba los efectos de la tensión del duelo—. Pensé que si conseguía dominar a Balkis podríamos salir de aquí bajo su protección. Quería usarle como señuelo... Su túnica podría haber sido un refugio debajo del que todos hubiésemos estado a salvo.
—Quizá aún sea posible —dijo Shekt animándose de repente—. La guarnición imperial del Fuerte Dibburn se encuentra a un kilómetro escaso de aquí. Cuando hayamos llegado allí estaremos a salvo, y podremos comunicarnos con Ennius.
—¡Cuando hayamos llegado allí...! Afuera debe de haber centenares de guardias, y varios centenares más apostados entre este edificio y la guarnición imperial. ¿Y qué vamos a hacer con esta momia? ¿Levantarla, ponerle unas ruedas debajo y empujarla...?
Arvardan dejó escapar una seca carcajada en la que no había ni rastro de buen humor.
—Y además no olviden que fui incapaz de controlar su mente mucho tiempo —murmuró Schwartz con evidente preocupación—. Fracasé, como pudieron ver.
—Porque no está acostumbrado a hacer este tipo de cosas —afirmó Shekt poniéndose muy serio—. Y ahora escúcheme con mucha atención, Schwartz: creo saber qué es lo que hace con su poder. Su mente se ha convertido en una estación receptora de los campos electromagnéticos del cerebro, y creo que también es capaz de transmitir. ¿Me comprende?
Schwartz no parecía muy seguro de que Shekt estuviera en lo cierto.
—Tiene que entenderlo —insistió Shekt—. Tendrá que concentrarse en lo que desea que haga Balkis..., y empezaremos devolviéndole el desintegrador.
—¿Cómo? —exclamaron los otros tres casi al unísono poniendo cara de asombro.
—Balkis tiene que sacarnos de aquí —dijo Shekt levantando un poco la voz para hacerse oír—. No hay ninguna otra forma de salir, ¿verdad? ¿Y acaso hay un método mejor para no despertar sospechas que el permitir que se muestre públicamente con un arma en la mano?
—Pero no podré controlar su mente..., le aseguro que no seré capaz de hacerlo —afirmó Schwartz. Estaba flexionando los brazos y se daba masaje en ellos intentado devolverles la sensación de normalidad—. No estoy interesado en sus teorías, doctor Shekt. Usted no tiene ni idea de lo que ocurre cuando utilizo mis Poderes... Influir sobre el contacto mental es algo muy difícil que exige un gran esfuerzo, y nunca estoy demasiado seguro de qué he de hacer a cada momento.
—Ya lo sé, pero es un riesgo que tenemos que correr. Vamos, Schwartz, inténtelo... —le rogó Shekt—. Cuando vuelva en sí, haga que Balkis mueva el brazo.
El secretario dejó escapar un gemido ahogado, y Schwartz captó de nuevo el contacto mental. Se sumió en un silencio atemorizado y fue permitiendo que el contacto mental volviera a intensificarse..., y entonces le habló. Fue un discurso sin palabras, la orden silenciosa que un ser humano dirige a su brazo cuando quiere que se mueva; una orden tan silenciosa y sutil que ni tan siquiera quien la emite es consciente de ella.
Y el brazo de Schwartz no se movió, pero el del secretario sí. El terrestre llegado del pasado levantó la mirada y sus labios se curvaron en una sonrisa de excitación, pero los demás sólo tenían ojos para Balkis..., Balkis, esa figura postrada que erguía la cabeza y cuyos ojos iban perdiendo la turbiedad del desvanecimiento, y cuyo brazo se extendía misteriosamente hacia fuera formando un incongruente ángulo de noventa grados.
Schwartz se concentró en su tarea.
El secretario se levantó con movimientos muy rígidos, y estuvo a punto de perder el equilibrio aunque no llegó a caer. Después bailó..., de una forma extraña y casi mecánica, pero bailó.
Le faltaba ritmo y elegancia, pero para las tres personas que observaban el cuerpo y para Schwartz —que observaba la mente y el cuerpo— fue un espectáculo realmente maravilloso; porque en ese momento el cuerpo del secretario se encontraba bajo el control de una mente que no tenía ninguna conexión material con él.
Shekt se acercó lenta y cautelosamente al secretario que acababa de convertirse en un robot, y extendió la mano sin titubear. La palma abierta sostenía el desintegrador con la empuñadura dirigida hacia Balkis.
—Haga que lo coja, Schwartz —dijo.
Balkis estiró la mano y aferró torpemente el arma. Un brillo salvaje pasó fugazmente por sus ojos, y se desvaneció sin dejar rastro una fracción de segundo después. El desintegrador fue guardado lentamente en la funda que colgaba del cinturón, y la mano de Balkis se apartó de ella.
—Por un momento estuvo a punto de escapárseme —comentó Schwartz.
Dejó escapar una risita estridente, pero su rostro estaba tan blanco como la cera.
—Bien, ¿puede controlar su mente?
—Lucha como un demonio, pero no me resulta tan difícil como antes.
—Eso se debe a que ahora usted sabe lo que está haciendo —le explicó Shekt con un entusiasmo que estaba bastante lejos de sentir—. Bien, ahora transmita... No intente controlar su mente. Basta con que se limite a pensar que es usted mismo quien hace todas esas cosas.
—¿Puede obligarle a hablar? —intervino Arvardan.
Hubo una pausa, y después el secretario dejó escapar un gruñido gutural. Otra pausa, y un nuevo gruñido ahogado.
—Eso es todo lo que puedo conseguir —jadeó Schwartz.
—¿Pero por qué no puede hacer que hable? —preguntó Pola con preocupación.
—El hablar involucra músculos muy complejos y delicados —dijo Shekt encogiéndose de hombros—. No es tan sencillo como manipular los músculos de las extremidades... No importa, Schwartz. Quizá no lleguemos a necesitar que hable.
El recuerdo de las dos horas siguientes quedó grabado de manera distinta en la mente de cada uno de los participantes en aquella extraña odisea. En el caso del doctor Shekt, se había dejado dominar por una curiosa rigidez mental y todos sus temores quedaban ahogados por la tensa e impotente simpatía que sentía hacia Schwartz, quien estaba claro libraba una terrible lucha interior. Durante todo el tiempo no apartó la mirada de aquellas facciones regordetas que se iban frunciendo poco a poco a causa del esfuerzo, y apenas dedicó alguna que otra mirada fugaz a los demás. Los guardias apostados junto a la puerta saludaron marcialmente al secretario en cuanto vieron que venía hacia ellos. La túnica verde de Balkis parecía desprender una aureola de autoridad y poder, y su propietario les devolvió el saludo con el rostro inexpresivo. Pasaron de largo junto a los guardias sin ser molestados.
Arvardan no fue realmente consciente de lo absurdo que resultaba todo aquello hasta que hubieron salido del Caserón, y sólo entonces comprendió en toda su magnitud el inmenso e inimaginable peligro que amenazaba a la Galaxia y el endeble puente de seguridad que franqueaba el abismo; pero incluso entonces le bastaba con mirar a Pola a los ojos para sentir que se perdía en ellos. Aunque le estuviesen arrebatando el futuro, aunque el futuro se estuviera desmoronando a su alrededor, aunque estuviese perdiendo para siempre la dulzura que había saboreado de una manera tan fugaz..., fuera lo que fuese lo que estuviera ocurriendo, ninguna mujer le había parecido nunca tan inmensa e irresistiblemente digna de ser deseada.
Y, después, lo único que recordó de aquellas horas fue la proximidad de la muchacha.
Los brillantes rayos del sol de la mañana caían sobre Pola de tal modo que el rostro inclinado hacia abajo de Arvardan parecía borrarse delante de ella. Pola le sonrió, y fue consciente del roce de aquel brazo fuerte y musculoso sobre el que ella apoyaba el suyo con tanta delicadeza. Aquel fue el recuerdo que guardó en su memoria: unos músculos lisos y firmes cubiertos por la tela de textura plástica cuyo contacto suave y fresco podía sentir debajo de la muñeca.
Schwartz agonizaba bañado en sudor. El camino sinuoso que iba alejándoles de la puerta lateral por la que habían salido estaba desierto, y Schwartz se alegró enormemente de ello.
Sólo Schwartz conocía el verdadero precio que tendrían que pagar por el fracaso. Podía percibir la humillación insoportable, el odio avasallador y los siniestros planes que se agitaban en la mente enemiga que controlaba. Tenía que hurgar en su interior buscando las informaciones que irían guiándole —la posición del vehículo oficial, la ruta que debían seguir—, y al investigar también captaba la amargura de hiel de los propósitos de venganza que se desencadenarían si su control mental flaqueaba aunque sólo fuese durante una décima de segundo.
Los rincones secretos de la mente que se veía obligado a explorar quedaron convertidos para siempre en su posesión personal, y después Schwartz viviría las pálidas horas grisáceas de muchas auroras inocentes en las que volvería a guiar los pasos de un loco por los peligrosos senderos de una fortaleza enemiga.
Cuando llegaron al vehículo Schwartz balbuceó las palabras necesarias. No se atrevía a relajarse durante el tiempo necesario para pronunciar frases coherentes, y se limitó a decir lo estrictamente imprescindible con voz entrecortada.
—No puedo... conducir el vehículo —jadeó—. No puedo obligar a... Balkis a que... conduzca. Demasiado complicado..., no puedo hacerlo...
Shekt le tranquilizó con un suave murmullo. No se atrevía a tocar a Schwartz ni a dirigirle la palabra, porque temía que eso pudiera distraerle y afectar su concentración mental durante un momento.
—Suba al asiento de atrás, Schwartz —susurró—. Yo conduciré..., sé hacerlo. Le quitaré el desintegrador, y a partir de ahora bastará con que mantenga inmovilizado a Balkis.
El vehículo de superficie del secretario era de un modelo especial, y al ser especial era también diferente. Llamaba bastante la atención: su reflector verde giraba hacia la derecha y hacia la izquierda, y la luz intermitente se desvanecía y volvía a brillar con destellos de esmeralda. Los transeúntes se detenían a mirar y los vehículos que avanzaban en sentido contrario se apresuraban a apartarse respetuosamente.
Si el vehículo no hubiese sido tan llamativo y hubiese atraído menos la atención, los transeúntes ocasionales podrían haberse fijado en el secretario pálido e inmóvil que viajaba en su asiento trasero..., podrían haberse preguntado si..., quizá incluso podrían haber llegado a intuir el peligro...
Pero sólo miraban el vehículo, y el tiempo fue transcurriendo poco a poco.
Un soldado vigilaba el camino que llevaba a los resplandecientes portones cromados que se erguían envueltos en la aureola gigantesca e imponente tan típica del Imperio, que contrastaba agudamente con los edificios macizos, achaparrados y tristones de la Tierra. Su rifle energético de gran calibre se movió horizontalmente en un gesto de impedir el paso, y el vehículo se detuvo.
—Soy ciudadano del Imperio, soldado —anunció Arvardan asomándose por la ventanilla—. Deseo ver a su oficial superior.
—Tendrá que enseñarme sus documentos, señor.
—Me los han quitado. Soy Bel Arvardan, de Baronn, Sector de Sirio. Trabajo para el Procurador Ennius, y tengo mucha prisa.
El soldado se llevó una muñeca a la boca y habló en voz baja por el transmisor. Hubo una pausa mientras esperaba la respuesta, y después bajó el arma y se hizo a un lado. El portón se fue abriendo lentamente.