La muerte de Emiliano la habrá dejado de nuevo al otro lado del túnel. De pronto, a la vuelta del entierro, se verá allí, con su otra media vida detrás, sola, igual que lo estaba en el minuto antes de que él llamara a su puerta aquella noche del año 37. Descubrirá que quiere salir. Necesita intentarlo. Volverá a Castrollano.
Al día siguiente, descoserá con cuidado una esquina de su viejo colchón, revolverá entre la lana y sacará algunos billetes, lo que le queda del último envío de Miguel. Detrás de un ladrillo de la cocina encontrará la foto arrugada y descolorida que se llevó de casa y que siempre ha guardado en secreto, Miguel y ella y los niños muy pequeños en la playa, sonrientes y quizá felices. Con todo aquello en el bolso, cogerá un autobús.
Viajará absorta, sintiendo que le pesan tanto todos los errores, todos los fracasos, como si llevara una enorme montaña encima, una montaña que no le deja pensar con claridad. Sólo sabe que no pretende que sus hijos la quieran. Únicamente busca que la comprendan y, por eso, la perdonen. Fue la guerra, la culpa la tuvo la guerra, se repetirá una y otra vez, yo no era mala madre, si no hubiese sido por aquello jamás los habría abandonado. Eso es lo que les tiene que decir, y ellos la comprenderán.
No logrará reconocer su propia ciudad, pero eso no la afectará. Han levantado grandes fábricas en sus alrededores, han construido barrios enteros allí donde antes sólo había prados y ganado, han derribado la mayor parte de los edificios cuyo recuerdo guardaba su memoria. En cualquier caso, no es eso lo que busca, no el reencuentro con un espacio, un paisaje, un olor determinado del aire, aunque aquel gusto a sal se le meta por la boca nada más bajarse del autobús. Ni siquiera correrá al mar. Se irá a una fonda, la más cercana a la estación, y allí, apenas llegada, pedirá un teléfono y una guía. Vega Suárez, P. Sólo hay uno.
—¿Publio Vega?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Margarita, Margarita Suárez. Tu... tu madre.
Irá a buscarla al cabo de un rato. Ella lo esperará en el vestíbulo de la pensión, sentada en una silla, sujetando fuerte sobre su regazo el viejo bolso. Loesperará muerta de miedo y de estupor. Se pondrá en pie cuando él entre, pero no lo mirará. No se atreve. Él se detendrá un momento ante ella, y después le estrechará brevemente la mano. Vamos, dirá, y Margarita lo seguirá escaleras abajo y caminará detrás de él hasta entrar en una cafetería. Publio se le sentará enfrente. Pedirá dos cafés.
La observará durante un largo rato, ella cabizbaja y en silencio. La observará el tiempo suficiente para ver que es vieja y fea y pobre, tan vieja y tan fea y tan pobre que da asco.
—¿Estás de luto? —preguntará al fin.
—Sí. Se me murió el marido, bueno, no era mi marido de verdad, pero... —Quizá se apiade de ella, piensa, aunque no se atreverá a levantar los ojos para comprobarlo.
—Ya, no era tu marido... ¿Y tú no me preguntas nada? ¿No quieres saber dónde anda Miguel?
—Sí.
—En México. Está en México. No le va mal. Ha puesto una tienda. A mí tampoco me va mal. Tengo una carpintería.
—Me alegro mucho.
—Cuatro hijos. Miguel tiene cuatro hijos. Yo, una chica. Mi mujer no pudo tener más. —Publio encenderá un cigarrillo. Chupará a fondo y le echará el humo a la cara—. No te recordaba. No tengo ni idea de cómo eras cuando te fuiste.
—Perdón.
—¿Qué dices?
—Sólo quería pediros perdón.
—¿Perdón? ¿Nos dejaste tirados y ahora vienes, después de treinta años, y pides perdón?
—Tenía miedo.
—¿De qué tenías miedo?
—De... de que me llevaran a la cárcel, de que me fusilaran.
—¿Por qué te iban a fusilar? ¿Qué eras, roja? ¿Eras roja, comunista, qué eras?
—Yo...
De pronto Publio dejará de mirarla. Cogerá el tique de encima de la mesa, sacará su cartera, buscará unas monedas.
—Voy a decirte una cosa: no quiero saber nada. No me interesan nada esas historias. El pasado, la guerra, los rojos... ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo? Yo vivo bien. Me ha costado mucho conseguir lo que tengo. Nadie me lo ha regalado. Si te metiste en líos, allá tú. Yo no quiero problemas.
Margarita levantará al fin la mirada. Era un crío flaco, con unos grandes ojos pálidos y dulces. El último día se agarraba a ella desesperadamente, como si supiera que se iba a ir. Está gordo, y casi calvo. Tal vez hubiera podido tener algo de la delicadeza de su padre, pero sus rasgos son duros, tensos y duros, ojos cortantes, boca fina, unas gotas de sudor en la frente. No la odia. Sólo la desprecia. Podría haber sido el hijo de cualquiera, no el suyo, no el de Miguel, este hombre no, es un hombre extraño que la mira con desprecio y que no quiere saber. Tampoco él quiere saber.
Margarita contemplará la calle a través del ventanal. Edificios nuevos. Aceras nuevas. Coches nuevos. Gente nueva que no quiere saber. Quizá todo eso no existió, la lucha por un mundo mejor, Miguel, los camaradas, la guerra, los muertos, los fusilados, los presos, la infinita derrota. Quizá no hubo nada al otro lado del túnel, en su media vida del pasado. Quizá no hubo ni siquiera pasado.
Al día siguiente regresará a su chabola de Vallecas. A su lado viajará una vieja, tan vieja, tan pobre, tan vestida de luto como ella misma. No se dirán ni una palabra en todo el trayecto. Pero al separarse en el andén de la estación, la otra la mirará y lanzará un suspiro:
—¡Qué silencio tan largo!
Margarita asentirá. Luego se sonreirán y cada una seguirá su camino. Solas y calladas. Pero en aquella sonrisa de dos viejas pobres y vestidas de luto habrá brillado durante un instante, como un sol al fondo de un túnel muy oscuro, el pasado desvanecido.
La fealdad de la vida
El viento del verano sopla alegre sobre Castrollanoal día siguiente de la visita al barrio de pescadores.Las hojas de los castaños del parque aletean como grandes pájaros silenciosos. En la playa, las olas rompen sobre la arena, llenas de inocencia. El polvo delas ruinas se aleja en rápidos torbellinos hacia losprados de las afueras. Las faldas ligeras de las niñasse levantan y giran en el aire. Bajo el cielo brillante, la ciudad parece esta mañana más animada, como siel sol y la brisa la liberasen de sus penurias y sus pecados y sus torturas.
Alegría respira hondo, asomada a las ventanas del patio de manzana. Al otro lado, alguien ha tendido a primera hora la colada, sábanas blancas, algunas enaguas, un par de camisitas de recién nacido, ropas volanderas y livianas que se recortan sobre el fondo desconchado de la fachada. Una mujer canta a voz en cuello en alguno de los pisos, con tono destemplado y contento. Se oyen ruidos de niños, el trino enjaulado de un canario, un rápido repique de campanas, el vozarrón de un hombre llamando a Josefa, maullidos de gatos enfurecidos, el sonido alborotado del mar.
Alegría piensa que es un buen presagio, esa recuperación de la normalidad, ese regreso de la vida cotidiana, con su multitud de pequeñas tareas agradables. Las cosas insignificantes han adquirido ahora un gran valor. Hoy, por ejemplo, parece como si estuviera a punto de ocurrir un acontecimiento. Feda le ha prometido que se levantará pronto para lavarle la cabeza y peinarla. María Luisa va a dejarle el único traje de chaqueta que aún conserva, un poco descolorido ya y ajado, pero todavía presentable. Carmina ha puesto a su disposición bolsos y zapatos, y hasta unas gotas de una colonia francesa suave que guarda como un tesoro pero que le vendrá muy bien, que te vean guapa, hija —le ha dicho—, y como si no te faltara de nada, que a los pobres ya sabes que no los quiere nadie... Pensar en arreglarse por un día la pone contenta, como cuando estaba con Alfonso en Pontevedra y se vestía para ir a misa. Y además, es probable que Carmina tenga razón. Aunque doña Adela sienta aprecio por ella, es mejor que la vea con buen aspecto, no vaya a ser que le niegue el trabajo por miedo a que se presente así a atender a los clientes.
Ya se imagina con placer el viejo mostrador de madera de la droguería Cabal, los estantes donde se almacenan los botes de pintura y los productos de limpieza, la vitrina blanca de las colonias y los cajoncitos llenos de lápices, coloretes y cajas de polvos, siempre perfectamente ordenados y limpios. Imagina también el reencuentro con los compañeros, después de tanto tiempo, y se ve a sí misma despachando, dando cambios, rebuscando en el almacén, abriendo las cajas recién llegadas... El día anterior, mientras volvían de casa de Miguel, pasaron por delante de la tienda. Era tarde, ya le habían echado el cierre, pero fue una sorpresa agradable comprobar que el negocio seguía en marcha. Se detuvieron ante el escaparate. Estaba casi vacío, y las pocas cosas allí expuestas —un par de escobas, un viejo frasco de colonia, algunos botes oxidados de pintura— parecían dar mayor realce al cartel dibujado con esmero, el yugo y las flechas y las grandes letras góticas,
La Droguería Cabal saluda al Glorioso Ejército Nacional, Salvador de España...
Han visto ese mismo cartel en otras muchas tiendas, y ya no las asusta. Que doña Adela exhiba semejante mensaje no quiere decir gran cosa. Muchos lo hacen sólo para librarse de los ataques de los fanáticos, que pretenden que todo el mundo demuestre públicamente su adhesión a los vencedores. Pero al lado de ese letrero hay otro, éste pequeño y más burdo, que las llena en cambio de entusiasmo,
Se necesita dependienta...
Por la noche, mientras juegan una partida al tute, hablan sin parar de ese asunto. Carmina no podrá ayudarlas indefinidamente. El dinero les hace falta con urgencia, y saben que, en sus circunstancias, no va a ser fácil conseguir trabajo para ninguna de ellas. María Luisa, por supuesto, ha perdido el suyo. Ha sido depurada por sus actividades políticas, y jamás podrá volver a dar clases. Ella nunca lo menciona, y ni siquiera quiere pararse a recordarlo, porque si tiene que sumar esa pérdida a todas las demás, está segura de que se volverá loca. Ya cambiarán las cosas en el futuro, piensa, algún día todo volverá a ser normal, y podrá pasearse de nuevo entre los pupitres llenos de niños, mirándoles las caras inocentes y graciosas, y tratando de ayudarles a descubrir el mundo. Esos tiempos tienen que volver, este espanto no puede durar para siempre, se dice a sí misma. Pero entretanto hay que trabajar, en lo que sea y como sea. Conseguir un poco de dinero para comprar las cosas imprescindibles, las de las cartillas de racionamiento, algo de comida, carbón y productos de aseo. Que Alegría tenga la oportunidad de volver a su antiguo trabajo es pues una gran noticia que las mantiene excitadas y contentas buena parte de la noche. Pasan varias horas haciendo planes, dándole consejos, repitiéndose las unas a las otras las mismas razones tranquilizadoras, cómo no te va a coger doña Adela, con todo lo que tú la ayudaste sin pedirle nunca nada a cambio, y además esa señora es muy buena gente y jamás se metió en nada de política, ni a favor de unos ni a favor de otros, seguro que mañana mismo estás trabajando, Alegría, ya verás como sí...
En la casa se oyen ruidos, una puerta que se cierra, el fuego de la cocina empezando a arder. Feda ha cumplido su promesa y ya se ha levantado para ayudarla. En seguida están todas despiertas, incluida Carmina, a quien le gusta dormir la mañana pero que hoy madruga para asistir a los preparativos casi con el mismo nerviosismo que si fuese una novia la que va a salir de su casa. Un par de horas después, Alegría y María Luisa, que se ha empeñado en acompañarla, caminan hacia la droguería Cabal. La prisa las hace ir tan rápido que llegan casi sin aliento, con las caras enrojecidas de la carrera y del calor del día. Tienen que detenerse unos minutos a pocos pasos del local, y María Luisa aprovecha para colocarle bien la ropa a su hermana y pasarle las manos por el peinado, recogiendo algunos mechones que el aire ha movido. Se ríen como dos niñas, como cuando iban juntas a casa de doña Asunción, la madrina, y se arreglaban la una a la otra antes de entrar, sabiendo que sólo si su aspecto era impecable recibirían dulces y algún dinero.
Bajo los grandes retratos de Franco y José Antonio que presiden la tienda —antes siempre abarrotada de género y ahora casi vacía—, se mantiene sin embargo el viejo olor indefinible que ha impregnado desde hace años los muebles y las paredes y forma ya parte de aquel espacio, ráfagas entremezcladas de barnices, carbono, polvos de arroz, matarratas y agua de lavanda. Detrás del mostrador, donde siempre trabajaban tres o cuatro personas, sólo hay ahora una, Nieves, la antigua encargada, que mantiene intacto su aspecto de mujer encantadora y un poco triste, como desamparada. En cuanto reconoce a Alegría sale para besarla, sorprendida y contenta. Doña Adela, tan elegante como siempre, cruza en ese momento la puerta para iniciar sus tareas matinales. Saluda afable a las dos hermanas, y en seguida las invita a pasar a su pequeña oficina de la trastienda.
—¡Vaya, sí que me alegro de verte, hija! Y estás muy guapa, además. Más delgada, pero muy guapa. Claro que delgadas lo estamos todas, con este hambre que estamos pasando...
—Pues usted tiene muy buen aspecto, doña Adela.
—Sí, no me puedo quejar... Han sido malos tiempos, pero por lo menos en mi casa no ha habido ninguna desgracia, hemos tenido mucha suerte, gracias a Dios. Y la droguería... Bueno, ya ves, vamos resistiendo. ¿Y tú qué tal, hija? ¿Cómo están tus padres?
—Mi padre murió, pero mamá está bien, gracias.
—Dile que la acompaño en el sentimiento, nadie sabe lo que es quedarse viuda hasta que le llega... —y doña Adela piensa por un momento en lo liberada que se sintió ella cuando se le murió el marido, aquel pesado de Antonio, y ganas le dan de sonreír, pero su rostro, tan acostumbrado al fingimiento, mantiene el gesto de la pesadumbre—. Bueno, hija, pues ya sabes, aquí estoy para lo que necesites.
—Gracias, doña Adela. Yo... quería preguntarle si podría volver a trabajar aquí.
La mujer la observa con sorpresa. No parecía esperarse semejante petición, que la pone en un aprieto. Pero está acostumbrada a resolver rápidamente los conflictos, y enseguida reacciona:
—¿Tienes el certificado de adhesión al Movimiento Nacional?
Alegría palidece.
—No.
—Pues sin eso no te puedo dar trabajo, hija... Yo no tengo nada contra ti, más bien al revés, ya sabes que siempre estuve muy contenta contigo, pero ahora las cosas son difíciles para todos, y no debo arriesgarme a meterme en líos por una tontería como ésa. Si consigues el certificado y el puesto está todavía libre, tuyo será.