Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
—Decía que el hermano...
—Buenos días.
Montalbano miró a su amigo Niccolò.
—¿Por qué me has hecho venir? No me parecen dos entrevistas reveladoras.
—He decidido mantenerte siempre al corriente. No me engañas, Salvo. Este suicidio no te convence, ¿verdad?
—No es que no me convenza, más bien me molesta.
—¿Quieres hablar de ello?
—Hablemos de ello. Como no me ocupo del caso... Pero júrame que no te servirás de nuestras conversaciones para tus noticiarios.
—Prometido.
—Livia me ha dicho por teléfono que, según su opinión, Larussa no era un tipo de los que se suicidan. Y yo creo en la intuición de Livia.
—¡Por Dios, Salvo! ¡Todo el escenario de la silla eléctrica lleva la firma de un hombre original como Larussa! ¡Tiene su marca!
—Eso es lo que me molesta. ¿No sabes que cuando corrió la voz de los objetos artísticos que hacía nunca quiso conceder una entrevista a las revistas de moda que lo asediaban?
—No quiso concedérmela ni a mí, cuando se la pedí. Era un oso.
—Era un oso, de acuerdo. Y cuando el alcalde de Ragòna quiso hacer una exposición de sus trabajos para beneficencia, ¿qué hizo? Rechazó la propuesta, pero envió al alcalde un cheque de veinte millones.
—Es cierto.
—Y luego está la novela de Potocki bien a la vista. Otro toque de exhibicionismo. No, son cosas que nada tienen que ver con su manera habitual de comportarse.
Permanecieron en silencio.
—Tendrías que hacerle una entrevista a ese hermano menor —sugirió el comisario.
En el noticiario de las ocho, Niccolò Zito transmitió las dos entrevistas que antes había enseñado a Montalbano. Cuando acabó el noticiario de Retelibera, el comisario pasó al de Televigata, la otra televisora privada, que empezaba a las ocho y media. Por supuesto, se abrió con el suicidio de Larussa. El periodista Simone Prestìa, cuñado del agente Galluzzo, entrevistó al teniente Olcese.
Éste utilizó exactamente las mismas palabras que en sus declaraciones a Niccolò Zito:
—Todas las novedades, digo todas, apuntan en la dirección del suicidio. Muy extravagante, cierto, pero suicidio.
«¡Qué imaginación tiene el teniente!», pensó el comisario, pero el otro continuó:
—El hermano también...
El teniente se interrumpió de golpe.
—Eso es todo, buenos días.
—Decía que también el hermano...
—Buenos días —repitió el teniente Olcese y se alejó rígido.
Montalbano se quedó con la boca abierta. Además, como la imagen sólo se había centrado en el teniente y sólo se había oído la voz de Prestìa fuera de pantalla, pensó que quizá Zita había pasado el servicio a Prestìa, a veces entre periodistas se hacían esos favores.
—¿Le diste la entrevista de Olcese a Prestìa?
—¡En absoluto!
Colgó el auricular, pensativo. ¿Qué significaba esa comedia? A lo mejor el teniente Olcese, con sus dos metros de estatura, era menos estúpido de lo que parecía.
¿Y cuál podía ser la finalidad de la puesta en escena?
Sólo había una: incitar y azuzar a los periodistas contra el hermano del suicida. ¿Qué deseaba obtener? De todas formas una cosa era evidente: que al teniente el suicidio le olía a chamusquina.
Durante tres días, Niccolò, Prestìa y otros periodistas asediaron en Palermo a Giacomo, el hermano de Larussa, sin conseguir dar con él. Se apostaron delante de su casa, delante del instituto donde daba clases de latín: nada, parecía invisible. El director del centro, ante el asedio, se decidió a comunicarles que el profesor Larussa se había tomado diez días de vacaciones. No se lo vio ni en el funeral del suicida (tuvo lugar en la iglesia; a los ricos que se matan se los considera locos y, por lo tanto, quedan absueltos de la mala acción). Fue un funeral como tantos otros y eso provocó un recuerdo confuso en la memoria del comisario. Llamó por teléfono a Livia.
—Creo recordar que un día que fuimos a visitar a Alberto Larussa te habló del funeral que le gustaría tener.
—¡Sí! Hasta cierto punto bromeaba. Me llevó al estudio y me enseñó los dibujos.
—¿Qué dibujos?
—Los de su funeral. No tienes ni idea de cómo era el coche fúnebre, con ángeles plañideros de dos metros de altura, amorcillos y cosas así. Todo en caoba y oro. Dijo que cuando llegara el momento oportuno encargaría que se lo fabricaran. Hasta había dibujado el lema de los portadores de coronas. Y del ataúd no te cuento; es posible que los faraones lo tuvieran igual.
—Qué extraño.
—¿Qué?
—Que un hombre como él, tan retraído, casi un oso, soñara con un funeral faraónico, como has dicho, típico de un exhibicionista.
—Sí, yo también me sorprendí. Pero dijo que al ser la muerte un cambio tan grande, daba igual que, después de muertos, nos mostráramos completamente distintos de como fuimos en vida.
Una semana después Niccolò Zito lanzó una verdadera primicia. Había filmado con videocámara los objetos que Alberto Larussa había fabricado en su taller para el suicidio: cuatro brazaletes, dos para las muñecas y dos para los tobillos; una banda de cobre de unos cinco dedos de ancho con la que se había sujetado el pecho; una especie de capuchón con unos rectángulos metálicos para apoyarlos en las sienes. Montalbano vio todo aquello en el noticiario de la medianoche. Enseguida llamó por teléfono a Niccolò; quería tener con él un cambio de impresiones. Zito se lo prometió para el día siguiente por la mañana.
—¿Por qué te interesan estos objetos?
—Niccolò, ¿los has mirado bien? Los podríamos haber hecho tú y yo y no tenemos idea de cómo se hacen. Son tan toscos que ni los vendedores ambulantes se atreverían a ofrecerlos en la playa. Un artista como Alberto Larussa jamás los habría empleado, le habría dado vergüenza que lo encontraran con algo tan mal hecho encima.
—Y eso, según tu opinión, ¿qué significa?
—Significa, según mi opinión, que Alberto Larussa no se suicidó. Fue asesinado, y el que lo mató ideó un suicidio a tono con la extravagancia y originalidad de Larussa.
—Habría que advertir al teniente Olcese.
—¿Sabes una cosa?
—Dime.
—El teniente Olcese sabe mucho más que nosotros dos juntos.
* * *
Tanto sabía el teniente Olcese, que a los veinte días de la muerte de Alberto Larussa arrestó a su hermano Giacomo. Aquella misma tarde, apareció en Retelibera el fiscal ayudante Giampaolo Boscarino, al que le gustaba aparecer muy atildado cuando se asomaba a la pantalla.
—Señor Boscarino, ¿de qué se acusa al profesor Larussa? —preguntó Niccolò Zito, que se había trasladado a Palermo.
Boscarino, antes de contestar, se atusó el bigotito rubio, se arregló el nudo de la corbata y se pasó una mano por la solapa del saco.
—Del feroz asesinato de su hermano Alberto, que ha querido presentar como suicidio con una macabra puesta en escena.
—¿Cómo han llegado a esta conclusión?
—Lo siento, pero es secreto del sumario.
—¿No puede decirnos nada?
Se pasó una mano por la solapa del saco, se arregló el nudo de la corbata, se atusó el bigotito rubio.
—Giacomo Larussa ha caído en manifiestas contradicciones. Las investigaciones, que tan brillantemente ha dirigido el teniente Olcese, han sacado a la luz elementos que agravan la situación del profesor.
Se atusó el bigotito rubio, se arregló el nudo de la corbata y la imagen cambió: apareció el rostro de Niccolò Zito.
—Hemos podido entrevistar al señor Filippo Alaimo, de Ragòna, jubilado, de setenta y cinco años. La acusación ha considerado fundamental su testimonio.
Apareció de cuerpo entero: un campesino enjuto, con un gran perro acurrucado a los pies.
Me llamo Filippo Alaimo. Debe usted saber, señor periodista, que padezco de insomnio, no puedo dormir. Me llamo Filippo Alaimo...
—Eso ya lo ha dicho —se oyó la voz de Zito fuera de pantalla.
—¿Qué carajo decía? Ah, sí. Cuando ya no aguanto estar dentro de casa, despierto al perro a cualquier hora de la noche y me lo llevo de paseo. Entonces el perro, que se llama Pirì, como lo despierto en medio del sueño, sale de casa un poco malhumorado.
—¿Qué hace el perro? —preguntó Niccolò, siempre fuera de pantalla.
—¡Me gustaría verlo a usted, señor periodista, si lo despiertan en medio de la noche y lo obligan a dar un paseo de dos horas! ¿No se enojaría? Pues el perro también. Pirì se lanza sobre cualquier cosa que asome, hombre, animal o automóvil.
—Y así sucedió la noche del 13 al 14, ¿verdad? —Niccolò decidió intervenir, temiendo que los espectadores en cierto momento no comprendieran nada. —Usted se encontraba en las cercanías de la casa del señor Larussa cuando vio que un automóvil salía por la verja a toda velocidad...
—Sí señor. Fue como usted dice. Salió el coche, Pirì se abalanzó y el hijo de puta que conducía lo atropelló. ¡Si lo hubiera visto, señor periodista!
Filippo Alaimo se agachó, tomó al perro por el collar y lo levantó: el animal tenía las patas posteriores vendadas.
—¿Qué hora era, señor Alaimo?
—Sobre las dos y media o tres de la mañana.
—¿Y usted qué hizo?
—Yo empecé a gritar al del coche que era un grandísimo hijo de puta y tomé el número de la patente.
Volvió a aparecer el rostro de Niccolò Zito.
—Según fuentes bastante autorizadas, la patente que anotó el señor Alaimo correspondía a la del profesor Giacomo Larussa. Y ahora la pregunta es la siguiente: ¿qué hacía a esas horas de la noche Giacomo Larussa en casa de su hermano, cuando es sabido que estaban enemistados? Hagamos la pregunta al letrado Gaspare Palillo, que lleva la defensa del sospechoso.
Gordo y sonrosado, el letrado Palillo era idéntico a uno de los tres chanchitos.
—Antes de responder a su pregunta, desearía a mi vez hacer una. ¿Puedo?
—Por favor.
—Quién le aconsejó al llamado Filippo Alaimo que no se pusiera los anteojos que usa habitualmente? Este jubilado de setenta y cinco años tiene una miopía de ocho dioptrías en cada ojo y una visión muy reducida. A las dos, en medio de la noche, a la débil luz de un farol, ¿pudo leer la patente de un coche en movimiento? ¡Vamos! Y ahora respondo a su pregunta. Hay que precisar que el mes pasado las relaciones entre los dos hermanos habían mejorado, hasta el punto que durante aquel mes, mi defendido fue tres veces a Ragòna a casa de su hermano. Debo precisar que la iniciativa de este acercamiento la tomó el suicida, que declaró en varias ocasiones a mi defendido que ya no podía soportar más la soledad, que se sentía muy deprimido y que necesitaba el consuelo de su hermano. Es cierto que el día 13 mi defendido fue a Ragòna, estuvo varias horas con su hermano, que le pareció más deprimido que otras veces, y salió hacia Palermo antes de cenar, hacia las veinte. Se enteró de la noticia del suicidio por la radio local a la mañana siguiente.
Durante los días posteriores sucedieron las cosas que habitualmente suceden en estos casos.
Michele Ruoppolo, de Palermo, que volvía a casa a las cuatro de la mañana del día 14, declaró haber visto llegar a esa hora el coche del profesor Giacomo Larussa. De Ragòna a Palermo se emplean como máximo dos horas. Si el profesor había salido de la casa de su hermano a las veinte, ¿cómo es que había empleado ocho horas en hacer el recorrido?
El abogado Palillo lo rebatió diciendo que el profesor volvió a su casa a las veintidós, pero no consiguió conciliar el sueño, preocupado por el estado de su hermano. Hacia las tres de la mañana bajó, subió al coche y dio una vuelta a orillas del mar.
Arcangelo Bonocore juró y perjuró que el día 13, hacia las seis de la tarde, al pasar junto a la casa de Alberto Larussa, había oído en el interior voces y ruidos de un violento altercado.
El letrado Palillo dijo que su defendido recordaba muy bien el episodio. No hubo ningún altercado. En un determinado momento, Alberto Larussa encendió el televisor para ver un programa que le interesaba, titulado «Marshall». El episodio incluía una violenta riña entre dos personajes. El letrado Palillo podía mostrar un videocasete con el episodio grabado. El señor Bonocore se había confundido.
Las cosas siguieron así durante una semana, hasta que el teniente Olcese sacó el as de la manga, como había anticipado el juez Boscarino. Inmediatamente después del descubrimiento del cadáver, contó el teniente, dio la orden de buscar un papel, cualquier nota que sirviera para explicar los motivos de un acto tan atroz. No lo hallaron porque Alberto Larussa no tenía nada que explicar, puesto que ni siquiera se le había ocurrido la idea del suicidio. En cambio, en el primer cajón de la izquierda del escritorio —que no estaba cerrado con llave, señaló Olcese— encontraron un sobre bien a la vista, en el que estaba escrito «para abrirse después de mi muerte». Puesto que el señor Larussa estaba muerto, especificó el teniente con una lógica aplastante, lo abrieron. Tan sólo unas pocas líneas: «Dejo todo lo que poseo, títulos, acciones, terrenos, casas y otras propiedades a mi hermano menor Giacomo». Seguía la firma. No había fecha. Precisamente la falta de fecha fue lo que despertó sospechas en el teniente, el cual hizo someter el testamento a un doble examen químico y grafológico. El examen químico reveló que la nota había sido escrita como máximo hacía un mes, dado el tipo particular de tinta utilizado y que era el mismo que empleaba habitualmente Alberto Larussa. El examen grafológico, confiado al perito del Tribunal de Palermo, condujo a un resultado inequívoco: se había imitado con habilidad la escritura de Alberto Larussa.
El letrado Palillo no digirió el asunto del testamento falso.
—Imagino la escena que han montado los que dirigen la investigación. Mi defendido se presenta en casa de su hermano, de algún modo le hace perder el sentido, escribe el testamento, saca del coche los objetos necesarios para la ejecución, que ha mandado fabricar en Palermo, traslada al hermano sin sentido al taller (que conoce muy bien, lo ha admitido, porque Alberto a menudo lo ha recibido allí) y organiza la macabra escenificación. Pero yo me pregunto: ¿qué necesidad tenía de escribir el testamento falso cuando ya existe uno, y registrado ante notario, que dice lo mismo? Me explico: en el testamento de Angelo Larussa, el padre de Alberto y de Giacomo, se lee: «Lego mis bienes, muebles e inmuebles, a mi primogénito Alberto. A su muerte, pasarán a mi hijo menor Giacomo». Y yo me pregunto:
cui prodest?
¿A quién puede favorecer el segundo testamento?