Un mes con Montalbano (27 page)

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Authors: Andrea Camilleri

En cuanto llegó al despacho, telefoneó a Jacomuzzi, el jefe de la policía científica de la comisaría de Montelusa. Le contestaron que estaba en reunión, que le trasmitirían el mensaje y que él lo llamaría en cuanto acabara.

Los de la científica tenían el proyectil que había matado a Cocò Alletto y el que había entrado en el corazón de Gegè Nicotra. Y su revólver. Si los dos proyectiles resultaran proceder de la misma arma, su hipótesis se confirmaría de manera irrevocable, como si Gegè hubiera confesado el delito.

Sonrió, satisfecho.

¿Y después?

La pregunta repentina le atravesó el cerebro. La satisfacción que sentía comenzó a evaporarse. ¿Y luego?

¿Declarar culpable de homicidio a un muerto que yacía a pocos pasos de la tumba de su víctima tenía sentido?

¿Sumergir a la viuda en un mar de dolor nuevo y distinto sólo para su satisfacción personal?

Sonó el teléfono.

—¿Qué querías? —preguntó Jacomuzzi.

—Nada —contestó el comisario Montalbano.

Un asunto delicado

El profesor Pasquale Loreto, director de la escuela elemental Luigi Pirandello (en Montelusa y sus alrededores, todo hacía referencia al ilustre ciudadano, desde los hoteles y los baños hasta las pastelerías), era un hombre de unos cincuenta años, calvo, de aspecto cuidado y palabra breve. Dotes, estas últimas, que Montalbano apreciaba siempre, a no ser que la evidente turbación que afligía al director transformara, de vez en cuando, la natural brevedad del discurso en un balbuceo inconexo que agotaba la paciencia del comisario. Llegó un momento en que decidió que si no intervenía se haría de noche. Y eran las diez de la mañana.

—Si he comprendido bien, señor director, sospecha que uno de sus maestros presta una atención particular, llamémoslo así, a una niña de cinco años que asiste al jardín de infantes. ¿No es cierto?

—Sí y no —dijo Pasquale Loreto sudando y retorciéndose los dedos.

—Entonces explíquese mejor.

—Bien, puntualizando: la sospecha no la he tenido yo, sino la madre de la niña, que ha ido a hablar conmigo.

—Bien, la madre de la niña ha querido denunciar ante usted el asunto, en su calidad de director de la escuela.

—Sí y no —repuso el director retorciéndose de tal manera los dedos que durante un momento no consiguió desenredarlos.

—Entonces, explíquese mejor —dijo Montalbano repitiendo la misma frase.

Le parecía estar ensayando una comedia. Sólo que aquella historia no era una comedia.

—Bueno, la madre de la niña no se proponía hacer una denuncia formal; de otro modo me habría comportado de otra manera, ¿no cree?

—Sí y no —dijo Montalbano con mala intención, robándole la frase al otro.

Pasquale Loreto se quedó sorprendido; luego lanzó una improvisación sobre el texto.

—Perdone, ¿en qué sentido?

—En el sentido de que usted, antes de denunciar a su vez al maestro, debería haber recogido alguna prueba más en su contra. Debería haber llevado a cabo, como diría yo, una investigación personal en el ámbito del Instituto.

—Jamás habría hecho eso.

—¿Por qué no?

—¡Imagínese! ¡Al cabo de una hora, todo el mundo sabría en el Instituto que estaba haciendo preguntas sobre el maestro Nicotra! Ya hay murmuraciones; imagínese si les doy el más mínimo pretexto. No puedo dar palos de ciego.

—¡Y yo no puedo moverme sin una denuncia!

—Mire co... comisario, la ma... madre tiene escrú... escrúpulos...

—Hagámoslo de este modo —propuso Montalbano al oír que el otro volvía a tartamudear—. ¿Conoce a la señora Clementina Vasile Cozzo?

—Claro que sí —dijo el director Loreto con el semblante iluminado—. ¡Fue profesora mía! ¿Qué tiene que ver?

—Puede ser una solución. Si me reúno con la madre de la niña en casa de la señora Vasile Cozzo para una charla informal, la cosa no despertará curiosidad ni murmuraciones. Sería distinto si yo fuera a la escuela o si la señora viniera aquí.

—Perfecto. ¿Debe llevar a la niña?

—Por ahora no creo que sea necesario.

—Se llama Laura Tripòdi.

—¿La madre o la hija?

—La madre. La niña, Anna.

—Dentro de una hora lo llamaré al Instituto. Antes debo llamar a la señora Clementina y saber cuándo le viene bien.

—¡Comisario, qué pregunta! Puede venir a mi casa con quien quiera y cuando quiera.

—¿Le iría bien mañana por la mañana, a las diez? Así la señora Tripòdi lleva a la niña a la escuela y luego pasa por su casa. Espero no molestarla mucho rato.

—Molésteme hasta la hora de comer incluida. Haré que le preparen algo que le gustará.

—Usted es un ángel, señora.

Colgó y llamó a Fazio.

—¿Conoces a alguien del jardín de infantes Pirandello?

—No, comisario. Pero puedo informarme, mi sobrina Zina lleva allí a su hijo Tanino. ¿Qué quiere saber?

La señora Clementina sirvió el café con soltura, moviéndose con la silla de ruedas, y luego desapareció con discreción del salón. Hasta cerró la puerta. Laura Tripòdi no era en absoluto como el comisario la había imaginado.

Debía de haber cumplido hacía poco los treinta y, físicamente, era una mujer muy respetable. Nada vistosa; antes bien, el sobrio dos piezas que tenía puesto ocultaba las formas; la controlada sensualidad de la mujer, sin embargo, era tan palpable que afloraba de la mirada, del movimiento de las manos, del modo de cruzar las piernas.

—El asunto del que me ha hablado el director Loreto es muy delicado —empezó Montalbano—, y para poder moverme necesito tener una clara visión de la situación.

—Estoy aquí para eso —dijo Laura Tripòdi.

—¿Ha sido Anna, me parece que así se llama, quien le habló de las atenciones del maestro?

—Sí.

—¿Qué le ha dicho exactamente?

—Que el maestro la quería más que a las otras, que siempre estaba dispuesto a ponerle y a quitarle el abriguito, que le regalaba caramelos a escondidas.

—No me parece que...

—Al principio a mí tampoco. Claro que me molestaba que la niña se sintiera una privilegiada, hasta me dije a mí misma que un día u otro tenía que hablar con el maestro Nicotra. Luego sucedió algo...

Se detuvo, ruborizada.

—Señora, comprendo que le cueste hablar de un tema tan desagradable, pero anímese.

—Había ido a buscarla, como siempre, si no puedo lo hace mi suegra, y la vi salir, cómo diría, acalorada. Le pregunté si había corrido. Me contestó que no, me dijo que estaba contenta porque el maestro le había dado un beso.

—¿Dónde?

—En la boca.

Montalbano tuvo la certeza de que si hubiera acercado un fósforo a la piel de la cara de la mujer se habría encendido.

—¿Dónde estaba cuando el maestro la besó?

—En el pasillo. La estaba ayudando a ponerse el impermeable porque llovía.

—¿Estaban solos?

—No creo, era la hora en que todos salen de clase.

El comisario se preguntó cuántas veces habría besado a niños sin que las madres hubieran pensado mal. Luego apareció el asunto, nacional e internacional, de la pedofilia.

—¿Ha pasado algo más?

—Sí. La acarició.

—¿Cómo la ha acariciado?

—No me he atrevido a preguntárselo a Anna.

—¿Dónde fue?

—En el cuarto de baño.

Ay. El cuarto de baño no es el pasillo.

—¿Y qué le dijo el maestro para convencerla de que lo acompañara al cuarto de baño?

—No, comisario, no fue así. Anna se cortó un dedo, se echó a llorar y entonces el maestro...

—Comprendo —dijo Montalbano.

En realidad había comprendido poco.

—Señora, si las atenciones del maestro se han limitado a...

—Ya lo sé, comisario. Pueden ser tan sólo gestos de afecto sin segundas intenciones. Pero ¿y si no lo fueran? ¿Y si un día hiciera algo irreparable? Mi corazón de madre... —Iba a caer en lo melodramático. Se llevó una mano al corazón, respiraba con ansiedad. Siguiendo el gesto de la mano, el comisario no pensó en el corazón de Laura Tripòdi, sino en la suave carne que lo cubría. —Mi corazón de madre me dice que las intenciones de ese hombre no son buenas. ¿Qué debo hacer? No quiero denunciarlo, podría arruinado por culpa de un equívoco. Por esta razón se lo he contado al director: podrían alejarlo, con discreción, de la escuela.

¿Con discreción? Peor que una condena: en un tribunal podía defenderse, pero así, alejándolo a la chita callando lo dejaban en manos de las habladurías y no le quedaría más remedio que dispararse un tiro. Quizá la niña corría algún peligro, pero quien en ese momento se encontraba en una mala situación era el maestro Nicotra.

—¿Ha hablado con su marido?

Laura Tripòdi emitió una risita gutural, como el arrullo de una paloma. Cuando aquella mujer hacía cualquier cosa, hasta la más simple, en la mente de Montalbano aparecían imágenes de camas deshechas y cuerpos desnudos.

—¿Mi marido? ¡Pero si soy casi viuda, comisario!

—¿Qué significa casi?

—Mi marido es técnico del ENI. Trabaja en Arabia saudí. Antes vivíamos en Fela, luego nos trasladamos a Vigàta porque aquí vive su madre y me puede dar una mano con la niña. Mi marido viene a Vigàta dos veces al año y se queda quince días. Pero se gana bien la vida y yo tengo que contentarme.

Ese «contentarme» abrió al instante un abismo de sobreentendidos, en cuyo borde el pensamiento del comisario se detuvo asustado.

—Entonces vive sola con la niña.

—No exactamente. Tengo pocas amistades, pero dos o tres veces a la semana la niña y yo vamos a dormir a casa de mi suegra, que es mayor y viuda. Nos hacemos compañía. Mi suegra querría que nos trasladáramos definitivamente a vivir con ella. Quizás acabe haciéndolo.

—Leonardo Nicotra, nacido en Minichillo, provincia de Ragusa, el 7 del 5 del 65, hijo de Giacomo y de Anita Colangelo, exento del servicio militar.

¡Esto era nuevo, nuevo! ¡Exento del servicio militar! A Montalbano le irritaba la minuciosidad de Fazio, no comprendía por qué siempre se empeñaba en darle detalles inútiles. Alzó los ojos de los papeles y miró fijamente a Fazio. Sus miradas se cruzaron y el comisario se dio cuenta de que Fazio lo había hecho a propósito, para provocarlo. Decidió no darle pie.

—Sigue.

Algo desilusionado, Fazio continuó:

—Desde hace dos años vive en Vigàta, en la calle Edison número 25. Es maestro suplente del jardín de infantes Pirandello. No se le conocen vicios ni mujeres. No le interesa la política.

Dobló la hoja con las anotaciones, la guardó en el bolsillo y se quedó mirando a su superior.

—¿Bien? ¿Has acabado? ¿Qué quieres?

—Debería habérmelo dicho... —replicó Fazio, ofendido.

—¿Qué debería haberte dicho?

—Que se murmura del maestro Nicotra.

El comisario se quedó helado. ¿De modo que había otros casos? ¿No se trataba de la fantasía de una mujer cuyo marido estaba ausente demasiado tiempo?

—¿Qué has sabido?

—Mi sobrina Zina me ha contado que desde hace una semana empezó a correr la voz de que al maestro Nicotra le gustan demasiado las niñas pequeñas. Antes todo el mundo llevaba en bandeja al maestro, todos comentaban lo bueno que era. Y ahora hay madres que piensan llevarse a las hijas del colegio.

—¿Pero hay algo concreto?

—Concreto, nada. Sólo murmuraciones. Ah, me olvidaba: mi sobrina dice que la novia le ha traído mala suerte.

—No entiendo nada.

—El maestro ha encontrado novia aquí, en Vigàta, y pocos días después han empezado las murmuraciones.

—¿El director Loreto? Soy el comisario Montalbano.

Al parecer la situación se está precipitando.

—Y... y... ya... mememe... he... enterado.

—Oiga, mañana, a las diez y media, iré a verlo al Instituto. Consiga que pueda ver a la niña, a Anna. ¿Hay una entrada trasera? No quisiera que me viesen. No diga nada a la madre, no quiero verla; su presencia podría condicionar a la nena.

Siguió trabajando en el despacho, pero de vez en cuando un pensamiento molesto le cruzaba la cabeza: sin la denuncia de una madre o del propio director, no estaba autorizado a dar ningún paso. Su carácter lo inclinaba a tomarse a la chacota las autorizaciones, pero ahora estaba de por medio una niña, y ante la idea de tener que hablar con delicadeza, con cautela, para no perturbar su inocencia, le entraban sudores fríos. No, tenía que obtener la denuncia de la señora Tripòdi. El número se lo había dado ella misma por la mañana. Respondió el contestador automático.

—Estoy momentáneamente ausente. Deje el mensaje o llame al número 535267.

Debía de ser el número de la suegra. Iba a marcarlo, pero se detuvo. Quizá sería mejor tomar por sorpresa a Laura Tripòdi. Iría a verla, sin previo aviso.

—¡Fazio!

—Mande.

—Dame la dirección del 535267.

Volvió al cabo de un minuto.

—Corresponde a Teresa Barbagallo, calle Edison 25.

—Mira, nos veremos mañana por la mañana. Ahora voy a ver a esa señora y luego me iré a mi casa de Marinella. Buenas noches.

Salió de la comisaría, dio unos pasos, se detuvo de golpe y se apoyó en la pared: el rayo que le acababa de estallar en la cabeza lo había cegado.

—¿Se siente mal, comisario? —preguntó alguien que pasaba y que lo conocía.

No contestó, y volvió corriendo a la comisaría.

—¡Fazio!

—¿Qué sucede, comisario?

—¿Dónde tienes el papel?

—¿Qué papel?

—Ese que me has leído con los datos del maestro.

Fazio se metió una mano en el bolsillo, sacó el papel y se lo entregó.

—Léelo tú. ¿Dónde vive el maestro?

—En la calle Edison 25. ¡Qué curioso! ¡Precisamente adonde iba usted ahora!

—Ya no voy, he cambiado de idea. Vuelvo directamente a casa. Ve tú a la calle Edison.

—¿Y qué hago?

—Observa cómo es la casa, en qué pisos viven la señora Barbagallo y el maestro Nicotra. Luego me llamas por teléfono. Ah, oye: infórmate también de si la señora Barbagallo es la suegra de una joven que se llama Tripòdi y que tiene una niña. No hagas ruido, trata de ser discreto.

—Esté tranquilo, no llevo conmigo la banda municipal —dijo Fazio, que aquel día tenía la respuesta fácil.

La llamada de Fazio llegó oportuna, precisamente al final de la película policial que a Montalbano le entusiasmaba a pesar de haberla visto ya cinco veces: «Crimen perfecto», de Hitchcock. Sí, Teresa Barbagallo era la suegra de Laura Tripòdi, tenía un departamento en el segundo piso del edificio, y en el tercero y último vivía el maestro Nicotra. En el inmueble sólo había un departamento por piso. La señora Tripòdi y su hija iban a dormir a menudo a casa de la suegra. En el primer piso vive un fulano que se llama... ¿No le interesa el primer piso? Bien, buenas noches.

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