Un mes con Montalbano (32 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Era demasiado pronto para volver al despacho, y se puso a pensar. Había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que la segunda rata hubiera sido gaseada. ¿Por qué utilizar gas?, se preguntó. La respuesta se le ocurrió casi enseguida: porque existía la seguridad de que el gas resultaría más eficaz. Utilizando un bastón o una piedra se corría el riego de que algunas ratas consiguieran huir, aunque estuvieran heridas. Por esta razón tampoco podían utilizar raticida. Cuando las ratas han ingerido el veneno suelen esconderse, van a morir lejos. Quien las mataba necesitaba que las ratas se quedaran a morir en el mismo sitio. ¿Por qué? La respuesta también se le ocurrió enseguida: para poderles abrir el vientre y sacarles lo que les habían hecho comer. ¿Cómo lograban que todas las ratas se reunieran en un mismo lugar? ¿Acaso habían contratado al flautista de Hamelin, que con el sonido de su instrumento conseguía que todas las ratas lo siguieran?

Fue entonces cuando vio llegar a su lugar habitual al pescador de caña. Se levantó y se le acercó.

—Buenos días, comisario.

—Buenos días, señor Abate.

Era un bedel jubilado que lo miraba con curiosidad, porque nunca habían pasado de un mero intercambio de saludos.

—Querría pedirle algo.

—A sus órdenes.

—Ayer habrá notado que aquí atracó un barco de pesca de Mazàra.

—El «San Pietro pescatore», sí.

—¿Viene a menudo a Vigàta?

—Digamos que unas dos veces al mes. ¿Me permite que me tome la libertad de decirle algo?

—Por supuesto.

—Me habían dicho que era un buen policía. Ahora me lo está demostrando.

—¿Por qué?

—Porque ya ha descubierto lo que hacen los hombres del pesquero.

Montalbano tuvo dos sentimientos opuestos: de satisfacción por haber intuido que allí había algo poco claro, y desilusión, por la facilidad de la solución.

Sin embargo no hizo ninguna pregunta, exhibió una sonrisita de picardía e hizo un gesto como diciendo que todavía tenía que nacer quien fuera capaz de joderlo.

—Esos hijos de puta del pesquero —explicó Abate— fastidian a los compañeros de la cooperativa. Su obligación sería desembarcar el pescado en Mazàra y ponerlo junto con el de los demás que forman parte de la cooperativa. Hay quien pesca más y quien pesca menos, pero no importa, todo va junto. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—En cambio éstos, en lugar de ir a Mazàra, se detienen en Vigàta y venden la mitad del pescado a gente que viene aquí con el camión frigorífico. Así ganan el doble: el pescado aquí se lo pagan más caro, y en Mazàra el poco que declaran haber capturado se compensa con el de los compañeros. Son unos grandísimos hijos de puta.

El comisario estuvo de acuerdo.

—El juego es antiguo —dijo—: se llama «jode al compañero».

Se echaron a reír.

Ocho días después, el «San Pietro pescatore» atracó en el muelle de Vigàta cuando todavía era de noche. Lo esperaba un camión frigorífico anónimo, sin el nombre de la empresa escrito en el costado. Cargó las cajas con el pescado y se marchó. Apenas media horas después, el barco zarpó y salió del puerto. En la carretera de Caltanissetta, una patrulla de aduanas detuvo el camión frigorífico, para lo que en un principio parecía un control habitual.

Al volante iba Filippo Ribeca, vigilado por la policía y a cuyo nombre se había expedido el carné de conductor. Al parecer, todo estaba en regla, así como también el sello del cargamento.

—¿Me puedo ir? —preguntó con una sonrisa Filippo Ribeca levantando el freno de mano.

—No —contestó el jefe de patrulla—. Ponte a un lado y espera.

Ribeca obedeció a regañadientes mientras los aduaneros realizaban otro control a un camión que transportaba verduras. El segundo control fue largo y minucioso, de tal manera que Ribeca salió de la cabina y encendió un cigarrillo. Era evidente que estaba nervioso.

En cuanto vio detenerse otro camión, esta vez cargado de ladrillos, ya no pudo más. Se acercó al jefe de la patrulla.

—¿Puedo irme o no?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no me da la gana —contestó el jefe de la patrulla, siguiendo al pie de la letra las instrucciones que le había dado el teniente.

Ribeca cayó en la trampa.

—¡Vete a que te la den por el culo! —estalló.

Y como era un hombre violento se lanzó contra el jefe de la patrulla y le dio un golpe en el pecho. Inmediatamente fue arrestado por resistencia y agresión a la autoridad. En el cuartel, durante el registro, en un bolsillo del pantalón le encontraron una bolsita de terciopelo. En el interior de la bolsita de terciopelo, diamantes que valían centenares de millones. El teniente de aduanas se apresuró a telefonear a Montalbano.

—Felicitaciones, comisario. Tenía razón. Un sistema original de reciclaje. Ahora vamos a Mazàra a pescar a los del «San Pietro». ¿Quiere venir con nosotros?

El sistema era genial y muy sencillo. El «San Pietro pescatore» zarpaba de Mazàra con una jaula en cuyo interior había veinte ratas hambrientas. Una vez en alta mar, acercaban la jaula a la boca de un contenedor de cinc dividido en dos compartimientos y allí, en el primero, las dejaban libres para que se atacaran entre ellas. En alta mar, en aguas de Libia, llegaba hasta el pesquero una lancha y la persona encargada entregaba al capitán de la embarcación la bolsita de terciopelo con los diamantes en su interior. Entonces metían los diamantes de uno en uno en una bolita de queso rancio. Dejaban caer las bolitas por una abertura del techo, en el segundo compartimiento del contenedor. Luego levantaban la pared de metal que dividía los dos compartimientos. Las ratas, hambrientas, engullían todo. Después de comer (muy poco; ahí radicaba el secreto), se las dejaba en libertad. Durante los dos días que en el barco se dedicaban a pescar se les permitía hacer todo lo que quisieran: un registro de la policía de aduanas no habría descubierto nada anormal. Antes de dirigirse hacia Vigàta, se llenaba de queso el segundo compartimiento y las ratas se hartaban mientras morían gaseadas con una bomba de metano conectada al compartimiento. Cuando el puerto ya estaba a la vista, descuartizaban las ratas, recuperaban los diamantes y se los entregaban a quien tenía que llevarlos a otro lugar.

El final de la historia fue que Montalbano no pudo comer queso al menos durante un mes: cada vez que se disponía a tomar un bocado, recordaba las ratas y se le cerraba la boca del estómago.

Un rincón del paraíso

—¡Parece un rincón del paraíso! —exclamó Livia bajando de la barca y ayudando a Salvo a empujarla hasta la arena seca.

Una vez acabadas las operaciones de traslado de la bolsa con la ropa y de la heladera portátil llena de sándwiches y botellas de cerveza, el comisario Montalbano se desplomó en la arena mientras se preguntaba quién le habría dicho que se metiera en ese lío. Porque se trataba de un verdadero lío. Seis días antes, el imbécil de Mimì Augello, mientras cenaba con ellos en un restaurante, se puso a alardear de su descubrimiento: la minúscula playita a tres kilómetros del faro de Capo Russello, solitaria, ignorada por todos, a la que sólo se podía llegar por mar. Habló de ella con tal entusiasmo, que Livia quedó prendada. Mimì describía aquel lugar como una especie de isla de Robinson sin siquiera un Viernes, y desde ese momento Montalbano ya no tuvo descanso:

—¿Cuándo me llevas a la playita? —era el estribillo de Livia nueve veces al día.

Dos días antes de la partida de Livia a Boccadasse, Génova, tras dos semanas de vacaciones de agosto en Vigàta, Montalbano se decidió a darle el gusto, lanzando en silencio sapos y culebras contra el tarado de Mimì por haberlo puesto en el brete. A las siete de la mañana subieron al coche para ir hasta Monterreale, en la costa, donde había alquilado un bote de remos a un pescador que debía de tener sangre árabe; dijo una cifra y enseguida Livia contraatacó: disfrutaba; era genovesa y ahorrativa. Al pescador le brillaban los ojos: intuyó que había encontrado una digna rival. El duelo se fue dilatando, con vencedores alternos: finalmente se selló el acuerdo con un café en un bar donde no entendían en absoluto la diferencia entre la cafeína y la achicoria. El malhumor de Montalbano sufrió la misma aceleración progresiva que un cohete espacial. Se desahogó remando durante tres horas, mientras Livia, en biquini, tomaba sol canturreando con los ojos cerrados. A pesar del esfuerzo de remar, el comisario no habría querido llegar nunca: lo aterrorizaba, literalmente, la perspectiva de alimentarse con sándwiches, que sólo ingería en casos de extrema necesidad. No concebía la idea de ir de excursión; la única vez que había ido a una fue para no disgustar a una novia de juventud, y se había dado tal panzada de pan, queso y hormigas, que todavía conservaba el sabor en la boca.

—Qué rincón del pa...

El sueño en el que se sumergió Livia de repente le impidió terminar la frase: se quedó echada boca abajo, los brazos extendidos, como una especie de crucificada vista por detrás. Le sucedía cuando estaba contenta; a veces, en la cama, Montalbano seguía hablando media hora antes de darse cuenta de que viajaba en
The country sleep
, que era el título de un poema de Dylan Thomas que les gustaba mucho.

Encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Unos treinta metros de arena dorada, tan fina que parecía talco, de unos veinte metros de ancho, escondida tras una escollera que parecía compacta, pero que tenía un tortuoso canal de acceso, por el que sólo podían pasar barcas pequeñas y en días de absoluta calma. La playita estaba completamente rodeada de paredes rocosas casi en vertical, donde no crecía ni una hoja de hierba aunque la pagases a precio de oro. A la izquierda, adosados casi a la pared, había algunos matorrales espinosos cocidos por el sol; a la derecha, el mar bañaba un montón de redes de pesca viejas, abandonadas por inservibles. Rincón del paraíso o no, ciertamente el sitio era hermoso. A Montalbano le dio la sensación de que Livia y él eran los únicos habitantes de la Tierra, tal era el silencio. El sol ardía. El comisario se levantó lentamente para no molestar a su mujer y llegó a la orilla. Observó en la superficie de la arena unos minúsculos montoncitos. Aquello lo sorprendió. ¿Era posible que hubiera cangrejos escondidos? No los había visto desde que era niño. Se inclinó y metió dos dedos en la arena, al lado de un montoncito. Hizo palanca, levantó un poco de arena y puso al descubierto un cangrejito minúsculo que enseguida salió corriendo, de lado, a cavar otra madriguera.

El agua no estaba tan caliente como temía; las corrientes le proporcionaban un frescor tonificante. Nadó durante un rato, despacio, disfrutando una brazada tras otra hasta la escollera. Trepó por una roca con dificultad; las algas verdes que la cubrían la hacían resbaladiza. La roca era suficientemente espaciosa para estirarse. Lo hizo y permaneció así un rato, amodorrándose. El gorgoteo del agua filtrándose entre las rocas le impedía pensar. Sentía rabia por tener que darle la razón a Mimì Augello cuando, al volver a Vigàta, le preguntara si le había gustado el sitio. Mejor dicho, Mimì se lo preguntaría a Livia, por la que sentía una debilidad que era recíproca. Y Livia contestaría:

—¡Un rincón del paraíso!

Y él se fastidiaría doblemente: en primer lugar, por el inevitable ataque de celos al ver cómo se sonreían aquellos dos; y en segundo lugar, porque le fastidiaban los lugares comunes, y Livia a menudo y con gusto hacía uso y abuso de ellos. Recordó que una vez, cuando era pequeño, durante una estada en Turín, vio un cartel que colgaba en la entrada de un gran edificio: ¡NO ABUSEN DE LOS LUGARES COMUNES! Se precipitó a la garita y le expresó al portero su completa solidaridad. El hombre, perplejo, le dijo que lo habían obligado a poner el cartel porque los inquilinos abandonaban en los lugares comunes, como rellano y escaleras, cochecitos de niño, bicicletas y motocicletas que impedían el paso. Su desilusión fue enorme.

Abrió los ojos y, mirando la posición del Sol, observó que debía de haber permanecido allí una media hora. Se incorporó: desde donde estaba veía toda la playita. Livia dormía, siempre en la misma posición. Pero cuando giró un poco la cabeza, sufrió una verdadera sacudida eléctrica.

Aunque la perspectiva era otra, no había duda de que el montón de redes viejas, que antes estaba a unos quince metros de Livia, se había desplazado visiblemente y se había aproximado más al centro de la playa. El mar no podía haber sido. Entonces, ¿qué? No había duda: debajo de las redes debía de haber alguien, alguien que quizás había llegado nadando, que quería ocultarse de los ojos del comisario para robar a Livia, o quizá para hacerle algo peor. Seguramente cuando Robinson Crusoe descubrió la huella del pie de Viernes en la arena, el paisaje de alrededor cambió. Montalbano también cambió, pero para peor. Se lanzó al agua, nadó a toda prisa hacia la playa y, una vez en la orilla, a pesar de que le faltaba el aliento, echó a correr. El montón de redes viejas, en su misterioso movimiento, se había abierto un poco y debajo se veía con toda claridad una silueta humana que emitía un débil lamento. El comisario se arrodilló en la arena y con dificultad retiró las redes de aquel cuerpo inerte. Era una jovencita de unos quince años, desnuda. La oscuridad de la piel era natural, no se debía al sol. No podía ponerse de pie. Tenía el cuerpo lleno de heridas y cardenales y el rostro cubierto de sangre coagulada. Emitía un hedor terrible: cuando el comisario logró levantarla, los excrementos resbalaron por el cuerpo y cayeron a la arena. Montalbano, dominando el asco, la alzó en brazos y la llevó hasta la orilla, la extendió en el suelo y la lavó con sumo cuidado. Luego, sosteniéndola, la hizo entrar en el agua para enjuagarse. Entre las piernas continuaba fluyendo un hilo de sangre. La hizo subir a la barca, tomó un pañolón, una toalla y un caftán que Livia se ponía a veces después del baño. Le dio a entender, más con gestos que con palabras, puesto que la muchacha hablaba muy poco italiano, que se pusiera el caftán, el pañuelo mojado en la cabeza y la toalla entre las piernas. Empujó el bote mar adentro y empezó a remar hacia una playa, mucho mayor, cerca de donde había dejado a Livia dormida. Durante el trayecto la muchacha le dijo al comisario que era de Cabo Verde, que se llamaba Libania, tenía dieciséis años, que estaba al servicio de la familia Burruano, de Fiacca, unas personas excelentes que la trataban muy bien. Aquella mañana era el día que tenía libre, se levantó temprano, tomó el coche correo para ir al agua y bajó en Seccagrande, adonde ahora se dirigían. Al cabo de un rato, se le acercaron dos jóvenes que dijeron ser suizos. Parecían unos chicos excelentes y tenían una casa rodante. La invitaron con un helado y luego le propusieron ir a nadar al mar abierto. Ella les contestó que no sabía nadar, pero aceptó porque le gustaba ir en bote. Alquilaron uno y salieron. Luego los dos muchachos vieron la escollera que escondía la playita donde Montalbano la había encontrado, descubrieron el paso y entraron, explicando a Libania con gestos que así se podría bañar. En cuanto desembarcaron, su comportamiento cambió de golpe: la levantaron entre los dos mientras ella gritaba inútilmente y se la llevaron detrás de unos matorrales, le arrancaron el traje de baño y la violaron dos veces cada uno, turnándose. Cuando intentó huir, la alcanzaron a la altura del montón de redes, le pegaron con todas sus fuerzas y luego, cuando estaba en el suelo, hicieron sus necesidades encima de ella. Lo último que percibió fueron las redes con las que la estaban cubriendo al creerla muerta. Mejor dicho, no: lo último que oyó fueron sus risotadas mientras se alejaban. Montalbano no dijo nada; por suerte podía desahogarse, remando, de la rabia ciega que sentía en su interior.

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