Alegría calla. María Luisa sin embargo, como de costumbre, no puede evitar contestar:
—Usted sabe perfectamente que no va a conseguirlo, doña Adela, lo sabe muy bien. Pero, qué importa el certificado, mi hermana siempre fue una trabajadora ejemplar. ¿O ya se ha olvidado de que no faltó nunca, ni siquiera en medio de los peores bombardeos? ¿Quién se quedaba ayudándola cuando había que hacer inventario, y sin cobrar ni un céntimo más? ¿Quién sustituía a Nieves como encargada cuando ella no venía, y siempre por el mismo sueldo? ¿Y ahora resulta que no puede volver a emplearla porque ningún cura ni ningún militar ni ningún falangista va a decir que es buena? ¿Le parece justo?
Doña Adela ya se ha puesto en pie y su cara siempre sonriente se ha vuelto seria, casi ceñuda.
—No sé si es justo o no, pero tenéis que entender que soy una mujer viuda, sin un hombre que me apoye, y que todo está muy complicado. Yo no puedo echaros una mano. Lo siento, de verdad que lo siento, pero no puedo.
María Luisa, cada vez más enfadada, insiste:
—Ella también es una mujer viuda, ¿se acuerda usted?
—Sí, lo sé, lo sé, pero así es la vida, hijas, qué le vamos a hacer...
Alegría interrumpe la discusión:
—Déjalo, vámonos ya... —Se despide rápidamente de doña Adela y de Nieves, que la mira compungida, y sale a la calle tragándose las lágrimas y la rabia—. No le des más vueltas, no importa, no es el único trabajo en Castrollano, ya encontraremos algo, no te preocupes...
María Luisa todavía se gira hacia la droguería y maldice, ojalá no vuelva a entrarle nadie en la tienda y se le pudra todo, y su furor hace reír por un momento a su hermana. Luego caminan cogidas del brazo, en silencio durante un rato y charlando de naderías después, fingiendo una despreocupación que, sin embargo, no pueden sentir.
De pronto, alguien grita y abraza a María Luisa.
—¡María Luisa...!
Teresa Riera era preciosa, tan guapa, con sus grandes ojos grises y su oscuro pelo ondulado, que la gente se volvía por la calle para mirarla. Ella solía reírse cuando se lo decían, ser guapa está bien, contestaba, pero hay cosas más importantes. Quizá su belleza provenía también de esas otras cosas, de su forma armoniosa de estar en el mundo, de aquella bondad que hacía que todos los seres débiles buscasen refugio en ella, los niños y los perros y los viejos enfermos y hasta los desgraciados que pedían limosna en las esquinas. Era tan guapa, que María Luisa no puede evitar sentirse mal al mirarla ahora, cuando termina el largo abrazo y se encuentra con el rostro demacrado, los ojos saltones sobre una piel que se ha vuelto arrugada como la de una mujer mayor, el pelo rapado casi al cero. La guerra ha dejado también sobre los cuerpos su huella de desgaste y de devastación.
Teresa les propone ir un rato a su piso, tienen tantas cosas que contarse y tanto que celebrar ahora que se han encontrado... Su madre ha muerto, dice, pero ella sigue viviendo en el mismo sitio, allí al lado, justo encima de La Imperial, aquella famosa pastelería donde antes se exponían montañas de bombones envueltos en papeles brillantes, merengues de colores y tartas con formas de flores y que ahora está cerrada, cubierta de telarañas la persiana del escaparate. Alegría rechaza la invitación: quiere llegar pronto a casa y descargar al fin su disgusto, así que prefiere seguir sola su camino, dejando a las dos amigas todavía abrazadas, felices de haberse descubierto vivas.
El piso de Teresa y su madre, una mujer adinerada, siempre tuvo buenos muebles y cuadros notables. Ahora está casi vacío. El precioso piano Pleyel que le habían regalado al cumplir los quince años ha desaparecido. En su lugar hay una mesa sobre la que están pegados un montón de papelitos, pequeños trozos alargados de papel, blancos y negros, que parecen simular un teclado. Teresa nota la sorpresa de su amiga. Está desolada:
—Me lo robaron. En realidad, me robaron todo. Pero lo que más me dolió fue que se llevaran mi piano.
Adora la música desde niña, vive para ella. Nunca fue una gran artista, pero le gusta la enseñanza, y su dulzura con los niños la convirtió en una buena maestra. Al inaugurarse el conservatorio en enero del 36, obtuvo una plaza. Pero el conservatorio ya no existe. Lo bombardearon los fascistas cuando asediraron la ciudad, y el hermoso edificio ardió como una cerilla. Lucio Muñoz, el viejo profesor de flauta, contempló el incendio durante toda la noche entre lágrimas, y afirmó que mientras las llamas iban devorándolo todo, se oían ráfagas de música levantándose sobre el silbido del fuego y los estallidos de la madera, pianos llorosos, trompas lastimeras, violines tristes como la mismísima muerte. Así llegó la barbarie, entre el llanto de los hombres y de las cosas.
Ahora, sobre las ruinas de la escuela crecen pequeñas matas de brunelas, ranúnculos, lamios y arenarias. A Teresa, cuando pasa por delante y ve las flores moviéndose despacio en el aire y alegrando la sordidez de los cascotes, le parece que es un símbolo de lo que algún día habrá de volver. Toda esa belleza perdida. De cualquier modo, aunque el conservatorio aún permaneciese en pie, ella no podría seguir dando clases allí. Igual que María Luisa, igual que la mayor parte de los amigos y amigas supervivientes, ha sido depurada. Jamás volverá a enseñar. Pero aún recibe en casa, sin cobrarles ni un céntimo, a un parde antiguas alumnas, que se resisten a abandonar su aprendizaje. Se sientan ante la mesa y fingen tocar a Schumann, a Chopin, a Debussy, apretando los dedos sobre los trocitos de papel. Ella tararea la melodía de la mano izquierda. Las niñas la de la derecha. A veces se parten de risa al contemplarse a sí mismas de aquella manera. A veces también lloran.
—Ya sé que es ridículo, pero si no lo hiciera creo que me moriría.
—¿Por qué va a ser ridículo? No, no lo es. La música está dentro de ti. No se puede vivir sin lo que uno lleva dentro. Cuando intentas callarlo, te estalla y te revienta. Toca, Teresa, toca, aunque sea así. La música es tu vida. Si permites que te quiten también eso, será como si te hubieran matado.
Teresa sonríe, animada:
—No lo lograrán, ¿verdad?
—Claro que no lo lograrán.
Sonríe, pero su aspecto es malo, y a veces no puede evitar una mueca de sufrimiento. Está seriamente enferma. En la cárcel cogió una tuberculosis ósea que le provoca dolores muy fuertes. Su espalda parece un nido de víboras. Le han dicho que podría operarse, pero le costaría mucho dinero, y no lo tiene.
—A veces me miro al espejo y no me reconozco. ¿Era yo la que afirmaba que ser guapa no es importante? Ahora daría algo por volver a serlo. Ya sé que parece una tontería, pero pienso que si vuelvo a ser guapa será porque estoy bien, porque todo ha pasado, porque la catástrofe se acabó... La vida se ha vuelto fea, y yo también. Me pregunto si quiero seguir viviendo en medio de tanta fealdad.
María Luisa no sabe qué decir. Comprende a su amiga. Ella aún tiene a Fernando, aunque esté en la cárcel, tiene a su madre y sus hermanas y a Merceditas. Son grandes razones para vivir. Pero Teresa está sola. Su madre ha muerto. El hombre al que quiso también. Lo ejecutaron. Era un hombre destacado, un buen político, por eso lo ejecutaron. No importa cómo se llamase. Nunca habló de él con nadie, y ahora necesita hacerlo, pero no puede delatarlo. Estaba casado y quería a su mujer, y ella no desea emborronar ese recuerdo. Cuando empezó todo, los dos se alistaron en la milicia, aunque cada uno lo hizo en una columna diferente. Se despidieron sin tristeza, prometiéndose el reencuentro pronto, en la victoria. Durante muchos meses no tuvo noticias suyas, pero vivió pensando en él, cada vez que salvaba la vida en una acción, cada vez que entraba con los compañeros en un pueblo ganado, y mientras caminaba por los senderos y los valles y trepaba por las rocas que los llevaban arriba, hacia lo alto de las montañas solitarias, cerca ya de la Meseta, perseguidos por los fascistas que al fin acabarían por atraparlos.
En la cárcel, en aquel antiguo hospicio donde pasó dos años largos, tan frío y húmedo y triste como un infierno, había coincidido con otra miliciana, compañera de él en la Columna Cantábrica. Fue ella quien le dijo que lo habían matado. Lo ejecutaron con otros tres nada más hacerlos prisioneros, y tiraron sus cadáveres al río. Se veía saltar a las truchas cebándose.
Al oír todo aquello, Teresa no pudo llorar. Se sentía tan rota, tan alejada de su propia vida, que durante el tiempo que permaneció en la cárcel no pudo llorar, como cuando estás muy cansada y sabes que necesitas dormir, pero el sueño se resiste. Sólo cuando al fin llegó a su casa y la encontró vacía y se enteró por una vecina compasiva de que su madre había muerto y de que se lo habían robado todo, sólo entonces rompió a llorar y no paró en cinco días. Aunque en realidad por lo que más lloraba era por el piano, o eso al menos pensaba ella en medio de sus sollozos, pero todo lo otro —su amor, la derrota, su madre, la terrible soledad que la esperaba— debía de estar también ahí.
—No quiero seguir hablando de estas cosas tan tristes. Ahora que tú has vuelto me parece que todo va a ser distinto. ¿Ya tienes trabajo?
—No, ni creo que lo consiga sin el certificado de adhesión...
—No voy a engañarte, María Luisa. La verdad es que no lo tenemos nada fácil. Yo lo he intentado todo, me he presentado en todos los sitios donde necesitaban gente, para lo que fuera, y he pedido ayuda a todos los amigos de mi madre. Nadie se atreve a cogerme. Es arriesgado, porque en cuanto los falangistas se enteran de que alguien como nosotras está trabajando, se ponen hechos una furia. Y ya sabes cómo se lo montan esos cerdos cuando están furiosos. Pero se me ha ocurrido que... Verás, hay gente que está vendiendo comida.
—¿Vendiendo comida?
—Sí, se van en tren por los pueblos y compran cosas a los campesinos que luego venden aquí. Cosas que no se consiguen con las cartillas de racionamiento, o que sólo te dan en cantidades muy pequeñas. Hay quien paga lo que sea por un poco de queso o un pollo o fruta. Es una especie de contrabando, ya sabes. Estraperlo, creo que lo llaman. Podríamos intentarlo juntas...
—¿Pretendes que nos dediquemos al contrabando?
—¿Qué otra cosa quieres que hagamos?
Unos días después, Teresa y María Luisa se subirán a un tren en dirección a las tierras fértiles y cálidas que hay al otro lado de los montes. Carmina les ha prestado el dinero para los billetes y la posible compra, después de una larga discusión familiar en la que todas habrán intentado sin éxito disuadirlas de sus planes. Se bajarán en cualquier estación, en cuanto divisen llanos áridos y vegas verdes y altos álamos creciendo junto a un río, zona de buenos cultivos, y después andarán al azar por los caminos, en busca de alguien cuyo rostro les inspire confianza. Tendrán suerte: al día siguiente regresarán a Castrollano llevando escondidos bajo la faja y el sostén un par de kilos de garbanzos, pequeños y tiernos como la mantequilla, y casi el doble de lentejas.
Durante algunos meses, una vez a la semana, las dos amigas harán aquel viaje y volverán con los saquitos de legumbres ocultos bajo su ropa interior. Luego los venderán en las casas ricas de Castrollano, entrando entre risas disimuladas por la puerta de servicio y dejándose tratar como maleantes, las del estraperlo, que llegan las del estraperlo, susurra la muchacha, y las hace pasar al rincón más escondido de la cocina, donde la señora de la casa pesará la mercancía, la observará con detenimiento y al fin regateará el precio. Así ganarán algunas pesetas, lo suficiente para empezar a adquirir con las cartillas de racionamiento las cosas más imprescindibles.
En los primeros viajes, Teresa y María Luisa disfrutarán como si estuviesen corriendo una gran aventura. Incluso la presencia de las parejas de la Guardia Civil, que recorren a menudo los vagones, mirando con enojo y desconfianza a todos los viajeros y pidiéndoles a los que les resultan sospechosos los papeles, provoca en ellas una emoción que luego, al recordarla, les causa grandes carcajadas. Cuando los vean aparecer, pondrán cara de buenas chicas, los saludarán sonrientes, hablarán en voz alta de lo crecidos que están los hijos y lo bien que hacen de monaguillos en la iglesia y a veces hasta fingirán ir rezando. Así conseguirán pasar desapercibidas un día y otro.
Pero con el paso de las semanas y la llegada del otoño, Teresa empezará a encontrarse cada vez peor. Sus dolores irán aumentando, propiciados por la humedad de la montaña, que se le mete en los huesos por mucho que se abrigue y hasta se cubra durante el trayecto con una vieja manta. El frío asola aquellos vagones de tercera y los pajares o los vestíbulos de las estaciones en los que suelen dormir, esperando el tren de regreso del día siguiente. Las víboras de su espalda serpentean, fustigan y pican sin cesar, haciéndole lanzar gemidos que no logra contener. A veces, María Luisa tendrá que ayudarla a caminar, a subir y bajar de los trenes por aquellos altos escalones que sus huesos se niegan a alcanzar. Pronto llegarán las nevadas, y los viajes se harán más largos, y el frío azuleará sus dedos y sus caras. Uno de aquellos días, en el trayecto de regreso, Teresa se encogerá de dolor sobre el asiento, mareada y sudorosa. Cuando se recupere un poco, contemplará callada las montañas que el tren recorre lentamente, abriéndose paso con esfuerzo a través de la nieve. El ritmo de la vida parece haberse ralentizado. Los copos flotan, se sostienen en el aire, se posan luego despacio sobre otros copos. El ruido de la locomotora llega ensordecido y lejano. La transparencia grisácea de la luz envuelve las cosas, alejándolas las unas de las otras. El mundo parece hermoso y suave, muy hermoso y muy suave y muy triste.
Al regreso a Castrollano, tendrá que pasar varios días en la cama, retorciéndose de dolor, a pesar de que su buen amigo Pepe Delgado, que es médico en el hospital y cuida de ella todo lo que puede, robará dos ampollas del analgésico más eficaz que logre encontrar. Luego, poco a poco, las víboras irán adormeciéndose, y al cabo de unas semanas Teresa volverá a caminar, aunque apoyada en un bastón que deberá acompañarla ya para siempre, según le ha dicho Pepe. A pesar de todo, le propondrá a María Luisa que inicien de nuevo sus expediciones. Pero ella se negará. Se acabó su actividad de estraperlistas. Ahora tendrán que pedirle ayuda a Plácido Bonet. Seguro que él les encontrará algo, igual que se lo ha encontrado a Feda y Alegría. Todavía queda gente decente en el mundo.
La aparición de Plácido en el mes de octubre habrá cambiado la vida de las mujeres de la familia Vega. No será sólo un golpe de suerte, sino la consecuenciadel recuerdo que Publio ha dejado en el mundo de su bondad y su honradez. Rico propietario de minas, accionista de varias empresas metalúrgicas y ferviente monárquico que ha apoyado con entusiasmo el alzamiento —aunque ahora empiece a observar con cierto temor la toma del poder por parte de los militares y los falangistas, mientras el rey aún permanece en el exilio—, Plácido Bonet había sido buen amigo de Publio, a pesar de sus diferencias políticas. Su antiguo afecto se acrecentó en un solo día, el 14 de abril del 34. En cuanto conoció la noticia de la proclamación de la República y la marcha de Alfonso XIII, el empresario se vistió de luto y puso crespones negros en los balcones de su casa. Esa misma tarde, sin embargo, acudió a su tertulia en el café Marítimo, dispuesto a no dejarse amilanar por las circunstancias y a dar la cara a favor de sus ideas. En su mesa de siempre, adonde sólo habían ido aquel día los republicanos, su presencia causó tanta admiración que todos acallaron el júbilo con el que estaban celebrando el acontecimiento y pasaron a discutir sesudamente de cuestiones de gobierno y posibles nombramientos, tratando de evitar la controversia. Pero otros parroquianos de las mesas cercanas, al ver allí al renombrado Bonet, fueron menos corteses, y elevaron las voces aún más de lo habitual, con el claro propósito de ofender al monárquico osado. Cuando desde el fondo de la sala alguien gritó: ¡A ver si los matamos de una vez a todos, a los curas, las monjas y los hijos de puta que apoyan al gran hijo de puta del rey!, Plácido palideció y buscó la mirada siempre cómplice de Publio. Éste se levantó, se dirigió sin dudarlo ni un segundo a la mesa del fanático y le plantó cara: