Un mes con Montalbano (37 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Fue usted quien descubrió el cadáver, ¿verdad?

—Sí.

—Dígame cómo fue.

—Es largo.

—No se preocupe, cuénteme.

Resoplando por la nariz como una ballena de verdad, la mujer se incorporó un poco, manteniendo la colcha apretada púdicamente contra aquella plaza de armas que era el pecho.

—¿Por dónde empiezo?

—Por donde quiera.

—Hace veinte años yo ya vivía en esta casa con mi pobre marido Raffaele...

El comisario se maldijo por haber dado libertad histórica y cronológica a la viuda, pero no podía hacer nada; él lo había querido.

—... Attilio sufrió un espantoso accidente de auto.

Attilio. La señora Gesuina y el muerto se llamaban por el nombre.

—La esposa murió, él se rompió las piernas y Filippo, el hijo, que entonces tenía doce años, se dio un golpe en la cabeza y estuvo un mes entre la vida y la muerte. Al año siguiente, una pulmonía doble se llevó a mi pobre Raffaele. ¿Qué quiere que le diga, señor comisario? Al vernos todos los días, acabamos uniendo nuestras soledades.

La frase, sacada probablemente de alguna novela rosa, despistó por completo a Montalbano.

—¿Se hicieron amantes?

La viuda cerró los ojos, se tapó las orejas con las manos y resopló su desdén a través de los orificios nasales. Las llamas de las cuarenta o más velitas oscilaron, corriendo el riesgo de apagarse.

—¡No! ¿Cómo se le ha ocurrido? ¡Soy una mujer honrada! ¡Me conoce todo el pueblo! ¡Attilio nunca me tocó ni yo lo toqué a él!

—Perdóneme, señora. Le pido excusas —dijo el comisario, aterrorizado ante la idea de que la habitación pudiera quedarse a oscuras.

—Quiero decir que empezamos a hacernos compañía todo el día. A veces Attilio, que salía muy poco, permanecía en casa durante semanas a causa del dolor en las piernas, sobre todo cuando cambiaba el tiempo. Entonces yo cocinaba para él, le ordenaba la casa... En fin, todo lo que hace un ama de casa.

—¿De qué vivía?

—Tengo la pensión que me dejó el pobre Raffaele.

—No; me refería a él, a Gambardella.

—¡Attilio era rico! En Vigàta tenía una docena de negocios, quince departamentos y otras cosas más en Fela. ¡No necesitaba una pensión miserable!

—¿Cómo eran las relaciones con el hijo?

Dio en el clavo. Esta vez se apagó una docena de llamitas y Montalbano tembló.

—¡Él lo mató!

—¿Está segura, señora?

—¡Él, él, él!

Las llamitas se apagaron todas a la vez. El comisario llegó a tientas hasta el balcón y abrió los postigos.

—Señora, ¿usted se da cuenta de lo que dice?

—¡Claro que me doy cuenta! ¡Es como si lo hubiera visto con estos ojos!

La ballena se agitaba con violentos sobresaltos y temblores y la colcha parecía un campo de amapolas movido por el viento.

—Explíquese mejor.

—¡Filippo es un desgraciado, un delincuente, un hombre sin oficio ni beneficio que a los treinta años sigue colgado de su padre! ¡Y se ha querido casar! En resumen, no había semana que no viniera aquí a pedirle dinero a su padre. Y el otro no paraba de darle, y darle. Me decía que su hijo le daba pena, que era culpa suya que estuviera así. Él era el responsable del accidente, su hijo se había dañado el cerebro y no se podía concentrar en nada porque la cabeza no le respondía. Y el grandísimo desgraciado del hijo se aprovechaba. Finalmente, conseguí hacerle entender a Attilio qué clase de sinvergüenza aprovechado era Filippo. Attilio empezó a darle menos dinero, a veces hasta se lo negaba. ¡Entonces ese delincuente llegó a amenazar a su padre! ¡Una vez hasta le puso las manos encima! Anoche... —Se interrumpió y comenzó a sollozar. Sacó de debajo de la almohada un pañuelo tan grande como una toalla y se sonó la nariz. Los vidrios del balcón tintinearon. —Anoche Attilio vino a casa a cenar conmigo, y luego volvió a la suya; dijo que iba a ver no sé qué en la televisión y que luego se acostaría. Yo no quiero televisión. ¡Se ven sin querer cosas que hacen ruborizar a una mujer decente!

Montalbano no tenía ningún interés en adentrarse en una discusión sobre ética televisiva.

—Me decía que anoche...

—Mi cocina y la de Attilio están separadas por una pared. Yo estaba lavando los platos cuando oí las voces de Attilio y de Filippo. Discutían.

—¿Está segura de que era la voz del hijo?

—¡Pondría las manos en el fuego!

—¿Oyó palabras, frases?

—Claro. Oí que Attilio decía: «¡Nada, no te voy a dar ni una lira!» Y Filippo gritaba: «¡Y yo te mato! ¡Te mato!»

Luego escuché un ruido de... de...

—¿Lucha?

—Sí, señor. Y una silla que caía al suelo. No sabía qué hacer, dudaba. Pero como luego ya no oí nada más, sólo el televisor, me tranquilicé. En cambio...

Esta vez hubo sollozos y aullidos.

—¿Cómo cree que Filippo entró en la casa?

—¡Tenía la llave! Mil veces le dije a Attilio que le pidiera que se la devolviera, pero él ¡como si nada!

—¿Cómo descubrió lo que había sucedido?

—Esta mañana fui a la primera misa, pero como iba a comulgar, no entré en la cocina a prepararme el café. Volví a las siete y oí que en la cocina de Attilio todavía estaba encendido el televisor. Eso me extrañó; nunca miraba televisión por la mañana. Entonces fui a la casa...

—¿Quién le abrió?

La viuda Tumminello, que se preparaba otra vez para sumergirse en sollozos, se detuvo.

—Nadie. Tengo la llave.

Sonó el timbre de la entrada.

—Voy yo —dijo el comisario.

Era Fazio. A su lado, un hombre de unos treinta años, extremadamente delgado, con los pantalones raídos, el saco deformado, despeinado, sin afeitar. Montalbano no tuvo tiempo de abrir la boca cuando a sus espaldas sonó un alarido.

La viuda Tumminello, que además de su preferencia por las novelas rosa poseía cierta inclinación hacia la tragedia, se había levantado y señalaba al joven con el brazo extendido y el dedo índice tembloroso.

—¡El asesino! ¡El parricida!

Cayó al suelo, desmayada. Fue como si una ligera sacudida provocada por un terremoto moviera el edificio.

—Saquémoslo de aquí —dijo Montalbano, preocupado—; llévalo a la comisaría.

—¿De modo que usted no sabía que su padre había sido asesinado?

—No, señor.

—Pero si lo primero que dijiste cuando entraste en la casa fue: «¿Es verdad que papá?...» Y te echaste a llorar —intervino Fazio.

—Es verdad. Lo de papá me lo dijo el que tiene la ferretería cuando me vio entrar en el edificio.

—¿Ayer por la tarde te peleaste con tu padre?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no quiso darme el dinero que le pedí.

—¿Por qué no te lo quiso dar?

—Dijo que ya no quería mantenerme más.

—Y tú lo amenazaste de muerte. Lo dijiste y lo hiciste —intervino Fazio de nuevo.

Montalbano lo miró de mala manera. No le gustaba que lo interrumpieran, y tampoco le parecía justo que a uno lo tutearan sólo porque se encontraba en posición de inferioridad. Pero Filippo Gambardella apenas reaccionó a las palabras de Fazio; era un hombre apático, ausente.

—No fui yo.

En voz baja.

—¿Cuál es el motivo que esta mañana lo ha impulsado a volver a casa de su padre? Al creerlo todavía vivo, ¿quería pedirle otra vez el dinero que ayer no le dio?

—No era ésa la razón.

—¿Cuál era?

Filippo Garmbardella parecía turbado, y murmuró algo que el comisario no entendió.

—Más fuerte, por favor.

—Quería pedirle perdón.

—¿Por qué?

—Por haberle dicho que si no me daba dinero lo mataba.

—¿No se habían peleado otras veces?

—En los últimos tiempos, sí. Pero antes nunca le había dicho que iba a matarlo.

—Y después de la pelea, ¿adónde fue?

—A la taberna de Minicuzzo. Me emborraché.

—¿Cuánto tiempo se quedó allí?

—No sé.

—Y después de emborracharse, ¿a dónde fue?

—No sé.

No era que no quisiera contestar a las preguntas; Montalbano sabía que era sincero.

—¿Se cambió de ropa? —Filippo Gambardella lo miró aturdido. —Esta mañana, antes de ir a casa de su padre, ¿ha pasado por su casa? ¿Se ha cambiado de traje?

—¿Cómo iba a cambiarme? Sólo tengo éste.

—¿Cuánto hace que no come?

—No sé.

—Llévatelo —le dijo el comisario a Fazio—, que se lave y que le traigan algo del bar. Luego seguiremos.

—Detrás de un cuadro que tenía Gambardella en el dormitorio encontré esto —dijo Galluzzo cuando volvió de registrar la casa del muerto.

Era un sobre amarillo, de tipo comercial. Encima habían escrito: «ÁBRASE DESPUÉS DE MI MUERTE». Dado que quien lo había escrito estaba muerto, el comisario lo abrió. Unas cuantas líneas en las que se decía que Attilio Gambardella, en plena posesión de sus facultades mentales, dejaba todo lo que poseía, casas, almacenes, terrenos y dinero líquido a su único hijo Filippo Gambardella. La fecha era de tres años antes. En ese momento entró Fazio.

—Comió y se quedó dormido. ¿Qué hago?

—Déjalo que duerma —dijo el comisario enseñándole el testamento.

Fazio lo leyó y torció el gesto.

—Es una buena razón contra Filippo Gambardella —comentó.

—¿Qué quieres decir?

—Que tenemos el móvil.

—Me llamo Gianni Puccio —dijo el hombre de unos cuarenta años, distinguido y educado, que había pedido ser recibido por el comisario.

—Mucho gusto. Dígame.

—En el pueblo corre la voz de que han arrestado a Filippo Gambardella por haber matado a su padre. ¿Es cierto?

—No es cierto —repuso con sequedad Montalbano.

—Entonces, ¿lo han dejado en libertad?

—No. ¿No sería mejor que me dijera qué ha venido a decirme, sin hacer preguntas?

—Quizá sea lo mejor —admitió Gianni Puccio un poco amedrentado—. Bien, anoche, hacia las ocho y media o las nueve menos cuarto, el coche —soy representante de comercio— se me paró justo delante de la casa de Gambardella, al que conocía desde hacía años. También conozco a su hijo Filippo. Bajé y abrí el capó. En ese momento oí la voz alterada de Attilio Gambardella. Alcé la vista. Attilio estaba en el balcón y le gritaba a alguien que estaba en la calle: «¡No vengas más! ¡Sólo tendrás el dinero después de mi muerte!» Luego volvió a entrar y cerró el balcón.

—¿Vio a quién se dirigía?

—Sí. A su hijo Filippo. Como en el pueblo se dice que lo mató después de una discusión, yo, en conciencia, puedo declarar que las cosas no fueron así.

—Me ha sido de mucha utilidad, señor Puccio.

—¿Y qué significa? No significa nada —dijo Fazio—. Muy bien, no lo mató durante la discusión, pero lo hizo después. Fue a la taberna, se emborrachó, el vino le dio valor, volvió a casa del padre y lo mató.

—Estás convencido de que fue él, ¿verdad?

—¡Pues sí, señor!

—Podría ser. Gallo ha ido a interrogar a Minicuzzo, el tabernero. Dice que Filippo llegó a eso de las nueve, se bebió una botella de dos litros y salió cuando todavía no eran las diez y media.

—¿No ve? Tuvo todo el tiempo del mundo para volver y acuchillar a su padre. El doctor Pasquano ha dicho que el delito se cometió entre las ocho y las once, ¿no? Las cuentas salen.

—Ya.

—¿Se puede saber qué es lo que no le cuadra?

—Según la lógica, no me cuadra que no haya tomado los dos millones que había en la casa. Necesitaba dinero. Mata al padre. ¿Por qué, entonces, no lo redondea y se lleva los dos millones? ¿Y cómo se consigue dar tantas cuchilladas a alguien y no tener la más mínima mancha en el traje? ¿Recuerdas la cantidad de sangre que había en la cocina?

—Comisario, ¿está de broma? Si le cuenta sus dudas al juez se reirá en su cara. No se llevó los dos millones porque no fue un asesinato premeditado. Cuando vio a su padre muerto, una vez pasada la rabia que le hizo dar las treinta puñaladas, se asustó y huyó. En segundo lugar, o volvió a su casa, contrariamente a lo que dice la mujer, y se cambió el traje manchado de sangre, o se lo pidió a cualquier amigote de la taberna y el suyo lo tiró al mar.

—¿Estás convencido de que tenía el traje manchado de sangre?

—Es indudable.

—Escúchame con atención, Fazio. El señor Puccio ha venido a decirnos que vio a Filippo hacia las ocho y media o nueve menos cuarto delante de la casa de su padre. Gambardella todavía estaba vivo. Según Minicuzzo, Filippo llegó a la taberna a las nueve. Por lo tanto, si mató a su padre después que Puccio lo viera, no tuvo tiempo de ir a su casa y cambiarse de traje, si a las nueve estaba en la taberna de Minicuzzo. ¿Tengo razón?

—Sí, señor.

—Eso quiere decir que el homicidio se cometió cuando él ya estaba borracho, ¿no es cierto? Tú mismo has planteado esta hipótesis.

—Sí, señor.

—Pero si ha actuado así, las cosas cambian. Ya no se trata de un impulso asesino durante una pelea. Es algo pensado y meditado. Por lo tanto, no habríamos encontrado los dos millones en el cajón. Y le habría interesado hacerlos desaparecer, a fin de simular un robo.

—¿Quién habla de robos? —preguntó alegremente Mimì Augello entrando en el despacho de su superior.

El rostro de Montalbano se volvió hosco.

—¡Mimì, eres un caradura! ¡No se te ha visto en toda la mañana!

—¡Cómo! ¿No te dijeron nada? —preguntó Mimì, sorprendido.

—¿Qué tenían que decirme?

—Esta mañana, a primera hora —explicó paciente Augello—, el señor Zuccarello ha venido a denunciar un robo en su casa, que está junto a la vieja estación. Su mujer y él se quedaron a dormir en Montelusa, en casa de la hija casada. Cuando volvieron, se dieron cuenta del robo. Se llevaron la plata y algunas joyas. Dado que estabas ocupado con lo de Gambardella, me encargué del caso.

—Entonces, si ya te ocupas tú, los ladrones pueden dormir tranquilos y los señores Zuccarello es mejor que se despidan de la plata —comentó el comisario con malicia.

Mimì Augello, con muy poca elegancia, cerró el puño derecho, estiró el brazo y puso encima con fuerza la mano izquierda, a la altura del codo.

—¡Toma! Ya he detenido al ladrón.

—¿Y cómo hiciste?

—Salvo, en Vigàta los ladrones de departamentos apenas son tres, y cada uno trabaja con una técnica particular. Estas cosas no las sabes porque no te ocupas de ellas; tu cerebro sólo se enfrenta a cuestiones de alta especulación.

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