Un largo silencio (9 page)

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Authors: Angeles Caso

Tags: #Drama, Histórico

Letrita recuerda ahora su cara en el último instante, al otro lado de la misma puerta a la que acaba de llamar con su sonido rítmico de siempre —un golpe largo y tres breves—, la cara redonda y afable de Carmina, sus ojos pálidos tan a menudo achinados y húmedos de la risa, el pelo blanco teñido siempre con un reflejo violáceo, la colonia barata que en ella huele sin embargo a rosas frescas, recuerda toda la ternura y el apoyo y la comprensión y la entereza que le debe, y anhela desesperadamente que esa puerta se abra para abrazarla más fuerte de lo que jamás la ha abrazado y sentir una vez más que, pase lo que pase, ella está ahí, con su clara e infinita amistad entre las manos.

Cuando al fin aparece, después de haberlas descubierto a través de la mirilla, el rostro de Carmina ha vuelto a ser el de la niña que fue. Toda ella, en realidad, se ha transformado. Se sonroja como una niña, grita como una niña, las besuquea y abraza una y otra vez como una niña que hubiese recuperado lo más querido. Pero la alegría queda pronto velada por las malas noticias de una y otra parte: la muerte de Publio y Miguel, y la del tío Joaquín y Manolo, que sucumbió a unas fiebres palúdicas el último día del año 38. La carta de la ahijada comunicando la desgracia en nombre de su madre anafalbeta tardó cinco meses en llegar, pero, milagrosamente, llegó. De todas maneras, ella ya se barruntaba algo, porque aunque nunca se las había dado de bruja ni creía en los espíritus, aquella noche del 31 de diciembre la foto de Manolo y Lolita se cayó de la consola y el cristal se hizo añicos contra el suelo. Desde entonces se le había quedado como una sensación de vacío por dentro que no se le curaba con nada y que se asentó definitivamente con la llegada de la carta de Cuba.

Letrita y Carmina se cuentan y se escuchan las penas con calma. Para ellas ha pasado ya el tiempo de la vehemencia, el tiempo de la desesperación. Han aprendido que a cierto dolor sólo se sobrevive conformándose a él, adaptando a su garra cada una de las células del cuerpo. Saben que es inútil combatirlo, inútil darle de lado, inútil olvidarlo, porque no se olvida. Saben que hay que llevarlo dentro y dejarle hacer su tarea, cavar su hoyo, morder su presa, abatir su víctima. Hay que vivir en paz con el dolor y acompasar el paso al suyo. Por eso no necesitan llorar la una por la otra, ni hacerse aspavientos y buscar palabras compungidas o consoladoras. Les basta con sentir que, una vez más, están ahí, ellas sí que están aún ahí, vivas, presentes, sentadas lado a lado igual que se sentaban en el pupitre de la escuelita de doña Rosario, tibias y juntas aunque los corazones estén retorcidos y arrugados de tanto vivir.

Las hijas respetan en silencio el reencuentro y las confidencias de las amigas. Pero Merceditas no. Merceditas acaba de cumplir nueve años, y no quiere oír hablar más de muertos ni de tristezas. Cuando empezó la guerra, no llegó a comprender lo que sucedía. Delante de ella, todos se esforzaron por ocultar la crueldad de las cosas, y evitaron mostrarle el miedo o la angustia. Su única pena fue la postración del abuelo, pero a eso se acostumbró enseguida. En cuanto a la muerte del tío Miguel, la sintió más por el dolor de su familia que por el suyo propio, pues no había tenido mucho trato con él. El resto —los tiroteos, las bombas, las huidas, la vida a salto de mata— lo recuerda como si hubiese formado parte de un juego prolongado y no de una tragedia.

Luego llegó Noguera, y aquella existencia apacible en el campo, correteando con los nuevos amigos entre los naranjales y las huertas y bañándose en las albercas a escondidas de los paisanos. Pero la muerte del abuelo puso fin a la despreocupación. Por primera vez, comprendió lo persistente y hondo que puede llegar a ser el sufrimiento. Y aquella sensación salpicó de pronto todo lo ocurrido a su alrededor en los últimos años, ensombreciendo su memoria. Ahora, de regreso a la ciudad de la que guarda recuerdos fragmentados, quiere olvidar todo eso, olvidar la negrura de las ropas, la palidez de las caras, el hondo resonar de los sollozos, el latigazo demasiado doloroso del adiós definitivo. Quiere olvidar la derrota, la convulsión mal disimulada que provocaron en casa las noticias del fin de la guerra, el miedo que ha creído adivinar en las miradas y las voces y sobre todo en los largos silencios ensimismados. Por las noches, piensa en todo eso cuando cierra los ojos. A veces, demasiado acongojada, necesita hablar de ello con Alegría:

—Mamá, ¿qué nos va a pasar?

—No nos va a pasar nada, mi luna. No sé, quizá durante algún tiempo no podremos comer cosas ricas y tú no tendrás vestidos nuevos. Pero eso no es lo más importante, Mercedes. Lo más importante es que la abuela y las tías y tú y yo estamos juntas. Y estando juntas no nos va a pasar nada malo.

—Pero hemos perdido la guerra...

—Sí, hemos perdido.

—El otro día hubo una pelea en la alberca. Unos decían que los que han ganado son los malos, y otros que no, que los malos somos nosotros, y que vamos a ir todos a la cárcel, y se pegaron hasta que Julio empezó a sangrar por la nariz y nos llamó rojos de mierda y dijo que se lo iba a decir a su padre para que nos fusilaran...

Alegría calla durante un rato. Hace tiempo que no sabe a ciencia cierta qué decirle a la niña sobre esos asuntos. A menudo lo ha hablado con las otras, pero no acaban de ponerse de acuerdo. Letrita cree que es mejor no darle demasiadas explicaciones. Siempre ha pensado que no es bueno que Mercedes crezca odiando a nadie, y ahora que la guerra está perdida, opina además que no es justo que ella pague también por las cosas de los mayores, y que deben dejarla tranquila hasta que pueda entender ciertas cuestiones y pensar por sí misma. María Luisa, sin embargo, es partidaria de informarla de todo y de educarla en las mismas ideas en las que han sido educadas ellas. Esto no va a durar toda la vida, dice, y alguien tendrá que tomar el relevo cuando nosotros ya no estemos. Si no preparamos a los niños para el futuro, ¿qué será de ellos y del mundo?, afirma convencida. Y ella se pregunta si no tendrá razón. Pero se le parte el alma cuando piensa en su hija señalada con el dedo por la calle, rechazada en la escuela, arrinconada por pertenecer a los derrotados. Entonces la abraza fuerte y la besa muchas veces, como si así pudiese conjurar el mal que la amenaza.

—No hagas caso de esas cosas, mi luna. Son bobadas de niños. Aquí no hay ni buenos ni malos.

Unos piensan unas cosas y otros pensamos de manera distinta, eso es todo. Lo que es terrible es que alguien haga una guerra en nombre de sus ideas. Pero ahora ya pasó.

—Sí, mamá, pero empezaron ellos...

—Claro que empezaron ellos, Mercedes. Y si es verdad que hay Dios, él los castigará. Lo único que nosotras podemos hacer ya es intentar que no vuelva a suceder. No te olvides nunca de eso cuando seas mayor. Y ahora duérmete tranquila, que todo va a ir bien, ya lo verás.

Merceditas se acurruca contra su madre para sentir el calor de su cuerpo, que todavía la parapeta del mundo. Y luego, dormida, sueña que pasea de la mano del abuelo por una playa muy larga, y que el sol le hace cosquillas en la piel. Después el viento le levanta la falda, y al bajar los ojos para mirarse descubre que su vestido, negro y feo, se ha transformado de pronto en otro lleno de flores, con muchos volantes que flotan en el aire como los de los trajes de las bailarinas. Entonces el abuelo y ella rompen a reír. Cuando se despierta, recuerda el sueño y piensa que así es como quiere vivir, riéndose, y que siempre sea verano y haga sol y viento y sus vestidos sean tan bonitos que las demás niñas se vuelvan a mirarla y todas se peleen por ser sus amigas. Quiere que su madre esté preciosa, tan preciosa que un hombre muy bueno se enamore de ella y la cuide, y que la abuela vuelva a sentarse en su silla de la cocina y le cuente cuentos mientras vigila los guisos, y que la tía María Luisa hable orgullosa de los conciertos de su marido y de lo listos que son sus alumnos, y que Feda se pinte otra vez los labios y le describa los bailes a los que va con su novio. Quiere todo eso, porque todo eso significa la seguridad que la arropó durante tanto tiempo, y sabe que no es nada y es mucho a la vez.

Alegría, que observa el desasosiego de su hija mientras la abuela y Carmina se dan noticias de los amigos y conocidos y hablan de fusilados, de heridos, de arruinados y prisioneros, pero también de los que ahora se pavonean sin piedad por las calles, le propone visitar la casa. Merceditas guarda buenos recuerdos de aquel piso en el que pasó tantos meses, jugando con la casita de muñecas de la que Carmina ha cuidado siempre con fervor, una mansión inglesa llena de mueblecillos de caoba, diminutos utensilios domésticos, figuritas de porcelana y un cúmulo de vestidos, cortinas, alfombras, toallas y juegos de ropa blanca bordados por ella misma. Ahora todo aquello sigue allí, pero polvoriento, desvaído, medio desarmado. Y no son sólo los juguetes. El piso entero, con su siempre reluciente colección de trastos inútiles, baratijas y recuerdos de varias vidas, parece haberse desfondado bajo el peso insoportable de la guerra. Ya no huele a cera, ni hay plantas en los rincones luminosos, ni cestitas con manzanas en los armarios. Los muebles se tambalean, quebrantados. En la bañera, el óxido de las cañerías ha depositado un largo surco imborrable, y hasta las caras de los retratos familiares parecen haber envejecido. Sólo las fotografías de Cuba mantienen su orden y su lustre, aunque la de Manolo y Lolita está ahora coronada por una cinta negra.

Da pena ver en aquel estado esa casa que siempre fue cálida, frecuentada a las horas más inesperadas por amigas que venían a tomar un café o a echar una partida a las cartas, o simplemente a charlar un rato sentadas en las mecedoras, junto a los ventanales que dan sobre los viejos castaños de Indias del parque de Begoña. Da pena ver a Carmina, una vez pasado el primer momento de excitación, menguada y encogida, muerta de frío bajo una toquilla ajada, descuidado el pelo que ahora es de un blanco amarillento.

Pero el regreso de las mujeres de la familia Vega será para ella como una bendición, y poco a poco volverá a agarrarse a la vida con toda su generosidad y su humor. Esa misma noche, por supuesto, se quedarán allí, compartiendo las camas disponibles, como ya había ocurrido después de los bombardeos del Pisuerga. Y al día siguiente, mientras Letrita y ella preparan unas patatas cocidas con el mismo mimo y afán que si estuvieran haciendo un guiso de cordero, Carmina dejará caer:

—Friégame esa fuente, y he estado pensando que lo mejor es que viváis aquí, pásame el cucharón.

Y Letrita, que sabe que no necesita resistirse ni deshacerse en eternos agradecimientos, responderá simplemente:

—Toma, y echa un poco más de sal, las niñas van a ponerse a buscar trabajo, así que dentro de poco tendremos algo de dinero y ya haremos cuentas. ¡Merceditas! ¡Pon la mesa, por favor!

—No, espera, espera, que ya la pongo yo.

Y Carmina sacará del fondo del aparador uno de sus mejores manteles de hilo —algo amarillento del desuso—, la vajilla de porcelana inglesa, algunas piezas de su cristalería buena y hasta los cubiertos de plata con las iniciales C y M entrecruzadas que su suegra le encargó cuando la boda. Comerán patatas cocidas, sí, y tres huevos que aún le quedan de los últimos que le han bajado, a precio casi regalado, de la aldea donde pasó muchos veranos y de donde le llegan de vez en cuando, más por compasión que por negocio, fruta, algunas verduras o un poco de leche. Comerán poco y mal, pero al menos lo harán en una mesa de princesas.

En unos días, la casa de la calle del Agua volverá a estar limpia y ordenada, y aunque el escaso dinero no dé ni para comprar la achicoria de las cartillas de racionamiento y el café parezca ahora un lujo legendario, las amigas volverán a frecuentarla. Al menos algunas, porque las partidarias del antiguo orden estricto, las defensoras de la exclusividad de sus privilegios, aquellas a las que la simple mención de la palabra libertad les pone los pelos de punta, ésas no querrán volver. En realidad, como ellas mismas se cuentan las unas a las otras, Carmina siempre les pareció demasiado permisiva, con aquellas cosas raras del marido y la mujerzuela cubana, pero es que antes todo se veía de otra manera y había que disimular lo que se pensaba de verdad. En cambio ahora, en los nuevos tiempos, no se pueden perdonar esos comportamientos. Y aunque Carmina ya está viuda, eso no le justifica el pasado. Además, nunca ha hablado de política, pero todas saben que su marido era anarquista y algo así debía de ser ella misma, y si no por qué no va a misa y por qué tiene tantas amigas rojas, que hasta ha metido a Letrita y a sus hijas a vivir con ella, y ésas más rojas no pueden ser, a mí no me va a engañar la mosquita muerta, seguro que en esa casa se oyen unas cosas tremendas contra Franco y contra Dios, yo no digo que las lleven a la cárcel, no, que una todavía tiene caridad cristiana y no le desea el mal a nadie, pero por lo menos que les pongan una multa o algo así, que ésas fueron las que quemaron los conventos y mataron a los curas y míralas, por ahí tan frescas, y todavía pretenden que seamos amigas... Habrá alguna, más desdichada, que aparezca para excusarse. Oliva, por ejemplo, que vive con un hijo falangista y feroz. Se presentará una tarde, con los ojos enrojecidos, y ni siquiera querrá pasar. Se quedará en la puerta, muerta de vergüenza de su propia cobardía:

—Sólo vengo para que sepas que no puedo venir más, Carmina. Mi hijo no me deja. Dice que si se entera de que vuelvo por aquí, me echará de casa. Y si me echa de casa, ¿dónde voy yo?

Carmina comprenderá su miedo. Oliva es demasiado vieja ya para rebelarse contra nada, demasiado débil. Podría decirle que no debe dejarse amenazar de esa manera, que no acepte que su hijo decida quiénes tienen que ser sus amigas, que más vale sola que mal acompañada... Pero no lo hace. No quiere meterse en la vida de nadie, igual que aspira a que los demás no se metan en la suya. Sin embargo, hay cosas que nunca cambiarán, la mierda de las intransigencias, el ejercicio asqueroso del poder, sea el que sea.

—No te preocupes, Oliva, lo entiendo, claro que lo entiendo. Tú tranquila, hija, que el mundo no se acaba en el comedor de mi casa, y además esto pasará, ya verás como pasará.

Oliva se irá agradecida, pensando que en todo Castrollano, no, en todo el país no hay otra mujer tan buena como Carmina Dueñas y que ojalá el mundo entero fuese así y no como aquel hijo suyo puñetero, tanto luchar para educarlo como a una persona decente y fue a salirle violento y sin corazón, vaya fracaso de madre, vaya fracaso de vida...

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