Un mes con Montalbano (29 page)

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Authors: Andrea Camilleri

El comisario se liberó de un tirón y avanzó un paso completamente al descubierto.

—¡Salvo! ¿Te has vuelto loco? ¡Agáchate! —oyó que gritaba Valente.

Montalbano levantó los brazos y los agitó para que lo viera bien.

—¡Yac! ¡Totò! ¡Soy Montalbano! ¿Te acuerdas de mí?

El tiempo se detuvo. Hasta los hombres armados se convirtieron en estatuas. Luego, desde el interior, se oyó una voz gutural:

—Salvazo, ¿eres tú?

—Sí, soy yo. ¡Sal, Yac!

La puerta de la casa se abrió lentamente y Yac salió. Era como Montalbano lo recordaba de los bancos de la escuela, sólo que tenía los cabellos completamente blancos. En la mano sostenía una pistola.

—¡Tírala, Yac! —dijo Montalbano avanzando.

Entonces vio que los ojos de Totò cambiaban de color, se transformaban en un azul claro, muy claro, casi blanco. ¿Contemplaba las inmensas extensiones de hielo del Tíbet, como dijo Nenè Rociero cuando todavía era poeta?

En ese preciso momento un imbécil le disparó.

Los dos filósofos y el tiempo

Con las primeras luces del alba, el petrolero «Nostradamus», que apenas tenía dos años de mar y era considerado un milagro de la informática, echó anclas en alta mar, frente a Vigàta. No se podía ni pensar que entrase en el puerto: un cuarto del barco habría quedado dentro y los tres cuartos restantes fuera. Durante la noche el capitán informó por radio a la Comandancia que, a causa de una avería, tendrían que permanecer fondeados al menos cuatro días.

Hacia las cinco de la tarde, una gran lancha llevó a tierra a seis marineros muy bien trajeados; hasta llevaban corbata. No tenían nada que ver con los hombres de mar a los que los vigateses estaban habituados; parecían empleados de Banco que hubiesen concluido su jornada laboral. Educados, corteses, discretos. Eran poco menos de la mitad de la tripulación: un animal de aquel tamaño estaba gobernado por la electrónica, no personal de carne y hueso.

Aquellos seis hombres no sólo no estaban vestidos como marineros, sino que tampoco se comportaban como tales. Cuatro fueron al cine, y entre dos películas, «Bocas ardientes, culos mojados», y «Las afinidades electivas», eligieron esta última. El quinto acudió a la librería, compró una docena de novelas policiales y las empezó a leer inmediatamente, sentado ante una mesita del café Castiglione mientras se hacía servir un capuchino hirviendo tras otro, dado que el día era muy frío. El sexto, tras comprar fichas por valor de cien mil liras, se encerró en una cabina telefónica y se las gastó todas.

A las siete y media se encontraron y fueron a comer y a beber (sobriamente) a la
trattoria
San Calogero. Una hora después volvían a embarcar en la lancha, de regreso al petrolero.

A las tres putas oficiales del pueblo, Mariella, Graziella y Lorella, que esperaban un sustancioso incremento en sus ganancias, les extrañó y desilusionó ese comportamiento, y tras consultarse por teléfono llegaron a la conclusión de que aquellos no sólo no eran marineros, sino que tampoco eran hombres.

Quizá toda la culpa era del petróleo que llevaban a bordo; al parecer las exhalaciones atacaban esa parte por la que un hombre es un hombre. «¡Invertidos!», se compadecieron de ellos las caritativas mujeres.

A las nueve de la noche la lancha hizo el viaje en sentido contrario para llevar a tierra a dos miembros más de la tripulación. Parecían pertenecer a otro barco; eran marineros a la antigua. Y enseguida lo demostraron. Lo primero que hizo el que se llamaba Gino fue entrar en la taberna de Pipìa, meterse entre pecho y espalda dos litros y luego, tras informarse de la dirección, fue a ver a Lorella. Mientras tanto su compañero, que se llamaba Ilario, hacía el camino al revés: primero Mariella y Graziella de un solo tiro y después la taberna de Pipìa.

A las once menos cuarto Gino se reunió con él. Según los pocos parroquianos presentes, dado que en Vigàta ya era muy tarde, parecía agitado y nervioso. Rechazó la última copa que Ilario le ofrecía y salieron de la taberna discutiendo. No se entendía lo que decían. Los vieron dirigirse hacia el muelle donde estaba amarrada la lancha.

Antes de medianoche, Lorella oyó llamar a la puerta y fue a abrir. Se encontró a un hombre con la cara cubierta que, sin decir una palabra, la empujó dentro y le dio un puñetazo que le provocó un desvanecimiento. Cuando se recuperó del desmayo, se dio cuenta de que el desconocido, además de haberle robado dos collares y una pulsera de oro, un reloj, cuatrocientas mil liras y una radio, la había violado.

Fue corriendo a presentar la denuncia en la comisaría y declaró que aunque el hombre que la había agredido llevaba la cara cubierta hasta la nariz con el cuello de la tricota levantado hasta la nariz y el gorro de marinero hundido hasta los ojos, creía que se parecía a su último cliente, aquel Gino del «Nostradamus».

—Ahora cuéntame lo que pasó entre tú y ese marinero ayer tarde —le dijo Montalbano a Lorella a la mañana siguiente—, pero cuéntame la verdad, por tu propio interés.

—No pasó nada, comisario.

—Cuidado, Lore.

Lorella insinuó una sonrisa que interrumpió enseguida con una mueca de dolor. Tenía los labios cortados y la nariz hinchada y violácea.

—Ahora le explico por qué digo que no pasó nada. El marinero llegó hecho una furia, dijo que llevaba un mes con hambre atrasada de mujer. Nos desnudamos, nos metimos en la cama, pero no sucedió nada. No podía. Yo me esforcé, empleé todas mis artes. Nada, parecía muerto. Al final, en vista de que no podía hacer nada, empezó a vestirse. Le dije que me pagase, pero él no quiso porque me echaba la culpa; decía que no había sido lo bastante buena. Al final me pagó, pero me amenazó.

—¿Qué te dijo?

—Que conmigo el pito se le iba a poner duro con otro sistema. Y el muy hijo de puta tenía razón.

—Explícate mejor.

—¿Qué tengo que explicar? ¡Hay tantos hombres como ése! Para hacer algo necesitan violencia, ver sangre. ¿Comprende?

—Perfectamente. ¿Estás segura de que ha sido él?

—No, comisario, segura no. Sólo lo he visto un segundo y tenía la cara tapada. Pero la estatura...

—Bien, puedes irte.

El comisario tuvo el convencimiento de que decía la verdad, porque Lorella no estaba segura de haber reconocido del todo a su agresor. Desconfiaba por instinto de quienes relataban lo que habían visto con absoluta seguridad, dispuestos a poner las manos en el fuego. A menudo acababan como Muzio Escevola, con la mano carbonizada. Según el comisario, el testimonio más veraz era el que estaba sembrado con la semilla de la duda y por esa razón era incierto si no contradictorio.

Con la ayuda de la Comandancia del puerto mandó arrestar a Gino Rocchi. Cuando regresó, Fazio le contó que el capitán del «Nostradamus» le había dado largas al asunto antes de entregar a su hombre y que el registro del camarote de Rocchi, que compartía con otros tres tripulantes, no había dado resultado. Tuvieron todo el tiempo que quisieron para ocultar el producto del robo. El marinero aseguraba ser inocente, que había embarcado en la lancha con su compañero para volver al barco cuando todavía no eran las once y media. El marinero de guardia juraba que ambos habían subido a bordo entre las once y media y las doce menos cuarto, ni antes ni después. Aunque para dar una mano a sus dos amigotes habría asegurado cualquier cosa.

—¿Adónde quiere llegar?

—A la verdad —repuso Montalbano con brusquedad. El hombre sentado al otro lado del escritorio exhibió una sonrisa de superioridad.

Era cincuentón, un verdadero estereotipo del marinero comparsa en una película de la serie B. O, mejor dicho, estaba entre Brutus y Popeye.

Más bien gordito, barbita recortada a lo Cavour, llevaba pantalones negros de pata de elefante, una camiseta a rayas horizontales rojas y blancas y
zuecos
de madera. El grueso aro de oro que le colgaba de la oreja izquierda hacía aún más carnavalesca su indumentaria.

El comisario habría querido preguntarle por qué en el «Nostradamus» una parte de la tripulación se vestía de contador y la otra de pirata; en cambio, le dijo:

—¿Por qué sonríe?

Aquel hombre le había resultado antipático a primera vista y tuvo que hacer un esfuerzo para no tratarlo mal.

—¿A qué verdad se refiere, comisario? Espero que a la absoluta no, porque no existe. La verdad es como un prisma; debemos contentarnos con la cara que se nos permite ver.

Hacía filosofía barata. El comisario se puso tan nervioso que hizo un falso movimiento.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—Ilario Burlando.

—¿Y cree que se pueden tomar en serio sus declaraciones con un nombre y un apellido como los suyos?

Enseguida se arrepintió de haber permitido que se le escapara aquella maldad.

—Si me llamara, qué sé yo, Anoria Franco, ¿me habría creído inmediatamente? Comisario, me complace su banal conformismo.

No replicó; se lo había buscado.

—Bien, usted ha venido a declarar...

—Espontáneamente. Sus hombres no me han interrogado, señal de que tenían una idea preconcebida de la culpabilidad de Gino.

—... a declarar que usted y su compañero habían vuelto al barco a las doce menos cuarto.

—Exacto.

—Oiga, ¿qué le contó su amigo cuando se reunió con usted en la taberna de Pipìa? Me han dicho que parecía nervioso.

—Claro que sí, estaba hecho una furia; no había podido hacerlo con la puta. Decía que la culpa era de esa mujer que parecía un trozo de hielo.

Montalbano no esperaba que lo admitiera y aguzó el oído.

—¿Y no manifestó el deseo de vengarse?

—Claro. Estaba completamente borracho. Pero logré disuadirlo y convencerlo para que embarcara en la lancha.

—¿Y cómo se explica que haya ocurrido exactamente lo que Rocchi dijo que quería hacer?

Ilario Burlando puso cara de pensador.

—Tengo dos hipótesis.

—Dígalas.

—La primera, puede tratarse de un deseo que, a distancia, se concreta, de una voluntad tan fuerte que...

—Saque de aquí el culo inmediatamente —dijo Montalbano con expresión gélida.

—He venido a exculpar al marinero arrestado —declaró tranquilamente al comisario el profesor Guglielmo La Rosa, más que setentón, ex profesor de filosofía teorética en la universidad—. Pero antes —prosiguió—, necesito que me conteste a unas preguntas.

Buscó en el bolsillo, sacó una hojita que empezó a leer. Arrugó la frente: dobló la hoja, la volvió a guardar en el bolsillo; evidentemente no era la que buscaba.

Sacó otra y torció la boca; tampoco era ésa. Montalbano lo contemplaba inmóvil. Ante los profesores de filosofía sentía un complejo que lo paralizaba: el fenómeno se remontaba a la época del bachillerato, cuando el profesor Javarone, muy severo y temible, lo destripó con unas preguntas sobre Kant.

—No encuentro lo que me había apuntado —dijo La Rosa rindiéndose—. Entonces le haré sólo una pregunta.

El comisario sintió un sudor frío: «Ahora se me jode el aprobado», pensó. Porque había vuelto a los bancos de la escuela.

—¿A qué hora exacta sucedieron los hechos?

Montalbano lanzó un suspiro de alivio; estaba preparado, sabía la respuesta.

—Antes de medianoche. Así lo ha declarado la... la...

¿Cómo llamarla? ¿Puta? Era una falta de respeto hacia el profesor. ¿La muchacha? ¡Pero si tenía cuarenta años!

—La víctima —fue en su ayuda el profesor.

—Eso, sí —dijo el comisario todavía un poco aturdido.

—Entonces el marinero no es culpable —aseguró categórico el profesor.

Montalbano, que seguía en los bancos de la escuela, levantó dos dedos.

—Perdone, ¿cómo puede saberlo?

—Porque anoche, hacia las once y diez, minuto más, minuto menos, estaba en el muelle y vi a los dos marineros dirigirse hacia la lancha.

—Perdone, profesor, ¿qué hacía a esas horas en el muelle?

—Pensaba. ¿Sabe, querido comisario? El frío despeja las ideas. Además, poco después fui a la farmacia de guardia. Estuve charlando hasta la medianoche, minuto más, minuto menos. Lo sé con seguridad porque antes de entrar en la farmacia miré el reloj. Marcaba las veintitrés y treinta. Para volver a casa pasé por el muelle y la lancha ya no estaba allí. Por lo tanto.

No fue un por lo tanto con puntos suspensivos, sino un por lo tanto seco, con punto final.

Montalbano abrió los brazos desconsolado, resignado.

En cuanto el profesor se hubo marchado, llamó a Fazio y le dijo que pusiera en libertad al marinero Gino Rocchi.

La conclusión era que con su minuto más minuto menos el profesor Guglielmo La Rosa le había contado una historia que parecía muy sencilla.

Se sintió con mal humor y decidió que el único modo de hacerlo desaparecer sería dándose una buena comilona. Miró el reloj y se dio cuenta de que estaba parado; había olvidado darle cuerda. De pronto, un pensamiento le atravesó la mente: ¿y si el reloj del profesor iba mal?

Se levantó de la silla y se precipitó tras él. Lo alcanzó cuando todavía estaba a pocos pasos de la comisaría.

—Profesor, perdone, ¿me deja ver su reloj?

—¿Qué reloj?

—El suyo.

—Nunca llevo reloj. Detesto esos mecanismos que miden la hora de nuestra muerte.

Banal, muy banal. De repente, el comisario ya no temió a Guglielmo La Rosa.

—Entonces, ¿cómo sabía, tal como me ha dicho antes, que eran las once y media, minuto más, minuto menos, cuando entró en la farmacia?

—Acompáñeme. —Montalbano se puso a su lado. A pesar de su edad, el profesor caminaba con paso ligero. —Obsérvelo usted mismo —dijo Guglielmo La Rosa indicándole el local del relojero Scibetta, enfrente de la farmacia.

La insignia del negocio era un reloj enorme, con números romanos, que colgaba de una barra alta junto a la entrada. En cierto sentido era el orgullo del pueblo por su precisión. Montalbano se persuadió de que su intento de invalidar el testimonio del profesor no había dado resultado porque el reloj, iluminado desde el interior, era visible noche y día.

—Bien, perdone —empezó, pero se detuvo al ver la expresión atónita de Guglielmo La Rosa—. ¿Qué sucede, profesor?

—¿Cómo he podido cometer una equivocación semejante? —se preguntó el profesor, en voz baja.

Pero Montalbano lo oyó.

—Explíquese mejor, profesor. —Sin responder, La Rosa señaló el reloj, que marcaba las doce y media. —¿Y bien? —preguntó el comisario, que estaba perdiendo la paciencia.

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