Un mes con Montalbano (31 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Y ahora ¿cuántos hay?

Gaetano Borruso cerró los ojos claros.

—Éste es el segundo par que saco desde hace un año. Quedarían cuarenta y seis, pero cinco pares los regalé a personas que los necesitaban, pobrecitos. —Captó algo en la expresión de Montalbano—. No se equivoque, señor. Las personas a las que se los regalé están fuertes y sanas y nada tienen que ver con el asesinato. Si quiere, puede comprobarlo. No estoy echando la culpa a nadie.

—Entonces quedan cuarenta y un pares.

—Sí, pero yo he contado cuarenta.

—¿Falta un par?

—Sí, señor. En cuanto me enteré de que el cuerpo tenía señales de los clavos, fui a comprobarlo porque se me ocurrió algo.

—¿Qué?

—Que podían haberme robado un par de zapatos para utilizarlos como lo han hecho, para hacer creer que fui yo. Vengan conmigo.

Se levantaron y entraron en la única habitación. El catre con la mesita de noche a la izquierda, una mesa con cuatro sillas en el centro, la cocina y una cómoda grande en la parte opuesta a la puerta principal. En la pared de la derecha se abrían dos puertas pequeñas. La letrina se veía al otro lado de una de ellas. Borruso abrió la otra girando el pomo y encendió la luz. Se encontraron en una habitación amplia convertida en despensa y alacena.

—Los zapatos están allí —dijo Borruso señalando una estantería rústica.

A Montalbano le costó reprimir las náuseas. En cuanto entró en aquella habitación, se le metió en el estómago un violento hedor a rancio.

Los zapatos estaban alineados en cuatro anaqueles de la estantería, cada par envuelto en papel de diario. Borruso tomó un par, le quitó el papel y se lo enseñó a Montalbano, que entonces entendió de dónde procedía el mal olor que le producía náuseas: en cada zapato había un dedo de grasa.

—La puse hace quince días —explicó Borroso—; así se conservan como nuevos.

El sargento empezó a contar, y Montalbano aprovechó para mirar las fechas de las hojas de los diarios. No eran recientes; una veintena de ellos estaban amontonados en un extremo vacío de uno de los estantes.

—Me los dio el quiosquero de Castro —explicó Borroso, cuando comprendió lo que estaba pensando Montalbano.

—... y cuarenta —dijo el sargento—. Los he contado dos veces; no me puedo equivocar.

—Salgamos —decidió Montalbano.

El aire fresco hizo que enseguida le desaparecieran las náuseas. Inspiró profundamente y estornudó.

—Salud.

Volvieron a sentarse bajo el emparrado.

—Según su opinión, ¿cómo consiguió el ladrón entrar en la casa mientras usted no estaba?

—Por la puerta —contestó Borroso con ligera ironía. Y añadió: —Dejo todo abierto. Nunca cierro con llave.

Lo primero que hizo Montalbano cuando volvió a Villalta fue ir a ver al forense, un viejecito muy amable.

—Doctor, perdone, pero necesito una información sobre el cadáver de Casio Alletto.

—Todavía no he redactado el informe, pero dígame.

—En la cara, además de las señales de los clavos, ¿había rastros de grasa para zapatos?

—¿Rastros? —dijo el médico—. ¡Había media tonelada!

A la mañana siguiente, Montalbano llegó tarde a Castro, porque pinchó: era incapaz de cambiar una goma y ni siquiera sabía dónde estaba el gato. Cuando entró en la comisaría, el sargento Billè fue a su encuentro, sonriente.

—Borroso nada tiene que ver en este asunto. Las cosas fueron como nos dijo: le robaron los zapatos para dirigir las sospechas hacia él, porque tenía un motivo contra Casio Alletto. Hay que empezar de nuevo.

Billè siguió sonriendo.

—¿Qué pasa?

—Apenas hace un cuarto de hora he detenido al asesino. Ha confesado. Quería avisarle. Llamé a la jefatura y me dijeron que usted estaba en camino.

—¿Quién es?

—Cocò Sampietro, de la banda de Casio, un individuo medio idiota.

—¿Cómo ha sido?

—Esta mañana a las siete llegó al mercado uno de afuera a vender habas. Iba montado en una mula. Cuando le vi los zapatos tuve un sobresalto. Pero fui discreto. Me lo llevé aparte y le pregunté dónde los había comprado. Me dijo muy tranquilo que la noche pasada se los había vendido Cocò Sampietro. Entonces nos escondimos y, en cuanto Sampietro salió de la casa le pusimos las esposas. Cantó enseguida y nos contó que toda la banda se había rebelado contra Casio porque no cumplía los pactos.

—Pero si es medio idiota, como dice, no podía pensar en hacer recaer la culpa sobre Borroso.

—No fue él. Nos dijo que el plan lo organizó Stefano Botta, que era el brazo derecho de Casio.

—Felicitaciones.

—Gracias. ¿Quiere venir conmigo? Quedan por arrestar cinco personas.

Montalbano lo pensó un instante.

—No. Vayan ustedes. Yo voy a visitar al rey pastor. Le agradará saber cómo ha acabado todo este asunto.

La rata muerta

Eran las diez de la mañana de un día feliz de comienzos de mayo. El comisario Montalbano, al ver que no tenía demasiado trabajo en el despacho y que su segundo Mimì Augello, tocado de la gracia divina, tenía la intención de trabajar, decidió que un largo paseo hasta el faro era lo mejor que podía hacer. Pasó por delante del quiosco habitual, compró una bolsita de castañas de cajú, semillas de calabaza y garbanzos tostados y se dirigió al muelle del levante.

Poco antes de llegar a su roca preferida, debajo del faro, se vio obligado a dar un salto repentino: sin advertirlo, iba a pisar una gran rata muerta. Con respecto a las ratas, Montalbano era muy femenino: lo horrorizaban, aunque lograba no demostrarlo. Dio tres pasos y se detuvo.

Algo lo inquietó, aunque no supo cómo ni por qué. En eso consistía el privilegio y la maldición del policía nato: captar a ras de piel, olfatear la anomalía, el detalle en ocasiones imperceptible que no cuadraba con el conjunto, la mínima falla con respecto al orden establecido y previsible. Faltaban tres pasos para la roca en el extremo del muelle, los dio y se sentó. Abrió la bolsita de plástico con la fruta seca, pero su mano permaneció en el interior, paralizada. Imposible fingir que no sucedía nada. En el mundo abarcado por su ojo, algo desentonaba, algo estaba fuera de lo normal.

—¡Paciencia! —murmuró, rindiéndose—. Vamos a ver.

A pocos pasos, una barca de pesca de altura estaba sujeta al amarre con un cabo. Se llamaba «San Pietro pescatore» y era de Mazàra del Vallo. El pesquero permanecía completamente inmóvil, en el mar llano. A bordo no debía de haber un alma. A la derecha, hacia el pueblo, había un pescador de caña, un habitual a quien el comisario conocía de siempre y que cada vez que iba por allí lo saludaba.

Y basta. Nada más. ¿Por qué, entonces, esa aguda sensación de malestar? Luego la mirada descendió hasta la rata que había estado a punto de pisar, y la vibración interna que sentía aumentó de frecuencia. ¿Era posible que la causa de su malestar fuera una rata muerta? ¿Cuántas se veían, vivas y muertas, de día y de noche, dentro del recinto del puerto? ¿Qué tenía de particular aquella rata? Dejó la bolsita de fruta seca encima de la roca, se levantó, se acercó a la rata y se agachó para verla mejor. No, tenía razón, allí había algo raro. Miró a su alrededor, vio un pedacito de cuerda, lo recogió y movió el cadáver venciendo a duras penas el asco. ¿Cómo se mata habitualmente una rata? Con veneno, de un bastonazo, de una pedrada. Aquella estaba intacta; sólo que le habían abierto el vientre con una hoja muy afilada y luego le habían sacada las vísceras. Parecía un pescado limpio. La operación era reciente porque la sangre se conservaba roja, sin coagularse del todo. ¿A quién le gusta descuartizar una rata? Sintió un escalofrío por la espalda, una ligerísima sacudida eléctrica. Se maldijo, fue hasta la roca, vació la bolsita de plástico transparente en el bolsillo del saco y puso dentro la rata, con ayuda del trozo de cuerda. Luego envolvió la bolsita en el diario que había comprado para que en el pueblo no se dijera que el comisario Montalbano se había vuelto loco y salía de paseo con una rata muerta. Cuando, a través del diario y del plástico notó el cuerpo blando del animal, sintió deseos de vomitar. Y vomitó.

* * *

—¿Qué demonios quiere? ¡Hace quince días que no me llega ningún muerto suyo! —exclamó el doctor Pasquano, el forense, mientras lo hacía entrar en su oficina.

Si se lo sabía llevar, Pasquano era un buen hombre, pero tenía un carácter imposible. Montalbano se sintió cubierto de sudor: ahora venía lo difícil. No sabía por dónde empezar.

—Necesitaría un favor.

—Adelante, tengo poco tiempo.

—Bien, doctor, pero antes debe prometerme que no se enojará; de otro modo no le digo nada.

—¿Y cómo hago? ¡Quiere un milagro! ¡Estoy enojado de la mañana a la noche! ¡Y con esa introducción, me voy a enojar el doble!

—Si es así...

Montalbano amagó levantarse de la silla. Era sincero: ir a ver a Pasquano había sido una solemnísima estupidez, ahora se daba cuenta.

—¡No! ¡Demasiado fácil! ¡Ahora que ha venido, tendrá que contarme todo! —lo intimó el forense, enfadado.

Sin decir una palabra, el comisario sacó un envoltorio que le deformaba el bolsillo del saco y lo dejó en el escritorio. Pasquano se inclinó, lo abrió, miró y se puso morado. Montalbano esperaba una explosión y, en cambio, el médico se dominó, se levantó, se acercó y le puso una mano en el hombro, en actitud paternal.

—Tengo un colega muy competente. Y además es discreto, una tumba. Si quiere, lo acompaño.

—¿Un veterinario? —preguntó el comisario sin comprender.

—¡No, qué se ha creído! —exclamó Pasquano cada vez más convencido de que Montalbano no estaba bien de la cabeza—. Un psiquiatra. Se ocupa de cosas así, estrés, agotamiento nervioso...

Entonces el comisario entendió y, de repente, se enojó.

—¿Me está tomando por loco? —preguntó.

—No, no —repuso conciliador el médico. La actitud de Pasquano exasperó al comisario, que dio un fuerte manotazo en el escritorio. —Cálmese, todo se arreglará —añadió servicial, el forense.

Montalbano se dio cuenta de que si la cosa seguía adelante saldría de allí con el chaleco de fuerza. Se levantó y se enjugó la frente con el pañuelo.

—No padezco de agotamiento nervioso, no me estoy volviendo loco. Le pido excusas, ha sido culpa mía que se haya equivocado. Hagámoslo así: yo le cuento por qué le he traído esta rata y luego usted decide si debe llamar a los enfermeros o no.

El teléfono sonó en mitad de una película de espionaje con Michael Caine, mientras el comisario intentaba desesperadamente comprender algo. Miró instintivamente el reloj antes de descolgar. Eran las once de la noche.

—Soy Pasquano. ¿Está solo?

Tenía voz de conspirador.

—Sí.

—He hecho eso.

—¿Qué ha descubierto?

—Bueno, es sorprendente. La gasearon.

—Perdone, pero no entiendo.

—Para matarla debieron de utilizar un gas o algo parecido. Luego le hicieron una laparotomía.

Montalbano se quedó atónito.

—Parece un sistema complicado para eliminar a una...

—¡Cállese!

—¿Qué pasa? ¿Por qué lo asusta tanto decir claramente que le ha hecho la autopsia a una...?

—¡Otra vez! ¿Acaso no sabe que en los tiempos que corren pueden habernos intervenido el teléfono?

—¿Por qué?

—¡Qué mierda voy a saber por qué! ¡Pregúnteselo a ellos!

—¿Quiénes son ellos?

—¡Ellos, ellos!

Quizá quien estaba estresado era el doctor Pasquano, era él quien necesitaba al amigo psiquiatra.

—Oiga, doctor, razone un poco. Aunque nos intercepten y oigan que estamos hablando de una...

—¿Pero usted quiere arruinarme? ¿No comprende que si decimos abiertamente que estamos hablando de una... de lo que usted ya sabe, no nos creerían y pensarían que estamos hablando en clave? ¡Y luego vaya a explicarlo!

El comisario decidió que sería mejor cambiar de tema.

—Una cosa, doctor. ¿Cuánto tiempo tarda en salir a flote un cuerpo que ha caído al mar?

—Digamos que unas cuarenta y ocho horas. Pero hablemos claramente, comisario: si me trae otra, ¡los tiro a los dos por la ventana!

No logró conciliar el sueño.

A la seis de la mañana, una vez lavado y vestido, telefoneó a su segundo, Mimì Augello.

—¿Mimì? Soy Montalbano.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué mierda de hora es?

—Mimì, no hagas preguntas. Si me haces una pregunta más, cuando te vea en la comisaría te rompo los dientes. ¿Está claro?

—Sí.

—¿Vas a pescar alguna vez?

—Sí.

—¿Puedes prestarme una manga de red? —Silencio total. La línea no se había cortado porque oía claramente la respiración de Augello. —¿Por qué no contestas, idiota?

—Porque querría hacerte una pregunta.

—Bien, hazla, pero sólo una.

—No comprendo lo que entiendes por manga de red. ¿Un cucurucho?

—Una manga de red, una red en forma de cucurucho, eso que utilizan los pescadores.

—¡Ah, un salabre! No tengo, no lo utilizo. Mejor dicho, tengo uno.

—¿Lo tienes o no lo tienes?

—Sí, pero es cosa de niños; se lo dejó aquí mi sobrino cuando vino a bañarse.

—No importa; préstamelo. Dentro de media hora estaré a la puerta de tu casa.

Lo aterrorizaba la idea de que alguien del pueblo pudiera verlo con el salabre en el suelo y unos gemelos de teatro en la mano, dedicado a observar, desde el muelle, no el horizonte, sino las rocas situadas a sus pies. Por suerte no había nadie a la vista, el «San Pietro pescatore» había zarpado.

Poco después sintió que algo no funcionaba, que la búsqueda sería inútil. Quiso comprobarlo, tomó un boleto de tren que tenía en el bolsillo desde hacía quién sabe cuánto tiempo y lo echó al agua. El papel comenzó a dirigirse lentamente, pero sin cambiar de rumbo, hacia el lado opuesto del rompeolas, hacia la bocana del puerto. La corriente era contraria y a aquellas horas ya se había llevado todo lo que estuviera flotando a primeras horas de la mañana. ¿Podía volver con el salabre del niño en la mano? Decidió esconderlo entre las rocas del rompeolas, luego le diría a Mimì que fuera a buscarlo. Bajó con precaución, corriendo el riesgo de resbalar en la capa verdosa de algas y caer al agua. Mientras estaba inclinado para elegir el mejor lugar, descubrió otra rata muerta, encajada entre dos aristas. Con ayuda del salabre, consiguió sacarla tras media hora de esfuerzos. La observó con atención: también le habían hecho una laparotomía. Volvió a lanzar la rata al mar; no tenía ganas de llevársela a Pasquano.

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