Ni por un segundo, en todo aquel tiempo, se le ha pasado por la cabeza la idea de que doña Petra haya podido arrebatársela y dársela en alquiler a otras personas. Así que ahora de pronto, al comprenderlo, se siente vacía y asustada, como si todos los proyectos hubieran quedado suspendidos en el aire, donde se desvanecerán en unos instantes. Está a punto de romper a llorar, de echar a correr escaleras abajo y ponerse a gritar en plena calle que sus hijas y ella son las de siempre, y que sólo quieren seguir viviendo como siempre han vivido... Pero piensa en Publio, en el Publio firme y tranquilo de antes de la enfermedad: él no se habría dado por vencido en una situación como aquélla. Habría insistido hasta el final. Y ella debe una vez más seguir ese impulso prestado. Se recoloca el cuello del abrigo que, al sentarse, se le ha quedado apretado contra la garganta. Algo más calmada, le entrega a María Luisa la llave que desde hace un rato lleva encerrada dentro de su puño, como si fuera un talismán:
—Inténtalo tú, hija —alcanza a decir. Y María Luisa, aun sabiendo lo que va a suceder, obedece.
La llave ni siquiera entra en la cerradura.
Feda se refugia en un rincón y gimotea suavemente. Merceditas aprieta muy fuerte la mano de su madre, hasta hacerle daño. Letrita se pone ahora en pie, respira hondo, se limpia con su pañuelo el sudor que le brilla en la frente, y se dirige a la puerta. El golpe de la aldaba suena rotundo y largo. No se oyen pasos, pero al cabo de un rato la tapa de la mirilla se mueve y un trozo de rostro —ojo pequeño de ceja espesa— asoma detrás de la celosía. La voz es fuerte:
—¿Qué quieren ustedes?
—Soy la viuda de Publio Vega.
—¿Y...?
—¿Es usted la señora de Jiménez?
—No, no hay nadie. Han ido todos a lo de la Virgen. Yo soy la que limpia.
—¿Sabe si tardarán mucho en volver?
—No creo. A las ocho se reza el rosario.
—Gracias.
Letrita se vuelve hacia sus hijas. No hace falta que diga nada: todas saben que deben esperar. Empujan las maletas contra la pared y aguardan en pie, silenciosas, un minuto y otro y otro, una dura eternidad de muchos y largos y duros minutos. Al fin, el ruido de voces y pasos en la escalera las alerta. Letrita se endereza, se peina un poco con los dedos, sujeta bien una horquilla que se le había aflojado. Alegría y María Luisa se colocan a su lado, mientras Feda permanece en el rincón, intentando arreglar el vestido arrugado de Merceditas y abrocharle los botones de la chaqueta. Las voces, casi susurrantes, se acercan, y luego callan al alcanzar el útimo tramo de la escalera y descubrir al grupo de mujeres, silencioso y quieto, en el descansillo.
Una vieja vestida de negro, con un montón de escapularios al pecho y el largo rosario de nácar colgado del brazo —tan blanco y suave sobre su abrigo de paño rasposo—, se adelanta al resto y se planta, tiesa como un palo, provocadora, frente a Letrita.
—Buenas tardes, doña Petra —dice ésta, sin molestarse en tender una mano que está segura será rechazada.
—¿Qué hacéis aquí?
—Hemos vuelto a casa.
—Ésta ya no es vuestra casa. Aquí no queremos rojos. ¡Faltaría más! —y la vieja se santigua y se besuquea con deleite el dedo pulgar, llenándolo de babas.
Letrita respira hondo para contener la indignación:
—Entonces, déjenos sacar nuestras cosas.
—¿Vuestras cosas...? No tengo ni idea de dónde están. Se las habrán llevado los ladrones.
María Luisa se adelanta ahora a su madre, apretándole con fuerza el brazo para evitar que siga hablando:
—Cuando nos fuimos hace tres años, lo dejamos todo ahí dentro. ¡Todo! El piso es suyo, desde luego, y puede usted hacer con él lo que le plazca, pero el resto es nuestro. Sólo queremos que nos devuelva lo que es nuestro. —Su voz se hace ahora más grave, algo amenazadora—. Y que no vuelva a tratar a mi madre de tú.
La mirada de doña Petra se dirige hacia ella, pero los ojos agotados parecen resbalar sobre su cuerpo sin verlo. Antes de hablar, se gira de nuevo hacia Letrita, como si le resultase más fácil contestarle a la madre. Quizá María Luisa la ha asustado. Sin embargo, no se arredra, y su tono vuelve a ser tan seco como desdeñoso:
—Yo no tengo nada. Ni sé quién lo tiene. Y ahora, fuera de aquí, rápido, o llamo a la Guardia Civil.
Las mujeres se dan por vencidas. Sin necesidad de decirse nada, recogen sus maletas. Pero María Luisa aún se detiene un instante frente a doña Petra. No levanta la voz, sólo le suelta con toda la frialdad de la que es capaz lo que las demás están pensando:
—Ladrona. Prepárese bien antes de morir, porque le aseguro que en el otro mundo la van a juzgar por esto.
La vieja palidece y quiere responder, pero le tiemblan los labios y al fin calla. El grupo de la escalera se abre para dejar paso a las mujeres de la familia Vega, apretándose contra las paredes como si temieran su roce. Ellas no bajan los ojos. Por un instante, los de María Luisa se cruzan con los de una mujer aún joven. Son grandes y claros, enmarcados por la mantilla oscura que le cae hasta las cejas. Su boca permanece inalterable, pero esos ojos sonríen.
Unos meses después, un muchachito sucio llamará un día a la puerta del piso de la calle del Agua y dirá que le han mandado preguntar si vive allí una tal señora o señorita Vega, una mujer rubia y guapa, y que trae para ella un paquete de parte de la señora de Jiménez, de la cuesta del Sacramento. María Luisa leerá con asombro la carta que acompaña el envío:
Estimada señora:
Usted no me conoce, ni yo a usted. Ni siquiera sé a ciencia cierta su nombre, igual que usted quizá no llegue a saber nunca el mío. Pero todo eso no importa: su persona me es tan querida como si fuéramos íntimas y viejas amigas.
Desde la tarde en que la vi por primera y única vez —en el descansillo de la casa del Sacramento donde su familia vivía antes y donde ahora vive la mía—, no he podido olvidar su energía y su fortaleza, que resplandecen a su alrededor como esas coronas que llevan los santos, iluminando el aire.
Mi silencio de entonces debió de parecerle imperdonable, y a decir verdad lo fue. Pero me atrevo a pensar que quizá después de hoy, gracias al paquete que hago llegar a sus manos, pueda usted ser indulgente con esta mujer acobardada.
Cuando nosotros alquilamos este piso que fue suyo, dentro no había nada. Nada, salvo un pequeño tesoro: una pila de papeles junto a la cocina, que alguien olvidó sin duda quemar. Eran cartas. Cartas de amor de un hombre a una mujer. Las guardé porque me parecieron hermosas, tan hermosas que habría dado media vida porque alguien me quisiera de ese modo. Me pareció que destruirlas sería como dar muerte a ese amor que quizá ya sólo viviera entre aquellas palabras.
Desde nuestro encuentro en la escalera, cuando admiré tanto su valor y su dignidad al enfrentarse a doña Petra, me ha dado por pensar que puede que esa mujer de las cartas —María Luisa Vega— sea usted, y que él, Fernando, aún debe de quererla. Me gustaría que las cosas fueran así. Sería una prueba de que a veces la vida no es sórdida y gris.
En cualquier caso, las cartas no me pertenecen a mí, por muy mías que las sienta, sino a alguien de su familia. No podría seguir conservándolas sabiendo todo lo que ustedes han perdido. Se las devuelvo pues, y confío en que ellas puedan compensar de alguna manera la desaparíción de lo demás.
María Luisa abrirá el paquete. Allí aparecerán, en efecto, las cartas que Fernando le había ido escribiendo antes de su boda, desde la primera,
Admirada amiga, quisiera que no la ofendiera que la llame así, amiga, pues como tal creo que me trató en los escasos días que tuve la dicha de estar a su lado, y admirarla, porque su bondad y su inteligencia me han hecho comprender que es usted uno de los seres humanos más asombrosos que he conocido en mi vida...,
hasta la última, aquélla escrita sólo unos días antes de casarse,
Adiós, mi amor, unas horas más y estaré contigo y me abrazarás, y al sentir tu calor y tu fuerza me daré cuenta de nuevo de que tu cuerpo es el único lugar del mundo en el que quiero permanecer por siempre
.
Las cartas reposarán ante ella sobre la mesa, con todas sus palabras llenas de ternura, y al verlas así, aún tan vivas y verdaderas, María Luisa recordará el tiempo prodigioso de su noviazgo, y más atrás aún, el comienzo de todo, la primera vez que oyó tocar a Fernando, en el verano del año 32. Apenas empezó a sonar aquella
Sonata Arpeggione
de Schubert que ella no conocía, con su lento arranque al piano y el violonchelo siguiéndolo amistosamente después, pensó que era la música más llena de esperanza que jamás había oído. El violonchelo parecía viento entre los árboles. Sonaba tan profundo y sosegado que no pudo evitar fijarse en el intérprete. Era joven, y lo encontró feo. Y, sin embargo, era sin duda de su alma de donde salía aquella música extraordinaria que daba la impresión de pertenecerle por completo. Se pasó el resto del concierto pendiente sólo de él, de los movimientos firmes de sus dedos y la infantil torpeza que expresaba su cara.
Ya en la calle, se despidió con una excusa cualquiera de su grupo de amigos y volvió a entrar en el teatro. Buscó el camerino de Fernando Alcalá y llamó a la puerta, dispuesta a darle las gracias por los minutos de felicidad que le había concedido. Pero cuando él abrió y se quedó mirándola tan serio, quizá algo molesto por tener que aguantar las repetidas palabras de una admiradora desconocida, a María Luisa se le hizo un nudo en el estómago y le dieron ganas de vomitar. El la notó indispuesta y la hizo pasar, la obligó a sentarse, le ofreció un vaso de agua y luego, cuando ella rompió a reír burlándose de su propia emoción inesperada, se la quedó mirando atónito, como si nunca hubiera visto reírse a nadie de aquella manera.
Esa misma noche pasearon juntos por la playa, casi en silencio. Luego, Fernando fue retrasando un día y otro su vuelta a Madrid. María Luisa acudía a sus citas con él llena de emoción, aunque también preocupada. Ya había cumplido los veintidós años, pero, a pesar de los comentarios a menudo insidiosos de alguna gente, entre sus planes no estaba el de enamorarse. Hacía sólo unos meses que había terminado los estudios de magisterio y estaba dando clase en la escuela del barrio de pescadores, llena de niños zarrapastrosos y sucios, que olían a pescado y a brea y de los que ella se ocupaba con pasión. Había querido ser maestra desde pequeña. Soñaba con enseñar a los crios, con hacerlos mejores personas y ayudarlos a rebelarse contra la condena de la miseria heredada. Cada pequeño progreso de sus alumnos le parecía un éxito que celebraba con entusiasmo. Su vida tal y como era, con la escuela y los amigos y la familia y los libros, estaba lo suficientemente llena. No quería entregar ninguna parte de todo aquello a un amor, por el que sin duda tendría que renunciar a muchas cosas, tal vez incluso a su trabajo. Por eso, cuando conoció a Fernando y se dio cuenta de que le gustaba todo de él, la timidez, la piel oscura, la manera de pensar, el cuerpo desgarbado, la forma en que sentía la música y hasta la mirada miope de sus ojos pequeños, se enfadó consigo misma. Sin embargo, no pudo evitar seguir viéndolo y sentirse a la vez tan feliz y tan triste que ni ella era capaz de comprenderse.
Cuando al fin a Fernando no le quedó otro remedio que irse, lo hizo sabiendo que se había enamorado de una mujer asombrosa. Para entonces, María Luisa ya se había rendido a lo irremediable de sus propios sentimientos, y el largo beso que le dio en la estación, apretándole fuerte la nuca con su mano, fue su manera de decírselo y de animarle a superar su timidez. Luego hubo un noviazgo de cartas intensas y encuentros frecuentes, y el amor fue creciendo, volviéndose poderoso y sólido y visible.
Después de la boda, María Luisa se fue a vivir a Madrid. No tuvo que renunciar a nada. Simplemente, cambió su escuelita del barrio de pescadores por otra en Lavapiés, llena de niños tan sucios como los de Castrollano e igualmente ruidosos, con los que disfrutaba lo mismo que antes. En su tiempo libre, acompañaba a Fernando en su viejo coche a visitar los poblados de los alrededores de la ciudad, lugares pobres y feos a los que él se empeñaba en llevar su música, porque lo más hermoso de cuanto ha hecho el ser humano, decía, no podía ser sólo para unos pocos elegidos. Eran felices. Estaban convencidos de que se podía cambiar el mundo, y aquélla era su forma de intentarlo. A veces les dejaban instalarse en una taberna o en una iglesia, pero normalmente se quedaban en la calle, en medio del polvo o el barro, y lograban reunir un pequeño grupo de gente a su alrededor, crios y mujeres y viejos a los que María Luisa trataba de explicar, con toda la sencillez que podía, el valor de las melodías que luego Fernando hacía sonar en su violonchelo, con el mismo cuidado y la misma pasión que ponía en sus conciertos en los mejores teatros. Normalmente, aquellas personas escuchaban ajenas y extrañadas, como si la música y ellas perteneciesen a mundos distintos. A algunos niños les daba la risa, y las mujeres hacían comentarios de desdén, no siempre en voz baja, y a veces, cuando Fernando había terminado, rompían ellas a cantar y a tocar palmas, aunque no se sabía si lo hacían por devolver el esfuerzo o más bien para demostrar la superioridad de lo suyo. Pero hubo alguna ocasión en la que alguien —una vieja, un niño, una muchacha redonda y morena— pareció encontrar algo distinto en su música. Quizá la belleza. Un día, un hombre mayor, desdentado y mugriento, se puso a llorar mientras Fernando tocaba la
Sarabanda
de la Suite número 3 de Bach. Le caían unas lágrimas pesadas y lentas, y los vecinos empezaron a señalarlo con el dedo y a reírse. Pero él siguió a lo suyo, concentrado en la música y en su llanto, absurdamente feliz, como si hubiera estado conteniéndose toda la vida y sólo entonces se hubiera permitido explotar. Cuando el concierto terminó y todo el mundo fue alejándose del músico y su mujer, él se quedó allí, mirando fijamente el violonchelo y sorbiéndose los mocos. Antes de que se subieran al coche, sin moverse ni dirigirles la mirada pero en voz lo bastante alta como para que le oyeran, dijo: Parecía la música de Dios. Esa noche, María Luisa y Fernando descorcharon una botella de un buen tinto y brindaron por el divino Bach.
Tu cuerpo es el único lugar del mundo en el que quiero permanecer por siempre...
Al leer de nuevo esas palabras, María Luisa recordará a Fernando amándola, con tanta ternura, con tanto deseo, y lo imaginará ahora en la cárcel, solo, apesadumbrado, quizá enfermo. Las cartas que recibe, muy de vez en cuando, son breves y frías. Siempre afirma que está bien, que no necesita nada. Pero a ella sus silencios y su falta de calidez le parecen alarmantes. Fernando nunca ha tenido muy buena salud. Se resfría a menudo, las anginas le hacen subir la fiebre como si fuera un niño y de vez en cuando sufre unos terribles dolores de cabeza que le provocan náuseas y le dificultan incluso la visión, y de los que sólo se recupera quedándose un par de días acostado y a oscuras. Lo más probable es que, en las duras condiciones de la cárcel, todos esos males se hayan agravado. Pero lo que más le preocupa a María Luisa es su estado de ánimo. Aceptar la derrota de las ideas y los sueños, aceptar la ausencia de la música, la lejanía de los seres queridos, el encierro, el hambre, el miedo a la muerte... ¿Quién podría resistir todo eso sin temblar?