Read Un guijarro en el cielo Online
Authors: Isaac Asimov
Las palabras del Primer Ministro hicieron sonreír durante un momento a Arvardan.
—Ése es precisamente el motivo que me ha impulsado a dirigirme a usted, Su Excelencia —dijo—. Una gran parte de las diferencias existentes entre la Tierra y algunos de los dominios imperiales vecinos quizá resida únicamente en la forma de pensar, pero creo que si se demostrara que los terrestres no son distintos del resto de los ciudadanos de la Galaxia resultaría posible eliminar muchos roces.
—¿Y cómo se propone lograr eso, doctor Arvardan?
—No resulta muy fácil de explicar en pocas palabras. Como probablemente ya sabe Su Excelencia, las dos corrientes principales del pensamiento arqueológico actual son conocidas vulgarmente con los nombres de Teoría de la Fusión y Teoría de la Irradiación.
—Tengo un conocimiento elemental de ambas.
—Bien... La Teoría de la Fusión sostiene que los diversos tipos humanos se desarrollaron de manera independiente, y que se fueron mezclando unos con otros durante la era de los primeros viajes espaciales, tan distante ya en el tiempo que apenas se conservan documentos de esos días. Este concepto resulta necesario para explicar por qué actualmente todos los seres humanos se parecen tanto los unos a los otros.
—Sí —dijo secamente el Primer Ministro—, y esa idea también implica la necesidad de que haya varios centenares o millares de variedades de ser humano que se hayan desarrollado por separado, y que sin embargo estén tan relacionadas química y biológicamente como para permitir los cruzamientos.
—Exacto —dijo Arvardan poniendo cara de satisfacción—. Acaba de poner el dedo en la llaga... Ése es el punto más débil de la teoría, pero la gran mayoría de los arqueólogos lo pasa por alto y apoya firmemente la Teoría de la Fisión, lo que naturalmente implicaría la posibilidad de que en porciones aisladas de la Galaxia subsistan algunas subespecies de la humanidad que hayan conservado sus diferencias originales sin que se produjeran cruzamientos...
—Se refiere a la Tierra, ¿no? —dijo el Primer Ministro.
—La Tierra es considerada como un ejemplo de ello. La Teoría de la Irradiación, por otra parte...
—Considera que todos somos descendientes de un solo grupo planetario de seres humanos.
—Exactamente.
—Basándose en ciertas pruebas de nuestra historia y ciertos documentos que nosotros consideramos sagrados y que no pueden ser mostrados a quien no haya nacido en la Tierra, mi pueblo cree que la Tierra fue la cuna de toda la humanidad.
—Yo opino lo mismo, y le pido que me ayude a demostrárselo a toda la Galaxia.
—Es usted muy optimista... ¿Cómo piensa hacer eso?
—Su Excelencia, estoy convencido de que en esas áreas de su planeta que actualmente están afectadas por la radiactividad quedan muchos artefactos y restos arquitectónicos primitivos. La antigüedad de esos restos podría ser calculada con toda exactitud a partir de su estado actual de desintegración radiactiva, y comparando...
—Me temo que eso es totalmente imposible —le interrumpió el Primer Ministro meneando la cabeza.
—¿Por qué es imposible? —preguntó Arvardan, y la sorpresa le hizo fruncir el ceño.
—En primer lugar debo preguntarle qué es lo que espera lograr, doctor Arvardan —replicó el Primer Ministro sin inmutarse—. Si demuestra que está en lo cierto y aun suponiendo que su demostración logre convencer a todos los mundos, ¿qué importa que hace un millón de años todos ustedes fueran terrestres? Después de todo, hace mil millones de años todos éramos simios, y sin embargo actualmente no consideramos que los monos sean parientes nuestros.
—Vamos, Su Excelencia... La comparación es absurda.
—De ninguna manera. ¿Acaso no le parece lógico suponer que los terrestres han llegado a cambiar de tal manera durante su prolongado aislamiento y, sobre todo, debido a la continua influencia de la radiactividad, que ahora forman una raza totalmente diferenciada de sus primos emigrados?
Arvardan se mordió el labio inferior.
—Sus enemigos estarían encantados al verle argumentar con tanto entusiasmo en favor suyo —contestó de mala gana.
—Lo hago precisamente porque me pregunto qué dirán. Bien, está claro que no conseguiríamos nada..., salvo quizá exacerbar el odio que ya se siente contra nosotros.
—¡Pero no hay que olvidar los intereses de la ciencia pura! —protestó Arvardan—. El progreso de los conocimientos...
—Lamento sinceramente verme obligado a obstaculizar esa noble causa —dijo el Primer Ministro poniéndose muy serio—. Voy a hablarle como un ciudadano del Imperio que está conversando con un igual: personalmente yo le ayudaría con mucho gusto, pero mi pueblo es una raza terca y orgullosa que se ha encerrado en sí misma durante siglos debido a..., a las lamentables actitudes que ciertas partes de la Galaxia han adoptado contra nosotros. Los terrestres tienen ciertos tabúes, ciertas costumbres establecidas que ni tan siquiera yo podría violar.
—Y las zonas radiactivas...
—Son uno de los tabúes más importantes y estrictamente observados. Aunque le otorgase permiso para investigar en ellas, y le confieso que me siento tentado de hacerlo, lo único que conseguiríamos con eso sería provocar motines y disturbios que no sólo pondrían en peligro su vida y las de los miembros de su expedición, sino que a la larga harían que la Tierra sufriese alguna clase de sanción disciplinaria impuesta por el Imperio. Si permitiese que eso ocurriera estaría traicionando las responsabilidades de mi cargo y la confianza que mi pueblo ha depositado en mí.
—Pero estoy dispuesto a adoptar todas las precauciones razonables. Si quisiera enviar observadores para que me acompañen... Y, naturalmente, también puedo comprometerme a consultar con usted antes de publicar los resultados obtenidos durante las investigaciones sean cuales sean éstos.
—Me está tentando, doctor Arvardan —replicó el Primer Ministro—. Es un proyecto muy interesante, desde luego... Pero aun suponiendo que no tomáramos en cuenta al pueblo, me temo que sobrestima mi poder. No soy un gobernante absoluto. De hecho, mi poder se encuentra muy limitado..., y todos los asuntos deben ser sometidos a la consideración de la Sociedad de Ancianos antes de que se pueda tomar una decisión definitiva.
—Es una situación realmente lamentable —dijo Arvardan, y meneó la cabeza—. El Procurador ya me previno acerca de los obstáculos con los que me enfrentaría, pero aun así esperaba que... ¿Cuándo podrá consultar a su legislatura?
—La asamblea de la Sociedad de Ancianos se reunirá dentro de tres días. No tengo poder para alterar el orden del día, de modo que quizá transcurran unos días más antes de que el asunto pueda ser discutido..., digamos que una semana.
Arvardan asintió distraídamente.
—Tendré que resignarme a esperar. Por cierto, Su Excelencia, cambiando de tema...
—¿Sí?
—En su planeta hay un científico al que me gustaría conocer..., un tal doctor Shekt, de Chica. Yo estuve en Chica, pero mi estancia duró muy poco tiempo y me marché de manera bastante precipitada, por lo que me gustaría reparar esa omisión. Tengo la seguridad de que el doctor Shekt es un hombre muy ocupado, y le agradecería que me proporcionara una carta de presentación.
El rostro del Primer Ministro había adoptado una expresión visiblemente adusta, y guardó silencio durante unos momentos antes de hablar.
—¿Podría explicarme para qué desea ver al doctor Shekt? —preguntó por fin.
—Por supuesto, Su Excelencia. Leí un artículo acerca de un aparato que ha diseñado y al que creo llama sinapsificador. Tiene relación con la neuroquímica cerebral, y quizá pueda resultar de algún interés para otro proyecto mío. He hecho algunos trabajos sobre la clasificación de la humanidad a través de los grupos encefalográficos..., los distintos tipos de corrientes cerebrales, como supongo ya sabrá.
—Sí, he oído algunos comentarios acerca del invento del doctor Shekt. Creo recordar que no tuvo éxito.
—Bien, quizá no; pero el doctor Shekt es un experto en la materia, y probablemente podría ayudarme en mis trabajos.
—Comprendo... De acuerdo, haré que le preparen inmediatamente una carta de presentación. No debe mencionar en ningún momento sus intenciones de explorar las Zonas Vedadas, naturalmente.
—Por supuesto, Su Excelencia —asintió Arvardan, y se puso en pie—. Le agradezco su cortesía y su comprensión, y espero que el Consejo de Ancianos trate mi proyecto con espíritu tolerante.
El secretario entró apenas Arvardan hubo salido de la habitación, y sus labios se curvaron en esa sonrisa fría y cruel tan característica de él.
—Muy bien —comentó—. Se ha portado estupendamente, Su Excelencia.
El Primer Ministro le observó con expresión sombría.
—¿Qué significa eso último que me dijo respecto a Shekt? —preguntó.
—¿Está intrigado? Hace mal, ya que todo marcha magníficamente. Supongo que se fijaría en su falta de insistencia cuando vetó su proyecto, ¿no? ¿Cree que es la reacción lógica en un científico que ha invertido todo su entusiasmo en algo que ve obstaculizado de repente sin que haya motivos razonables para ello, o es más bien la reacción de alguien que está representando un papel y que se siente aliviado al verse liberado de él? Ah, también tenemos otra extraña coincidencia... Schwartz huye y se dirige a Chica. Al día siguiente Arvardan se presenta aquí, y después de soltar un no muy entusiástico discurso sobre su expedición menciona como por casualidad que piensa ir a Chica para visitar a Shekt.
—¿Pero por qué lo dijo, Balkis? Me parece una estupidez por su parte.
—Se lo dijo porque usted consiguió inspirarle confianza. Póngase en su situación, Su Excelencia... Él se imagina que no sospechamos nada, y en una situación así la audacia siempre acaba alzándose con el triunfo. Va a ver a Shekt. ¡Muy bien! Le informa con toda franqueza de sus propósitos, e incluso le solicita una carta de presentación. ¿Qué mejor garantía puede ofrecerle sobre la honestidad y la inocencia de sus intenciones? Y esto saca a relucir otro problema, desde luego... Es posible que Schwartz descubriese que estaba siendo vigilado, y quizá mató a Natter; pero no tuvo tiempo para prevenir a los otros, porque en tal caso esta comedia habría sido representada de una manera muy distinta. —El secretario entrecerró los ojos mientras iba tejiendo su telaraña—. Quién sabe cuánto tiempo transcurrirá hasta que la desaparición de Schwartz despierte sus sospechas, pero podemos calcular que no empezarán a sospechar antes de que Arvardan vaya a visitar a Shekt. Los dos caerán al mismo tiempo, y entonces les resultará mucho más difícil negar la verdad.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó bajando la voz el Primer Ministro.
Balkis levantó la mirada y le contempló con expresión pensativa.
—El plan es flexible, y desde que descubrimos la traición de Shekt trabajamos en tres turnos que se suceden uno a otro —informó—. Todo marcha bien, y ahora sólo nos faltan los cálculos matemáticos de las órbitas necesarias. Lo que nos retrasa es el que nuestras calculadoras y ordenadores no son lo suficientemente sofisticados, pero eso ya da igual... Ahora no es más que cuestión de días.
—¡Días!
La palabra fue pronunciada con una extraña mezcla de triunfo y horror.
—¡Días! —repitió el secretario—. Pero recuerde..., una bomba apenas dos segundos antes de la hora cero bastaría para detenernos; e incluso después de la hora cero habrá un período de tiempo que oscilará entre uno y seis meses durante el que podrán tomar represalias. No olvide que la seguridad todavía no es total.
¡Días! Y entonces estallaría la guerra unilateral más increíble de toda la historia de la Galaxia, y la Tierra atacaría a todos los demás planetas.
Las manos del Primer Ministro temblaban levemente.
Arvardan volvía a viajar a bordo de un estratosférico, y su mente era un confuso torbellino de pensamientos. No parecía haber ningún motivo para creer que el Primer Ministro y los psicópatas que tenía por súbditos permitirían una invasión oficial de las zonas radiactivas, y Arvardan ya estaba preparado para esa eventualidad. No sabía por qué, pero lo cierto era que no lo había lamentado demasiado. Si le hubiese importado más habría defendido mejor su causa.
¡Y ahora estaba dispuesto a entrar ilegalmente en esas zonas, por toda la Galaxia! Armaría su nave, y si llegaba a ser necesario lucharía. Casi lo deseaba.
¡Malditos estúpidos!
¿Quiénes se creían que eran?
Sí, sí, Arvardan ya sabía quiénes creían ser. Los terrestres estaban convencidos de ser los primeros seres humanos, los habitantes del planeta original...
Y lo peor de todo era que Arvardan sabía que tenían razón.
El estratosférico estaba despegando. Arvardan se hundió en el mullido respaldo del asiento. Dentro de una hora vería Chica.
Se dijo que no se trataba de que sintiera muchos deseos de volver a Chica, pero el sinapsificador podía ser importante, y ya que estaba en la Tierra podía aprovechar la ocasión. Después de partir no pensaba regresar nunca.
¡Estaba harto de aquel planeta horrible!
Ennius tenía razón.
Pero el doctor Shekt... Arvardan estudió la carta de presentación impregnada de formalidad burocrática.
Y de repente se irguió bruscamente..., o intentó hacerlo, y luchó contra la fuerza de la inercia que le apretaba contra el asiento a medida que la Tierra se alejaba y el cielo azul iba adquiriendo un color púrpura oscuro.
Había recordado el apellido de la muchacha. Se llamaba Pola Shekt.
¿Por qué lo había olvidado? Arvardan sintió una mezcla de desilusión y enfado consigo mismo. Su mente le había traicionado reteniendo el apellido de la muchacha hasta que ya era demasiado tarde.
Pero en lo más hondo de su ser algo se alegró de que hubiera ocurrido así.
Durante los dos meses transcurridos desde el día en que el doctor Shekt había utilizado su sinapsificador en Joseph Schwartz, el físico había cambiado por completo; no tanto en su aspecto exterior —aunque quizá estaba un poco más delgado y andaba más encorvado—, sino en su comportamiento, que se había vuelto abstraído y casi temeroso. Shekt vivía ensimismado, alejado incluso de sus colegas más íntimos, y sólo salía de aquel estado de ánimo con una desgana que resultaba evidente incluso para el observador menos atento.
Sólo podía desahogarse con Pola, quizá porque durante esos dos meses ella también se había mostrado misteriosamente distante y absorta en sí misma.