Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
La disfrutaron en absoluto silencio; hasta Francesco, de naturaleza un poco inquieta, esta vez no se movió, inmerso en el paraíso de los sabores que su madre había orquestado.
—¿Jugamos a policías y ladrones?
La pregunta llegó, inevitable y urgente, en cuanto los mayores hubieron acabado de tomar el café.
Montalbano miró a su amigo Niccolò y pidió socorro con los ojos. En ese instante no habría podido correr detrás del chico.
—Tío Salvo va a dormir una siesta. Jugarán después.
—Mira —dijo Montalbano al ver que el chico se había enojado—, hagamos una cosa: dentro de una hora en punto vienes a despertarme y jugaremos todo el tiempo que quede.
Niccolò Zito recibió una llamada telefónica que lo obligó a volver a Montelusa para un asunto urgente en la televisión, y Montalbano, antes de retirarse al cuarto de huéspedes, le dijo a su amigo que llevaría de regreso al pueblo a Taninè y a su hijo.
Apenas se desvistió, los ojos le pesaban, se echó y cayó en un sueño profundo.
Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando Francesco fue a despertado, zarandeándole un brazo mientras le decía:
—Tío Salvo, ha pasado una hora. Te traigo café.
Niccolò ya se había marchado, Taninè había ordenado la casa y ahora estaba leyendo una revista sentada en una mecedora. Francesco desapareció, había salido a esconderse en el campo.
Montalbano abrió el coche, sacó un viejo impermeable que guardaba para cualquier emergencia en la parte posterior, se lo puso, anudó el cinturón, levantó el cuello para parecerse a un investigador de las películas norteamericanas y se dispuso a buscar al niño. Francesco, muy hábil en el arte de esconderse, disfrutaba fingiendo ser un ladrón perseguido por un comisario «de verdad».
La casa de Niccolò se levantaba en medio de dos hectáreas de terreno sin cultivar que a Montalbano le producía melancolía, porque en los límites de la propiedad había una casucha derrumbada, con medio tejado hundido, que subrayaba el estado de abandono de la tierra. Al parecer, el antiguo origen campesino del comisario se rebelaba contra aquella dejadez.
Montalbano buscó a Francesco durante media hora, y luego empezó a sentirse cansado, pues la sopa de cerdo y los dos barquillos gigantes todavía no habían desaparecido del todo. Seguro que el chico estaba echado boca abajo, detrás de un matorral de retama, y lo observaba emocionado y atento. Su diabólica capacidad para esconderse lo obligaría a buscarlo hasta la noche.
Decidió darse por vencido y hacerlo a los gritos. Francesco saldría de cualquier parte y pretendería el pago inmediato de la prenda, que consistía en la narración, debidamente adornada, de una de sus investigaciones. El comisario había observado que las que trataban de muertos, heridos y disparos eran las que más agradaban al chico.
Cuando iba a darse por vencido, le vino a la cabeza un pensamiento: ¿y si el pequeño se había escondido dentro de la casucha derrumbada a pesar de las severas órdenes de Taninè y Niccolò de que nunca entrara solo?
Echó a correr y llegó jadeando delante de la casucha, cuya puertecita descoyuntada estaba entornada. El comisario la abrió de un puntapié, dio un salto hacia atrás y con la mano derecha en el bolsillo y apuntando amenazador con el índice, dijo con una voz baja y ronca, terriblemente amenazadora (la voz que hacía relinchar de gozo a Francesco):
—Soy el comisario Montalbano. Voy a contar hasta tres. Si no sales, disparo. Uno...
Una sombra se movió en el interior de la casucha y, ante los ojos abiertos como platos del comisario, apareció un hombre con las manos en alto:
—No dispares, poli.
—¿Estás armado? —preguntó Montalbano dominando la sorpresa.
—Sí —repuso el hombre haciendo el ademán de bajar la mano para sacar el arma que tenía en el bolsillo derecho de la chaqueta.
El comisario observó que estaba peligrosamente deformado.
—No te muevas o te dejo tieso —lo amenazó estirando el dedo índice.
El hombre volvió a levantar el brazo. Tenía unos ojos de perro rabioso, un aire de desesperado dispuesto a todo, la barba larga y el traje sucio y arrugado. Un hombre peligroso, seguro, pero ¿quién demonios era?
—Camina, hacia aquella casa.
El hombre empezó a caminar con Montalbano detrás de él. Cuando llegó al descampado donde había estacionado el coche, el comisario vio aparecer por la parte trasera del automóvil a Francesco, que contempló la escena muy excitado.
—¡Mamá! ¡Mamá! —llamó.
Taninè, que se asomó a la puerta asustada al oír la voz sobreexcitada del hijo, con una sola mirada entendió al comisario. Entró en la casa y salió enseguida apuntando al desconocido con una escopeta de caza. Era una de dos cañones que había pertenecido al padre de Niccolò y que el periodista tenía colgada, y descargada, junto a la entrada. Niccolò nunca había matado conscientemente a un ser vivo; su mujer decía que no se cuidaba la gripe por no matar a los microbios.
El comisario, traspirando, abrió el coche y sacó de la guantera la pistola y las esposas. Respiró profundamente y contempló la escena. El hombre permanecía inmóvil bajo la firme puntería de Taninè que, morena, hermosa, los cabellos al viento, parecía la heroína de una película del Oeste.
El sonido del teléfono no era el del teléfono, sino el ruido del torno de un dentista enloquecido que había decidido hacerle un agujero en el cerebro. Abrió los ojos con esfuerzo y miró el despertador de la mesita de noche: eran las cinco y media de la mañana. Seguramente alguno de sus hombres de la comisaría lo llamaba para comunicarle un asunto grave; no podía ser otra cosa a aquellas horas. Se levantó de la cama, entró en el comedor y descolgó el teléfono.
—Salvo, ¿conoces a Potocki?
Reconoció la voz de su amigo Niccolò Zito, el periodista de Retelibera, una de las dos televisoras privadas de Montelusa que se captaban en Vigàta. Niccolò no era un tipo que se dedicara a hacer bromas pesadas, y no se enojó.
—¿A quién?
—A Potocki, Jan Potocki.
—¿Es polaco?
—Por el nombre parece que sí. Creo que es el autor de un libro, pero no he conseguido que nadie me lo confirme. Si lo conoces, podré localizarlo.
Fiat lux
. Quizás estuviera en condiciones de dar respuesta a la petición poco habitual de su amigo.
—¿Sabes si el título del libro es «El manuscrito encontrado en Zaragoza?».
—¡Ése! ¡Carajo, Salvo, eres una maravilla! ¿Has leído el libro?
—Sí, hace muchos años.
—¿Puedes decirme de qué trata?
—¿Por qué te interesa tanto?
—Alberto Larussa, tú lo conocías, se ha suicidado. Descubrieron el cuerpo hacia las cuatro de la mañana y me sacaron de la cama.
El comisario Montalbano se llevó un disgusto. Nunca había sido muy amigo de Alberto Larussa, pero de vez en cuando iba a verlo, tras la debida invitación, a su casa de Ragòna y no dejaba pasar la ocasión de tomar prestado algún libro de su amplísima biblioteca.
—¿Se pegó un tiro?
—¿Quién? ¿Alberto Larussa? ¡Cómo se iba a matar de una forma tan vulgar!
—¿Cómo lo hizo?
—Transformó la silla de ruedas en una silla eléctrica. En cierto sentido se ha ajusticiado.
—Y el libro, ¿qué tiene que ver?
—Estaba al lado de la silla eléctrica, en un escabel. Puede que sea lo último que leyó.
—Sí, habíamos hablado del libro. Le gustaba mucho.
—¿Quién era el tal Potocki?
—Nacía en la segunda mitad del siglo XIX en el seno de una familia de militares. Era un estudioso, un viajero, fue de Marruecos a Mongolia. El Zar lo nombró consejero suyo. Publicó libros de etnografía. Hay un grupo de islas, no recuerdo dónde, que llevan su nombre. La novela a la que te refieres la escribió en francés. Eso es todo.
—¿Por qué le gustaba el libro?
—Mira, Niccolò, ya te lo he dicho: le gustaba, lo leía y lo releía. Consideraba a Potocki como su alma gemela.
—¡Pero si nunca salió de su casa!
—Alma gemela en cuanto a rareza, originalidad. Además Potocki también se suicidó.
—¿Cómo?
—Se pegó un tiro.
—No me parece nada original. Larussa ha sabido hacerlo mejor.
Dada la notoriedad de Alberto Larussa, el noticiario de las ocho de la mañana lo presentó Niccolò Zito, que habitualmente se reservaba los de la tarde, con más audiencia. Niccolò dedicó la primera parte de la noticia a las circunstancias del hallazgo del cadáver y a la modalidad del suicidio. Un cazador llamado Martino Zìcari, al pasar hacia las tres y media de la madrugada cerca de la villa de Larussa, vio salir humo de una ventana del sótano. Como todo el mundo sabía que el sótano era el laboratorio de Alberto Larussa, Zìcari al principio no se alarmó. Sin embargo, cuando un soplo de viento le llevó el olor de ese humo, entonces sí que se asustó. Llamó a los carabineros quienes, después de haber llamado varias veces sin obtener respuesta, derribaron la puerta. En el sótano encontraron el cuerpo semicarbonizado de Alberto Larussa, que había transformado la silla de ruedas en una perfecta silla eléctrica artesanal. Después se produjo un cortocircuito y las llamas destrozaron parcialmente el local. Junto al muerto había un banquito sobre el que estaba la novela de Jan Potocki. Al llegar aquí Niccolò Zito utilizó lo que le había contado Montalbano. Luego pidió disculpas a los espectadores por haber dado tan sólo imágenes del exterior de la casa de Larussa: el sargento de carabineros prohibió grabar en el interior. La segunda parte la dedicó a informar sobre la personalidad del suicida. Cincuentón, muy rico, paralítico desde hacía treinta años por culpa de una caída de caballo, Larussa nunca salió de su ciudad natal, Ragòna. Nunca se casó y tenía un hermano menor que vivía en Palermo. Apasionado lector, poseía una biblioteca de más de diez mil volúmenes. Tras la caída del caballo, descubrió por casualidad su verdadera vocación: la orfebrería. Pero era un orfebre muy particular. Sólo utilizaba materiales pobres: alambre, cobre, cuentas de vidrio de escaso valor. Sin embargo, el diseño de esas joyas pobres era siempre de una extraordinaria elegancia e imaginación, de tal manera que hacía verdaderas obras de arte. Larussa no era consciente de ello y las regalaba a los amigos y a las personas que despertaban su simpatía. Para trabajar mejor, transformó el sótano en un taller muy bien provisto. Allí se había suicidado sin dejar ninguna explicación.
Montalbano apagó el televisor y telefoneó a Livia, esperando encontrarla todavía en casa, en Boccadasse, Génova. Estaba. Le dio la noticia. Livia conocía a Larussa y se habían hecho muy amigos. Cada Navidad él le enviaba una de sus creaciones como regalo. Livia no era una mujer de lágrima fácil, pero el comisario notó que se le quebraba la voz.
—¿Por qué lo hizo? Nunca me dio la impresión de ser una persona capaz de un acto semejante.
Hacia las tres de la tarde el comisario telefoneó a Niccolò.
—¿Hay alguna novedad?
—Bastantes. Larussa tenía en el taller una parte de la instalación eléctrica trifásica a 380. Se desvistió, se aplicó en las muñecas y en los tobillos unos brazaletes, una ancha banda metálica alrededor del pecho y una especie de capuchones en las sienes. Para que la corriente fuera más eficaz, metió los pies en una palangana llena de agua. Quiso asegurarse bien. Esos artilugios los fabricó él, con toda la paciencia del mundo.
—¿Sabes cómo accionó el interruptor de corriente? Creo haber entendido que estaba atado.
El jefe de los bomberos me ha dicho que había un
timer
. Genial, ¿no? Ah, se había bebido una botella de whisky.
—¿Sabías que era abstemio?
—No.
—Cuando me hablabas de los artilugios que había fabricado para que pasara la corriente se me ocurrió una cosa. El que pusiera a su lado la novela de Potocki tiene una explicación.
—¿Me dices de una vez lo que hay en ese bendito libro?
—No, porque no nos interesa la novela, sino su autor.
—¿Y?
—He recordado cómo se mató Potocki.
—¡Pero si ya me lo dijiste! ¡Se pegó un tiro!
—Sí, pero entonces había pistolas de avancarga, con una sola bala.
—¿Y qué?
—Tres años antes de quitarse de en medio, Potocki desatornilló la bolita que había encima de la tapa de una tetera de plata. Todos los días pasaba unas horas limándola. Empleó tres años para darle la redondez adecuada. Luego hizo que la bendijeran, la metió en el cañón de su pistola y se mató.
—¡Cristo! ¡Esta mañana le di a Larussa sobresaliente en originalidad, pero ahora me parece que está empatado con Potocki! Entonces el libro podría ser una especie de mensaje: me he suicidado de una manera extravagante, como hizo mi maestro Potocki.
—Digamos que ése podría ser el sentido.
—¿Por qué dices «podría» en lugar de «es»?
—Bueno, lo cierto es que no lo sé.
Al día siguiente fue a buscarlo Niccolò. Tenía que enseñarle algo sobre el suicidio de Larussa, que seguía despertando curiosidad por la fantasía de la ejecución. Montalbano se presentó en las oficinas de Retelibera. Niccolò había entrevistado a Giuseppe Zaccaria, que se ocupaba de los intereses de Larussa y a Olcese, el teniente de carabineros que había dirigido las investigaciones. Zaccaria era un hombre de negocios palermitano, desgarbado y ceñudo.
—No estoy obligado a responder a sus preguntas.
—Claro que no está obligado, sólo le estaba preguntando si tendría la amabilidad de...
—¡Váyanse a la mierda usted y la televisión!
Zaccaria le dio la espalda e hizo ademán de alejarse.
—¿Es cierto que Larussa tenía un patrimonio estimado en cincuenta mil millones...?
Fue una estratagema de Zito, pero Zaccaria se dejó atrapar. Giró en redondo, furioso.
—¿Quién le ha contado semejante estupidez?
—Según mis informaciones...
—Mire, el pobre Larussa era rico, pero no hasta ese punto. Tenía acciones, títulos, pero, repito, no alcanzaba la cifra que ha dicho.
—¿Adónde irá a parar la herencia?
—¿No sabe que tenía un hermano menor?
El teniente Olcese era una columna de un metro noventa y nueve. Cortés, pero un pedazo de hielo.
—Todas las novedades, digo todas, apuntan en la dirección del suicidio. Muy extravagante, cierto, pero suicidio. El hermano también... —El teniente Olcese se interrumpió de golpe. —Eso es todo, buenos días.