Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
Mientras el bajito se acercaba lentamente, pues tenía todo el tiempo que quería, su compañero el gigante no apartaba los ojos del comisario: a Montalbano lo ponía más nervioso esa mirada que la boca de la pistola que le apuntaba. El bajito llegó a la altura de la mesa de Montalbano.
—Si quieres rezar, reza —le dijo.
Y entonces sucedió lo increíble. Moviéndose con silenciosa rapidez, el gigante se pasó la pistola de la mano derecha a la izquierda, se apoderó del martillo que sostenía Filippo, petrificado, se puso detrás de su compañero y lo golpeó con fuerza en la cabeza. El hombre se desplomó, sin sentido, dejando caer el arma.
Luego el gigante se dirigió a Montalbano:
—Quédese quieto que no quiero fallar.
Apuntó atentamente y disparó. La bala se clavó en la pared a pocos centímetros de la cabeza del comisario. Filippo gritó. El gigante no pareció oírlo, se dio vuelta y disparó otro tiro hacia la pared que estaba a sus espaldas.
Filippo cayó de rodillas y se puso a rezar en voz alta presa de una especie de convulsión.
—¿Nos hemos entendido? —preguntó el gigante a Montalbano.
Había escenificado un tiroteo.
—Perfectamente.
Entonces el gigante levantó la pistola que estaba en el suelo, se la guardó, tomó a su compañero desmayado por el cuello de la camisa, lo arrastró, abrió la puerta y salió.
Montalbano se levantó inmediatamente, corrió hacia Filippo, cuyos ojos giraban como los de un loco, y lo abofeteó.
—¡Vamos, que los pulpitos se queman!
A pesar del susto, Filippo supo cocinar como Dios manda y Montalbano se chupó los dedos. Pagó una miseria (y tuvo que insistir porque Filippo no quería nada, para que el cliente se fuera lo antes posible), subió al coche y se dirigió a su casa de Marinella. Durante el viaje repasó los hechos. Estaba claro que el gigante había querido salvarle la vida: dejó a su compañero fuera de combate y se cubrió las espaldas organizando la escena. Diría que Filippo le dio un martillazo a su compañero, que él reaccionó disparando contra Montalbano, que éste a su vez abrió fuego y que él consiguió escapar llevándose valerosamente a su compañero exánime. Sin embargo, la pregunta principal seguía siendo la misma: ¿por qué se había arriesgado a salvar al comisario poniendo en peligro su vida, si los que lo habían enviado, sus jefes, no creyeran su versión de los hechos?
Cada domingo el comisario solía comprar un periódico de economía que tiraba inmediatamente a la basura porque de esas cosas no entendía nada. En cambio, se quedaba con el suplemento cultural, que estaba bien hecho, y tenía por costumbre leerlo por la noche en la cama antes de dormir.
Aquella noche se le cerraban los ojos de sueño y pensaba apagar la luz y echar un buen sueñecito, pero le llamó la atención un artículo largo dedicado a Aulo Gelio, con ocasión de la publicación de una selección de fragmentos de sus «Noches áticas». El autor, después de haber dicho que Aulo Gelio, que vivió en el s.II después de Cristo, compuso su dilatada obra para entretenerse durante las largas noches invernales en su propiedad del Ática, concluía dando su opinión: Aulo Gelio era un escritor elegante de cosas absolutamente fútiles. Sólo cabría recordarlo por una historia que contó, la de Androcles y el león.
Entonces el comisario en lugar de cerrar los ojos, los abrió o, mejor dicho, los puso como platos. ¡Androcles y el león! ¿No podía ser que la explicación de lo sucedido hacía cuatro días en la hostería de Filippo fuera una versión modernizada de la leyenda que escribió Aulo Gelio? Narraba el escritor latino que un esclavo romano de África, Androcles, al escapar de su amo, que lo tiranizaba, fue a esconderse en una gruta en la que había un león enfermo. En lugar de salir de allí y buscarse otra gruta más habitable, Androcles se quedó y curó al león, que sufría una infección provocada por una espina clavada en una pata. El león, una vez curado, desapareció y Androcles, tras muchas vicisitudes, se convirtió al cristianismo y llegó a Roma. Cuando lo arrestaron y lo condenaron a ser devorado por los leones, Androcles hizo la señal de la cruz y salió a la pista. Un león, más grande que los demás, saltó hacia él con la boca abierta, pero después, y ante los maravillados espectadores, se acurrucó y lamió las manos del cristiano. Era el león al que había curado en África. El ex esclavo obtuvo la gracia. Del mismo modo había sido agraciado el comisario. Pero, ¿quién era el león?
Ya no tenía sueño en absoluto. Se levantó de la cama, fue a la cocina, se preparó un café, lo bebió, pasó al cuarto de baño, se lavó la cara, se vistió de arriba abajo, se puso el chaquetón que le era tan antipático y se fue a pasear a orillas del mar. El viento se había calmado un poco, pero el mar había invadido gran parte de la playa.
Caminó durante dos horas, fumando y recordando.
Los recuerdos, ya se sabe, son como un ovillo: se va devanando el hilo, pero de vez en cuando se introducen algunos recuerdos que no has llamado, que no son agradables, que te desvían del camino principal y te introducen en callejuelas oscuras y sucias donde, como mínimo, los zapatos se llenan de barro.
Hacia las cuatro de la mañana tuvo la certeza de tener bien encuadrado al león en el punto de mira.
Hacia las cuatro de la tarde, el comisario Montalbano, que entonces ya había cumplido los treinta, está llegando en coche, por cuestiones de trabajo, a un pueblecito de Madonia. La carretera bordea un barranco de unos veinte metros. Pasan muy pocos automóviles. Montalbano está pensando en adelantarse al coche que lo precede y que avanza con demasiada lentitud, cuando observa que da un bandazo hacia la derecha, se monta encima del borde del barranco sin intentar siquiera frenar y se precipita abajo. Detiene el coche, sale corriendo y todavía está a tiempo de ver que el coche choca contra una roca y se incrusta en una quebrada. Sin pensarlo dos veces, inicia un descenso horrible, agarrándose ora a una piedra ora a unas ramas de retama, se desgarra los pantalones y hasta pierde un zapato. No sabe cómo ha podido llegar junto al coche volcado. Se da cuenta inmediatamente de que el conductor está muerto, con la cabeza rota. Junto a él hay un muchacho de unos quince años, con los ojos cerrados, la frente ensangrentada, que se queja débilmente. Montalbano consigue sacarlo con un esfuerzo que lo quebranta porque el joven es una especie de gigante. Cuando lo tiende en la hierba, de repente el herido abre los ojos, mira a Montalbano y dice:
—Ayúdame, no me dejes.
—No te dejo —dice el comisario Montalbano y se quita el cinturón para hacer un torniquete en el muslo izquierdo del joven, que está perdiendo gran cantidad de sangre por un corte profundo en la pantorrilla.
—No me dejes.
Repite con esos ojos sorprendidos y de expresión dolorosa clavados en él:
Luego, al levantar la mirada, el comisario observa que detrás de su coche, en el borde del barranco, se ha detenido otro, ha bajado un hombre y mira hacia abajo.
Entonces Montalbano se levanta, agita los brazos, grita desesperadamente para obtener ayuda y señala al muchacho herido. El hombre en el borde del barranco desaparece, vuelve a subir al coche y se marcha.
—Por favor, no me dejes...
—Tranquilo, no te dejo.
Luego el muchacho perdió el sentido. Un cuarto de hora después llegó la ayuda.
* * *
Seis meses después, el comisario Montalbano fue trasladado y perdió de vista al muchacho que ya estaba completamente curado.
Salvatore Niscemi era el nombre del león agradecido.
¿Qué hacer? ¿Solicitar una orden de búsqueda y captura? ¿Basada en qué? ¿En una historia que en el siglo II después de Cristo contó un escritor que se llamaba Aulo Gelio? Vamos, hombre.
Orazio Genco tenía sesenta y cinco años cumplidos y era ladrón de casas. Romildo Bufardeci tenía sesenta y cinco años cumplidos y era ex guarda jurado. Orazio era una semana más joven que Romildo. A Orazio Genco lo conocían en todo Vigàta y alrededores por dos motivos: el primero, ya se ha dicho, como desvalijador de casas momentáneamente vacías, y el segundo porque era un hombre amable y bueno que no le hubiera hecho daño a una hormiga. A Romildo Bufardeci, cuando todavía estaba de servicio, lo llamaban «el sargento de hierro» por la dureza y la intransigencia que manifestaba contra quienes, a su juicio, violaban la ley. La actividad de Orazio Genco comenzaba a principios de octubre y acababa a fines de abril del año siguiente: era el período en el que los veraneantes y los propietarios de las casas del litoral cerraban sus residencias de verano. Más o menos correspondía al período en el cual se requerían los servicios de vigilancia de Romildo Bufardeci. La zona de trabajo de Orazio Genco iba desde Marinella a Scala dei Turchi: la misma que Romildo Bufardeci. La primera vez que Orazio Genco fue arrestado por robo con fractura tenía diecinueve años (pero la carrera la había empezado a los quince). Romildo Bufardeci fue quien lo entregó a los carabineros: su primer arresto en calidad de guardián de la ley. Estaban ambos tan impresionados, que el sargento, para animarlos, los invitó a agua y anís.
En el correr de los años, Romildo arrestó a Orazio en tres ocasiones más. Después, cuando Bufardeci se jubiló porque un ladrón de automóviles, un grandísimo desgraciado, le disparó un tiro de revólver alcanzándolo en la cadera (Orazio fue a verlo al hospital), a Genco le fue mejor porque el guardia que sustituyó a Romildo no tenía el mismo sagrado respeto por la ley, era distraído y le fallaba el olfato de mastín. Los largos años que pasó en actitud vigilante cuando los demás dormían a pierna suelta, dejaron en Romildo Bufardeci una especie de deformación profesional, que sólo le permitía conciliar el sueño cuando despuntaba la primera luz de la mañana. Las noches las pasaba haciendo solitarios, que no le salían nunca a pesar de hacerse trampas, o bien mirando los programas de la televisión.
Pero algunas noches, cuando hacía buen tiempo, montaba en la bicicleta y paseaba en lo que una vez fue el territorio confiado a su vigilancia: de Marinella a Scala dei Turchi.
Estaban a mediados del mes de octubre y aquella noche se presentaba tan calurosa y estrellada que parecía verano. A Romildo le resultó inaguantable quedarse ante el televisor viendo una película norteamericana que le helaba la sangre, porque la policía, la ley, se equivocaba, y los delincuentes tenían razón. Apagó el televisor, se aseguró de que su mujer dormía, salió de casa, montó en la bicicleta y se dirigió hacia Marinella.
El paseo marítimo que llegaba hasta Scala dei Turchi parecía muerto, no sólo porque ya se había acabado la estación y no transitaban los coches de los veraneantes, sino porque las barcas y las lanchas varadas, cubiertas con lonas impermeables, recordaban las tumbas de un cementerio.
Después de tres horas de ir de un lado para otro, el cielo empezó a clarear, al este apareció una herida clara que se fue ensanchando, y media hora después comenzó a teñirlo todo de violeta.
Bajo aquella luz particular, Romildo Bufardeci vio a un hombre que, abriendo la verja, salía del jardincito de una villa edificada tres años antes. La sombra se movía con calma; hasta volvió a cerrar la verja, no con la llave, pero como lo hubiera hecho cualquiera al salir de casa para ir a trabajar. Pareció no darse cuenta de la presencia de Romildo Bufardeci el cual, con un pie en el suelo para mantener el equilibrio, lo estaba observando atentamente. O si se había dado cuenta de la presencia del ex guarda jurado, no le importaba.
La sombra tomó el camino de Vigàta, un pie delante y otro detrás, como si tuviese a su disposición todo el tiempo del mundo. A Bufardeci le sobraba experiencia para dejarse engañar por la aparente tranquilidad del individuo y volvió a pedalear.
Reconoció aquella sombra sin ninguna clase de dudas.
—¡Orazio Genco! —llamó.
El interpelado se detuvo un instante, no se volvió, luego dio un salto y echó a correr. Era evidente que escapaba. Bufardeci se sorprendió, porque la fuga no entraba en el
modus operandi
de Orazio, demasiado inteligente para no darse cuenta de cuándo había perdido la partida. ¿Y si no era Orazio y sí el dueño de la villa, que se había sobresaltado al oír aquella voz imperiosa e inesperada? No, era Orazio, seguro. Romildo reanudó la persecución con mayor ímpetu si cabe.
Genco, a pesar de sus sesenta y cinco años, tenía la agilidad de un muchacho, saltaba obstáculos y zanjas que Romildo, a causa de la bicicleta, se veía obligado a rodear. Manteniendo el paso rápido, Orazio pasó el puente de hierro y llegó a Cannelle, donde empezaban las primeras casas de Vigàta. Allí ya no pudo más y cayó junto a una fuente seca. Estaba sofocado y tuvo que ponerse una mano en el corazón para invitarlo a calmarse.
—¿Quién te ha obligado a correr de esta manera? —preguntó Romildo en cuanto lo hubo alcanzado.
Orazio Genco no respondió.
—Descansa un poco —dijo Bufardeci— y luego nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó Orazio.
—¿Cómo adónde? A la comisaría, ¿no?
—¿Para qué?
—Te entrego, estás arrestado.
—¿Y quién me ha arrestado?
—Yo.
—Ya no puedes, estás jubilado.
—¿Qué tiene que ver la jubilación? Cualquier ciudadano, ante un flagrante delito, está obligado.
—¿Pero qué carajo estás diciendo, Romì? ¿Qué delito?
—Robo con fractura. ¿Vas a negar que has salido de una villa deshabitada pasando por la verja?
—¿Quién lo niega?
—Mira...
—Romì, no me has visto salir por la puerta de la villa, sino por la verja del jardín.
—¿Hay alguna diferencia?
—La hay, y tan grande como una casa.
—Explícate.
—No he entrado en la villa. He entrado sólo en el jardín porque se me escapaba una necesidad y la verja estaba medio abierta.
—Iremos igualmente a la comisaría. Ellos ya sabrán sacarte la verdad.
—Lo cierto es, Romì, que si yo creo que no debo ir, no me vas a llevar ni encadenado. Te lo repito otra vez: vámonos o harás el ridículo delante de la policía.
En la comisaría estaba de servicio el agente Catarella al que el comisario Montalbano, para evitar complicaciones, confiaba tareas de vigilancia o de telefonista. Catarella redactó escrupulosamente el informe.
Hacia las cinco de esta madrugada, el señor Buffoardeci Romilto, ex guarda jurado, pasaba por casualidad por delante de una villa deshabitada, muy cerca de Scala dei Turchi, cuando vio que de ella salía furtivamente un ladrón que se dio a la fuga en cuanto vio al guarda jurado, señal inequívoca de que no tenía la conciencia tranquila...