Un mes con Montalbano (28 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Para el comisario no fue una buena noche, sino excelente: durmió seis horas de sueño profundo. Ahora que sabía lo que debía hacer, ya no experimentaba tanta angustia por tener que interrogar a la niña.

Las manchitas de tinta en los dedos certificaban que era verdadera; de otro modo el vestidito vaporoso de color rosa, el lacito en los bucles rubios, los grandes ojos azules, la boquita perfecta, la naricita ligeramente respingada, la habrían hecho parecer falsa, una muñeca de tamaño natural.

Mientras el comisario se devanaba el cerebro pensando en cómo iba a empezar, Anna se adelantó:

—¿Quién eres?

Montalbano se asustó, le dio miedo sufrir un ataque de dismorfofobia que, como le había explicado un amigo psicólogo, venía a ser el temor a no reconocerse en el espejo. La niña no era un espejo, claro, pero lo ponía ante una definición de identidad sobre la que alimentaba serias dudas.

—Soy un amigo de papá —se oyó decir: algo, en su interior, lo había decidido.

—Papá vuelve dentro de un mes —explicó la niña—. Siempre me trae muchos regalos.

—Y yo te traigo esto de su parte.

Le dio un paquete que Anna desenvolvió enseguida. Era una caja de plástico de vivos colores, en forma de corazón, que, al abrirse, mostraba en su interior un minúsculo departamento completamente amueblado.

—Gracias.

—¿Quieres un chocolatín? —preguntó el comisario abriendo la bolsita que había comprado.

—Sí, pero no se lo digas a mamá. No quiere, dice que luego me duele la barriguita.

—¿Tu maestro te da chocolatines cuando eres buena con él?

He aquí el gusano Montalbano empezando a socavar a la manzana inocente del Edén.

—No, él me daba caramelos.

—¿Te daba? ¿Ahora ya no te los da?

—No, yo ya no los quiero. Ahora es malo.

—¿Qué dices? Tu mamá me ha contado que te quiere mucho, que te mima, te besa...

He aquí el gusano dentro de la manzana, que empieza a pudrirse.

—Sí, pero ya no lo quiero.

—¿Por qué?

—Porque ahora es malo.

En la habitación sonó el teléfono y pareció como una ráfaga de metralla. Montalbano se levantó de un salto, alzó el auricular y refunfuñó:

—Estamos todos muertos.

Colgó, levantó de nuevo el auricular y lo dejó descolgado. La niña se echó a reír.

—Eres un payaso.

—¿Quieres otro chocolatín?

—Sí.

Empáchate, y paciencia si luego te duele la barriguita.

—Oye, ¿te has peleado con el maestro?

—¿Yo? No.

—¿Te ha gritado?

—No.

—¿Te ha obligado a hacer cosas que no querías?

—Sí.

Montalbano sintió una gran desilusión. Se había equivocado en todo; las cosas eran tal y como las había contado la madre de la niña.

—¿Qué cosas?

—Quería ayudarme con el abriguito pero yo le di una patada en las piernas.

—Bueno, me parece que la mala eres tú.

—No. Él.

El comisario tomó aire, como si sufriera de apnea, y espiró.

—¿Te apuestas algo a que yo sé por qué dices que ahora el maestro es malo?

—No, no lo sabes; es un secreto que sólo conozco yo.

—Y yo soy un mago. El maestro es malo porque ha hecho enojar a mamá.

La niña abrió desmesuradamente ojazos y boquita al mismo tiempo.

—¡Eres un mago de verdad! Sí, ha hecho llorar a mamá. Ya no la quiere. Le ha dicho a mamá que no quiere que vaya a verlo cuando todos están durmiendo. Mamá lloraba. Yo estaba despierta y lo he oído todo. La abuela no se enteró de nada, no oye nada, se toma una pastilla para dormir y también es un poco sorda.

—¿Le dijiste a mamá que lo habías oído?

—No. Era un secreto mío. Pero cuando vuelva papá le diré que el maestro ha hecho llorar a mamá para que le dé una paliza. ¿Me das otro chocolatín?

—Claro. Oye, Anna, eres una niña excelente. Cuando vuelva papá, no le digas nada. Mamá ya se está ocupando de hacer llorar al maestro Nicotra.

El yac

En el primer año del bachillerato, la profesora Ersilia Castagnola hechizaba literalmente a sus alumnos cuando se ponía a hablar de animales, sobre todo si se refería a animales salvajes de alta montaña, porque la clase estaba formada en su gran mayoría por hijos de personas que, de un modo u otro, sólo estaban relacionadas con el mar. La profesora Castagnola era, como hoy se diría, una narradora extraordinaria. Con sus relatos despertaba la fantasía de los pequeños. Salvo Montalbano, o Montalbano Salvo, según la lista, y sus compañeros organizaban en el patio de la escuela arriesgadas cacerías de markor, que es una especie de gran cabra salvaje del Beluchistán, o del gato de algalia, del que habló por primera vez nada menos que Marco Polo.

El animal que más los atrajo fue el yac, que sólo por el nombre les despertó simpatía.

—El yac —explicó aquel día la profesora Ersilia Castagnola— también se denomina buey gruñidor. Habita en las zonas más gélidas del Tíbet y no se puede alejarlo de su territorio. Es imposible mantenerlo en cautividad, y en las regiones templadas enferma gravemente, pierde todo su vigor y muere.

Las palabras de la profesora Castagnola provocaron que veinticuatro cabezas, con el mismo pensamiento, giraran al unísono hacia el último banco donde dormitaba Tatò Aguglia, el compañero número veinticinco. Tosco, peludo, los brazos demasiado largos, con los cabellos rizados cubriéndole los ojos, Tatò o refunfuñaba o gruñía; era raro que emitiera un monosílabo que se pudiera calificar como tal. La mitad de la clase no tuvo ninguna duda: Tatò era un yac. Pero durante el recreo, la otra mitad de la clase se adhirió a la escuela de pensamiento de Tano Cumella.

—Hay que tener cuidado y no caer en un peligroso error de clasificación —advirtió Tano—. Tatò Aguglia es el único ejemplo en el mundo de
Homo Sapiens
(por llamarlo de alguna manera) viviente. Además le gustan los climas cálidos; ¿no ven que siempre es el primero en organizar una pelea, el primero en dar bofetadas, patadas y puñetazos?

—¡No! —intervino Nenè Locicero, que era poeta—. No lo vieron cuando la profesora dijo «yac». Durante un segundo, sus ojos, siempre negros como el carbón, se volvieron de un azul tan claro que parecían blancos.

—¿Y eso qué significa? —preguntó, polémico, Tano Cumella.

—Significa que en aquel momento estaba contemplando las inmensas extensiones de hielo del Tíbet, su país de origen.

—¿Y cómo se explica que le gusten los climas cálidos?

—Se explica porque empleas mal la metáfora, confundes clima con agresividad. Los osos polares, según tú, en cuanto ven a un hombre ¿lo abrazan y lo besan?

El último argumento resultó el más convincente de todos. Desde ese momento Tatò Aguglia recibió el sobrenombre de Yac. Cuando se enteró gruñó de satisfacción.

En segundo año del bachillerato, Yac no asistió a las clases. Al parecer su padre, sargento de la Comandancia del puerto, fue trasladado a Augusta. Salvo Montalbano ya no volvió a oír hablar del buey gruñidor.

En el 68 el futuro comisario, que tenía dieciocho años, hizo todo lo que se esperaba que hiciera un joven de su edad: manifestó, ocupó, proclamó, arrasó, protestó, peleó. Contra la policía, naturalmente. Durante un enfrentamiento muy duro se encontró al lado de un compañero con la cara oculta, que reía a carcajadas y gruñía mientras encendía una bomba molotov. Le pareció notar algo familiar en él.

—Yac —aventuró.

El compañero se detuvo un momento, la botella en la mano izquierda y el encendedor en la derecha, luego encendió la mecha, lanzó la botella, abrazó a Salvo, gruñó algo así como «feliz» y desapareció.

¿Qué quiso decir? ¿Que era feliz porque se encontraba en medio de aquel lío o porque volvía a ver a un ex compañero de escuela? Quizás ambas cosas a la vez.

Veinte años después, como en las novelas de Dumas, Montalbano se encontró por casualidad a Nenè Locicero en Palermo. Ya no hacía poesía; ahora era un importante constructor y se encontraba, por el momento, «reducido» en la cárcel de Ucciardone, acusado de corrupción, encubrimiento y colusión con la mafia.

Se abrazaron con fraternal afecto.

—¡Salvù!

—¡Nenè!

Con señorío, el comisario hizo como que no le sorprendía encontrar a Nenè en Ucciardone. Y, con el mismo señorío, Nenè no le habló de sus recientes desgracias.

—¿Cómo estás?

—No me puedo quejar, Salvù.

—¿Sigues escribiendo?

Un velo de melancolía se posó en las pupilas del ex poeta.

—No, ya no puedo hacerlo. Pero leo, ¿sabes? He vuelto a descubrir a dos poetas casi olvidados, Gatto y Sinisgalli. ¡Mierda! ¡Comparados con ellos, los de hoy dan risa!

Luego hablaron de los ex compañeros de escuela, de Alongi, que se había hecho cura; de Alaimo, que era subsecretario...

—¿Y qué ha sido de Tatò Aguglia? —preguntó el comisario.

El otro lo miró sorprendido.

—¿No sabes nada?

—Sinceramente, no.

—¡Pero si salió en los diarios! ¡Hasta las revistas le dedicaron artículos!

El atónito Montalbano se enteró entonces de que en África, en cuanto se organizaba una guerrilla de cualquier signo político, aparecía un legendario mercenario, conocido en todas partes con el sobrenombre de Yac, que dirigía una banda de hombres feroces y sin escrúpulos. Un periodista más atrevido que los demás consiguió aproximarse a él en una espesa selva ecuatorial y entrevistarlo. Yac, tras especificar que se llamaba Salvatore Aguglia y que era siciliano, dijo una frase inexplicable que el periodista reprodujo al pie de la letra:

—Y muchos saludos a la profesora Ersilia Castagnola, si todavía vive.

El periodista añadía con total honestidad que la frase podía ser esa u otra; la interpretación no estaba clara, pues los largos años pasados en África habían contagiado el habla de Salvatore Aguglia. Eso era lo que suponía el periodista, interpretando ciertos sonidos guturales típicos de los dialectos de algunas tribus de Burundi o de Burkina Faso.

Hacía un mes que Montalbano había tomado posesión de su despacho en la comisaría de Vigàta, cuando recibió la invitación de su amigo, el subjefe Valente, para pasar un día en Mazàra del Vallo. Montalbano enseguida se puso a la defensiva; dudaba de poder encontrar un día libre: la comida que preparaba la mujer de Valente era exactamente igual a un homicidio premeditado.

—Estoy solo —añadió Valente—. Mi mujer ha ido a pasar unos días con su familia. Podríamos ir a aquella
trattoria
que conoces...

—Mañana por la mañana, al mediodía a más tardar, estoy contigo —repuso inmediatamente el comisario.

Cuando el comisario llegó al despacho de su amigo, se dio cuenta de que algo iba mal. Voces excitadas, agentes que corrían, un patrullero con cuatro hombres que salió haciendo sonar la sirena.

—¿Qué pasa?

—Amigo, has llegado en mal momento. Me tengo que ir. Espérame aquí.

—Ni lo sueñes —repuso Montalbano—, voy con ustedes.

En el coche, Valente le explicó lo poco que sabía de lo que estaba ocurriendo. Un individuo del que todavía no conocía el nombre, se había atrincherado en una casita de la periferia, casi en el campo, y sin un motivo aparente había empezado a disparar contra todo aquel que se le ponía a tiro. Valente había enviado un coche con cuatro hombres, pero éstos pidieron refuerzos: aquel loco tenía bombas de mano y un fusil ametralladora.

—¿Ha matado a alguien? —preguntó Montalbano.

—No. Le ha dado en una pierna al cartero, que pasaba en bicicleta.

Cuando llegaron a las proximidades de la casita de una planta, al comisario le pareció que se estaba rodando una película: además de los dos patrulleros de Valente había otros dos automóviles de los carabineros. Los policías estaban a cubierto, con las armas en la mano. La llegada de Valente y de Montalbano fue saludada con una interminable descarga de ametralladora que los obligó a tirarse al suelo. Al cabo de un instante, avanzando a saltos como un canguro, Valente alcanzó a los suyos y se puso a cuchichear. Montalbano, arrastrándose, se acercó al sargento de carabineros.

—Soy el comisario Montalbano.

—Mucho gusto, soy Tòdaro.

—Sargento, ¿conoce al tirador?

—¡Ya lo creo! Es un forastero que vive aquí desde hace dos años. Se encontraba en Mazàra de paso, conoció a una muchacha, se enamoró y se casó con ella. Al cabo de quince días empezó a pegarle.

—¿Lo traicionaba?

—¡Qué dice! ¡Es una santa! ¿Recuerda aquella película de Fellini donde se ve a una joven muy inocente que sonríe a orillas del mar?

—¿Valeria Ciangottini?

—Ésa. La mujer de este desgraciado es la viva imagen de la actriz.

—¿Pero por qué le pegaba?

—Me lo dijeron los vecinos. Una vez tuvieron que acompañarla al hospital y ella dijo que se había caído. Entonces mandé llamar al marido, le di un buen sermón y luego le pregunté por qué razón trataba mal a aquella pobre mujer.

Tuvieron que interrumpir la conversación porque el loco volvía a disparar y los sitiadores respondieron al fuego. El sargento disparó a disgusto dos tiros con su revólver.

—¿Sabe qué me contestó? —siguió diciendo el sargento Tòdaro—. Que era un yac. No entendí bien. «¿Yac?», le pregunté. Me contestó algo que no entendí en absoluto.

En cambio el comisario había entendido muy bien.

—¿Por casualidad se llama Salvatore Aguglia?

—Sí —contestó el sargento, sorprendido—. ¿Lo conoce?

El comisario no contestó. Volvieron a su memoria las palabras de la profesora Ersilia Castagnola: «... no se lo puede alejar de su territorio, es imposible mantenerlo en cautividad...». Totò Aguglia se había hecho prisionero de sí mismo por amor y luego, cuando comprendió la equivocación, intentó, con desesperación animal, liberarse de la red que él mismo se había echado encima. Es cierto que una noche hubiera podido no volver a casa, desaparecer, volver a su ambiente natural, una guerra perdida en un país perdido. Pero el pobre Yac no podía permanecer alejado de aquella mujer, de aquella red.

—¿Su mujer está dentro con él? —preguntó al sargento.

—No, comisario. Eso explica todo este bochinche. Ya no lo podía soportar y ayer por la noche lo abandonó después de una espantosa pelea, según dicen los vecinos.

Entonces Montalbano se puso de pie.

—¡Agáchese, por Dios! —gritó el sargento Tòdaro aferrándolo del saco.

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