Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
Cuando estaban cerca de la playa en la que ya se podía distinguir a las personas, Libania lanzó un grito sofocado e indicó en una dirección:
—¡Dios mío! ¡Allí están!
El comisario le hizo bajar el brazo; no quería que aquellos dos sospecharan, conociendo los cargos que se les venían encima. En la carretera que bordeaba la playa había una casa rodante estacionada. Los dos jóvenes, altos y rubios, tomaban sol, con los ojos ocultos con anteojos oscuros. Aunque no habrían podido reconocerla con el vestido de Livia y el rostro medio cubierto por el pañuelo, el comisario hizo que Libania se tendiera en el fondo del bote.
La muchacha obedeció, quejándose: cada movimiento le producía dolor.
Había una gran casa rodante en la que se vendían bebidas y helados. Montalbano se aproximó y pidió una cerveza helada. El encargado sonrió mientras la servía.
—¿Qué se le ha perdido por aquí?
—¿Me conoce?
—Claro que lo conozco. Soy de Vigàta. Usted es el comisario Montalbano.
Lanzó un suspiro de alivio: solo no habría podido apresar a los dos jóvenes suizos, que eran unos atletas.
—Querría pedirle un favor —dijo Montalbano haciéndole una seña para que saliera de detrás del mostrador.
—A sus órdenes.
El hombre le dijo a su mujer, que estaba lavando vasos, que lo sustituyera y se alejó unos pasos con el comisario.
—¿Ve a esos dos muchachos rubios que están tomando sol?
—Sí. Llegaron con la casa rodante. Esta mañana vinieron a comprar un helado. Estaban con una joven de Cabo Verde; eso les oí decir.
—Estos dos buenos muchachos primero violaron a la muchacha y luego intentaron matarla.
El hombre dio un salto y se habría lanzado sobre ellos si Montalbano no lo hubiera detenido.
—Calma. No podemos dejarlos escapar. ¿Sabe de alguien en la playa que tenga un celular?
—Hay tantos como quiera.
Precisamente en ese momento un señor dejó un celular en el mostrador y pidió un cucurucho de crema y chocolate.
—Permítame —dijo Montalbano, tomándolo.
—¿Qué mierda...?
El de las bebidas intervino enseguida.
—El señor es comisario. Es un asunto urgente.
El otro enseguida cambió de tono.
—¡Por favor! Úselo.
Montalbano llamó a Fazio a comisaría, le explicó dónde se encontraba, le ordenó que acudiera cuanto antes; Gallo, el conductor, estaba autorizado a creerse en Indianápolis y le dijo que también quería una ambulancia.
Luego organizó un plan con el del puesto de bebidas para que la cosa se llevara a cabo con discreción y con toda seguridad. El hombre cortó una cuerda gruesa en cuatro trozos, dos se los dio al comisario y dos se los quedó él. Luego fue hasta el hombre que alquilaba botes y le dijo que le diera dos remos. Cada uno con un remo al hombro, en actitud indolente, se acercaron a los suizos. Cuando llegaron a la altura de los pies de uno de ellos, Montalbano se volvió de repente y le dio un fuerte golpe entre las piernas con el costado del remo. Con perfecta sincronía, el vendedor de bebidas hizo lo mismo. En un abrir y cerrar de ojos, antes de que pudieran recuperar el aliento y quejarse, los dos jóvenes se encontraron boca abajo en la arena con las manos y los pies atados. Y lo bueno fue que ningún bañista se dio cuenta de nada.
—Quédese aquí —le dijo el comisario al vendedor de bebidas que miraba a su alrededor con un pie sobre el suizo que había capturado, como un cazador de leones fotografiado con el animal abatido.
Montalbano pidió un vaso de cartón y una botella de agua mineral y se dirigió al bote. Libania temblaba, tenía la frente hirviendo porque le había subido la fiebre, gemía. El comisario le dio el vaso de agua, pero Libania bebió directamente de la botella; estaba sedienta.
—Dentro de poco llegará la ambulancia que te llevará al hospital.
Libania le tomó una mano y se la besó.
* * *
Para volver tardó mucho más que para ir; tenía los brazos destrozados. Cuando vio la playita, se cruzó con Livia, que estaba nadando al otro lado de la escollera.
—¿Dónde te habías metido?
—Fui a dar una vuelta —contestó sombrío Montalbano.
Livia subió con agilidad al bote.
—¡Dios mío, qué paz! ¡Qué tranquilidad! Mimì tendría que habernos hablado antes de este sitio.
Vararon el bote en la arena, Livia no se había dado cuenta de la desaparición de la toalla, del caftán y del pañuelo. Canturreando tomó la heladera portátil y la abrió. ¡La excursión! Montalbano cerró los ojos para no ver el horror.
—Ya está listo.
Allí estaba: el mantelito a cuadritos, los vasos de plástico, las botellitas de cerveza, las servilletas de papel, los cuatro sándwiches con sus respectivos rellenos.
Montalbano se sentó, cansado; había que beber el cáliz amargo hasta el fondo. Y en aquel momento, Dios grande y misericordioso, movido por la piedad, se decidió a intervenir. Violento, sin previo aviso, sin un porqué, llegó un golpe de viento, uno solo, que se llevó volando el mantel y las servilletas en un remolino de arena. Las mitades de los sándwiches se abrieron, rodaron y dejaron caer el contenido; tortillita, queso y jamón quedaron cubiertos por una fina capa de arena. Tres sándwiches llegaron hasta la orilla del mar y se mojaron.
—Tendremos que volver —dijo Livia desconsolada.
—¡Qué lástima! —contestó Montalbano.
Montalbano pasó la Navidad en Boccadasse con Livia, y el 27 por la mañana fueron los dos al aeropuerto Colombo; el comisario para volver a Vigàta y Livia a pasar el fin de año en Viena con algunos compañeros de oficina. A pesar de la insistencia de su mujer para que participara en el viaje, Montalbano se resistió: aparte de que con los amigos de Livia se habría sentido desplazado, lo cierto era que no le gustaban las fiestas. La noche de fin de año en el salón de un hotel, con docenas y docenas de desconocidos, fingiendo alegría durante la cena y el baile, le habría hecho subir la fiebre. Que por cierto le subió igualmente: la sintió durante el trayecto del aeropuerto de Punta Ràisi a Vigàta. Una vez en casa, en Marinella, se puso el termómetro: apenas treinta y siete y medio; no tenía importancia. Fue a la comisaría para enterarse de las novedades, porque había estado fuera una semana. El 31 por la mañana, cuando se presentó en el despacho, Fazio se quedó mirándolo.
—¿Qué le pasa, comisario?
—¿Por qué?
—Tiene la cara congestionada y los ojos brillantes. Tiene fiebre.
Resistió una media hora. Luego no pudo más, no entendía lo que le decían y, si se ponía de pie, la cabeza le deba vueltas. En casa encontró a Adelina, la mucama.
—No me prepares nada. No tengo apetito.
—¡María santísima! ¿Por qué? —preguntó alarmada la mujer.
—Tengo un poco de fiebre.
—¿Preparo una sopa livianita?
Se puso el termómetro: cuarenta. No le quedó más remedio que obedecer y meterse enseguida en la cama. La mucama estaba acostumbrada a hacerse respetar por sus dos hijos, que eran dos auténticos delincuentes; al menor, que se encontraba en la cárcel, lo arrestó el comisario. Le arregló las mantas, enchufó el teléfono al lado de la cama e hizo el diagnóstico:
—Es la epidemia de gripe. La tiene medio pueblo.
Salió, volvió con una aspirina y un vaso de agua, levantó la cabeza de Montalbano, le hizo tragar la pastilla y cerró las persianas.
—¿Qué haces? No tengo sueño.
—Pero tiene que dormir. Estoy en la cocina. Si me necesita, llámeme.
A las cinco de la tarde se presentó Mimì Augello con un médico que no hizo otra cosa que confirmar el diagnóstico de Adelina y prescribió un antibiótico. Mimì fue a la farmacia a comprarlo y cuando volvió no se decidía a dejar a su amigo y superior.
—¡Tener que pasar la noche de fin de año así, enfermo y solo!
—Mimì, ésta es la verdadera felicidad —repuso el comisario con tono franciscano.
Cuando al fin lo dejaron en paz, se levantó, se puso un pantalón y una tricota, se sentó en el sillón y se dedicó a mirar televisión. Se durmió. El teléfono lo despertó a las nueve de la noche: era Fazio, que llamaba para saber cómo se encontraba. Calentó la sopa livianita de Adelina y la tomó de mala gana; el sabor no le gustó. Vagabundeó durante una hora, arrastrando las pantuflas, ora hojeando un libro, ora cambiándolo de sitio. A las once, entre un noticiario y el otro, pasó Niccolò Zito muy compungido: el comisario tenía que haber festejado en su casa la llegada del nuevo año. A medianoche en punto, mientras sonaban las campanas y estallaban las descargas, Montalbano tomó el segundo comprimido del antibiótico («uno cada seis horas, recuérdelo», le había dicho el médico) y lo tiró en el inodoro como había hecho con el primero. A la una de la madrugada sonó el teléfono.
—Felicidades, amor mío —dijo Livia desde Viena—. Hasta ahora no he podido conseguir comunicación.
—He vuelto ahora mismo —mintió Montalbano.
—¿Dónde estuviste?
—En casa de Niccolò. Diviértete, amor. Besos.
Durante horas estuvo dando vueltas en la cama, entre sudores, agitado, y logró conciliar el sueño de madrugada. A las siete sonó el teléfono.
—¿Comisario? ¿Es usted en persona?
—Sí, Catarè, soy yo. ¿Qué carajo quieres a estas horas?
—Primero, desearle feliz año nuevo. Mucha salud y felicidad, comisario. Después, quería decirle que hay un muerto de paso.
—Pues déjalo pasar. —Tuvo la tentación de colgar, pero el sentido del deber no se lo permitió. —¿Qué significa de paso?
—Significa que lo han encontrado en el hotel Reginella, el que está después de Marinella, en la casa que está al lado de la suya.
—Muy bien, ¿pero por qué has dicho que es un muerto de paso?
—Comisario, ¿y usted me lo pregunta? Uno que está en un hotel seguramente es un viajero de paso.
—Catarè, ¿te has enterado de que tengo fiebre?
—Sí, comisario, le pido perdón. Ha sido la fuerza de la costumbre lo que me ha hecho llamarlo. Ahora llamo a Augello.
A partir de las diez empezaron las llamadas para saludarlo por el año nuevo, una tras otra. A media mañana llegó Adelina, a la que no esperaba.
—No importa que sea fiesta; no podía dejarlo solo, y he venido a arreglar esto un poco.
Hizo la cama y limpió el cuarto de baño.
—Ahora le voy a preparar una sopa menos liviana que la de ayer.
Hacia la una llamó a la puerta Mimì Augello.
—¿Cómo estás? ¿Tomaste los comprimidos?
—Claro. Y me están haciendo efecto. Ahora tengo treinta y nueve.
Los comprimidos de las seis y de las doce habían tenido el mismo final que los dos primeros.
—Oye, Mimì, ¿qué historia es esa del viajero?
—¿Qué viajero?
—Ese que estaba en el hotel de aquí al lado. Esta mañana me llamó Catarella.
—¡Ah, ése!
Montalbano miró a los ojos a su segundo: como actor, Augello era una nulidad.
—Mimì, te conozco por dentro y por fuera. Te quieres aprovechar.
—¿De qué?
—De mi enfermedad. Me quieres apartar de la investigación. Adelante, quiero que me cuentes todo, con pelos y señales. ¿Cómo murió?
—Le han pegado un tiro. Pero no era un viajero. Era el marido de la señora Liotta, la propietaria del hotel.
Rosina Liotta era una agradable treintañera, de ojos avispados, a quien el comisario conocía de vista. Del marido no sabía nada; antes bien, estaba convencido que era soltera o viuda. Mimì Augello le explicó la historia. A los dieciséis años, Rosina era camarera del hotel Italia de Catania, donde habitualmente se hospedaba el comendador Ignazio Catalisano cuando iba a la ciudad por negocios. Catalisano era un lobo solitario: nunca se quiso casar y tenía un hermano con el que no se trataba. La apetitosa Rosina, que aparentaba ser blanca y pura como un corderillo pascual, enterneció el corazón y todo lo demás del lobo solitario, que entonces ya había pasado con creces el umbral de los sesenta. La conclusión fue que después de tres años de viajes cada vez más frecuentes a Catania, el comendador murió de un infarto en la cama de su camarera en el hotel Italia, cama de la que Rosina huyó aterrorizada. Algún tiempo después del fallecimiento de Catalisano, Rosina fue convocada por un notario de Vigàta. Era una muchacha despierta, y relacionó la muerte de su amante con la llamada del notario. Pidió la liquidación en el hotel y, sin decir nada a sus padres ni a sus hermanos, a los que por otra parte ella les importaba un comino, se trasladó a Vigàta. Una vez allí se enteró de que el comendador, para evitar conflictos y la posible impugnación del testamento, se lo dejaba todo al hermano, salvo la villa de Marinella y cien millones en efectivo como agradecimiento. Volvió a Catania, donde residía, y se fue a vivir a una modesta pensión. El dinero de la herencia, siguiendo el consejo del notario, lo depositó en un Banco de Catania. La primera vez que Rosina fue al Banco para que le dieran un talonario de cheques, conoció al cajero Saverio Provenzano, que tenía diez años más que ella. No fue un flechazo. Al principio el cajero le aconsejó cómo invertir el dinero y a Rosina le gustó, a su manera. Cuando la joven cumplió veinticinco años, quiso que el cajero se casara con ella. Tres años después, Provenzano dejó el Banco. Con el dinero de la liquidación y con el de Rosina, decidieron transformar la villa de tres pisos en las afueras de Marinella en un hotel pequeño y elegante: el Reginella. El negocio enseguida les fue muy bien.
Apenas un año después de la inauguración del hotel, un antiguo cliente le hizo a Provenzano una atractiva oferta de trabajo. Se trataba de trasladarse a vivir a Moscú como representante de una empresa de importación-exportación. Rosina no quería que su marido aceptara y hubo discusiones que llegaron a ser muy agrias. Ganó el marido. En los tres años que llevaba trabajando en Moscú, Provenzano volvió a Vigàta en diez ocasiones y no faltó una sola noche de fin de año. Esta vez llegó a Vigàta con retraso, el día 31 por la mañana, porque había huelga de controladores aéreos.
Mimì Augello interrumpió su relato.
—Estás pálido y cansado. Después te cuento el resto.
Empezó a levantarse pero Montalbano lo sujetó por el brazo y lo obligó a sentarse otra vez.
—Tú no te mueves de aquí.
—El doctor Panseca alquiló todo el hotel porque siempre pasa el fin de año con sus amigos en el Reginella. La señora Rosina dejó una habitación libre para su marido; le reservó provisionalmente la veintidós que...