Cuando Letrita entró en la habitación más de una hora después, se lo encontró convertido en un anciano. Los años, que hasta entonces habían respetado su inteligencia y su ánimo, y también la estatura y el porte, la fortaleza de los huesos y hasta la delicadeza de una piel siempre pálida, se le habían echado de pronto encima. Parecía haber menguado. Una telaraña de arrugas profundas le marcaba el rostro, y los ojos antes tan vivaces se habían vuelto pequeños y débiles, ausentes. Su voz ni siquiera se alzó para saludarla.
Al verlo así, Letrita rompió a llorar y lo abrazó con la misma pena con la que en el pasado tuvo que abrazar a los hijos muertos. Lo había adorado desde que tenía dieciséis años y él, cerca ya de los treinta, la saludaba cada mañana al pasar por delante del mirador de su casa camino de la oficina de su padre en el puerto, con el sombrero claro y el bastón bien empuñado y la mirada suave. Había seguido adorándolo las primeras veces que se hablaron y cuando él le pidió matrimonio. Y después, a lo largo del tiempo, ocupada en cuidar de los hijos vivos y recordar a los muertos, disfrutando de la fortuna y soportando las penurias que llegaron cuando el negocio familiar fracasó, día tras día y año tras año, siempre lo había adorado. Lo conocía como si fuera carne de su carne, y cada una de las ilusiones de él era también suya, igual que suyo era cada uno de sus dolores. Hacía ya mucho que no necesitaban hablar para entenderse. Al verlo así, Letrita rompió a llorar porque supo que se le había partido el alma. Y que era para siempre.
El ya no tuvo fuerzas para consolarla. Su vida había terminado. A partir de aquel día, y hasta los momentos finales en que recuperó brevemente la lucidez, se limitó a ser un cuerpo sin razón ni voluntad. Ni la huida de Castrollano, ni las noticias de la guerra, ni siquiera la muerte de su propio hijo lograron conmoverle. Ya nada podía agrandar su pena, pues en un solo momento, en un único cadáver y una primera expresión de odio, había alcanzado a ver toda la crueldad que llegaría, y ese dolor abrió en su espíritu una herida imposible de cerrar.
Fue Letrita quien tuvo que hacerse cargo de la situación a partir de aquel momento. Sin verter más llanto que el del primer instante —que secó en seguida, consciente de que su fortaleza era ahora imprescindible para el bienestar de los suyos—, sumó a su propia solidez la solidez desvanecida de Publio, y fue en adelante madre y padre, esposa y marido. Ella organizó aquellos primeros días de sitio en la casa, ocupándose de tranquilizar a las chicas. No permitió quejas ni desidias ni lloriqueos ni malos humores ni temblores ni abandonos. Todo el mundo tuvo tareas que hacer, y todo el mundo, incluidos los vecinos aún amistosos, jugó a las cartas al atardecer, después de tomar un poco de café con pan duro migado o con galletas que ya empezaban a ponerse rancias.
Al quinto día, Miguel y dos amigos suyos aparecieron por la ventana de la cocina de don Manuel. Apenas enterado del golpe, el pobre Miguel, que pasaba unos días en una aldea de la montaña con Margarita y los niños, había regresado a Castrollano para unirse a los milicianos. Preocupado por la situación de su familia, había logrado llegar hasta la casa a través de los tejados, y estaba dispuesto a sacar de allí a todos los vecinos que quisieran ser rescatados. Letrita se tragó la conmoción que supuso para ella saber que su hijo ya estaba armado y dispuesto a partir hacia cualquier lugar donde hicieran falta soldados. No dijo ni una palabra. Preparó el equipaje imprescindible en un par de maletas, guardó en una bolsa las cosas de más valor —incluidas las pocas joyas que aún le quedaban de los buenos tiempos— y todavía fue capaz de dirigir con autoridad la operación de recoger la casa, metiendo los objetos delicados en los armarios, apilando colchones, cubriendo los muebles con sábanas viejas, revisando las trampas para los ratones, cerrando la llave de paso del agua y quitando los plomos, exactamente igual que si se fueran de vacaciones por unas semanas. Nadie se mostró tan sereno como ella durante aquel rescate difícil, en el que hubo que trasladar en una silla a Publio, más torpe y anquilosado a medida que pasaban los días. Incluso mantuvo intacto su sentido del humor al instalarse en casa del tío Joaquín, quien los recibió refunfuñando porque su presencia alteraba el orden estricto de su vida de solterón maniático, aunque no les echase la culpa de su desgracia a ellos sino a la Iglesia, que según decía se había empeñado en amargarle toda la existencia, sin respetar ni siquiera su triste vejez. Y todavía conservó el valor en la despedida de Miguel, que partió en un tren lleno de hombres sonrientes y ruidosos, más parecidos a alegres veraneantes que a soldados, salvo por las armas que llevaban en bandolera y que agitaron al aire a través de las ventanillas cuando el tren arrancó lentamente, desvaneciendo sus siluetas entre los humos. Muchos de ellos no volverían. Letrita lo supo, pero se calló, y hasta le dio un sopapo ligero a Feda al ver que se echaba las manos a los ojos para tapar las lágrimas.
Durante todo aquel tiempo, ella siguió tomando decisiones y repartiendo tareas. Alegría y Merceditas fueron las encargadas de hacer la compra en un mercado todavía bien surtido aunque cada día más caro, del que volvían siempre escandalizadas. Y Feda se ocupó de ir todas las mañanas a Correos, a recoger y enviar las cartas, que empezaban ya a espaciarse demasiado. Por suerte, enseguida llegaron noticias de María Luisa, que seguía en Madrid aunque estaba haciendo planes para trasladarse a Barcelona, con su familia política. Además de su trabajo en la escuela, ahora conducía los fines de semana un tranvía, supliendo igual que otras muchas mujeres a los hombres que ya estaban en el frente. Fernando se había incorporado como oficial al ejército y luchaba en Extremadura. Estaba bien, un poco asustado por la brutalidad que lo rodeaba, pero bien, y mandaba saludos.
La casa del tío Joaquín, un edificio burgués de finales del siglo anterior, se levantaba justo frente al viejo puerto, en la esquina entre la plaza de la Reina y la calle del Fomento; a espaldas del temido barrio de pescadores, con sus miserables edificios medio en ruinas, sus calles embarradas y sus muchas casas de putas. Desde el balcón del comedor, en los días claros, se alcanzaba a ver una enorme extensión de mar, cambiante y dúctil bajo las luces y los vientos. Una preciosa mañana de principios de agosto, Merceditas, ocupada en peinar a su muñeca, vio una mancha oscura que aparecía repentina sobre la lejana línea del horizonte. Algunos pesqueros de bajura habían salido a faenar al amanecer. De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, sus cascos de colores enfilaron hacia el puerto. A medida que se acercaban a la bocana, la mancha oscura parecía seguirlos, y su perfil empezó a tomar forma. Era un gran barco gris, amenazador y veloz y rígido como un monstruo marino. Los curiosos que todos los días remoloneaban por el puerto formaron corrillos, y en cuanto los primeros pesqueros fondearon y los hombres bajaron a tierra, se les acercaron, tal vez inquiriendo noticias. Hubo gestos de asombro, manos lanzadas al aire, quizá gritos, y en seguida todos, marineros y paseantes, echaron a correr a través de los muelles, seguidos de cerca por los pescadores de los otros barcos, que iban llegando a puerto y eran abandonados a la carrera por las tripulaciones, olvidando a bordo la pesca del día.
Merceditas tuvo miedo, y voló a la cocina donde la abuela preparaba unas lentejas con tocino pero sin chorizo, porque el chorizo estaba ya demasiado caro en aquellos días y Alegría no había querido comprarlo. Letrita se asomó al balcón, y, al ver el monstruo, volvió a entrar rápidamente en la casa, dando instrucciones de abandonarla. Salieron a toda prisa, sin tiempo para coger las cosas de valor, y ya en la calle se vieron mezclados con una multitud que corría hacia el interior de la ciudad. Algunos tiraban cosas desde las ventanas a los familiares que aguardaban abajo, chillándose los unos a los otros. Los más viejos eran llevados casi en volandas o bien, abandonados a su suerte, lloriqueaban asustados, intentando seguir el ritmo despiadado de los jóvenes. Desde el barrio de pescadores, una riada de niños harapientos y de mujeres en delantal se afanaba tras los hombres, que de vez en cuando miraban atrás sin detenerse, llamando a voces a sus hijos o a sus compañeras.
Letrita ordenó a Feda y a Alegría que se adelantasen con la niña y corrieran hacia donde fuese, con tal de que fuese lejos del puerto. Pero Alegría se negó a dejarla sola con su padre y el tío Joaquín y se obligó a caminar al paso renqueante de los dos viejos, viendo con angustia cómo se alejaban Feda y Merceditas, de la que se separaba por primera vez desde que todo aquello había comenzado. Mientras sostenía al tío —que refunfuñaba y le daba codazos, incapaz de tragarse su mal genio ni siquiera en un momento como aquél—, rezaba en silencio, pidiéndole a Dios, si es que en verdad existía, que no se le llevara también a la única hija que le quedaba. Ya no sería capaz de soportarlo.
Los cañonazos se empezaron a oír cuando llegaron al comienzo de la calle del Arco. Letrita, aliviada al comprobar que las bombas caían a espaldas suyas, lo suficientemente lejos como para no alcanzarles, decidió refugiarse en casa de Carmina Dueñas, su vieja amiga, que no les negaría cobijo. Pero Alegría no quiso subir, y se empeñó en ir a buscar a la niña y a Feda, a las que encontró al fin abrazadas en un banco del parque de Begoña, muertas de miedo y rodeadas por varias mujeres muy amables que trataban de calmarlas. Volvieron todas juntas al piso de Carmina y allí se quedaron con los demás amontonados, mientras el crucero
Pisuerga
seguía atacando Castrollano sin misericordia, derribando edificios, reventando árboles y destrozando vidas. Fue la primera prueba de las muchas que vendrían después de que lo de la guerra no era un juego, ni una simple noticia en los periódicos, ni una acalorada discusión de café. Lo de la guerra iba en serio, y era la muerte y el miedo y la tristeza y la rabia y la desolación.
Cuando el
Pisuerga
abandonó el puerto al cabo de nueve días, en busca de otra ciudad desprevenida sobre la que lanzar su fuego monstruoso, dejó tras de sí un montón de dolor y de ruinas. La misma casa del tío Joaquín, reventada en millones de trozos, se llevó por delante al caer a dos vecinos poco prudentes. Entre sus restos, Merceditas, Alegría y Feda buscaron inútilmente algunos de sus objetos. Lo único que encontraron, un poco arañado por la rotura de los cristales del marco pero prácticamente intacto, fue el retrato de boda de los padres, ella de terciopelo oscuro, con una camelia prendida en el pecho, y él con cuello duro y pajarita, los dos muertos de risa y de ganas de comerse a besos a pesar de la consabida seriedad del momento. Cuando se lo dieron a Letrita, se echó a llorar. Fue un llanto tan repentino, intenso y breve como una tormenta tropical. Y se secó enseguida.
Apenas se calmó, fue a enseñarle la fotografía a Publio:
—Mira, las niñas la han encontrado entre los escombros de la casa del tío. Gracias a Dios. Todo lo demás me da igual, pero perder esto sí que nos hubiera costado un disgusto, habría sido un poco como perder nuestra memoria, ¿no crees? —le dijo, y luego se puso a mirar el retrato y le dio por recordar aquellos tiempos, la felicidad de estar al fin juntos todo el tiempo posible, las muchas noches de amor alborotado y las infinitas horas de ternura. Letrita no tenía ninguna tendencia a idealizar el pasado. Vivir al lado de Publio y de los hijos que no se le habían muerto le parecía un privilegio del que iba gozando día a día, sin volver la vista atrás. Y si lo hacía, nunca era para añorar sino, por el contrario, para detenerse con satisfacción en la idea de que su vida había sido y era mucho más dichosa de lo que ella jamás habría supuesto. Pero aquella vez, quizá porque mientras recordaba miraba el fondo de los ojos de Publio —donde siempre había encontrado tanto amor— y sólo veía vacío, aquella vez, acaso también por el miedo y la pena silenciosa y la percepción inevitable de la derrota que habría de llegar, sintió una punzada en el corazón. Y le pareció entender, aunque no quiso detenerse en tal idea, que al fin había llegado el tiempo definitivo de la nostalgia.
Maria Luisa y Fernando
La puerta del portal responde sin una queja al giro de la llave que Letrita ha sacado de la cadena colgada siempre a su cuello. Adentro, todo sigue igual de oscuro y húmedo, como el vientre viscoso de un pez. María Luisa camina con seguridad hasta el fondo del vestíbulo, aprieta el interruptor. La bombilla se enciende con su luz amarillenta y triste, que apenas alumbra las baldosas pálidas del suelo y el friso pintado de un viejo negro polvoriento. Las escaleras de madera, descolorida a fuerza de frotarla con lejía, rechinan del mismo modo que rechinaban dos años atrás.
La comitiva de mujeres sube despacio. Delante de sus hijas, Letrita se sujeta con firmeza al pasamanos. El sudor hace resbalar su palma sobre la moldura sobada. Tras la puerta del primero izquierda, donde vivían don Manuel y doña Antonia, se oyen voces inesperadas de niños. Por un instante, la mirada de la madre se cruza inquieta con la de María Luisa, que le sonríe animándola. A través del ventanuco que da a la calle entra el rugido creciente de un camión que se dirige a la carretera cercana.
A medida que asciende el tramo de escaleras hacia el segundo piso, las piernas de Letrita parecen volverse de hierro. Apenas respira, aunque siente que se está ahogando. Al llegar al descansillo, se detiene frente a su puerta, y entonces un malestar, como un repentino hormigueo, le recorre el cuerpo de los pies a la cabeza, una ola de pánico y pena que desbarata el latido de su corazón: sobre la madera oscura, encima justo de la mirilla, allí donde antes figuraban las iniciales en latón de Publio Vega, resplandece ahora, limpia y requetelimpia, una placa dorada con el Sagrado Corazón de Jesús en relieve y, debajo, un nombre desconocido, Edelmiro Jiménez.
Letrita tiene que sentarse en la escalera. Intenta recuperar el aliento perdido mientras sus hijas se acercan preocupadas a atenderla. Ella las aleja con sus gestos. Necesita aire. Necesita dejar de oír los golpetazos del corazón. Necesita poder pensar. La casa se ha perdido. Acaba de comprenderlo. Ha vivido durante los últimos tres años recordando cada rincón de esa casa. Todas las mañanas, mientras hacía las faenas en el caserón de Noguera, se imaginaba a sí misma limpiando y ordenando el piso de Castrollano. Recorría mentalmente las habitaciones, abría ventanas, sacudía alfombras, quitaba el polvo a los muebles y a cada uno de los pequeños objetos de adorno, aireaba los cajones de la ropa blanca, recolocaba en las alacenas los platos y las cacerolas y los cubiertos, atizaba el fuego de la cocina y hasta olfateaba los ricos olores de sus propios pucheros. Por alguna oscura razón, durante todo el tiempo de ausencia ha estado convencida de que mientras ella no abandone la casa, la casa no la abandonará a ella. Ésa ha sido su conexión con el pasado, con todo lo que ella y los suyos han venido siendo desde siempre. Necesitaba la persistencia de su memoria, el mantenimiento de esa imaginaria cotidianeidad para creer que la vida, tal y como ella la entiende, seguía siendo igual, que el tiempo que estaba viviendo no era más que un desliz de su historia personal, un resbalón fuera del camino, y que en algún momento volvería a él y recuperaría el curso. Mantuvo intacta esa ilusión incluso después de la muerte de Miguel y hasta de la de su marido, y aún mucho más cuando supo que Fernando estaba en la cárcel y que les tocaba seguir adelante solas. La casa, le parecía, era el lugar de donde extraer energía y valor para enfrentarse al temible misterio del porvenir.