La excesiva calma de la situación ya estaba poniéndolos a todos nerviosos cuando de improviso al quinto día, lunes, llegó el infierno. Aquella noche los milicianos habían dormido una vez más tranquilamente. Las guardias de dos hombres se hicieron como de costumbre por turnos y, como de costumbre, no hubo ningún sobresalto. A Miguel le tocó el último relevo. Tenía sueño. Echó un trago corto de aguardiente. Encendió un cigarro. La claridad del alba empezaba a extenderse por los aires, aunque el sol aún no había salido y una niebla ligera flotaba entre la sierra y el mar. De pronto, un coro de lechuzas rompió a ulular violentamente en los árboles de la parte baja del monte, y una pareja de ratoneros aleteó sobre su cabeza, chillando enfurecidos. Y justo entonces empezaron a llover las balas. Primero se oyó el ruido sordo de los tiros, que resonó haciendo eco, y unas décimas de segundo después algo le silbó en los oídos y los proyectiles empezaron a clavarse en la tierra y las piedras —haciendo saltar chispas y esquirlas— y en la misma carne de algunos milicianos. Hubo gritos de socorro, gritos de dolor, gritos de furia, y ahí fue cuando Quintín Arbes logró imponer su voz de mando por encima de todas las demás, dando comienzo a la leyenda que le acompañaría el resto de su vida, hasta que su cadáver apareciera un día devorado por las alimañas en mitad del Pico Siesgu, y la Guardia Civil lo reconociese como el famoso guerrillero que había tenido aterradas durante años a varias comarcas.
Siguiendo las órdenes de Quintín, corrieron todos entre las balas a refugiarse detrás de las rocas de la cresta, que formaban un parapeto natural. El tiroteo cesó. Se miraron. Dos hombres se habían quedado atrás, heridos, y se arrastraban monte arriba extendiendo la mano en busca de ayuda. Un disparo perdido le rebotó cerca a uno de ellos, que hundió la cabeza en la tierra y se quedó inmóvil. Quintín mandó a buscarlos, y dio instrucciones para que los dejaran a un lado, tumbados en el suelo. Entretanto, él y Pepo el Herrero inspeccionaban el terreno. Los soldados del ejército golpista estaban cerca, a media ladera del monte, protegidos por los árboles hasta los que habían logrado llegar en plena noche sin ser descubiertos. Ante ellos, entre el lindero del bosque y la cresta de la montaña, se extendía una pradera salpicada aquí y allá de arbustos bajos, y luego un pedregal desnudo. De seguir adelante sin más, caerían como moscas bajo las balas de los milicianos, que habían reaccionado con más rapidez de la prevista. La cosa se había puesto complicada, así que se mantenían quietos, pegados a los troncos, aunque los cañones de los fusiles siguieran apuntando hacia arriba, a la columna de pronto invisible.
En los primeros momentos, Quintín había mandado parar el fuego con el que algunos habían respondido al ataque por sorpresa. Era importante no desperdiciar las municiones y el tiempo. Ahora, al comprobar que tenía a la vista al enemigo, avisó de su situación a los hombres desconcertados y enseguida dio la orden de disparar. La escaramuza fue corta, aunque nadie de los que allí estuvieron habría sido capaz de decir cuánto duró. Quizá quince o veinte minutos, pero bien pudo haber sido una vida entera, o tal vez sólo unos segundos. Los milicianos, bien protegidos por su muralla caliza, atinaron, a pesar de la sorpresa del primer instante. El bosque en cambio no fue refugio suficiente para los sublevados. Cuando el capitán ordenó al fin retirarse, sobre los musgos y los helechos quedaron tendidos los cuerpos de varios de sus soldados. A otros se los llevaron como pudieron, a rastras, chorreando sangre, desgarrándoseles las ropas yla piel con las ramas caídas, las piedras, los matorrales.
Arriba se gritó durante unos instantes. Luego se hizo el silencio. En medio del pedregal, boca abajo, con los brazos abiertos sobre el suelo, Angelín el de Trelles todavía intentaba respirar. Era el más joven de la columna, un chaval de dieciséis años, grandote y desgarbado, que les había entretenido las veladas contándoles sus encuentros eróticos con una mujer casada, quince años mayor que él. Poseía una energía apabullante, que le irradiaba del cuerpo y aturdía a los demás. Miguel le había cogido mucho afecto. La noche anterior habían dormido el uno junto al otro. Angelín estuvo tomándole el pelo un buen rato por lo mucho que le gustaban aquellos libracos gordos como ladrillos que cargaba en la mochila y en los que a menudo se concentraba, alejado de los demás. Las personas eran mucho más interesantes que los libros, decía. Él prefería vivir antes que leer lo que habían vivido otros, emborracharse, follar, emigrar a América, hacer la guerra, y también abrazar a su madre cuando se iba a la cama. Ahí se quedó callado, quizá un poco triste, pero enseguida se durmió y en la penumbra de la noche su cara recobró el aire de inocencia de un adolescente. O eso le pareció a Miguel, que lo miró con atención un largo rato, mientras pensaba si realmente serían capaces de construir un mundo mejor para que vivieran en él los muchachos como ése. Durante la escaramuza, Angelín también había estado a su lado. Miguel le oía gritar todo el rato mientras disparaba. No decía nada, sólo soltaba chillidos inarticulados, como de animal furioso. De pronto, trepó al parapeto y se lanzó monte abajo, igual que un lobo hambriento contra un rebaño de ovejas. No pudo detenerlo. No le dio tiempo. Lo llamó a voces, pero él ya iba tambaleándose, y su fusil perdido rebotaba una y otra vez sobre las piedras.
Angelín estaba muerto cuando llegaron junto a él. No hubo manera de cavarle una tumba. No tenían con qué. Así que lo cargaron trabajosamente hasta la cresta y luego bajaron el cuerpo por el otro lado de la montaña. Lo dejaron lo más lejos que pudieron, entre unos matorrales que, de alguna manera, parecían servirle de sepulcro. Durante un par de días vieron a los buitres revolotear por encima sin descanso. Después no regresaron más.
Aquel amanecer Miguel aprendió muchas cosas que ya no olvidaría. Cuando le llegó la muerte un año más tarde, en el frente de Aragón, mientras intentaba instalar un cable de teléfono encaramado a un árbol del que se quedó colgando como un pájaro, aún no había sido capaz de comprender de dónde habían surgido aquellas certidumbres que se le habían metido dentro de la cabeza. Que la guerra era una monstruosidad. Que, de cualquier modo, iban a perderla. Y que él no sobreviviría a aquello. Quizá lo había visto en el rostro adolescente y muerto de Angelín el de Trelles, que por unos momentos, mientras lo contemplaba, le pareció el suyo propio.
La huída de Margarita
El barrio de pescadores apesta. Huele a podrido, a orines, a viejo, a excrementos, a quemado. Si alguna vez aquél fue un lugar humano, la guerra le ha arrebatado esa condición. Ahora parece un escondrijo de seres repudiados. Las pocas casas que quedan en pie exhiben las heridas asquerosas de los bombardeos y la miseria. Hay niños escuálidos que juegan en el barro, cubiertos de pústulas. Hombres rondando las esquinas, desocupados, rabiosos. Y mujeres que maldicen, doblándose bajo el peso de los cubos de agua que han ido a buscar a la fuente de la plaza Vieja. En una calleja, las prostitutas exponen los cuerpos enflaquecidos. Se han pintarrajeado las caras. Se han teñido las melenas de amarillo, como pajas tiesas. Han remendado los vestidos que aún se empeñan en ceñirse sobre antiguas curvas ahora inexistentes. Un chulo engominado sacude a una de ellas, que llora intentando abrazarlo. Él le habla al oído, fríamente violento. Sobre su cabeza, la antigua insignia de Los Tres Ases —el famoso prostíbulo recordado con añoranza por los marineros de medio mundo durante las horas interminables de las travesías, cuando en el duermevela se les aparecía la imagen de sus rameras sobonas y alegres como cascabeles— se tambalea, despintado y mugriento. Dos viejos orondos salen del antro. Cuchichean y sonríen. Uno de ellos todavía va abrochándose la bragueta. Al ver a las mujeres de la familia Vega, esconde la cara, por si acaso.
Letrita aprieta los dientes de coraje, de lástima, también un poco de asco. Piensa que menos mal que Publio murió antes de llegar a ver todo esto, será ya eternamente así, se pregunta, eterna la miseria de los miserables, el mundo nunca podrá dejar de ser una porquería, qué dolor tantas vidas para nada. Feda camina cabizbaja, tratando de no constatar lo que la rodea, esa repugnante realidad contaria a sus sueños de cosas bonitas. Mercedes mira asombrada a un lado y a otro, no se acordaba de que el barrio del tío Miguel fuese tan feo y tan triste, qué pena todos esos niños desgraciados, y las niñas que la contemplan con envidia, igual que si fuera una princesa con su vestido viejo pero limpio y bien planchado, así como contempla ella a las otras niñas, a las que llevan trajes bordados y cintas y zapatos de charol muy brillantes. Alegría observa, se clava las uñas en la palma de la mano y guarda silencio. Sólo María Luisa, que recuerda sus años en la escuela de la calle de los Gatos antes de irse a vivir a Madrid, descarga la ira que no puede contener. ¡Me cago en todos los hijos de puta de los fascistas!, se la oye gritar a voz en cuello, y una multitud de ojos se vuelven hacia ella, escrutadores, asustados, algunos tal vez cómplices y, de pronto, durante un segundo, llenos de esperanza. Letrita se le acerca, la manda callar y la arrastra rápido hacia otra calle, tirándole del brazo, antes de que alguien vaya a buscar a la policía y las detengan. Pero nadie parece moverse. En el escondrijo de los repudiados, vuelven a imperar los señores de la larga derrota, la resignación, el desaliento, el silencio.
Bajo la luz gris de la tarde, la casa de Miguel y Margarita parece un muñón. Pringosa, arrugada, se le han caído la mayor parte de las tejas y desgajado los postigos y roto los cristales, que han sido reemplazados por papeles grasientos. Toda ella supura, temblequea, amenaza derrumbarse. Letrita desfallece. Ha estado quejándose de su suerte desde hace una eternidad, y mientras tanto ignoraba las desgracias de otros tan cercanos. En la calle alguien grita, ¡Pepa!, y la madre de Margarita se asoma a la puerta. Se ha convertido en una vieja flaca, de pelo blanco y revuelto, desdentada. Parece una loca. Letrita no tiene valor para besarla. Tampoco ella lo intenta. Se restriega las manos en la falda del vestido sucio y, como de costumbre, habla a gritos:
—¡Vaya! ¡Estáis aquí! Ya pensaba yo que no ibais a volver nunca más, como ésa.
—¿Qué tal estás, Pepa? —Letrita se deja llevar por el tono de la consuegra y alza la voz más de lo normal.
—Ya me ves, hecha un asco, cómo voy a estar... ¿Y vosotras?
—De vuelta en casa... Aunque sin Publio, que murió en abril.
—Ya... Pues te acompaño en el sentimiento, era un buen hombre, vaya si lo era.
—¿Y Margarita y los niños?
—¡No me hables de esa cabrona...! Ésa se largó, y me los dejó aquí a los dos, sin dinero y sin nada...
—¿Se largó...? ¿Adónde?
—Qué sé yo adónde, a ver si te crees que si lo supiera me hubiera quedado con los crios a mi cargo, los intenté dejar en el hospicio, pero dijeron que ni hablar, que no me los cogían, así que los mandé con su tía Esperanza, la mayor mía, que ésa por lo menos, con el marido en la fábrica, tiene para darles algo de comer, conmigo se iban a morir, te lo digo yo, estaban tan esqueléticos que daban miedo y cualquier día pillaban una enfermedad, hasta andaban a las basuras buscando mondas de patatas por morder algo, pero yo qué podía hacer, si ni agua tenemos, y esa guarra mientras tanto por el mundo, pasándoselo bien...
Letrita, que tantas veces ha criticado a su nuera, siente ahora compasión:
—¡Calla, mujer, no digas eso! Si se fue, sus razones tendría. Ya volverá. A no ser que... Igual se ha muerto, Pepa, igual resulta que tu hija se ha muerto y tú venga a insultarla.
—¡Qué se va a morir...! Ésa no se muere nunca, te lo digo yo que la parí. Que no, que se marcharon muchos de los de los vuestros, dicen por ahí que al monte o a Francia.
—Ya... ¿La buscaban?
—¡Cómo no la iban a buscar, si no hacía más que meterse en líos desde que se casó con ese hijo tuyo...! Mira yo, la vida entera trabajando y ahora más pobre que las ratas, y todo por culpa de esos chiflados que se empeñaron en cambiar lo que no tiene cambio, a ver quién me da a mí ahora de comer, y ellos en Francia, como señoritos...
Letrita no sabe cómo callar el discurso interminable de Pepa. Tiene que repetirle varías veces que les diga a los crios que quiere verlos:
—Que vayan a la calle del Agua, al 20, tercero. Nosotras tampoco tenemos nada de momento, pero haremos lo que se pueda. ¿Te acordarás de decírselo, Pepa?
Pepa asiente, cómo no se va a acordar, vuelve a justificarse, sigue refunfuñando, y al fin se enzarza en una discusión a voces con una vecina por culpa de un trapo tendido, quizá sábana, que las dos reclaman como propio.
Caminan en silencio de vuelta a casa. Letrita no quiere llorar, pero no puede evitar pensar en el pobre Miguel, qué diría si supiese todo esto, él que se pasó la vida tan corta sufriendo por la miseria ajena y dando dinero a quien lo necesitase, él que murió precisamente por defender un mundo más justo, qué diría si viese su barrio y a su gente así, muertos de asco, y sus hijos, sin padre ni madre, menos mal que tienen a la tía Esperanza que es buena gente y seguro que los cuidará bien, y ellas, claro, ellas harán también lo que puedan, aunque de momento poco van a poder. ¿Dónde estará Margarita? Qué vidas, demonios, qué vidas tan arrastradas y qué tiempos tan malos y qué mierda todo, a veces dan ganas de morirse, igual Margarita se ha muerto ya, la pobre, y si está viva seguro que lo estará pasando fatal, ella sería un desastre pero quería mucho a los niños, si desapareció tuvo que ser por miedo, o quizá por algo más grave, quién sabe, pobres nietos suyos, y pobre Miguel, y pobre Margarita y pobres todos, pobres, pobres, más que pobres, a veces Letrita cree que no va a poder con tanta pena, con tanta compasión que le revienta el alma.
Margarita, entretanto, está en Madrid. Pobre, sí, más pobre que las ratas. Y desdichada. Pero viva y libre. Se ha instalado en el Puente de Vallecas, en una chabola donde los primos de Emiliano les han hecho un hueco. Acaban de llegar, después de un año y medio viviendo por los montes y las anchas llanuras de la Meseta. Emiliano conoce bien el país, tiene amigos en todos los pueblos, sabe cuáles son los mejores caminos y también los más remotos y dónde hay agua y dónde se levanta una cuadra perdida para pasar la noche. Así han logrado sobrevivir y llegar al fin a la capital, evitando los frentes y los inesperados peligros de la guerra. Madrid es muy grande, decía Emiliano, allí nadie te reconocerá ni preguntará nada, allí estaremos seguros y podremos encontrar trabajo.