Un largo silencio (6 page)

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Authors: Angeles Caso

Tags: #Drama, Histórico

En unos minutos, María Luisa habrá tomado una decisión: viajará a Badajoz, intentará verlo como sea. Con el dinero que ha ganado las últimas semanas, podrá pagarse el billete y la pensión. Sabe, sin embargo, que no va a ser fácil que la autoricen a hablar con él. Desde la cárcel, adonde escribió pidiendo permiso meses atrás, le han hecho saber que las visitas a los reclusos están prohibidas hasta que sean juzgados y sentenciados, y Fernando todavía está a la espera de juicio. A pesar de todo, se arriesgará. Ya encontrará alguna manera de convencer al director de la prisión, está segura de ello. Por si acaso, en su pequeña maleta meterá un traje remendado y negro, de luto.

Así caminará por las calles polvorientas y deshechas de Badajoz aquel frío amanecer de otoño, de luto a pesar del ardor impaciente que siente, bajo un sol blanquecino que resbala indiferente sobre las cosas, desdeñándolas. A la puerta de la cárcel se arreglará el pelo con los dedos, se colocará bien la falda algo arrugada del paseo, se enderezará las hombreras torcidas. Desde una ventana, un hombre tenebroso estará contemplándola sin que ella se dé cuenta, observando con deseo aquel cuerpo menudo y enérgico, sobre el que destacan las ondas rubias y la piel tan blanca.

Cuando María Luisa entre en su despacho, ya habrá decidido su jugada. Y ella la entenderá al momento, en cuanto los ojos rojizos la devoren, y la lengua gire llenando de babas los labios. Los dos harán su papel a la perfección. Ella se mostrará apenada y sumisa, como una débil mujer acostumbrada al dominio macho. Él aparentará un rigor dispuesto a convertirse en generosidad, y fingirá apiadarse ante la noticia del fallecimiento de la madre de uno de sus reclusos, muerta, en realidad, muchos años atrás.

—Yo también soy hijo y yerno —dirá, atusándose el bigotillo y chupándose de paso la punta del dedo índice—, y créame que la acompaño en el sentimiento. Pero, aun así, no puedo hacer nada. Las visitas a un preso no sentenciado no están permitidas. Puede usted comunicárselo por carta, que le será entregada con toda celeridad.

—Ya, ya lo sé, señor director. Pero le ruego que me escuche. Mi marido es un hombre muy especial. Es músico, artista, y ya sabe usted que los artistas sienten más que las personas normales. Además, estaba muy unido a su madre, que era viuda desde muy joven, con ese único hijo, ya me comprende...

Es tan impresionable y la noticia le va a causar tanto dolor, que yo estaría dispuesta a lo que fuera por dársela en persona.

Habrá remarcado muy claramente aquellas palabras —estaría dispuesta a lo que fuera—, que animarán la imaginación del hombre tenebroso, haciéndole resbalar un hilo de baba patético por la barbilla. La partida está ganada, pensará, y ya no se molestará más en disimular su baza.

—Está bien, está bien... Haré una excepción con usted, por tratarse de un caso tan especial y por haber venido desde tan lejos. Podrá verlo diez minutos. Sólo diez minutos. Y después, vuelva aquí, que habrá que hacer cuentas del favor.

María Luisa no percibirá el olor a desinfectante, ni el frío y la oscuridad, ni sentirá la silenciosa sombra de la muerte que día y noche ronda las galerías. Caminará hacia la sala de visitas como en un sueño, olvidada del tiempo.

Durante unos instantes, cuando Fernando cruce la puerta frente a ella, no lo reconocerá. Durante unos instantes, será sólo un ser extenuado, andrajoso y sucio, con la cara cruzada de arrugas terribles como heridas abiertas, la mueca de quien agoniza con insoportable dolor en los labios, y aquellos ojos, aquellos ojos que aún no son los de un muerto pero que aspiran a la muerte, que gritan y lloran y suplican y se consumen, devorados por la angustia.

María Luisa se quedará muda, muda y rota, pero pronto recuperará su fortaleza y, a través de las rejas que la separan de su marido, le pasará los dedos por los párpados y sobre los labios, que tiemblan, y le acariciará los hondos surcos de la mejilla, hasta que el guardia que los vigila se acerque y, de un manotazo, aleje su mano del rostro querido.

—¡Sin tocarse! —gritará—. ¡Y nada de hablar en voz baja! ¡Que yo lo oiga todo!

—Tu madre ha muerto —dirá ella, segura de que el vigilante le repetirá la escena al director y de que la mentira que se ha inventado puede perjudicar a su marido—. Por eso he venido. El director ha sido muy generoso y me ha dejado verte. Los demás están todos bien y te mandan abrazos.

Fernando musitará, gracias. Después, ni él ni ella volverán a abrir la boca. Se mirarán durante aquellos minutos como únicamente pueden mirarse dos seres que se aman en medio de la devastación, sintiendo que sólo comparten ya el sufrimiento. Pero al despedirse, María Luisa, en lucha contra su propia derrota, le susurrará:

—Confía en mí. Te quiero como siempre.

Entrará de nuevo en el despacho del director con la cabeza muy alta, a pesar del nudo que lleva en el corazón. Él volverá a contemplarla de arriba abajo, seguirá pasándose la lengua por los labios amarillentos, le hará un gesto con la mano para que se acerque y luego le sobará los pechos y le olisqueará la nuca, el cuello, las axilas, el vientre.

—Ponte de rodillas —le dirá de pronto, mientras se abre la bragueta del pantalón.

Y ella responderá con su voz más firme:

—Antes quiero otra cosa.

—¿Otra cosa...? ¡Eres una desvergonzada! ¡No hay nada más!

—Bien. Entonces, yo tampoco haré nada. Tendrá que arreglárselas usted solo.

El hombre tenebroso la mirará a los ojos, y comprenderá que está hablando en serio. Esa mujer tiene valor. Y sabiduría. Está seguro de ello. Su sexo se hinchará aún más ante esa idea, la sangre le silbará en los oídos.

—Dime.

—Quiero que mi marido sea trasladado a Castrollano.

El hombre fingirá meditar brevemente.

—De acuerdo. Pero a condición de que me lo hagas bien.

—Firme el papel ahora. Con copia para mí.

Con su sexo ridículo asomándole entre las piernas, el hombre tenebroso buscará una orden de traslado en su mesa y la rellenará a toda prisa. Sólo después de haber guardado la copia en su bolso, María Luisa se arrodillará.

Nadie la verá vomitar. Atravesará la ciudad apretándose el estómago con las dos manos, pero tiesa y altiva como una virgen orgullosa. Se aguantará las náuseas hasta que pueda encerrarse en el retrete de la fonda, y deshacerse allí de todo el asco.

Un mes después, mientras cumpla su condena de dos años, hasta que salga a la calle para convertirse en camarero del bar El Abedul —un hombre silencioso al que nadie oirá nunca hablar más de lo imprescindible—, Fernando Alcalá será el preso número 1213 de la cárcel de Castrollano.

María Luisa jamás contará lo que hizo aquella mañana de otoño en Badajoz. Y jamás se arrepentirá de haberlo hecho.

Alegría

El descenso es tan silencioso y lento como la subida. Todas saben que aún están siendo observadas por doña Petra y sus acompañantes, y se esfuerzan por disimular la pena, la rabia, el asco. Sólo Merceditas, antes de llegar al portal, se vuelve en seco y grita:

—¡Bruja! ¡Más que bruja! ¡Tienes bigote y barba! —El bofetón de Alegría es suave y la niña apenas se entera, aunque se defiende, aún furiosa—. ¡Es verdad, mamá!

—Ya lo sé que es verdad, mi luna, pero esas cosas no deben decírsele a nadie.

—¿Ni siquiera a una bruja como ella?

Alegría calla. Está pensando que quizá Mercedes tenga razón. Quizá sea bueno hablar más, protestar más, decir más a menudo lo que se piensa... Ella se ha pasado la vida callando, y la vida no le ha sido demasiado generosa. Calló cada vez que su marido la forzó en la cama, a pesar de su peste a alcohol y del daño que le hacía. Calló cuando le dio el primer bofetón, y el segundo y todos los demás. Calló después de la gran paliza, en el quinto mes de embarazo de las gemelas, y también cuando las niñas murieron y el médico dijo que había sido del tifus, pero ella supo que la culpa la habían tenido aquellos golpes, de los que sus cuerpecitos, débiles y torpes desde que nacieron, nunca llegaron a recuperarse. Y calló el último día, cuando él le puso la pistola en la sien y la obligó a fregar el aguardiente derramado en el suelo de la cocina, en la casa donde vivían en Zaragoza, un suelo que recuerda a menudo, las baldosas rojizas sobre las que el aguardiente parece extenderse como una inabarcable mancha de fuego que ella trata de contener una y otra vez con la bayeta, por más que sabe que es incontenible y que la pistola que tiembla en el aire a su espalda acabará disparándose sobre su cabeza, así durante un tiempo que es eterno, esperando la muerte, hasta que se derrumba exhausta sobre el cubo y Alfonso se echa a llorar como un niño... También ese día calló, aunque tuvo al menos valor para escaparse en plena noche, mientras él dormía la borrachera. Se fue a toda prisa, muerta de miedo, sin maleta y sin nada, y se refugió en un convento de monjas donde la recogió al cabo de unos días el padre para llevársela con él de vuelta a Castrollano. Por fortuna, la niña no fue testigo de aquella última escena infernal, pues hacía ya un par de años que, tragándose el dolor de la separación, ella misma la había enviado a vivir con sus abuelos, con la excusa de sus constantes traslados, para evitarle así tanto las iras de Alfonso como el espectáculo de su propia degradación.

Sí, no hubiese debido callar tanto. Habría tenido que hablar ya desde el principio, reconocer su equivocación y arrepentirse, decir en voz bien alta que no quería estar más con aquel hombre con el que se había casado y del que no sabía nada. Nada, salvo que era muy guapo. El hombre más guapo que jamás había visto. Fue esa belleza lo que la había confundido, haciéndole creer que le irradiaba de dentro, de una bondad interior que, sin embargo, no existía. Pero cuando lo descubrió ya era tarde.

Se habían conocido en el verano del 28, durante las vacaciones. Ella había ido a la playa con sus amigos, y de pronto apareció él, y después de saludar a unos y a otros se sentó a su lado y empezó a hablarle con tanta amabilidad y educación que Alegría enseguida se sintió como si lo conociera de mucho tiempo atrás. La invitó a salir esa misma tarde, y ella aceptó nerviosa y contenta. Durante dos semanas se encontraron a diario. Por las mañanas se veían en la playa y después de comer paseaban, merendaban e iban luego a bailar a las verbenas. Alegría, que acababa de cumplir los dieciocho años y nunca había salido a solas con un hombre —y, mucho menos, con uno tan mayor, casi un treintañero—se enamoró loca y rápidamente de él. Cuando la miraba con sus ojos verdes, más pardos cerca de las pupilas, tristes y orgullosos como un árbol perdido en medio de la soledad del campo, se le apretaba el estómago. Cuando le cogía la mano y se la besaba suavemente, le daban escalofríos. Y la primera vez que susurró su nombre —muy despacio, deteniéndose a disfrutar de cada uno de los sonidos—, le entraron ganas de llorar. Tuvo la impresión de que nadie la había llamado antes y que era sólo en ese momento, al nombrarla él, cuando se había hecho realidad sobre el mundo, igual que todas las cosas del universo aparecieron al ser citadas por Dios. Ella era Alegría porque él quería que lo fuese. Así de sencillo.

Cuando las vacaciones de Alfonso se acabaron y tuvo que volver a incorporarse a su puesto de policía en la comisaría de Pontevedra, Alegría sintió una congoja como nunca había sentido. Después de llorar en silencio buena parte de la noche, se levantó percibiendo una grisura nueva en todo, igual que si un velo hubiese caído sobre las cosas y las gentes, oscureciéndolas. A pesar de las promesas de Alfonso de no olvidarla y escribirle tan a menudo como pudiera, durante varios días temió no volver a saber nada de él. Pero en seguida llegó la primera carta, y luego otra y otra. En cuanto pudo disfrutar de un permiso, al cabo de dos meses, viajó a Castrollano, y le pidió que lo llevara a su casa. Lo suyo era formal, dijo, y quería ser presentado a los padres.

Después de que se fuera, Publio y Letrita se sentaron a hablar con Alegría. Respetaban sus sentimientos y su voluntad, pero querían que pensase bien en aquella relación. A ellos Alfonso no les había gustado mucho. No podían señalar nada en particular —era educado y atento, evidentemente—, pero había algo en él, algo indefinible y turbio, que les inquietaba. Quizá tenía que ver con su trabajo, que sin duda le había acostumbrado a convivir con la violencia y el sufrimiento sin inmutarse, quizá con la falta de cultura que reflejaba su limitado vocabulario, quizá —como observó Letrita aunque no dijese nada— con aquella especie de relámpago que a veces le tensaba de pronto, durante unos segundos, la cara y las manos y le endurecía la mirada. Fuera como fuese, le pidieron que estuviera atenta a cualquier señal desagradable. Y ella lo estuvo. Pero las cartas de Alfonso eran cada vez más cariñosas, más nostálgicas de su compañía.

En el segundo viaje, la última tarde de su estancia, la llevó al balneario del Mediodía donde se habían conocido y allí, bajo una lluvia feroz, en medio del rugido de las olas, la besó largamente en los labios y luego le pidió que se casase con él, a pesar de que sabía que estaba siendo egoísta —según dijo con la voz entrecortada—, porque lo único que podía ofrecerle por el momento era una vida de privaciones y cambios constantes de domicilio, tres años como mucho en cada ciudad hasta el siguiente traslado, pero si conseguían ahorrar lo suficiente un día podrían volver a Castrollano y abrir, como él soñaba, una pastelería. Alegría dijo que sí sin dudarlo un instante. Aquellos meses de separación le habían hecho comprender que prefería el infierno con él a la mismísima gloria sin su presencia. Los padres trataron de persuadirla por todos los medios para que esperase un poco. Apenas lo conocía, le dijeron. Todavía era muy joven y no pasaba nada si alargaba el noviazgo un tiempo. Pero ella no quiso hacerles caso. Siempre se había arrepentido de su terquedad. Ya la noche de bodas, que pasaron en un hotel modesto cerca del muelle, fue para ella una decepción. La forma en que la tomó, sin decir una palabra tierna ni prestar atención a su timidez o su dolor, y dándose la vuelta para dormir nada más terminar, relajado y caliente como un animal satisfecho, le hizo dudar de su amor. Pero el infierno —el infierno con él, al que ella misma, en su ingenuidad, había aspirado— comenzó dos días después. Apenas llegados a su piso de Pontevedra, frío y oscuro, y tan feo y desangelado como la propia comisaría en la que él trabajaba, le dio órdenes precisas sobre todo lo que debía hacer para mantenerlo contento. Ordenes tan asombrosas como amenazadoras. Alegría supo desde ese instante que le entregaría cada día una cantidad de dinero, lo imprescindible para la compra y los recibos, y que jamás debería sobrepasarla sin su permiso. Fue informada de lo que le gustaba comer y lo que no, y de que él se sentaría a la mesa a la hora que le diese la gana, especialmente por la noche, pues lo mismo podía llegar pronto que tarde, según le apeteciese. Y, sobre todo, aprendió que nunca debía preguntar ni protestar por nada. Él no estaba dispuesto a someterse a interrogatorios de mujeres ni a aguantar quejas y lloriqueos, eso le dijo. Después de explicarle todo aquello con la voz y el gesto inusitadamente duros, la abrazó, la besó y le susurró que estaba muy orgulloso de que fuese su mujer y que iban a ser muy felices juntos. Ella lo puso en duda, pero todavía quiso creer que todo iría bien y que lo único que ocurría es que a Alfonso le costaba trabajo adaptarse, tan acostumbrado como estaba a la soltería, a compartir su vida con alguien. En sus frecuentes cartas a su familia y sus amigas —cuya añoranza le hacía derramar lágrimas cada mañana, después de que Alfonso se fuera al trabajo sin ni siquiera despedirse—, Alegría calló sus penas. Por su carácter discreto, solía quejarse poco y, además, no quería entristecer a los suyos. Así que les hablaba, en términos tan vagos como tópicos, de su felicidad, de las atenciones de su marido, de las nuevas amigas con las que cada día intimaba un poco más.

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