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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (13 page)

—Las cosas no son como se las están contando al comisario —objetó Tortorella, que era el más lúcido de todos porque, a causa de una antigua herida en el vientre, no podía beber ni una gota de vino.

—Ah, ¿no? ¿Y cómo son? —replicó polémico Fazio al que a menudo el vino se le atravesaba.

—Lo cierto es que Pepè Rizzo no es mafioso, no pertenece a la familia Sinagra, y cuando cobra el impuesto de sus colegas no se queda ni con un centavo.

—Entonces, ¿por qué lo hace?

—Porque lo han obligado los Sinagra, y han hecho correr la voz de que es uno de ellos.

—¿Cómo te has enterado de todo eso?

—Me lo contó él, confidencialmente. Es primo mío, hemos crecido juntos, lo conozco por dentro y por fuera. Y le creo.

Montalbano se echó a reír.

—Una trampa para gatos —dijo.

Los otros lo miraron sorprendidos.

—Una vez la hija de una amiga mía, que no había cumplido cuatro años todavía, dibujó un pájaro en la página de un cuaderno. Al menos ella estaba convencida de haber dibujado un pájaro, aunque no se veía muy claro. Entonces le pidió a su madre que escribiera encima del dibujo: «Esto es un pájaro». Luego tomó el papel y lo puso encima de la hierba del jardincito que tenían. «¿Qué has hecho?», le preguntó la madre con curiosidad. «Una trampa para gatos», contestó la nena. Los Sinagra han actuado igual, haciendo creer que Rizzo es uno de sus hombres. Habría que joderlos estrepitosamente haciéndolos caer, a su vez, en otra trampa para gatos.

Mientras estaba hablando, decidió que al día siguiente iría a comprarse un par de zapatos.

A las siete y media de la tarde, en cuanto el dependiente se hubo marchado, bajada en sus tres cuartas partes la cortina metálica, el comisario preguntó medio asomándose:

—¿Puedo entrar? ¿Llego a tiempo? Soy Montalbano.

—¡Claro, comisario! —respondió desde el interior Pepè Rizzo.

Montalbano, como un cangrejo, pasó de lado por debajo de la cortina y entró en la zapatería.

—¿En qué puedo servirle?

—Los zapatos marrones de siempre con cordones. Mientras Rizzo elegía las cajas de los estantes, el comisario tomó asiento, se quitó el zapato derecho y apoyó el pie en el banquito.

—¿Sabe cuántos negocios hay en la calle Roma?

La pregunta podía parecer inocente, pero como Pepè Rizzo no tenía la conciencia tranquila, se puso a la defensiva.

—No sabría decirle. Nunca los he contado —contestó mientras seguía buscando entre las cajas.

—Se lo diré: setenta y tres. La calle Roma es larga.

—Ya.

Pepè Rizzo se agachó a los pies del comisario y abrió la primera de las cuatro cajas que había elegido.

—Éstos son un poco caros. ¡Pero mire qué suavidad!

Montalbano no los miró; por su expresión parecía perdido en sus pensamientos.

—¿Sabe una cosa? Usted sólo puede contar con sesenta y tres amigos, los otros diez no lo son.

—¿Por qué?

—Porque estos diez, cuyos nombres no le daré, han venido esta tarde a la comisaría y lo han denunciado. Dicen que usted cobra los impuestos por cuenta de la familia Sinagra.

Pepè Rizzo lo asimiló con un ruido sordo, expulsó el aire que tenía en los pulmones con una especie de lamento y cayó hacia atrás con los brazos extendidos.

El comisario se levantó. Cojeando del pie descalzo, corrió a bajar del todo la cortina, se precipitó a la trastienda, volvió con media botella de agua mineral y un vaso de plástico, roció con un poco de agua la cara de Rizzo y, en cuanto empezó a recuperarse, le sirvió un vaso hasta el borde. Rizzo bebió, temblando como una hoja, pero no abrió la boca para defenderse: su silencio era peor que si hubiera admitido la acusación.

—Mire, la denuncia es lo de menos —dijo el comisario con una expresión a medio camino entre lo angélico y lo diabólico.

—¿Y qué es lo que importa? —preguntó el otro con un hilo de voz.

—Lo importante será la reacción de los Sinagra a la denuncia. Imaginarán que usted es un hombre que no ha sabido hacerse respetar y los ha metido en problemas. Usted lo sabe mejor que yo. En comparación con lo que son capaces de hacerle, la cárcel le parecerá el paraíso terrenal.

Pepè Rizzo empezó a temblar como un árbol sacudido por el viento, pero el poderoso tortazo que Montalbano le dio en pleno rostro le hizo girar la cabeza y le evitó otro ataque de nervios.

—Procure estar tranquilo —le aconsejó el comisario—. Tenemos que hablar.

Tortorella estaba en lo cierto: Pepè Rizzo era un mafioso de cartón.

Pepè Rizzo claudicó y cantó de plano. Reveló al comisario cómo lo contrataron los Sinagra, qué presiones ejercieron sobre él para que aceptara el encargo de cobrador, cuáles eran las cuotas de cada comerciante, en dinero contante, el 28 de cada mes. El día siguiente a la recaudación, se presentaba a primera hora de la mañana un individuo con una saca de tela, metía dentro el dinero de los impuestos, saludaba y se marchaba.

—¿Siempre la misma persona? —preguntó Montalbano.

Rizzo contestó que durante los cinco años que duraba el asunto, al menos habían sido siete las personas que llevaban la saca.

—Y usted ¿cómo hacía para reconocerlas? ¿Sólo porque venían con una saca?

Rizzo dijo que cada cambio era precedido por una llamada telefónica.

—¿Y usted se fiaba de una voz anónima al teléfono?

—No señor; había una especie de consigna.

La voz anónima decía: «Hoy he decidido cambiar de zapatos».

Cuando Rizzo insistió en conocer los nombres de quienes habían tenido el valor de denunciarlo, el comisario le confesó que se había jugado un lance.

—¿Qué? —inquirió Rizzo extrañado.

—No es verdad lo que le dije; yo le tendí una trampa y usted cayó en ella.

Pepè Rizzo se encogió de hombros.

—Mejor así.

Hablaron, discutieron. Montalbano salió de la zapatería cuando ya despuntaba el día. Llevaba una caja bajo el brazo: ya que estaba allí, los zapatos marrones con cordones le habían gustado mucho, pero había tenido un largo tira y afloja con Rizzo que, en un arranque de agradecimiento, quería regalárselos.

El canon de protección no era el mismo para los setenta y tres comerciantes de la calle Roma porque los Sinagra, con magnanimidad y comprensión para cada caso individual, establecieron tarifas
ad personam
que iban de las cien mil a las trescientas mil liras. La tarde del 28 de aquel mismo mes, Pepè Rizzo, una vez cerrada la zapatería, se dirigió a pie a su casa con el habitual maletín con los ciento setenta millones en billetes; caminaba sin prisa, no temía a los rateros porque en el pueblo todos sabían que un robo habría tenido consecuencias letales para los atolondrados que se hubieran atrevido. A la mañana siguiente, siempre con el maletín que durante la noche guardaba debajo de la cama, Pepè Rizzo salió de casa a las siete y media y fue al bar Salamone a desayunar un brioche con un granizado de café y luego, a las ocho menos cinco en punto, como todos los días salvo los domingos y las fiestas de guardar, se dispuso a abrir la cortina de la zapatería, no sin antes haber dejado en el suelo el maletín. El horario de trabajo del dependiente empezaba a las nueve, pero antes llegaría el encargado de los Sinagra para trasladar el dinero a la saca de tela que luego se llevaba. Pepè Rizzo estaba concentrado en la operación de la apertura de la zapatería y no vio el coche con dos personas que se detenía junto a la acera. Una vez que hubo levantado la cortina hasta la mitad, Rizzo se agachó para recoger el maletín: con un sincronismo perfecto, el hombre que estaba sentado al lado del conductor abrió la portezuela, dio un salto y, con la mano izquierda, dio un violento empujón a Rizzo por la espalda y lo envió al interior de la tienda. Con la mano derecha aferró el maletín y volvió a subir al automóvil gritando «¡vamos!» al conductor. Entonces, como atestiguaron después algunos transeúntes, ocurrió algo increíble: el motor del coche empezó a fallar, en lugar de ponerse en marcha a toda velocidad. En vano el conductor se esforzó con el encendido. Nada. Pepè Rizzo salió de la zapatería gritando como un loco, en la mano tenía el revólver que guardaba en un cajón debajo de la caja registradora, porque nunca se sabe. Como el coche no se decidía a ponerse en marcha, Pepè Rizzo no perdió el tiempo: dando unos gritos que podían oírse desde el faro, apuntó con el arma al que estaba al lado del conductor y, amenazándolo con que le iba a saltar la tapa de los sesos, lo obligó a devolverle el maletín. Entonces, como liberado de un encantamiento, el coche se puso en marcha y se alejó a toda velocidad. Pepè Rizzo disparó dos tiros para intentar detener la huida y luego, por los nervios, como era habitual en él, perdió el conocimiento y cayó cuan largo era. Se armó un gran alboroto. Muchos creyeron que a Pepè Rizzo lo habían herido los malhechores. Por suerte el comisario Salvo Montalbano se encontraba en los alrededores e intervino con autoridad para imponer el orden. En cuanto al número de matrícula del automóvil, que le suministraron algunos testigos llenos de buenas intenciones, el comisario expresó su convencimiento de que no llevaría a ningún sitio; seguramente se trataba de un coche robado. Por su parte, cuando se recuperó, Pepè Rizzo dijo que en aquellos terribles momentos la ira le había impedido fijarse en los rasgos del hombre que le había devuelto el maletín. El revólver estaba debidamente registrado, precisó mientras lo volvía a meter en la funda.

—Pero, ¿qué hay que sea tan importante en ese maletín? —preguntó finalmente el comisario.

Todos los que estaban reunidos en el lugar de los hechos sabían perfectamente lo que había dentro y, ante la pregunta, contuvieron el aliento.

—Papeles, nada importante —contestó tranquilo y sonriente Pepè Rizzo—. Vaya usted a saber lo que se imaginaban.

Los presentes —y Montalbano lo intuyó muy bien— no pudieron dominarse y aplaudieron. El comisario le dijo a Rizzo que se presentara en la comisaría cuando le fuera bien para la declaración, saludó y se fue.

A las nueve de la noche del mismo día en que sucedieron los hechos, los setenta y tres comerciantes de la calle Roma, excepto Pepè Rizzo, se reunieron en la trastienda de Vinos y Licores de Fonzio Alletto. El primer punto del orden del día no escrito versó sobre el número, la forma y la composición de las pelotas de Pepè Rizzo. Giosuè Musumeci aseguró que las tenía cuadradas, Michele Sileci que tenía cuatro, Filippo Ingroia que tenía dos como todo el mundo, pero de plomo. Todos, sin embargo, estuvieron de acuerdo en que Pepè Rizzo, al hacer lo que había hecho, había actuado por el interés común: no cabía duda de que los Sinagra pedirían un resarcimiento y obligarían a pagar de nuevo el canon. Al llegar a este punto, la discusión se encendió. ¿Los dos ladrones eran un par de zopencos que ignoraban lo que contenía el maletín? ¿O se trataba de dos individuos pertenecientes a la familia enemiga de los Sinagra, que había decidido iniciar una guerra para conquistar la calle Roma? Esta segunda hipótesis era la más inquietante: los que iban a perder de todas formas serían ellos, los comerciantes, atrapados en medio de dos fuegos. Se despidieron con el semblante hosco y preocupado.

El día 30 caía en domingo. El lunes, a las nueve y media de la mañana, Stefano Catalanotti y Turi Santonocito, hombres de confianza de los Sinagra, se dirigieron el primero a la Banca Agraria y el segundo a la Banca Cooperativa de Vigàta. Cada uno iba a ingresar ochenta y cinco millones de liras. Llenaron el formulario y se lo entregaron, con los billetes de Banco, a los cajeros. El de la Banca Agraria, en plena cuenta, dudó, volvió a formar el montón, observó el primer billete un rato y luego lo miró a contraluz.

—¿Algo va mal? —preguntó Stefano Catalanotti.

—No sé —respondió el cajero levantándose y desapareciendo en el despacho del director.

Mientras tanto, las cosas se estaban desarrollando más o menos del mismo modo en la Banca Cooperativa de Vigàta.

Veinte minutos después de haber salido de sus Bancos respectivos, Stefano Catalanotti y Turi Santonocito, que no quisieron revelar la procedencia del dinero, fueron esposados por los agentes de la comisaría de Vigàta, acusados de circular dinero falso.

A las cinco de la tarde de aquel mismo día, sucedió un hecho que superó cualquier fantasía. Un niño de apenas seis años entregó un paquete a Pepè Rizzo, y le dijo que dos señores que iban en un coche se lo habían dado junto con ¡diez mil liras de propina! Le encargaron que llevara el paquete personalmente al propietario de la zapatería.

En el interior había ciento setenta millones de liras en billetes de Banco verdaderos y una nota que decía: «Devolver a los propietarios. Los Sinagra no pintan nada». Es decir, que estaban en el último lugar del escalafón de los hombres.

Aquella noche, en la trastienda de Vinos y Licores de Fonzio Alletto, se reunieron todos los comerciantes de la calle Roma, esta vez convocados por Pepè Rizzo. Discutieron animadamente, pero sólo llegaron a una conclusión. El robo fue fingido, el motor del automóvil se atascó a propósito para dar tiempo a Rizzo a rescatar el maletín, pero no el suyo, sino otro idéntico lleno de billetes falsos. El dinero que, con toda buena fe, Rizzo entregó al emisario de los Sinagra. Y el hecho de que el dinero de verdad fuera devuelto, significaba que todo había sido una burla diabólica para perjudicar a los Sinagra. El primero en recuperarse de la sorpresa fue Giosuè Musumeci. Y se echó a reír. Al cabo de un momento todos reían, unos llorando, otros sujetándose la panza, y algunos hasta rodaron por el suelo. Aquellas risotadas marcaron el principio de la decadencia de la familia Sinagra.

Montalbano reía solo en su casa de Marinella. Él había sido el autor y director de la genial tragicomedia o, mejor dicho, trampa para gatos, escenificada con la colaboración de Pepè Rizzo (protagonista), Santo Barreca y Pippo Lo Monaco, agentes de la comisaría de Mazàra del Vallo (en los papeles de falsos ladrones) y de la jefatura de policía de Montelusa (que suministró los billetes falsos y cartuchos de fogueo para el revólver de Pepè Rizzo). El comisario Salvo Montalbano sabía que nunca podría salir al escenario a recibir los merecidos aplausos, pero no importaba, porque disfrutaba igualmente.

Milagros de Trieste

¿Se puede ser policía de nacimiento, llevar en la sangre el instinto de la caza, como lo llama Dashiell Hammett, y al mismo tiempo cultivar buenas y hasta refinadas lecturas? Salvo Montalbano lo era, y cuando alguien le hacía la pregunta, sorprendido, él no contestaba. Una sola vez, que estaba de un humor negro, replicó con malos modos a su interlocutor:

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