Un mes con Montalbano (21 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Y así sucesivamente.

—Comisario, tenemos un buen lío —dijo Fazio hacia las ocho de la mañana, cuando Salvo Montalbano apareció en el despacho. Y le contó lo que había sucedido entre Orazio Genco y Romildo Bufardeci.

—Catarella lo ha registrado. No llevaba nada. En el bolsillo sólo guardaba el documento de identidad, diez mil liras, las llaves de su casa y esta llave, nueva, que me parece un duplicado bien hecho.

Se la entregó a su superior. Era una de esas llaves de las que se hacía publicidad diciendo que eran imposibles de reproducir. Pero para Orazio Genco, con toda su experiencia, la cosa habría sido solamente un poco más difícil de lo habitual. Habría tenido todo el tiempo del mundo para sacar una y otra vez el molde de la cerradura.

—¿Orazio ha protestado por el registro?

—¿Quién? ¿Genco? Comisario, adopta una actitud curiosa. No me lo explico. Me parece que se está divirtiendo, que se burla...

—¿Qué hace?

—De vez en cuando mira a Bufardeci y lanza una risita.

—¿Bufardeci todavía está aquí?

—Sí. Pegado a Orazio como una sanguijuela. No hay quien lo mueva. Dice que quiere ver con sus propios ojos cómo lo esposamos y lo enviamos a la cárcel.

—¿Sabes quién es el propietario de la villa?

—Sí. El abogado Francesco Caruana de San Biagio Platani. Tengo el número de teléfono.

—Llámalo. Dile que tenemos motivos para creer que en su villa de la playa se ha cometido un robo. Dile también que lo esperamos allí a mediodía. Nosotros iremos a echar una ojeada media hora antes.

* * *

Mientras se dirigían en coche hacia Scala dei Turchi, una colina de marga blanca que cae al mar, Fazio le dijo al comisario que la señora Caruana había contestado al teléfono. Iba a ir ella a la cita, puesto que el marido estaba en Milán por negocios.

—¿Quiere saber una cosa, comisario? Debe de ser una mujer de sangre fría.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando le conté lo del robo, no dijo ni mu.

Tal como Montalbano y Fazio habían previsto, la llave encontrada en el bolsillo de Orazio Genco abría perfectamente la puerta de la villa. Ambos habían visto apartamentos revueltos por los ladrones, pero allí todo estaba en orden, sin cajones abiertos ni cosas tiradas por el suelo apresuradamente. En el piso superior había dos dormitorios y dos cuartos de baño. El armario de la habitación principal estaba repleto de ropa de verano de hombre y de mujer. Montalbano aspiró profundamente.

—Yo también lo huelo.

—¿Qué hueles?

—Lo mismo que usted, humo de cigarro.

En el dormitorio había tanto humo de cigarro que no podía ser aún del verano anterior. Sin embargo, en los dos ceniceros de las mesitas de noche no había rastro de colillas ni de ceniza de cigarro o de cigarrillo. Los habían limpiado con sumo cuidado. En uno de los dos cuartos de baño, el comisario observó un gran toallón de tela esponja que colgaba, desdoblado, de un brazo metálico junto a la bañera. Lo tomó, se lo apoyó en la mejilla, advirtió en la piel un resto de humedad y volvió a dejarlo en su sitio.

El día anterior alguien había estado en la villa.

—Esperemos fuera a la señora y vuelve a cerrar la puerta con llave. Por favor, Fazio, no digas que ya hemos entrado.

Fazio se ofendió.

—¿Cree que soy un niño?

* * *

Esperaron delante de la verja. El coche con la señora Caruana dentro llegó con pocos minutos de retraso. Al volante iba un hombre atractivo, cuarentón, alto, delgado, elegante, ojos azules; parecía un actor norteamericano. Se apresuró a abrir la portezuela del otro lado, como un perfecto caballero. Del coche bajó Betty Boop, una mujer idéntica al famoso personaje de los viejos dibujos animados. Hasta tenía el cabello cortado y peinado de la misma manera.

—Soy el ingeniero Alberto Caruana. Mi cuñada ha insistido para que la acompañara.

—¡Me he impresionado tanto! —dijo Betty Boop, coquetuela, agitando las pestañas.

—¿Cuánto tiempo hace que no viene a la villa? —preguntó Montalbano.

—La cerramos el 30 de agosto.

—¿Desde entonces no ha vuelto?

—¿Para qué?

Se pusieron en movimiento, cruzaron la verja, atravesaron el jardín y se detuvieron delante de la puerta.

—Hazlo tú, Alberto —dijo la señora Caruana a su cuñado—. Yo no me atrevo.

Le entregó una llave.

El ingeniero, con una sonrisa a lo Indiana Jones, abrió la puerta y se volvió hacia el comisario.

—¡No la han forzado!

—Al parecer, no —dijo lacónico Montalbano. Entraron. La señora encendió las luces y miró alrededor.

—¡Pero si no han tocado nada!

—Mire bien.

La señora, nerviosa, abrió vitrinitas, mueblecitos, cajoncitos, cajitas.

—Nada.

—Subamos —dijo Montalbano.

Cuando acabaron de comprobar los cuartos de arriba, Betty Boop volvió a abrir la boquita en forma de corazón.

—¿Están seguros de que aquí ha entrado un ladrón?

—Eso nos han dicho por teléfono. Al parecer se han equivocado. Mejor así, ¿no?

Fue cosa de un segundo, pero Betty Boop y el falso actor norteamericano intercambiaron una rápida mirada de alivio.

Montalbano prodigó excusas por haberles hecho perder el tiempo y la señora Caruana y su cuñado el ingeniero Alberto las aceptaron con complacencia.

Como para borrar todo rastro de duda en el comisario y en Fazio, en cuanto estuvo en el coche y antes de poner la marcha, el ingeniero encendió un gran cigarro.

—Despide a Bufardeci. Hazlo con brusquedad, dile que me ha hecho perder la mañana y que no me rompa más las bolas.

—¿A Orazio Genco también lo dejo en libertad?

—No. Envíamelo al despacho. Quiero hablar con él.

Orazio entró en el despacho del comisario con los ojos brillantes de satisfacción por haber puesto en ridículo a Bufardeci.

—¿Qué quiere decirme, comisario?

—Que eres un grandísimo hijo de puta.

Sacó la llave duplicada y se la enseñó al ladrón.

—Abre perfectamente la puerta de la villa. Bufardeci tenía razón. Has entrado en esa casa, sólo que no estaba deshabitada, como creías. Voy a decirte algo y quiero que prestes atención: me siento tentado de encontrar cualquier excusa para meterte ahora mismo en la cárcel.

Orazio Genco no pareció impresionado.

—¿Qué puedo hacer para que se le pase la tentación?

—Cuéntame cómo fue la cosa.

Se sonrieron; siempre se habían caído bien.

—¿Me acompaña a la villa, comisario?

* * *

—Estaba seguro, completamente seguro, de que dentro de la villa no había nadie. Cuando llegué, ni delante de la verja ni en las inmediaciones había ningún coche estacionado. Me escondí y esperé al menos una hora antes de asomarme. Todo estaba en silencio, no se movían ni las hojas. La puerta se abrió enseguida. Con la linterna vi que en la vitrinita había unas estatuillas de cierto valor, pero difíciles de colocar. Luego fui a la cocina, tomé un mantel grande para meter dentro las cosas. En cuanto abrí la vitrinita, oí una voz femenina que gritaba: «¡No! ¡No! ¡Dios mío! ¡Me muero!» Durante un instante me quedé petrificado. Luego, sin pensarlo, corrí al piso de arriba a ayudar a aquella pobrecita. ¡Ah, comisario, lo que apareció ante mí en el dormitorio! ¡Un hombre y una mujer, desnudos, cogiendo! Me quedé inmóvil, pero el hombre se dio cuenta de mi presencia.

—¿Cómo? ¿No estaba...?

—Mire, comisario —dijo Orazio Genco ruborizándose porque era un hombre púdico—, él estaba debajo y ella encima, a caballo. En cuanto me vio, el hombre inmediatamente desmontó a la mujer, se levantó y me aferró por el cuello: «¡Te mato! ¡Te mato!» Quizá se enfadó porque lo interrumpí en el mejor momento. La mujer se recuperó enseguida de la sorpresa y ordenó a su amante que me soltara. Que era el amante y no el marido lo comprendí cuando dijo: «¡Alberto, por favor, piensa en el escándalo!» Y entonces él me soltó.

—Y se pusieron de acuerdo.

—Se vistieron, el hombre encendió un cigarro y hablamos. Cuando acabamos, le advertí que mientras estaba apostado, había visto pasar al ex guarda Bufardeci: como es un entremetido, al verlos salir de la villa los habría parado y habría estallado el escándalo.

—Un segundo, Orazio, a ver si lo entiendo. ¿Viste a Bufardeci e intentaste robar como si nada?

—¡Comisario, yo no sabía que estaba Bufardeci! ¡Me lo inventé para aumentar el precio! Añadieron un poco más y yo me comprometí a atraerlo para que ellos pudieran llegar hasta el coche que habían estacionado a cierta distancia. Luego tuve que echar a correr de verdad porque era cierto que allí estaba Bufardeci.

Llegaron a la villa. Montalbano se detuvo y Orazio bajó.

—¿Me espera un momento?

Cruzó la verja y volvió a aparecer casi enseguida llevando en la mano un montón de billetes de Banco.

—Los escondí entre la hiedra. Pensé dejarlos escondidos. Me dieron dos millones.

—¿Te acerco a Vigàta? —preguntó Montalbano.

—Si no es molestia —contestó Orazio Genco apoyándose en el respaldo, en paz consigo mismo y con el mundo.

La vidente

Cuando era joven, Salvo Montalbano pasó uno de los inviernos más amargos de su vida en Carlòsimo. Tenía treinta y dos años entonces, y lo utilizaban como una especie de viajante de comercio: cada estación lo enviaban de un pueblo a otro, ora para hacer una sustitución, ora para tapar un agujero, ora para echar una mano en una situación de emergencia. Pero los cuatro meses de Carlòsimo fueron los peores de todos. Era un pueblucho en un cerro en el que no existía razón alguna para que hiciera el frío que hacía, pero un misterioso cruce y combinación de fenómenos meteorológicos provocaba que en Carlòsimo uno no se quitase nunca el abrigo y la bufanda, ni siquiera cuando iba a acostarse. Los habitantes, más o menos unos siete mil, no eran gente hosca, sólo que no daban confianza, saludaban a duras penas, eran callados. En el pueblo el único que no se parecía a los demás era Rizzitano, el farmacéutico, siempre con la sonrisa lista, la respuesta rápida, la palmada en el hombro. Montalbano lo bautizó "Jena ridens" en recuerdo de un viejo chiste, ése de los dos amigos que van al zoológico y uno de ellos lee en el cartel que hay delante de la jaula del animal: «Jena ridens. Habita en el desierto, sale sólo de noche, se alimenta de carroña, se aparea una vez al año».

Sorprendido, se vuelve hacia el amigo y pregunta:

—¿Pero de qué se ríe?

A las ocho de la noche todos se retiraban a sus casas y las calles quedaban desiertas, con un viento que hacía rodar latas vacías y levantaba en el aire fantasmas de papel.

No había ningún cine y en la librería sólo vendían cuadernos. Y además, por esa misma coyuntura (o conjura) meteorológica, los dos canales de televisión que entonces había sólo enviaban imágenes de ectoplasmas.

Para el subcomisario Montalbano, responsable del orden público, un paraíso; para el hombre Montalbano, una calma chicha de limbo, una instigación continua al suicidio o a la partida de naipes. En el círculo, las «personas acomodadas» del pueblo no sólo se jugaban hasta la camisa sino que a veces también el culo, y por ello el comisario, al que no le gustaban los naipes, permanecía a distancia. Lo único que podía hacer era darse a la lectura: aquel invierno leyó a Proust, a Musil y a Melville. Al menos eso salió ganando.

La mañana del 3 de febrero, cuando Montalbano se dirigía a su despacho, vio que un fijador de carteles intentaba pegar en la pared helada, al lado de la puerta del Gran Caffe Italia, un afiche de colores que decía que aquella misma noche, en la plaza de la Libertà, debutaría el «Circo Familiar Passerini».

Por la tarde, cuando se dirigía al único hotel del pueblo, Montalbano pasó por la plaza de la Libertà. El circo ya estaba montado: pequeño y de una desolación que rayaba en la indigencia. La taquilla, poco iluminada, estaba abierta y dos o tres lugareños compraban la entrada.

Una oleada de melancolía, tan alta como las olas del Pacífico, se abatió sobre el subcomisario. Hasta le desapareció el apetito, que siempre tenía despierto; se encerró en su cuarto, donde evitaba la congelación con una estufita eléctrica encendida toda la noche con riesgo de su vida, y leyó por sexta vez «Benito Cereno» de Melville, que lo fascinaba y del que no conseguía despegarse.

Cuando por la mañana entraba en el despacho, oyó unas voces furiosas procedentes del que estaba junto al suyo. Fue a ver: Palmisano e Ingarriga, dos de sus agentes, con el rostro encarnado, alterados, estaban a punto de empezar a los golpes. Con una rabia incontenible, desencadenada, más que por la escena que estaba viendo por la tristeza que había acumulado la noche anterior, se plantó delante de los dos y los avergonzó.

Luego entró en su despacho y cerró la puerta con un portazo que hizo desprenderse un trozo de yeso.

Apenas cinco minutos después, Palmisano e Ingarriga se presentaron a pedir disculpas y explicaron, sin que se lo hubiera pedido, la razón de la pelea.

Era por causa del circo.

Contaron al comisario que el payaso no hacía reír, que la mujer que caminaba en la cuerda se había caído y se había hecho daño en un tobillo y que al prestidigitador no le salió un juego de naipes. En resumidas cuentas, una pena. Palmisano e Igarriga estaban a punto de irse, el espectáculo ya había acabado, cuando apareció ella.

—¿Quién? —preguntó el comisario con expresión poco amable.

—¡La videnta! —dijo respetuosamente Igarriga que tenía ciertas dificultades con el idioma.

Palmisano adoptó aires de superioridad.

—¿Y qué hace esa vidente?

—¡Ah, comisario! ¡Algo que hay que ver para creer! ¡De todo!

—Engañando —señaló muy tranquilo Palmisano.

—¡Pero qué engaño ni engaño! ¡Es una videnta de verdad! —estalló Ingarriga, dispuesto a volver a emprender la riña.

Por el pueblo corrió el rumor de que en el circo se presentaba aquella vidente extraordinaria que no se equivocaba nunca y, el sábado siguiente, había cola ante la taquilla. Impulsado por la curiosidad y aún más por el aburrimiento, Montalbano se decidió a abandonar a Benito Cereno en la habitación del hotel.

Aquella noche, quizá porque los bancos del circo estaban completamente llenos, quizá porque el público la electrizó, a la troupe todo le salió bien: el payaso despertó algunas risas, la equilibrista consiguió no caerse aunque estuvo a punto de hacerlo varias veces, y el prestidigitador hizo un juego con el sombrero de copa que sorprendió hasta a Montalbano. La amazona estuvo inspirada. De pronto, las luces de la pista se apagaron. Redoblaron los tambores en la oscuridad. Cuando se encendió un foco, iluminó a una mujer sola en medio de la pista, sentada en una silla de paja.

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