Un guijarro en el cielo (24 page)

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Authors: Isaac Asimov

—En realidad, lo que quiere decir es que yo la considero como una terrestre más que no sabe mantenerse en el sitio que le corresponde, ¿verdad? Tendrá que ir borrando de su mente ese concepto que se ha formado de mí o nunca podremos ser amigos... Verá, no creo en la superstición de la radiactividad. He medido la radiactividad atmosférica de la Tierra, y he hecho experimentos de laboratorio con animales. Estoy convencido de que en circunstancias ordinarias la radiación no me hará ningún daño. Hace dos meses que estoy aquí, y todavía no me siento enfermo. No se me cae el pelo —Arvardan tiró de un mechón—, y no se me ha hundido el estómago. Dudo mucho que mi fertilidad corra peligro, aunque confieso que he tomado una pequeña precaución al respecto..., pero la ropa interior impregnada de plomo no se ve.

Arvardan habló en un tono muy serio, y la muchacha volvió a reírse.

—Me parece que está un poco chiflado —comentó.

—¿De veras? Le sorprendería saber a cuántos arqueólogos famosísimos y muy inteligentes les han dicho lo mismo..., y en discursos muy largos.

—Bien, ¿me escuchará? —preguntó ella de repente—. Ya ha pasado el cuarto de hora.

—¿Qué opina usted? Me refiero a la locura de la que hablaba...

—Bueno, es probable que esté chiflado. De lo contrario no seguiría sentado aquí..., y menos después de lo que he hecho.

—¿Cree que necesito hacer un gran esfuerzo de voluntad para seguir sentado a su lado? —preguntó él en voz baja—. Si lo cree está muy equivocada, Pola. ¿Sabe una cosa? Creo que nunca había visto a una muchacha tan bonita, y hablo con toda sinceridad.

Pola alzó rápidamente la mirada hacia él, y Arvardan vio el temor reflejado en sus ojos.

—No, por favor... No he venido a buscar eso. ¿No me cree?

—Sí, Pola. Dígame lo que quiera decirme. Creeré en ello y la ayudaré.

Arvardan estaba totalmente convencido de lo que acababa de decir, y en ese momento habría aceptado con entusiasmo que Pola le encomendara la misión de derrocar al Emperador. Nunca había estado enamorado antes..., y al llegar a ese punto detuvo de repente el discurrir de sus pensamientos. Nunca había utilizado aquella palabra con anterioridad. ¿Enamorado de una terrestre?

—¿Ha visto a mi padre, doctor Arvardan?

—¿El doctor Shekt es su padre? Llámeme Bel, por favor, y yo la llamaré Pola.

—Si así lo desea... Intentaré complacerle. Supongo que se enojó mucho con él, ¿no?

—No estuvo muy amable.

—No podía estarlo —dijo ella—. Estaba siendo vigilado, ¿entiende? Ya habíamos decidido que se libraría de usted lo más pronto posible y que yo le citaría aquí. Vivimos aquí, ¿sabe? Bien... La Tierra está a punto de sublevarse —añadió bajando el tono de voz hasta convertirla en un susurro.

Arvardan no pudo contener un estallido de hilaridad.

—¿De veras? —preguntó poniendo los ojos como platos—. ¿Toda la Tierra?

—¡No se ría de mí! —exclamó Pola, súbitamente furiosa—. Prometió que me escucharía y que me creería. La Tierra está a punto de sublevarse, y eso es muy grave porque nuestro planeta puede destruir a todo el Imperio.

—¿Usted cree? —preguntó Arvardan, conteniendo con éxito el impulso de soltar otra carcajada—. Pola, ¿qué tal se le daba la galactografía cuando era pequeña?

—Era una de las primeras de mi clase, profesor. ¿Pero qué importancia tiene eso?

—Tiene la siguiente, Pola: el volumen de la Galaxia es de varios millones de años luz cúbicos. Contiene doscientos millones de planetas habitados, y la población aproximada es de quinientos mil billones de personas. ¿Cierto?

—Si usted lo dice, supongo que sí.

—Le aseguro que es así. Ahora bien, la Tierra es un planeta con veinte millones de habitantes, y se encuentra terriblemente desprovisto de recursos. En otras palabras, que hay veinticinco mil millones de ciudadanos de la Galaxia por cada terrestre. ¿Qué daño puede hacer la Tierra con un promedio de veinticinco mil millones de probabilidades contra una?

Pola pareció dudar durante unos momentos, pero enseguida recuperó su firmeza anterior.

—No puedo contestar a eso, Bel, pero mi padre sí puede hacerlo —dijo poniéndose muy seria—. No me ha explicado los detalles cruciales porque afirma que eso pondría en peligro mi vida, pero si usted me acompaña lo hará. Me ha explicado que la Tierra ha descubierto un método para barrer toda la vida fuera de nuestro planeta, y mi padre no puede estar equivocado... Siempre ha acertado en todo.

Las mejillas de la muchacha estaban un poco ruborizadas por la emoción, y Arvardan sintió el deseo de acariciarlas. (Pero cuando la había tocado antes la experiencia le había resultado muy desagradable, ¿no? ¿Qué le estaba ocurriendo?)

—¿Ya son más de las diez? —preguntó Pola.

—Sí —respondió él.

—Entonces ya debe de estar arriba..., si no le ha ocurrido nada. —Miró a su alrededor y sufrió un estremecimiento involuntario—. Podemos entrar en la casa directamente desde el garaje, y si me acompaña...

Pola ya tenía la mano sobre el botón que abría la portezuela del vehículo cuando se quedó paralizada.

—Alguien se acerca —murmuró con voz enronquecida—. Oh, deprisa...

El resto no pudo oírse, pero a Arvardan no le resultó difícil recordar las instrucciones que le había dado la muchacha. Sus brazos la rodearon rápidamente, y un instante después ya tenía su peso cálido y palpitante apoyado en el pecho. Los labios de ella se estremecieron bajo los de él, mares ilimitados de dulzura...

Durante diez segundos Arvardan intentó mirar por el rabillo del ojo en un esfuerzo por ver el primer rayo de luz y trató de captar la primera pisada, pero después todo fue barrido por las sensaciones maravillosas de aquel momento. Las estrellas le cegaron, y quedó ensordecido por el palpitar de su propio corazón.

Los labios de la muchacha se separaron de los suyos, pero Arvardan volvió a buscarlos sin tratar de disimular lo que hacía..., y los encontró. La estrechó entre sus brazos, y la muchacha pareció fundirse en ellos hasta que los latidos de su corazón se acompasaron a los del corazón de Arvardan.

Tardaron mucho rato en separarse, y después se quedaron inmóviles un momento descansando mejilla contra mejilla.

Arvardan no había estado enamorado nunca, y aquella vez no le asustó usar la palabra. ¿Qué importancia tenía? Terrestre o no, la Galaxia nunca podría volver a producir una criatura tan hermosa como Pola.

—Debe de haber sido un ruido de la calle —comentó Arvardan por fin, aún no repuesto de la embriaguez de su dicha.

—No —susurró ella—. No había oído ningún ruido.

—¡Pequeño demonio...! —exclamó él. La apartó a un brazo de distancia y la miró fijamente, pero Pola no bajó la vista—. ¿Hablas en serio?

—Quería que me besaras —respondió Pola con los ojos iluminados por la felicidad—. No me arrepiento.

—¿Crees que yo lo lamento? Bueno, entonces vuelve a besarme..., y ahora sólo porque quiero que me beses, ¿de acuerdo?

Hubo otro largo período de ensoñación, y de repente Pola se apartó de él y empezó a ordenar su peinado y a arreglarse el cuello del vestido con movimientos tan precisos como tranquilos.

—Será mejor que entremos en casa —dijo—. Apaga la luz del vehículo. Tengo un lápiz–linterna de bolsillo.

Arvardan bajó del vehículo detrás de ella, y la repentina oscuridad convirtió la silueta de Pola en una sombra confusa recortada contra el punto de luz que brotaba de su diminuta linterna.

—Será mejor que me cojas de la mano —dijo la muchacha—. Tenemos que subir una escalera.

—Te amo, Pola —susurró Arvardan detrás de ella. Le había resultado inesperadamente fácil confesarlo..., y sonaba muy bien—. Te amo, Pola —repitió.

—Apenas me conoces —murmuró ella.

—No, te he conocido durante toda mi vida. ¡Te lo juro! Durante toda mi vida... Pola, te juro que hace dos meses que pienso en ti y que sueño contigo.

—Soy terrestre.

—Pues entonces yo también lo seré. Ponme a prueba si no me crees...

Arvardan la detuvo e hizo girar suavemente la mano de Pola hasta que el haz luminoso de la linterna iluminó su rostro sonrojado surcado por las lágrimas.

—¿Por qué lloras?

—Porque cuando mi padre te cuente lo que sabe descubrirás que no puedes amar a una terrestre.

—Bueno, también puedes ponerme a prueba en eso.

15
Las ventajas perdidas

Arvardan y Shekt se encontraron en una habitación del segundo piso de la casa. Las ventanas habían sido polarizadas para obtener la más completa opacidad. Pola permanecía abajo, alerta y vigilante en el sillón desde el que dominaba la calle oscura y desierta.

La silueta encorvada de Shekt produjo en Arvardan una impresión distinta de la que había percibido diez horas antes. El rostro del físico seguía estando macilento e inmensamente cansado, pero la expresión incierta y temerosa de antes había sido sustituida por otra de desafío tan tozudo que casi rozaba la desesperación.

—Debo pedirle disculpas por la forma en que le traté esta mañana, doctor Arvardan —empezó diciendo Shekt con voz firme—. Esperaba que comprendiese que...

—Debo confesar que no lo entendí, doctor Shekt, pero ahora creo comprender.

Shekt se sentó frente a la mesa y señaló la botella de vino que había encima de ella. Arvardan hizo un gesto negativo con las manos.

—Si no tiene inconveniente probaré la fruta. ¿Qué es esto? Me parece que no había visto nunca nada parecido...

—Es una especie de naranja —dijo Shekt—. Creo que no crece fuera de la Tierra. Resulta bastante fácil de pelar.

Le hizo una demostración, y Arvardan hundió los dientes en su jugosa pulpa después de haberla olisqueado con curiosidad. El sabor era tan exquisito que le hizo lanzar una exclamación ahogada.

—¡Es deliciosa, doctor Shekt! ¿Nunca han intentado exportar estos productos?

—La Sociedad de Ancianos no es partidaria de comerciar con los espaciales —murmuró el biofísico con expresión entristecida—, y a nuestros vecinos de la Galaxia tampoco les hace mucha gracia la idea de comerciar con nosotros. Éste no es más que un aspecto de nuestros problemas, doctor Arvardan.

Arvardan se sintió repentinamente dominado por un arranque de cólera.

—¡Qué estupidez! Le aseguro que cuando veo lo que puede llegar a haber en las mentes de los seres humanos desespero de la inteligencia de la raza humana.

Shekt se encogió de hombros con la tolerancia que da el estar acostumbrado a una situación desde hace mucho tiempo.

—Me temo que eso es una parte del problema general de los prejuicios antiterrestres..., un problema que es casi imposible de resolver.

—Pero lo que hace que resulte casi imposible de resolver es que nadie parece querer resolverlo —exclamó el arqueólogo—. ¿Cuántos terrestres reaccionan ante esta situación odiando indiscriminadamente a todos los ciudadanos galácticos? Es una plaga casi universal..., odio por odio. ¿Quiere realmente su pueblo que exista igualdad y tolerancia mutua? ¡No! Lo que desea la inmensa mayoría de los terrestres es invertir la situación actual.

—Quizá haya mucho de cierto en lo que dice —asintió Shekt con amargura—, y no puedo negarlo; pero ésa no es toda la historia. Si se nos diese la oportunidad llegaría a existir una nueva generación de terrestres inteligentes, desprovistos de prejuicios localistas y fervorosamente convencidos de que sólo existe una raza humana. Los asimilacionistas eran tolerantes y tenían fe en las soluciones justas, y han ejercido muchas veces el poder en la Tierra. Yo soy asimilacionista..., o por lo menos lo fui en tiempos. Pero ahora toda la Tierra está gobernada por los celotes, nacionalistas extremistas con la cabeza llena de ilusiones de dominio pasado y dominio futuro. El Imperio debe ser protegido contra ellos.

—¿Se refiere a la revuelta de la que me habló Pola? —preguntó Arvardan frunciendo el ceño.

—Doctor Arvardan, convencer a alguien de algo aparentemente tan ridículo como es el que la Tierra pueda llegar a conquistar toda la Galaxia resulta una tarea muy difícil..., pero es cierto —dijo Shekt poniéndose muy serio—. No tengo ninguna vocación de héroe, y sí grandes deseos de vivir. En consecuencia, supongo que podrá imaginarse hasta qué extremos de inmensidad ha de llegar la crisis que nos amenaza para que alguien como yo se arriesgue a cometer delito de traición cuando ya está siendo vigilado por las autoridades locales.

—Bien, si se trata de algo tan grave será mejor que le informe de mi postura antes de que empiece a hablarme de ello —replicó Arvardan—. Le ayudaré en todo lo posible, pero sólo como ciudadano de la Galaxia. No tengo ninguna autoridad oficial, y carezco de influencia especial en la corte o incluso en el Palacio del Procurador. Soy exactamente lo que aparento ser: un arqueólogo que ha venido aquí para organizar una expedición científica en la que sólo están en juego mis intereses particulares. Si está dispuesto a llegar a la traición, ¿no cree que sería mejor que hablara de ello con el Procurador Ennius? Él sí está en condiciones de hacer algo al respecto.

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer, doctor Arvardan —dijo Shekt—, y es justo lo que los Ancianos me impiden hacer. Cuando vino a verme esta mañana a mi laboratorio llegué a pensar que quizá fuese un intermediario... Pensé que Ennius sospechaba algo, ¿entiende?

—Quizá sospeche algo, y me temo que no puedo confirmarlo o negarlo, pero no soy ningún intermediario..., y lo lamento. Pero si insiste en convertirme en su confidente, puedo prometerle que iré a ver al Procurador Ennius y que le hablaré en su nombre.

—Gracias. Es todo lo que le pido. Eso..., y que utilice su influencia para evitar que la Tierra sufra una represalia excesivamente severa por parte del Imperio.

—Puede contar con ello —asintió Arvardan.

Se sentía intranquilo. Estaba convencido de que trataba con un anciano excéntrico y algo paranoico que quizá fuese inofensivo, pero que no cabía duda estaba totalmente desequilibrado; pero no le quedaba otro recurso que permanecer allí, escuchar y tratar de imponer algo de calma en aquella locura..., por el bien de Pola.

—¿Ha oído hablar del sinapsificador, doctor Arvardan? —preguntó Shekt—. Esta mañana se refirió al aparato.

—Sí. Leí el artículo que publicó en la revista Estudios de física, y hablé del sinapsificador con el Procurador Ennius y con el Primer Ministro.

—¿Habló de él con el Primer Ministro?

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