Un mes con Montalbano (34 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Espera un momento —interrumpió el comisario—. ¿Dónde duerme habitualmente la señora Rosina?

—Tiene una habitación en el hotel.

—¿Y el marido no duerme con ella?

—Al parecer, no.

—¿Qué significa «al parecer»? —preguntó Montalbano con irritación.

—Mira, Salvo, todavía no he podido intercambiar ni siquiera una palabra con la señora Rosina. Cuando llegué estaba en plena crisis de histeria. Luego fue el médico y le dio un fuerte sedante. Volveré más tarde a interrogarla.

—¿Cómo te enteraste de todas estas cosas?

—Por los empleados. Y sobre todo por el conserje, que la conoce desde los tiempos en que era camarera en Catania. Se lo llevó con ella.

—Sigue. ¿Por qué dijiste que era provisional el arreglo de la veintidós para el marido?

—Tampoco te lo puedo explicar. El hecho es que a las doce y media, el ingeniero Cocchiara y su mujer, huéspedes del doctor Panseca, dejaron libre la habitación veintiocho, que les servía para cambiarse de ropa, y se fueron porque tenían un compromiso con otros amigos. Entonces Rosina envió a una camarera a trasladar las maletas y limpiar la habitación, que se encuentra en la parte opuesta a la veintidós. Provenzano, hacia las dos, dijo que estaba cansado del viaje, saludó a Panseca y a los otros amigos y subió a su habitación. La mujer se quedó abajo y se acostó hacia las cuatro, cuando todo había acabado. Esta mañana, a las seis y media, un huésped de Panseca, que ocupaba la habitación veinte, pidió un café porque tenía que marcharse. La camarera, al pasar, observó que la puerta de la veintidós estaba medio abierta. Sospechó y...

—Un momento, Mimì. ¡Te equivocas! ¡Confundes la veintidós con la veintiocho!

—¡En absoluto! Provenzano fue encontrado muerto en la habitación veintidós, donde no habría tenido que estar. ¡Las maletas estaban en la veintiocho! Quizá se equivocó, estaba cansado y se olvidó del cambio de habitación...

—¿Cómo le dispararon?

—Con una carabina. Un tiro en la frente. Enfrente del hotel están construyendo un gran edificio, de forma abusiva, como es lógico. Le dispararon desde allí. Nadie oyó el tiro; los invitados de Panseca hacían demasiado ruido.

—Según Pasquano, ¿a qué hora murió?

—Ya sabes cómo es nuestro médico forense. Si no está seguro al ciento por ciento, no habla. De cualquier manera, como la ventana estaba abierta de par en par y hacía frío, dice que pudieron matarlo hacia las dos de la madrugada. Según mi opinión, le dispararon en cuanto encendió la luz, ni siquiera tuvo tiempo de cerrar la puerta.

—¿Cómo estaba vestido?

—¿El muerto?

—No, el doctor Pasquano.

—Salvo, ¡cuando quieres eres muy antipático! Camisa, pantalón, saco... —Se interrumpió y miró con humildad a Montalbano—. ¡No puede haberse equivocado de habitación porque encontramos el saco en la veintiocho!

—¿Y cómo estaban las maletas en la veintiocho?

—Estaba todo ordenado en el armario.

—¿Las luces del cuarto de baño estaban encendidas?

—Sí.

Montalbano permaneció pensativo durante unos segundos.

—Mimì, lo primero que harás cuando vuelvas al Reginella será llamar a la camarera para que te entregue todas las pertenencias de Provenzano que se hayan encontrado en la veintidós y las haces trasladar a la veintiocho.

—¿Por qué?

—Para entretenerla un poco —replicó el comisario muy poco amable—. Después me lo cuentas por teléfono. Las habitaciones veintidós y veintiocho están precintadas, ¿verdad?

Mimì no sólo había ordenado que las precintaran, sino que dejó a Gallo y a Galluzzo montando guardia.

En cuanto Augello salió de su casa, Montalbano tomó dos aspirinas, bebió una taza de vino casi hirviendo donde había vertido un vaso de whisky, sacó del armario dos pesadas mantas de lana, las puso en la cama y se acostó, tapándose hasta la cabeza. Decidió que se le pasaría la fiebre en unas horas; no soportaba la idea de que Mimì Augello llevase a cabo la investigación personalmente; le daba la sensación de que estaba sufriendo una injusticia.

Cuando el timbre del teléfono lo despertó, se encontró lleno de sudor, como si estuviera debajo de sábanas mojadas con agua caliente. Sacó cautelosamente un brazo y contestó.

—¿Salvo? He ordenado a la camarera que hiciera lo que me has dicho. En la veintidós Provenzano sólo había abierto una maleta. Se cambió de ropa. Pero antes fue al cuarto de baño, se lavó y se afeitó. Cuando la camarera trasladó las maletas a la veintiocho, llevó también las cosas que Provenzano había dejado en la repisa del cuarto de baño y que utilizó para arreglarse. Y hay algo que a la camarera no le cuadra.

—¿Qué?

—La camarera dice que en la repisa había un paquetito envuelto en papel y sujeto con cinta scotch. Está segura de haberlo llevado a la veintiocho y haberlo puesto en la repisa del lavatorio.

—¿Y qué es lo que no cuadra?

—Pues mira, el paquetito no se encuentra. En la veintiocho no está. Ni en la repisa del cuarto de baño, donde la camarera jura y perjura que lo dejó, ni en ninguna otra parte. He hecho registrar tres veces la veintiocho.

—¿Hablaste con la señora Rosina?

—Sí, y le dije que me explicara la razón del cambio de habitación. Provenzano tenía un oído tan sensible, que era una verdadera enfermedad. Dormían separados porque bastaba que la señora respirase un poco más fuerte para que Provenzano se despertara y no pudiera conciliar el sueño. En la veintidós, cuya ventana da a la fachada principal, a Provenzano le habrían molestado las voces de los huéspedes que salían y entraban durante toda la noche, y el ruido de los autos que llegaban y arrancaban. En cambio la veintiocho era mucho más tranquila, puesto que daba a la fachada posterior.

—¿Estás todavía allí?

—Sí.

—Hazme un favor, Mimì. Espero tu respuesta por teléfono. Pregunta en el hotel si Provenzano fue a Vigàta ayer por la tarde.

Mientras esperaba la respuesta, se puso el termómetro. Treinta y seis siete. Lo había conseguido. Apartó las mantas, puso los pies en el suelo y todo comenzó a girar vertiginosamente alrededor.

—¿Salvo? Sí, hacia las cinco de la tarde le pidió el coche a su mujer, pero no dijo a dónde iba. Según la señora, volvió al cabo de dos horas. ¿Cómo te encuentras, Salvo?

—Muy mal, Mimì. Tenme al corriente, te lo ruego.

—No lo dudes. Cúrate.

Se levantó despacio. Primera medida: tragar medio vaso de whisky solo. Segunda medida: tirar a la basura la caja de los antibióticos. La tomó y quedó paralizado cuando sintió en el interior de la cabeza que el cerebro hacía girar los engranajes a altísima velocidad.

—¿Fazio? Soy Montalbano.

—¿Cómo está, comisario? ¿Necesita algo?

—Dentro de cinco minutos quiero saber qué farmacias estaban abiertas ayer. Si hoy han cerrado después de un día de guardia, quiero el número de teléfono de los farmacéuticos.

Fue al cuarto de baño. Apestaba a sudor. Se lavó cuidadosamente y enseguida se encontró mejor.

—Soy Fazio, comisario. Las farmacias que ayer estaban de guardia son dos, la de Dimora y la de Sucato. La de Dimora sigue abierta hoy; la de Sucato está cerrada pero tengo el número de teléfono del domicilio del farmacéutico.

Telefoneó primero a Dimora y dio en el blanco.

—¡Claro que conocía al pobre Provenzano, comisario! Ayer nos compró una caja de tapones para los oídos y un somnífero muy fuerte que sólo se puede vender con receta médica.

—¿Y quién le hizo la receta?

El farmacéutico Dimora dudó antes de contestar, y cuando lo hizo dio muchas explicaciones:

—Mire, comisario, el pobre Provenzano y yo nos hicimos muy amigos cuando él vivía en Vigàta. No pasaba día sin que...

—Comprendo —cortó Montalbano—, no tenía receta.

—¿Tendré problemas?

—Sinceramente, no lo sé.

La puerta de entrada del Reginella estaba entreabierta, y en el batiente izquierdo se destacaban un gran lazo negro y un letrero en el que se leía: «CERRADO POR DEFUNCIÓN». Cuando el comisario entró no encontró ni un alma, y se dirigió hacia un saloncito del que procedían unas voces. Mimì Augello, que en ese momento estaba hablando con un cuarentón alto y distinguido, se quedó atónito al verlo.

—¡Jesús! ¿Qué haces aquí? ¿Te has vuelto loco? ¡Estás enfermo!

Montalbano no contestó, sino que dirigió a su segundo una mirada que significaba lo que significaba.

—Este señor es Gaspare Arnone, el conserje del hotel. Montalbano se quedó mirándolo. Quién sabe por qué, lo había imaginado viejo y algo descuidado.

—Me han dicho que conoce desde hace tiempo a la señora Rosina Provenzano.

—Hace una eternidad que la conozco —contestó sonriendo Arnone, enseñando una dentadura que parecía la de un actor norteamericano—. Tenía dieciséis años y yo veintiséis. Trabajábamos en el mismo hotel, en Catania. Luego la señora hizo fortuna y tuvo la bondad de llamarme.

—Quiero hablar contigo —dijo Montalbano a Mimì. El conserje hizo una inclinación y salió.

—Estás pálido, como un muerto —observó Augello—. ¿Te parece bien? Mira que te puede dar algo serio.

—Hablemos de cosas serias de verdad, Mimì. He confirmado algo que se me había ocurrido. ¿Sabes qué había en el paquetito que no se encuentra? Tapones para los oídos y un somnífero.

—¿Cómo te enteraste?

—Es asunto mío. Y sólo significa una cosa: Provenzano llega a la veintiocho, deshace las maletas, luego va al cuarto de baño y ve que el paquetito no está. Lo necesita; tiene que ponerse los tapones y tomar el somnífero, porque si no lo hace pasará la noche en blanco a causa del bochinche que hay en el hotel. Cree que la camarera ha olvidado el paquetito en la veintidós. Va, enciende la luz, y apenas entra, le disparan.

—La ventana estaba abierta de par en par —aclaró Mimì—. La dejó así la camarera para renovar el aire.

—¿Dónde encontraste la llave de la veintidós? —preguntó Montalbano.

—En el suelo, al lado del muerto.

—¿Sospecha la señora Rosina por qué han matado a su marido?

—Sí. Dice que la última vez que vino a Vigàta le dijo que estaba preocupado.

—¿Por qué?

—Lo amenazaron en Moscú. Al parecer, siempre según la señora, había molestado a la mafia rusa.

—¡Qué mafia ni qué carajo! Si la mafia rusa quería matarlo, ¿qué necesidad tenía de hacerlo aquí? No, Mimì; ha sido alguien que sabía que Provenzano iba a cambiar de habitación. La camarera llevó el paquetito a la veintiocho, pero alguien lo hizo desaparecer de allí para obligar a Provenzano a entrar en la veintidós. Luego, esa persona no ha tenido tiempo de devolver el paquetito a su lugar. La desaparición del paquetito demuestra que ha servido de cebo. Tú que entiendes de mujeres, ¿cómo es la señora Rosina?

—Potable —repuso Mimì Augello—. A pesar del luto, exhibe un escote bastante apreciable. ¿Crees que tiene algo que ver?

—¡Ah! —contestó el comisario—. El marido la molestaba poco, venía a Vigàta dos o tres veces al año y por pocos días: no se mata a un marido tan cómodo.

—Estás sudando. Vete a casa; no exageres, Salvo. Yo te lo podía haber contado todo en tu casa. Hiciste un esfuerzo inútil.

—Eso dices tú. ¿Provenzano había traído papeles?

—Sí, en un bolso.

—¿Los examinaste?

—No he tenido tiempo.

—Ve a buscarlos. Y hazme un favor: pregúntale al conserje si me puede enviar un whisky solo.

A causa de la debilidad, Montalbano tenía la impresión de haber bebido demasiados vasos de whisky. Sin embargo, no sentía que se le hubieran subido a la cabeza.

El elegante conserje se presentó con un vaso vacío y una botella sin empezar, que abrió.

—Sírvase lo que desee. ¿Necesita algo más?

—Sí, una información. ¿Anoche trabajó usted?

—Sí. El hotel estaba lleno y vinieron los invitados del doctor Panseca a cenar.

—Explíqueme exactamente cómo se hizo el traslado de los efectos personales de Provenzano de la habitación veintidós a la veintiocho.

—No hay problema, comisario. Entre las doce y media y la una, el ingeniero Cocchiara y su esposa dejaron la veintiocho. Me entregaron la llave, que coloqué en su lugar. Advertí a la camarera que arreglara la habitación y trasladara el equipaje del patrón, de la veintidós a la veintiocho.

—¿Le dio las llaves?

El conserje sonrió con trescientos dientes que parecían una lámpara de Murano que se encendiera de golpe.

—Las camareras tienen la llave maestra. Media hora después Pina, la camarera, me dijo que todo estaba dispuesto. Fui al salón y le dije al patrón que cuando quisiera podía retirarse. Estaba cansado del viaje. Le llevé la llave de la veintiocho.

—¿Y usted también le entregó la llave de la veintidós? Gaspare Arnone dudó un instante.

—No entiendo.

—Amigo mío, ¿qué es lo que no entiende? Han encontrado muerto a Provenzano en la veintidós, con las llaves al lado. Hace un momento me dijo que cuando el ingeniero Cocchiara se marchó, devolvió las llaves a su lugar. Por lo tanto mi pregunta es más que lógica.

—A mí no me las pidió —dijo el conserje tras una pausa.

—¿Pero no ha dicho que estuvo trabajando toda la noche?

—Sí, pero eso no significa que permaneciera todo el tiempo detrás del mostrador. Los clientes son muy exigentes, ¿sabe? A veces uno puede verse obligado a ausentarse durante cinco minutos.

—Comprendo. Entonces, la llave de la veintidós ¿quién se la dio?

—Nadie. La sacó él mismo. Sabía dónde estaban: a la vista de todo el mundo. Además era el dueño.

Entró Mimì Augello con un bolso lleno de papeles. El conserje se retiró. Montalbano llenó de nuevo el vaso de whisky. Repartieron los papeles en dos montoncitos, uno para cada uno, y empezaron a leer. Cartas comerciales, facturas, cuentas. Montalbano empezaba a tener sueño cuando Mimì Augello dijo:

—Mira esto.

Le dio una carta. Era de la Italian Export-Import dirigida, en Moscú, a Saverio Provenzano y firmada por el señor Arturo Guidotti, director general de la empresa. En ella se decía que en vista de las reiteradas peticiones y de las sólidas razones aportadas, la empresa se resignaba a aceptar la dimisión de su empleado Saverio Provenzano, dimisión que tendría efecto a partir del 15 de febrero del año entrante.

Montalbano se sintió feliz y se bebió el tercer vaso.

—Vamos a hablar con la señora Rosina.

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