Un largo silencio (3 page)

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Authors: Angeles Caso

Tags: #Drama, Histórico

—Seguro que era impotente. Y además cornudo.

El comentario de María Luisa las hace reír a carcajadas, aunque Letrita finge al mismo tiempo escandalizarse porque la niña también lo ha oído. Pero la risa les permite dar por terminado el mal rato, a pesar de las miradas reprobadoras que les echan algunos de los viajeros y a las que ellas no prestan la menor atención. Calmadas ya, vacío el vagón y casi los andenes donde las gentes han estado abrazándose y contándose las noticias más urgentes, las mujeres de la familia Vega bajan del tren.

La lluvia, que aún cae testaruda aunque ligera sobre la calle embarrada, las recibe al salir de la estación. Cada una de ellas husmea el olor húmedo y salado del aire, y levanta la cara para recibir el agua como si recibiese una bendición, las gotas diminutas del orvallo que juguetean sobre las pieles. Silencio. A lo lejos suenan las campanas del convento de las agustinas dando las siete. Letrita suspira hondo, buscando apoyo en sus pulmones para evitar que la voz le tiemble. Las hijas la miran, esperan sus palabras:

—Ahora sí que estamos de vuelta, hijas. La vida empieza otra vez, de otra manera. Y nosotras, a llevarnos bien con ella, como decía papá. A casa, vamos, que si seguimos aquí nos van a salir setas en el pelo.

La muerte de Publio

La calle de la Estación, siempre fea y descuidada, es ahora un despojo, un barrizal. Las aceras ya no existen. Hay escombros por todas partes, piedras y tejas, ladrillos y trapos y maderos, inmundos restos del tiempo anterior a las bombas, a la huida. Negocios cerrados, letreros colgantes, ventanas donde los cristales rotos han sido reemplazados por cartones, maderos sosteniendo muros que parecen a punto de desplomarse. La muerte extendió alas veloces y sangrientas sobre Castrollano, y la ciudad entera hubo de plegarse al destrozo y el abandono, y yace derrumbada, como un cadáver al que nadie ha recogido ni amortajado, ciudad muerta y putrefacta de la que nadie se apiadó. No hubo tiempo.

En la esquina con la plaza del Carmen, la villa de doña Asunción —la madrina de María Luisa—conserva sólo la pared trasera y algunos restos de las laterales. El papel floreado del salón, que tanto les gustaba cuando eran niñas, está ahora desteñido y sucio, cubierto de moho, y la pintura verde agua de su cuarto se ha reventado en llagas mugrientas. Los yesos de los techos forman amasijos oscuros en los rincones, donde alguien debió de amontonarlos para arrancar las maderas de los suelos. No quedan muebles, ni cortinas, ni puertas, y hasta la bañera y el retrete y los grifos han desaparecido. Pero en la habitación donde estuvo el piano, torcido, lleno de churretones, permanece el retrato de los padres de doña Asunción, él con su traje blanco y su jipijapa de cafetal, mirando con orgullo la belleza algo mulata y ostentosa de su mujer.

Merceditas, que alguna vez jugó en el pequeño jardín cubierto ahora de escombros, rompe a llorar. A pesar de sentir el corazón encogido, todas intentan tranquilizarla, seguro que doña Asunción está bien, se habrá ido a vivir con su hermana, y además tienes que acostumbrarte, Merceditas, hija, una guerra es una guerra, poco a poco todo volverá a ser como antes... La niña logra calmarse, y las mira al fin con los ojos ya secos aunque asustados, y entonces, bajando mucho la voz, como si no se atreviera a decir lo que va a decir, pregunta:

—¿Y si a nuestra casa le ha pasado lo mismo?

Es Letrita la que contesta, ante el silencio angustiado de las hijas:

—No. Yo sé que no.

—¿Y cómo lo sabes, abuela?

—Esas cosas se saben dentro de la cabeza, niña. Lo mismo que tía Feda sabe que su novio está vivo, y yo en cambio supe que tío Miguel se había muerto antes de que llegase el telegrama. Lo sé porque lo sé. Y dentro de diez minutos lo sabremos todas. ¡Vamos! ¡Caminando! ¡Que si nos paramos en todas las esquinas no llegaremos nunca!

Perplejas ante el destrozo, siguen el camino, atravesando la plaza en dirección a las calles del centro. Es entonces cuando se dan cuenta de que algo raro ocurre: no es normal, toda esa gente caminando en sentido contrario al suyo, hacia la estación. En su mayor parte parecen campesinos, pero deben de haberse vestido con la ropa de domingo y andan con aire festivo y, sin embargo, silenciosos. En seguida empiezan a ver grupos de mujeres —algunas con las pecheras cubiertas de medallas y escapularios— que van como transidas, las manos juntas y los ojos bajos, murmurando palabras incomprensibles. María Luisa se detiene a preguntar qué ocurre. Una muchacha, vidriosa la mirada, despeinada la melena de los apretujones, toda temblante la voz aún emocionada, informa del suceso. La Virgen de la Lluvia vuelve a su santuario, ahora que la guerra ha terminado y sus enemigos han sido vencidos. Con su ayuda, acabaremos con todos los rojos, casi grita la beata. Las mujeres de la familia Vega se miran con aprensión. Y callan.

Al fin enfilan la cuesta del Sacramento, y el corazón de Letrita empieza a latir demasiado fuerte, en parte por la tensión de subir aquella pendiente empinada cargando la maleta, pero sobre todo por la excitación. Al doblar la curva a la mitad de la calle, aparece al fin el edificio intacto, superviviente de los bombardeos y las penurias. Entonces tiene que pararse, sofocada y de pronto exhausta. Merceditas, en cambio, echa a correr:

—¡Ahí está! —grita—. ¡Hemos llegado! ¡No se ha caído, abuela! ¡Tenías razón! ¡No se ha caído!

Alegría la detiene con su voz. Todas saben que es la madre quien debe precederlas en este momento, como si celebrasen un rito, y llegar la primera a la puerta, y abrirla. Si es que aún se abre para ellas.

Despintada y sucia, la vieja puerta del portal exhibe doliente los agujeros de las balas que disparaban los rebeldes amotinados justo enfrente, en el cuartel de Campoalto, convertido ahora en una ruina victoriosa sobre la que campea, empapada y arrugada como un trapo, la nueva bandera. Aquéllos habían sido días malos, aunque ninguna sabría ya decir si fueron los peores. Quizá no. Quizá los recuerdan de una forma especial porque fue entonces cuando descubrieron el miedo y cuando su padre dejó de estar vivo, sí, aquel amanecer del 19 de julio del 36 en el que los soldados empezaron a disparar sin que nadie supiese aún claramente por qué ni para qué. Sólo Publio, que había oído rumores más inquietantes de lo normal la tarde anterior, en el café Marítimo, pensó al empezar a sonar los tiros que lo del golpe de estado debía de ir en serio. Pronto se lo confirmaron a través de la radio las primeras noticias, que rápidamente inundaron de gritos y sollozos y rezos y crujir de dientes el edificio, y la ciudad entera, y todo un país de pronto desplomado a los pies de la Bestia, que acabaría por abrirle el vientre y arrancarle las entrañas y devorárselas, infinitamente voraz. Y así apareció el miedo, un caballo sin jinete asolando las vidas, espectral y al cabo silencioso compañero de tantos días y noches del futuro.

Pero Publio aún pudo creer en lo que siempre había creído, el triunfo perenne de la Razón, que él nombraba de esa manera, con mayúsculas, arrastrando la erre inicial. Sobre el sonido de fondo de los disparos, que retumbaban a ráfagas en la calle vacía, mantuvo una optimista reunión con don Manuel, el del primero, con el que siempre había compartido opiniones políticas, mientras Letrita preparaba una tila para su mujer, a quien le castañeteaban los dientes. Feda, aún enfadada porque la noche anterior le habían prohibido salir y no tuvo manera de avisar a Simón de su ausencia, trataba inútilmente de conseguir permiso para acercarse a casa de su novio. Y Alegría intentaba mantener quieta a Merceditas, que parecía tomarse aquello como un juego y subía y bajaba de unos pisos a otros, dando cuenta de que doña Petra se había desmayado o de que el chico del primero quería lanzarse a las calles y apuntarse de voluntario en el ejército, y su madre había tenido que encerrarlo en el baño, donde se dedicaba a aporrear la puerta y dar voces. Ella fue también la primera que informó, muy nerviosa, de que las balas —que se oían cada vez más frecuentes— habían entrado por la ventana en el comedor de doña Josefa, yendo a incrustarse en la alacena, con estruendo de loza rota. Mientras lo estaba explicando, se oyó chillar a Feda en su cuarto: un disparo le había pasado rozando la cabeza, antes de clavarse en la pared, reventándola y lanzando cascotes por toda la habitación. Afuera se oyeron de pronto voces desgarradas, llantos. Publio se atrevió a asomarse a la ventana, y vio el cuerpo del niño retorciéndose todavía sobre la acera, cada vez más lentamente, hasta quedarse quieto, y la sangre formando un reguero brillante que corría calle abajo, asediado ya por las moscas. Tendría once o doce años. Un niño muerto. En ese mismo instante, Publio comprendió que aquél era sólo el primer muerto de los muchísimos que habrían de venir. Y no pudo evitar sentir que una parte de sí mismo estaba muriendo también, que sus ideas, sus luchas, sus esperanzas de crear un mundo mejor para quienes le seguirían en el tiempo habían empezado a desangrarse poco a poco, igual que el pequeño cuerpo, e iban a pudrirse a algún rincón abandonado de la luz, inútiles ya, acalladas, muertas.

Pero todavía le quedó un resto de valor para enfrentarse a su propia visión. No debía pensar en la catástrofe. Quizá aquel levantamiento costase algunas vidas y llevara unos cuantos días aplastarlo, pero estaba seguro de que todo acabaría pronto. Y eso era lo que tenía que transmitir a las mujeres. No quería que se preocuparan innecesariamente. Ni siquiera les dijo lo del niño muerto, tragándose su propia consternación. Habló, tartamudeando, de un hombre herido, cosa poco grave, a lo que parecía.

Luego se detuvo a reflexionar sobre qué debía hacer. Más que nunca, sentía la necesidad de acudir a su despacho en la Diputación, al que no recordaba haber faltado jamás en los últimos diecisiete años. Estaba seguro de que su presencia allí, dado que era el funcionario de mayor edad, sería importante para calmar los ánimos y demostrar a todos —incluido él mismo— que no ocurría nada irremediable. Sin embargo, no podía salir mientras los soldados siguiesen disparando sin ton ni son. Tendría que esperar unas horas, hasta que todo acabase. Entretanto, había que organizar las cosas. Impedir que alguien se acercase a las habitaciones que daban al cuartel. Racionar las provisiones por si tenían que pasar un par de días —estaba seguro de que no serían más de un par de días— encerrados en casa. Echar una mano en lo que hiciese falta a los vecinos. Con el ánimo generoso y eficaz que le caracterizaba, se puso manos a la obra. Despidió a doña Antonia y don Manuel, en cuya sensatez confiaba plenamente. Mandó a las mujeres a la cocina, con la orden estricta de no acercarse a los cuartos de la parte delantera. Y cuando todo estuvo en orden en su casa, decidió iniciar las visitas a los otros pisos. Como había oído que doña Petra no se encontraba bien a causa del susto, subió a verla en primer lugar. Y fue entonces cuando ocurrió el incidente que acabó de destrozar su vida.

Publio nunca había juzgado a la gente por sus ideas, sino por sus comportamientos. A pesar de su apoyo al partido socialista, tenía buenos amigos entre los conservadores. Incluso compartía tertulia con un cura tan anticuado como sarcástico, por el que sentía una especial simpatía que le era correspondida sin disimulo. Y creía no sólo en la bondad del ser humano, sino en que esa bondad era siempre aceptada por los demás, igual que se acepta y se reconoce la dulzura del sol una hermosa mañana de primavera. Irremediablemente. Había logrado mantener intacta esa inocencia a lo largo de los setenta y un años de su vida, como si su propia afabilidad lo hubiera protegido contra la incomprensión y el menosprecio ajenos. Pero aquel día, el primero de la guerra, tuvo que aprender en tan sólo unos minutos que las cosas no eran así. Su mundo infantil y claro se desmoronó de repente, igual que había empezado a desmoronarse sin salvación el mundo que él y la gente como él habían intentado construir en los últimos años. El golpe resultó demasiado duro.

Fue Etelvina, la única hija de doña Petra, quien le abrió la puerta. Ahora era una muchacha de casi veinte años, pero él la había conocido de muy niña, y siempre había sentido por ella un gran cariño. Desde pequeña, había compartido muchas horas de meriendas y juegos con sus propias hijas, y Publio hubiese jurado que el afecto que la chica siempre le había demostrado era tan sincero como inquebrantable. Jamás se le habría ocurrido pensar que en las cosas de los cariños se mezclasen las ideas políticas. Pero aquella mañana, Etelvina ni siquiera le sonrió al verlo, ni le invitó a pasar, como era la costumbre. Lo miró ceñuda, quizá un poco burlona, y se mantuvo medio escondida detrás de la puerta entreabierta. Publio se sorprendió, pero achacó aquel raro comportamiento a la preocupación por lo que estaba sucediendo:

—¿Estás bien? —le preguntó.

Etelvina contestó secamente:

—Sí, muy bien. ¿Qué quiere?

—Nada, no quiero nada, Telvina... He venido para ver si vosotros necesitabais algo. Me han dicho que tu madre se ha puesto mala.

—Mi madre ya está bien. Y no necesitamos nada de ustedes. Salvo que nos dejen en paz. Estamos rezándole un rosario a la Virgen de la Lluvia para pedirle que triunfe el levantamiento. Y que acaben pronto con todos ustedes, que tanto daño le han hecho a España.

Publio palideció. No supo qué contestar. Quiso tomárselo a broma, echarse a reír, hacerle cosquillas como cuando era pequeña, decirle que aquello no era posible después de tanto tiempo de buena vecindad...

Pero ninguna de esas palabras llegó a salir de su boca. Al ver la mirada tan agresiva de Etelvina, se le atragantaron todas antes incluso de que ella le cerrase la puerta en las narices.

Volvió a casa pálido, encogido. Las hijas se asustaron al verlo, y Letrita, después de tratar de averiguar en vano qué había ocurrido, lo convenció para que se acostase. Él se sirvió una copa de coñac y se encerró luego en el dormitorio, pidiendo no ser molestado. Desde allí se oía el ruido insoportable de los tiros. Cada uno de ellos parecía estallarle ahora a él por dentro, reventando todas las cosas hermosas y dignas que habían ido asentándose y madurando en su cabeza a lo largo de su vida. Cerró los ojos, y comprendió que ya no quería volver a abrirlos. No quería volver a mirar el mundo, porque en el mundo no quedaba nada que mereciese la pena ser mirado.Tuvo la impresión de que un agujero eternamente hondo y eternamente negro se lo tragaba, como la muerte. Y nada hizo por evitarlo.

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