Feda se tomó en serio la amenaza materna. Suspirando, aunque sin atreverse a decir ni una palabra más, metió su escaso equipaje en la maleta que compartiría con Alegría y Merceditas. Y, ya anochecido, dijo adiós toda llorosa a Carmina y al tío Joaquín —quien, intuyendo tal vez el ya cercano estallido de su viejo corazón, se despidió de ellos como si se fueran a merendar, agitando el bastón en el aire y gruñendo un hala, hasta luego que, sin embargo, apenas se oyó a pesar de su potente voz— y salió junto con el resto de su familia hacia el puerto.
La gente se agolpaba en los muelles, esperando poder subir a bordo de alguno de los barcos dispuestos a partir. Sin embargo, a pesar del miedo y el ansia por irse lo antes posible, apenas se oían voces. Se aguardaba en silencio, rumiando sin duda por dentro la amargura de una despedida como aquélla, pero sin ánimo ya para manifestarla. Sólo el ronquido de los motores, mientras los navios zarpaban despacio, atravesando el puerto temblorosos y solemnes, rompía la calma. Cada partida era observada con desazón por los que aún esperaban, que miraban alejarse en la oscuridad a los otros, los que ya no tenían vuelta atrás, irremediablemente condenados a atravesar aquel mar tan enorme y desconocido. Hubo quien, después de comprender la tristeza de los que se iban, renunció a sus planes de fuga y regresó a casa, dispuesto a enfrentarse a la incertidumbre y quizá a la propia muerte, protegido por el mismo espacio, la misma luz, las mismas gentes, las mismas palabras, las mismas y de pronto tan queridas cosas de toda la vida.
Pero los Vega se quedaron. Y al cabo de tres o cuatro horas pudieron embarcar en el
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, un pesquero de buen tamaño y ágil, de brillante casco rojo sobre el que ondeaba, casi invisible en la noche, la bandera tricolor. No había patrón. Al mando iba un marinero viejo, con la cara marcada por cada una de las tempestades a las que había sobrevivido. A bordo, medio centenar de almas, algún dirigente político, varios guardias de Asalto, una docena de milicianos, un grupo de hombres heridos y cuatro o cinco familias, mujeres y viejos temblorosos y niños asustados.
Al amanecer, el
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zarpó, ruidoso y lento. Arrumbó hacia la bocana del puerto, enderrotó luego al Nordeste, arrió por prudencia la bandera republicana y se hizo a la mar. El sol se había alzado ya en el cielo, extrañamente azul aquella mañana, y parecía cubrir de oro las calles arrasadas de Castrollano, que flotaba en la lejanía, leve y centelleante, como una ciudad habitada por hadas. A su alrededor se extendían las colinas verdes, las pequeñas siluetas suaves de los árboles, los ríos que abrían tranquilos surcos violáceos hacia el mar. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, las miradas más capaces aún alcanzaban a distinguir las cumbres nevadas, blanquísimas e imbatibles. Si alguien lloró, lo hizo en silencio. Si a alguien se le partió el corazón, no dijo nada.
Apenas hubo tiempo para las nostalgias. Enseguida sonó, amortiguado pero inconfundible, el bramido de las máquinas asesinas, y una lluvia de fuego cayó largamente sobre el puerto. El espectáculo de la destrucción, a la que habían escapado por minutos y de la que sin duda estaban siendo víctimas muchos de los que aún quedaban allí, sobrecogió los ánimos. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir. Todavía se veían las llamas ardiendo en los muelles, cuando se avistó un barco. Parecía otro pesquero inofensivo, pero la bandera monárquica y las ametralladoras ostentosas sobre el puente no dejaban lugar a dudas. Debía de tratarse de uno de los navios de la Marina de Franco. Los refugiados corrieron a esconderse en la bodega, salvo dos de los guardias de asalto, los más serenos, que permanecieron en cubierta. Pronto sonaron órdenes amenazadoras, y los motores del
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se detuvieron. El barco cabeceaba ahora inerte. Después de un tiempo eterno, uno de los guardias bajó para avisar con palabras entrecortadas que el bou artillado mandaba poner rumbo a Puentesala, en poder ya de los fascistas. Por primera vez, se oyeron en voz alta sollozos, cagamentos, blasfemias. Letrita echó un vistazo a los suyos. Feda tenía los ojos cerrados. Alegría abrazaba a la niña y trataba de quitar importancia a todo aquello. Publio, el pobre Publio viejo e inocente, intentaba mantener el equilibrio con los pies abiertos y la ayuda del bastón, un poco pálido, como si estuviera mareándose, pero ajeno a todo. La miró y le sonrió, con la boca abierta, igual que un niño. Hacía años que Letrita no creía en Dios. Sin embargo, en aquel momento se puso a rezar en silencio.
Alguien decidió que era absurdo seguir hacinados en la bodega. Al fin y al cabo, iban a detenerlos a todos en cuanto llegasen a Puentesala. Volvieron a cubierta. La luz los deslumhró unos segundos, aunque ya no era el sol intenso de antes, sino una claridad amarillenta y desfallecida. Una niebla pálida cubría ahora el horizonte e iba alzándose por el cielo, avanzando hacia los barcos parados en mitad del mar. A pocos metros de distancia, un par de hombres uniformados apuntaron firmemente las ametralladoras del bou contra el grupo demudado de fugitivos, y cinco o seis soldados los encañonaron con sus fusiles. Se oyó un grito: ¡Qué, comunistas! ¿Ya os cagasteis?, y luego carcajadas. Algunos respondieron, indignados. De pronto, uno de los milicianos se tiró al agua y empezó a nadar, alejándose de los pesqueros, tratando quizá de llegar a la costa. Sonó un disparo, y el cuerpo se volteó en el agua, se mantuvo boca arriba durante unos instantes, agitó convulsamente los brazos y luego se hundió, dejando una estela roja que pronto fue llevada por la corriente. Un largo jirón de niebla, ligero como una gasa, surgió entonces de la nada y envolvió por unos momentos al bou, difuminando el cañón de las armas y las caras jocosas de los marinos. Alguien gritó de nuevo, ¡Arrancad el motor de una puta vez, o seguimos disparando! Las máquinas roncaron. Los dos pesqueros pusieron rumbo hacia Puentesala, el bou artillado vigilando tan de cerca al
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que, de haber sido observados en la lejanía, habrían parecido un único navio deforme.
Quizá el tiempo se había detenido. La muerte aguardaba allí donde el mar se convirtiese en tierra. Nadie hablaba. Nadie se movía. Se habían terminado las razones. Pero silenciosa, muy despacio, la niebla fue creciendo alrededor de aquel barco ya fantasma, desenroscándose como una serpiente blanquecina, hasta que lo invadió todo. La mancha antes oscura del enemigo palideció, un poco más a cada minuto, y acabó disolviéndose entre las nubes, como si se la hubieran tragado. A bordo arreciaban los gritos, hijos de puta, ni os mováis, os vamos a matar a todos en cuanto esta puta niebla desaparezca, no se os ocurra intentar ninguna maniobra... No fue preciso decir nada. Bastaron las miradas y los gestos. El pesquero viró a toda marcha y navegó de nuevo hacia el Nordeste, dejando atrás las ráfagas de ametralladora que se perdieron impotentes en el mar, como las chinas inofensivas de un niño que juega. Sólo entonces estallaron los chillidos, los aplausos, las voces de alegría. Dos días después, en medio de una furiosa tempestad, sin combustible y a remolque de un colega francés, el
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entró en el puerto de La Rochelle.
Feda vivió todo aquello como si estuviera envuelta en su propia niebla, la travesía en el barco, el viaje en tren cruzando Francia, los días de refugio en Barcelona, el encuentro con María Luisa —que llevaba casi un año viviendo en Cataluña con la familia de Fernando—, el traslado más al sur y las primeras semanas en Noguera. Las últimas lágrimas las había vertido al salir de casa de Carmina. Luego se quedó sin ellas. Fue como si el alma se le adormeciera, y pasara por los sucesos y los lugares sonámbula. Incluso Simón había desaparecido de sus noches, y ella llegó a temer que estuviera muerto. Pero poco a poco, en medio de aquella vida que recuperaba lentamente la fuerza de la cotidianeidad, se fue despertando. Una mañana amaneció con uno de sus viejos dolores de estómago, y tuvo que estar a manzanilla hasta la noche. Al día siguiente se puso a llorar cuando María Luisa le echó una bronca por no ocuparse de nada.Y al otro, por fin, Simón volvió para quererla. Entonces el alma de Feda se sacudió los últimos restos del sueño, bostezó, se estiró largamente y echó a andar como si tal cosa, con sus melancolías y sus miedos y sus buenos momentos, añorando siempre el regreso a Castrollano y a los brazos reales de Simón.
Ahora, después de aquel tiempo que parece toda una vida, los tres años más interminables que se pueda imaginar, está al fin allí de nuevo, tan cerca del caserón en la colina, muerta de ansiedad y sudorosa. Pero cuando llega a la verja y alcanza a ver la gran casa al fondo del paseo de tilos, el calor se convierte en escalofrío: todo está cerrado, las contraventanas, la puerta, la propia verja que ella sacude con incredulidad. Un hombre que siega en la finca de al lado se le acerca:
—¿Busca usted a los Seliña?
—Sí.
—Se han ido.
—¿Quiénes se han ido?
—Doña Pía y su hijo.
Está vivo. Simón está vivo.Se ha ido, pero vive, respira, aún la quiere...
—¿Está bien el hijo?
—Sí, muy bien. Hizo una guerra muy buena, y ahora creo que anda en algo del gobierno. Por eso se han ido.
—¿Sabe usted adónde?
—A Madrid, claro, a Madrid. Con los ministros y todo eso.
—Gracias, muchas gracias, señor.
Feda regresa hacia la playa despacio, ensimismada, demasiado feliz para fijarse en nada que no sea su propia felicidad, Simón está vivo, Simón todavía me quiere, Simón está vivo... Al llegar al puente del Gabión, salta desde las rocas a la arena y camina junto al mar que, a veces, llega hasta sus pies y le moja los zapatos polvorientos, dejándole manchas blanquecinas de salitre. Pero ella ni se da cuenta. Al final de la playa, más allá de la iglesia de San Pedro, se extienden las ruinas del Club Náutico, bombardeado un amanecer. Varios grupos de niños juegan entre ellas, trepando a las montañas de escombros y saltando al fondo reventado y mugriento de la piscina. Vistas así, de lejos, bajo el solecillo templado de aquel comienzo del verano, a Feda no le parecen los restos dolientes de un pasado perdido ya para siempre, sino el proyecto de algo que habrá de llegar a ser esplendoroso. Allí conoció a Simón, un día del año 35, cuando su amiga Rosa Dindurra se empeñó en que la acompañara a la piscina. Ella se resistía, muerta de vergüenza, no tenía ropa adecuada, no estaba acostumbrada a tratar con gente así, de tanto dinero y tanto postín, pero Rosa le dejó un traje de baño precioso y acabó por convencerla.
Fue ella misma quien le presentó a Simón aquella mañana, y él, como si fuera un caballero en un salón de alto rango y no un muchacho en bañador saludando a una chica, se inclinó ceremoniosamente para besarle la mano, haciéndola sonrojarse y reír. A la semana siguiente, en la primera fiesta del Club a la que asistió, la sacó a bailar varias veces seguidas. Feda notaba a través de su vestido y en su propia mano el sudor de las manos de él, y la forma temblorosa con que la miraba. Esa misma noche la acompañó a casa, después de dejar antes a Rosa en la suya, y al llegar al portal la besó y empezó a acariciarle la espalda y luego le puso las manos en la garganta y las bajó por dentro del escote hasta sus pechos. En aquel momento Feda comprendió lo que significaba la palabra placer. Sólo unos días más, y ya se creería también sabia en amor.
Rosa Dindurra, eso es... Quizá haya regresado ya de Francia. La guerra la pilló allí, de vacaciones con sus padres. Cuando Feda y su familia abandonaron Castrollano en el 37, la casa de los Dindurra seguía cerrada y no se sabía nada de ellos. Pero lo más probable es que ahora estén de vuelta. Feda corre, quiere llegar cuanto antes a la calle de la Muralla, piensa que a través de Rosa podrá encontrar a Simón en Madrid, y además acaba de darse cuenta de todo lo que ha añorado a su amiga en estos años. Los pies se le enredan en los socavones que las bombas y el abandono han dejado por todas partes, y un par de veces está a punto de caer. Pero al fin consigue pararse intacta ante la puerta del piso, donde llama con repentina timidez. Una muchacha vestida de uniforme, exactamente igual que en los viejos tiempos, abre la puerta y saluda. A Feda casi no le sale la voz del sofocón.
—Buenas. ¿Está la señorita Rosa?
—¿De parte de quién?
—Soy Feda. Federica Vega.
El abrazo y los besos duran largos minutos. Rosa está preciosa. Ha pasado toda la guerra en París, y no ha conocido ni el hambre ni el miedo. Su padre, que regresó en cuanto pudo para unirse a los de Franco, ha tenido mucha suerte en los negocios y las cosas le han ido muy bien. A ella, en cambio, la sorprende el aspecto desastrado de Feda. Está pálida y flaca, y el feo vestido oscuro la hace parecer mucho mayor de lo que es. Pero no dice nada. Aunque vive entre algodones, tiene ojos para ver lo que sucede, toda la destrucción y la miseria que asolaron Castrollano y siguen instalándose lentamente a su alrededor, como si la ciudad entera hubiera sido víctima de una peste atroz, cuyas inevitables consecuencias aún perduran.
La charla es rápida, casi a gritos, interrumpida una y otra vez para cambiar de tema o volver al asunto anterior. Se dan las noticias con brevedad, dispuestas a no olvidarse de nada en aquellos primeros momentos, la vida en París era genial, tengo un novio francés y a lo mejor me caso y me voy a vivir allí, es ingeniero, mi padre murió y también mi hermano Miguel, no tenemos nada, el marido de María Luisa está en la cárcel, no sé qué vamos a hacer, pero ya nos arreglaremos... Rosa compadece a su amiga. La vida es injusta, piensa para sus adentros. Feda, tan guapa, tan buena, tan simpática, no se merece todo eso. Va a intentar ayudarla en lo que esté a su alcance, le regalará vestidos, le pedirá a su padre que le dé trabajo, pero, ¿qué más puede hacer? No es ella quien ha decidido que el mundo sea así, es así porque es así, ya está, y no es posible hacer nada por cambiarlo, sólo intentar ayudar a los que lo necesiten, ella va a empezar a ir con su madre al hospicio, dicen que está lleno de niños huérfanos y abandonados, ha muerto tanta gente en la guerra o se han ido, y los pobres niños necesitan que los cuiden, ella quiere hacerlo, quiere ayudar, no puede cambiar el mundo pero sí, por lo menos, echar una manita...
—¿Sabes algo de Simón?
La pregunta de Feda la sorprende.
—Pues... no, la verdad es que no. ¿Tú tampoco?
—No, bueno, sí, algo. Se fue con el ejército de Franco. Y hoy me han dicho que está en Madrid con su madre. ¿De verdad que no sabes nada?