Un mes con Montalbano (26 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Un momento —lo interrumpió el ingeniero—, ¿se refiere a un particular?

—Sí.

—Comisario, no vendemos a particulares. Nuestra producción no se vende en negocios de electricidad porque no está destinada a uso doméstico. ¿Cómo ha dicho que se llama el señor?

—Larussa. Alberto Larussa, de Ragòna.

—¡Oh! —exclamó el ingeniero Tani. Montalbano no hizo preguntas; esperó que el otro se recuperara de la sorpresa. —Me he enterado por los diarios y la televisión —dijo el ingeniero—. ¡Qué final más terrible! Sí, el señor Larussa nos telefoneó para comprar Xeron 50, del que había leído en una revista.

—Perdone, pero no entiendo. ¿Qué es el Xeron 50?

—Es un superconductor, una patente nuestra. En pocas palabras, es una especie de multiplicador de energía. Es muy caro. Insistió mucho. Era un artista. Le envié los cincuenta metros que había pedido, comprenda, una cantidad irrisoria. Pero no llegó a destino.

Montalbano se sobresaltó.

—¿No llegó a destino?

—La primera vez, no. Nos telefoneó varias veces reclamándolo. Mire, llegó a enviarme un maravilloso par de aros para mi mujer. Le envié cincuenta metros más con un mensajero. Éstos sí que llegaron a destino.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque he visto en la televisión las macabras imágenes de todo lo que se manipuló para la fabricación de la silla eléctrica. Me refiero a las tobilleras, los brazaletes, el pectoral. Me ha bastado una ojeada. Los hizo con nuestro Xeron 50.

Fue al despacho, ordenó que lo sustituyera su segundo Mimì Augello, volvió a su casa de Marinella, se desvistió, se puso el uniforme de telespectador, metió la cinta que había visto una y otra vez, tomó asiento en el sillón, con un bolígrafo y unas cuantas hojas de papel cuadriculado, y puso en marcha el aparato de vídeo. Tardó dos horas en acabar la labor, tanto por la dificultad objetiva del cálculo como porque él con los números nunca había andado bien. Consiguió establecer la cantidad de anillas de Xeron que necesitó Larussa para confeccionar las tobilleras, los brazaletes, el pectoral y los capuchones. Tras varios sobresaltos, sudores, borrones, nuevos cálculos y correcciones, observó que Alberto Larussa necesitó treinta metros de Xeron 50. Entonces se levantó del sillón y llamó a Niccolò Zito.

—Mira, Niccolò, ese hilo especial le servía sobre todo para dos cosas. Se trataba de un material con una circunferencia demasiado gruesa; para las obras de arte empleaba hilos que parecían telarañas, y por lo tanto todo aquel que lo conociera diría que la silla eléctrica no la había fabricado Alberto: demasiado tosco el diseño y demasiado grueso el material. Yo también me equivoqué. La segunda razón es que Alberto no quería chamuscarse en la silla eléctrica, sino matarse, matarse de verdad. Entonces tenía que asegurarse: y lo que necesitaba era el Xeron 50. Por esta razón su hermano Giacomo lo encontró tan nervioso cuando fue a su casa la mañana del 13: el paquete todavía no había llegado. Sin el Xeron no se atrevía a sentarse en la silla eléctrica. Cuando Giacomo se marchó, hacia las ocho de la noche, se puso a trabajar como un loco para preparar la puesta en escena. Estoy seguro de que consiguió matarse antes de que pasase la medianoche.

—¿Qué hago comisario? ¿Voy a ver a Olcese y se lo cuento todo?

—Ahora sí. Cuéntaselo todo. Y dile también que según tus cálculos, escucha bien, tus cálculos, Alberto Larussa debió de utilizar unos treinta metros de Xeron 50. En el taller, chamuscados quizá por el conato de incendio, todavía debe de haber una veintena de metros de ese hilo. Y por favor: no me nombres, no tengo nada que ver, no existo.

—¿Salvo? Soy Niccolò. Lo hemos conseguido. En cuanto cortamos, llamé a Ragòna. Olcese me dijo que no tenía que hacer ninguna declaración a los periodistas. Le contesté que deseaba verlo en calidad de ciudadano particular. Aceptó. Una hora después estaba en Ragòna. Hablar con un iceberg es mucho más agradable. Le conté todo, le propuse ir al taller para ver si estaban los veinte metros de Xeron. Me dijo que lo comprobaría. No te cuento la conversación para que no te enojes.

—¿Me mencionaste?

—¿Bromeas? No nací ayer. Bien, por la tarde, hacia las cuatro, me reúno con él en Ragòna. Lo primero que me dice, sin demostrar la más mínima turbación dado que lo que me estaba comunicando significaba que había errado completamente la investigación, pues lo primero que me dice es que en el taller de Alberto Larussa estaban los veinte metros de Xeron. Ni una palabra más ni una menos. Me lo agradece con el mismo calor que si le hubiese dicho la hora y me alarga la mano. Y mientras nos estamos despidiendo, me dice: «¿Nunca ha querido entrar en la policía?» Yo me quedo un poco sorprendido y le contesto: «No, ¿por qué?» ¿Y sabes qué me contestó? «Porque creo que su amigo, el comisario Montalbano, estaría contentísimo.»

¡Qué grandísimo hijo de puta!

Giacomo Larussa fue puesto en libertad, el teniente Olcese se ganó unos elogios, Niccolò Zito lanzó una primicia memorable y Salvo Montalbano lo celebró con una comilona tal que durante dos días se sintió mal.

El hombre que iba a los entierros

Una amarra que se rompió de repente durante un temporal cortó limpiamente la pierna izquierda de Cocò Alletto, que ya no pudo seguir de capataz de estibadores. La pierna artificial no le permitía trajinar por las pasarelas.

Hombre solitario, que en nuestra tierra significa tener el cuerpo enjuto y ninguna preocupación de mujer e hijos, la pensión que le pasaba el gobierno le permitía una pobreza digna, y su hermano Jacopo, que se las arreglaba algo mejor que él, le regalaba un par de zapatos o un traje nuevo cuando se presentaba la necesidad. Cocò sufrió el accidente cuando había cumplido los cuarenta. En cuanto consiguió mantenerse de pie, adquirió el hábito de quedarse todo el santo día sentado en una bita contemplando el tráfico del puerto. Fue testigo, año tras año, de la cada vez más reducida entrada y amarre de barcos para cargar o descargar, hasta que sólo quedó el correo de Lampedusa para abrigar esperanzas de que el estado de coma del puerto no era irreversible. Los grandes cargueros, los gigantescos petroleros que pasaban por alta mar, desfilaban por la línea del horizonte.

Entonces Cocò se despidió para siempre del puerto y se trasladó a un guardarruedas próximo al ayuntamiento, en la calle principal de Vigàta. Un día pasó delante de él un entierro muy solemne, con la banda a la cabeza y cincuenta coronas; no supo nunca la razón que de pronto lo impulsó de manera irresistible a ponerse a la zaga con su paso danzarín: siguió el cortejo fúnebre hasta la colina donde estaba el cementerio.

Desde entonces se convirtió en una costumbre: no fallaba a ningún entierro, cayese lluvia o soplara viento. Varones o mujeres, viejos o niños, no hacía diferencias.

Sucedió que cuando el Señor llamó a Totuccio Sferra («parece que el Señor tiene ganas de jugar al tute o a la brisca» fue el comentario unánime, dado que Totuccio no había hecho otra cosa en su vida que jugar al tute y a la brisca), se dieron cuenta de que Cocò no se había incorporado a la comitiva y se preguntaron los unos a los otros en busca de una explicación. Simone Sferra, hermano del muerto, que era un hombre respetable, se tomó la cosa como una ofensa, un desaire a su persona. Abandonó el funeral y fue a llamar a casa de Cocò para pedirle cuentas, pero nadie respondió. Iba a marcharse, cuando le pareció oír que alguien se quejaba: como era un hombre de decisiones rápidas, derribó la puerta y encontró a Cocò en medio de un charco de sangre; se había caído y se había hecho un corte en la cabeza. Entonces corrió la voz que Cocò se había salvado por obra y gracia de todos los muertos a los que había acompañado.

Cuando escaseaban los funerales y Cocò empezaba a ponerse nervioso en el guardarruedas, algún alma piadosa se acercaba y le llevaba noticias reconfortantes:

—Parece que a Ciccio Butera el párroco le dio la extremaunción. Es cuestión de horas.

—Al parecer el hijo de don Cosimo Laurentano, ese que se dio un golpe yendo en el Ferrari, no saldrá adelante.

Por la mañana Cocò se levantaba pronto, cuando todavía estaba oscuro, y en cuanto abría el café Castiglione entraba e iba a sentarse ante una mesita, esperando que llegaran los brioches recién salidos del horno. Se comía dos, remojándolos en un gran vaso de granizado de limón, y luego salía de nuevo para observar el trabajo de los hombres que pegaban carteles. Entre los bandos del ayuntamiento y los carteles publicitarios, no pasaba día que no apareciera un aviso fileteado de negro. Ciertos días venturosos los avisos eran dos o tres y Cocò anotaba los horarios y, sobre todo, las iglesias, que en Vigàta eran muchas, en las que iban a tener lugar los funerales. Cuando la epidemia de gripe maligna se llevó a ancianos y niños, Cocò casi enfermó de agotamiento por el esfuerzo de correr de un extremo a otro del pueblo de la mañana a la noche, pero consiguió no perderse ningún entierro.

Al comisario Montalbano, que lo conocía desde que entró de servicio en Vigàta, le pareció no entender bien.

—¿Qué?

—Han disparado a Cocò Alletto —repitió Mimì Augello, su segundo.

—¿Lo mataron?

—Sí, de un solo tiro, le dieron en la cara. Estaba sentado en el guardarruedas, a primera hora de la mañana, esperando que abrieran el café.

—¿Hay testigos?

—¡La mierda! —contestó de forma lapidaria Mimì Augello.

—Cuéntame —dijo el comisario.

Y eso significaba que cargaba la investigación, con suma delicadeza, en los hombros de Augello.

Cuatro días después, todo el pueblo fue al funeral de Cocò Alletto; no hubo un alma que no quisiera asistir: mujeres encintas en peligro de parto en medio del cortejo; ancianos que apenas se sostenían, ayudados por los hijos y los nietos; y el ayuntamiento en pleno. Hasta fue un moribundo detrás del ataúd: Gegè Nicotra, enfermo de un mal incurable y que todavía no había superado la cincuentena. Su presencia en el funeral impresionó; la gente no sabía si sentir más pena por el muerto o por el que estaba todavía vivo aunque ya irremediablemente condenado.

El comisario comprendió enseguida que la investigación no iba a llevar a nada. Lo único cierto era que a Cocò le habían disparado en la cara (como si quisieran borrarle los rasgos): el asesino se había situado delante de él a uno o dos metros de distancia, de pie o sentado dentro de un coche. Pero, ¿por qué? Cocò nunca había hecho daño a nadie, no tenía enemigos. ¿Entonces? ¿Vio algo en algún funeral que no debió haber visto? Pero Cocò, con su caminar dislocado, mantenía siempre la cabeza inclinada, como si temiera dar un paso en falso. Y si hubiera visto algo, ¿a quién se lo habría dicho? Ya era mucho si en el transcurso de una jornada decía tres palabras. Más que callado, era una tumba.

«Y nunca una palabra fue tan apropiada», pensó Montalbano.

El primer funeral al que Cocò no pudo asistir, porque hacía tres días que estaba muerto, fue el del pobre Gegè Nicotra quien, después de volver a casa tras acompañar a Cocò al cementerio, aprovechando que su mujer había ido a hacer unas compras, escribió dos líneas y se disparó en el corazón.

«Pido perdón, estoy desesperado, ya no soporto la enfermedad», decía la nota.

Cuando Montalbano quería meditar sobre algún problema o, simplemente, tomar un poco el aire, solía comprar un cucurucho de garbanzos tostados y semillas de calabaza y se iba a dar un largo paseo hasta el faro situado encima del muelle del levante. Un paseo rumiante, tanto de boca como de cerebro.

Durante uno de esos paseos tuvo que intervenir y separar a dos pescadores que se estaban peleando. Al parecer, tenían serias intenciones de pasar de los insultos, gestos y palabrotas a los hechos. El comisario, aunque a desgano, cumplió con su obligación: se dio a conocer, se interpuso, agarró a uno por el brazo y ordenó al otro que se alejara. Cuando este último hubo dado unos pasos se detuvo, se volvió y gritó a su adversario:

—¡Tú al mío no vas!

Al hombre que Montalbano sujetaba por el brazo pareció que lo sacudía una corriente eléctrica, se mordió los labios y no abrió la boca. Cuando el otro se hubo alejado lo suficiente, el comisario liberó el brazo de su prisionero y lo amonestó diciéndole que no intentara hacerse el pícaro porque la pelea acababa allí.

Cuando llegó debajo del faro, se sentó en una roca y empezó a comer los garbanzos.

«¡Tú al mío no vas!»

La frase que acababa de oír le retumbó en la cabeza.

—¡Tú al mío no vas!

Para alguien que no fuera siciliano, aquellas palabras habrían sido poco comprensibles, pero para Montalbano estaban tan claras como el agua. Significaban «tú no irás a mi funeral, yo iré al tuyo porque te mataré antes».

El comisario permaneció inmóvil; luego, de pronto, se levantó y echó a correr hacia el pueblo, mientras en su cabeza se dibujaba una escena tan clara y precisa que le parecía estar viéndola en el cine.

Un hombre que se sabe condenado a muerte por la enfermedad y que le quedan, exagerando, algunas semanas de vida, se revuelve en la cama sin conseguir conciliar el sueño. A su lado duerme la esposa, atiborrada de somníferos y tranquilizantes, para conseguir un pequeño oasis de olvido en el cotidiano desierto de angustia que está obligada a atravesar. El hombre enciende la luz y mira fijamente el despertador en la mesita de noche: cada segundo que pasa siente aproximarse el paso de la muerte. Las primeras luces del amanecer siempre son un momento crítico para quien tiene malas intenciones; el hombre comprende que se le ha acabado la capacidad de tomar por los cuernos los pocos días que le quedan. No sólo es la muerte, sino saber que se va a morir y que el reloj ya tiene muy poca arena en la parte superior. Se levanta de la cama en silencio, para no turbar el sueño de la mujer, se viste, se guarda el revólver en el bolsillo, sale decidido a matarse lejos de casa para evitar que el ruido del tiro despierte a la mujer y lo descubra agonizante entre las sábanas empapadas de sangre.

Cuando llega a la calle, ve a Cocò Alletto en el guardarruedas, como un búho. Permanece allí, inmóvil. Espera.

«Espera mi funeral», piensa el hombre.

Entonces se pone frente a Cocò, que lo mira con expresión interrogante, saca el revólver y, sin pensarlo dos veces, dispara. En la cara, para borrar la mirada de la muerte que ha clavado los ojos en los suyos. Y enseguida comprende que la muerte no puede morir por un disparo de revólver. Se da cuenta de la inutilidad, de lo absurdo de su acción: el homicidio gratuito lo ha dejado vacío; ahora apenas tiene fuerzas para volver a casa, junto a la mujer ignara.

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