Un mes con Montalbano (8 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Se detuvo en la estación de servicio a preguntar qué camino debía tomar para llegar a la casa de Moscato. Se lo indicaron. Era una casita modesta pero bonita, de una planta, completamente aislada. El hombre que salió a su encuentro se parecía a aquel Saverio Moscato que había conocido. Al comisario le costó reconocerlo, vestido de cualquier manera y con la barba larga. Y en sus ojos, que Montalbano miró fijamente, la llamita se había apagado por completo, sólo había negras cenizas. Lo invitó a entrar en el comedor, muy modesto.

—Estoy aquí de paso —se excusó Montalbano.

Pero no siguió porque Moscato parecía haberse olvidado de su presencia. Se estaba contemplando las manos. El comisario vio la parte de atrás de la casa a través de la ventana: un jardín de rosas, flores, plantas, que contrastaba de manera extraña con el resto del terreno, abandonado. Salió al jardín. En el centro había una gran piedra blanca rodeada por una cerca. A su alrededor, infinidad de rosas. Montalbano cruzó el pequeño recinto y tocó la piedra con una mano. El contador también había salido, Montalbano lo oyó acercarse a sus espaldas.

—La enterró aquí, ¿verdad?

Lo preguntó en voz baja, sin alzar el tono. Y la respuesta que esperaba, que temía, también le llegó en voz baja.

—Sí.

—El viernes, después de comer, Michela quiso que viniéramos aquí, a Belmonte.

—¿Había venido antes?

—Una vez, y le gustó. Yo era incapaz de negarle nada. Decidimos pasar aquí el sábado. El domingo por la mañana me proponía acompañarla a Vigàta, y por la tarde tomaría el tren de Palermo. Pasamos un día maravilloso, como nunca. Por la noche, después de la cena, nos fuimos pronto a la cama e hicimos el amor. Hablamos, fumamos un cigarrillo.

—¿De qué hablaron?

—Éste es el quid de la cuestión, comisario. Michela sacó un tema a colación.

—¿Qué tema?

—Es difícil de decir. Yo le reprochaba... No, reprochar no es la palabra: me quejaba, eso, de que ella, por la vida que había llevado, ya no pudiera darme algo que nunca hubiera dado a los demás.

—¡Pero usted estaba en las mismas condiciones para ella!

Saverio Moscato lo miró un segundo, sorprendido, cenizas en las pupilas.

—¡¿Yo?! Antes de Michela nunca había estado con una mujer.

Sin saber por qué, el comisario se sintió turbado.

—En un momento dado fue al cuarto de baño, permaneció allí cinco minutos y volvió. Sonreía cuando se echó a mi lado. Me abrazó con fuerza, me dijo que me daría una cosa que los demás nunca habían tenido y que ya nunca podrían tener. Le pregunté de qué se trataba, pero quiso que volviéramos a hacer el amor. Después me dijo lo que me estaba entregando: su muerte. Se había envenenado.

—Y usted ¿qué hizo?

—Nada, comisario. Mantuve sus manos entre las mías. Ella no apartó los ojos de los míos. Fue una cosa rápida. No creo que sufriera mucho.

—No se haga ilusiones. Y sobre todo no rebaje lo que Michela hizo por usted. Con el veneno se sufre, ¡Y mucho!

—Aquella misma noche cavé una fosa y la puse donde está ahora. Salí hacia Milán. Me sentía desesperado y feliz, ¿comprende? Un día, el trabajo acabó pronto, todavía no habían dado las cinco. Llegué en avión a Palermo y fui a Vigàta con el coche que había dejado en el estacionamiento del aeropuerto de Punta Ràisi. Hice el trayecto despacio. Quería llegar al pueblo bien entrada la noche, pues no podía correr el riesgo de que me vieran. Llené una maleta con sus vestidos, sus cosas, y la traje aquí. La guardo arriba, en el dormitorio. Cuando me disponía a volver a salir hacia Punta Ràisi, el coche no se puso en marcha. Lo oculté entre aquellos árboles y tomé un taxi de Trapani que me llevó al aeropuerto, con el tiempo justo para tomar el avión de Milán. Cuando acabé el trabajo, volví en tren. Los primeros días me encontraba inmerso en la felicidad por lo que Michela había tenido el valor de entregarme. Me trasladé aquí, para recrearme solo con ella. Pero después...

—¿Después? —apremió el comisario.

—Después, una noche, me desperté de pronto y ya no sentí a Michela a mi lado. Cuando había cerrado los ojos me pareció oírla respirar mientras dormía. La llamé, la busqué por toda la casa. No estaba. Entonces comprendí que su gran regalo había resultado muy caro, demasiado.

Se echó a llorar, sin sollozos. Lágrimas mudas descendían por su rostro.

Montalbano contemplaba una lagartija que, encima de la piedra blanca de la tumba, disfrutaba inmóvil del sol.

Una giganta de amable sonrisa

A los cincuenta cumplidos, el doctor Saverio Landolina, un ginecólogo serio y apreciado de Vigàta, perdió la cabeza por la veinteañera Mariuccia Coglitore. El enamoramiento recíproco fue a primera vista. Hasta entonces, los padres de Mariuccia habían tenido como médico de la hija al profesor Gambardella, nonagenario, cuya avanzada edad garantizaba que las exploraciones íntimas se realizaran con el más absoluto respeto a la deontología. El profesor Gambardella murió de un infarto en el campo de operaciones: la muerte le sobrevino con las manos en la masa de una aterrorizada paciente.

El doctor Landolina fue elegido durante un consejo de familia que se extendió hasta los parientes de segundo grado. Los Coglitore, con los primos Gradasso, Panzeca y Tuttolomondo, representaban en Vigàta una especie de comunidad católico-integrista que obedecía a unas leyes propias como la asistencia a la misa de la mañana, las oraciones de la noche con el rezo del rosario y la abolición de radio, diarios y televisión. Durante la reunión se descartó al doctor Angelo La Licata, de Montelusa («ése le pone los cuernos a la mujer: ¿y si contaminase a Mariuccia con sus manos impuras?»), a su colega Michele Severino, también de Montelusa («¿bromeas? Ése no ha cumplido los cuarenta»), y al doctor Calogero Giarrizzo, de Fela («al parecer ha sido visto comprando una revista pornográfica»). Sólo quedó Saverio Landolina, cuyo único defecto era que vivía en Vigàta, como Mariuccia; cuando se lo encontrara casualmente por la calle, la muchacha podría sentirse turbada. En cuanto a lo demás, no había nada que decir del doctor Landolina, secretario local de la DC: estaba bien casado desde hacía veinticinco años con Antonietta Palmisano una especie de giganta de sonrisa amable, pero el Señor no había querido conceder a la pareja la gracia de un hijo. El médico nunca fue objeto de habladurías o de comentarios malignos.

Hasta el momento en que Mariuccia se levantó de la silla, al otro lado de la mesa del consultorio, y se colocó tras el biombo para desnudarse, en el corazón del médico no sucedió nada. La muchacha de los anteojos que respondía con monosílabos, que se ruborizaba ante sus preguntas, era completamente insignificante. Pero cuando Mariuccia salió de detrás del biombo con unas púdicas enaguas negras y sin los anteojos (se los quitaba siempre que se desnudaba), con la piel rojo fuego a causa de la vergüenza, y se colocó en la camilla, en el corazón del cincuentón Landolina se desencadenó una delirante sinfonía que ningún compositor dotado de juicio se habría atrevido nunca a componer: en medio de centenares y centenares de tambores al galope se introdujo el vuelo alto de un violín solitario, y la irrupción de un millar de metales fue contrapuesta por dos pianos líquidos. Todo temblaba, y también vibraba el doctor Landolina cuando puso una mano encima de Mariuccia, y mientras un majestuoso órgano iniciaba un solo, sintió que el cuerpo de la muchacha vibraba al unísono con el suyo, respondía al ritmo de la misma música.

La señora Concetta Sicurella de Coglitore, que había acompañado a su hija y esperaba en la salita a que acabara la visita, atribuyó a virginal turbación el encendido rubor de las mejillas, el brillo febril en los ojos de Mariuccia, que entró niña en la consulta y salió, una hora después, hecha toda una mujer.

Landolina y Mariuccia jugaron al doctor durante un año: al final de cada visita Mariuccia salía cada vez más lozana y hermosa, mientras Angela Lo Porto, la enfermera que hacía veinte años que estaba enamorada del médico, cada día estaba más delgada, nerviosa y callada.

—¿Novedades? —preguntó Salvo Montalbano entrando en el despacho a las nueve de la mañana del último día de mayo, lunes, con un calor de mediados de agosto.

El comisario lo estaba sufriendo porque había pasado el sábado y el domingo en la casa de campo de su amigo Niccolò Zito, disfrutando de un agradable descanso.

—Han encontrado el coche del doctor Landolina —contestó Fazio.

—¿Lo habían robado?

—No. Ayer por la mañana vino aquí la señora Landolina y nos contó, llorando, que su marido no había vuelto a casa por la noche. Investigamos, pero nada. Ha desaparecido. Esta mañana, al amanecer, han visto un automóvil caído en los escollos de Capo Russello. Ha ido Augello y ha llamado hace un rato. Es el coche de Landolina.

—¿Un accidente?

—Me parece que no —contestó Mimì Augello entrando en el despacho—. La carretera está muy lejos del margen de Capo Russello. Se accede allí a propósito; no puede haber perdido el control del automóvil. Ha ido adrede para tirarse desde allí.

—¿Crees que se trata de un suicidio?

—No hay otra explicación.

—¿Y qué ha sido del cadáver?

—¿Qué cadáver?

—Mimì, ¿no acabas de decirme que Landolina se ha matado?

—Sí, pero al chocar contra los escollos se abrieron las portezuelas. El cuerpo no está; debió de caerse al mar. Uno de allí me ha dicho que seguramente las corrientes lo llevarán hacia la playa de Santo Stefano. Lo encontraremos un día de éstos.

—Bien. Ocúpate tú del asunto.

* * *

Por la tarde, Mimì Augello fue a informar a Montalbano. No había encontrado explicación alguna al suicidio del médico. Gozaba de buena salud, no tenía deudas (antes bien, era rico, con propiedades en Comiso y también la mujer tenía lo suyo), tampoco tenía secretos, no era manirroto. La viuda...

—No la llames viuda hasta que se encuentre el cuerpo —lo interrumpió Montalbano.

La señora se está volviendo loca, no consigue entenderlo, se ha aferrado a la idea de una enfermedad repentina. Hasta he mirado en su agenda. Nada, no ha dejado escrito nada de nada. Mañana hablaré con la enfermera, que cuando se enteró se descompuso y se fue a su casa. Aunque no creo que pueda revelarme gran cosa.

En cambio, la enfermera Angela Lo Porto tenía mucho que revelar y lo hizo a la mañana siguiente, presentándose en la comisaría.

—Todo es teatro —declaró.

—¿Qué?

—Todo. El coche despeñado, el cadáver que no se encuentra. El doctor no se suicidó; lo mataron.

Montalbano la miró. Ojeras, rostro amarillento, mirada enloquecida. Tuvo la impresión de que no se trataba de una mitómana.

—¿Y quién lo iba a matar?

—Ignazio Coglitore —respondió sin dudar Angela Lo Porto.

Montalbano aguzó el oído. No porque Ignazio Coglitore y sus dos hijos fueran personas de dudosa moralidad, estuvieran comprometidos con la mafia o se dedicaran a tráficos ilícitos, sino simplemente porque todos conocían en el pueblo el fanatismo religioso de aquella familia. El comisario desconfiaba por instinto de los fanáticos, a los que consideraba capaces de cualquier cosa.

—¿Por qué motivo?

—El doctor había dejado embarazada a Mariuccia.

El comisario no lo creyó. Pensó que se había equivocado al juzgar a la enfermera, que debía de ser una de esas que se inventan las cosas.

—Y a usted ¿quién se lo ha dicho?

—Estos ojos —contestó Angela Lo Porto señalándolos.

¡Mierda! Estaba diciendo la verdad, no fantaseaba.

—Cuénteme todo desde el principio.

—Hace un año la madre de Mariuccia telefoneó pidiendo hora de consulta para su hija y se la di. A la mañana siguiente llegué tarde al consultorio del doctor, pues vivo en Montelusa y el autobús se había estropeado. No tengo coche ni permiso de conducir. Cuando entré, la muchacha estaba sentada ante la mesa del despacho del doctor. ¿Sabe cómo es el consultorio?

—No.

—Hay una gran sala de espera y dos salitas aparte. Luego viene el consultorio propiamente dicho, en el que hay un cuarto de baño y una oficinita donde estoy yo. Cuando el doctor examina, siempre estoy presente. Aquel día entré en la oficinita a cambiarme de ropa y ponerme la bata. Pero todo sucedió al revés: La bata limpia se descosió y tuve que volverla a coser a toda prisa. Cuando finalmente volví al consultorio...

Se detuvo, debía de tener la garganta seca.

—¿Quiere que le traigan un vaso de agua?

No entendió la pregunta, perdida en el recuerdo de lo que había visto.

—Cuando entré en el consultorio —siguió—, ya lo estaban haciendo. El doctor se había desnudado; su ropa estaba en el suelo, de cualquier manera.

—¿Tuvo la sensación de que la estaba violando?

La mujer hizo un ruido extraño con la boca, como si entrechocaran dos trozos de madera. Montalbano se dio cuenta de que la enfermera reía.

—¡Qué dice! ¡Ésa lo tenía bien agarrado!

—¿Ya se conocían?

—Nunca había ido al consultorio; aquélla era la primera vez.

—¿Y luego?

—¿Y luego qué? No me vieron, no me veían. En aquel momento para ellos yo era aire. Me retiré a la oficinita y me eché a llorar. Luego él llamó a la puerta. Se habían vuelto a vestir. Acompañé a Mariuccia junto a su madre y volví. Antes de dar entrada a la nueva paciente tuve que limpiar bien la camilla, ¿comprende?

—No.

—La puta era virgen.

—¿Y el doctor no le dijo nada? ¿No se explicó, no se justificó?

—No me dijo una palabra, como si no hubiera sucedido nada.

—¿Fue ése el único encuentro?

De nuevo chocaron los dos trozos de madera.

—Se veían cada quince días. Ella, la puta, estaba más sana que una manzana. El doctor se había inventado una enfermedad para que acudiera a la consulta al menos dos veces al mes.

—¿Y usted qué hacía cuando...?

—¡Qué quiere que hiciese! Me encerraba a llorar en la oficinita.

—Perdone la pregunta. ¿Usted estaba enamorada del doctor?

—¿Acaso no se nota? —preguntó la enfermera, levantando el semblante desencajado hacia el comisario.

—Y entre ustedes ¿nunca sucedió nada?

—¡Ojalá hubiese habido algo! ¡Ahora estaría vivo!

Empezó a sollozar, apretándose el pañuelo contra la boca. Se recuperó enseguida; era una mujer fuerte.

—Hacia el 15 de abril —siguió diciendo Angela—, llegó ella. Parecía que le había tocado la lotería. Iba hacia la oficinita cuando la oí decir: «Pero ¿qué clase de ginecólogo eres? ¿Todavía no te has dado cuenta de que estoy embarazada?» Me quedé helada, comisario. Me volví un poco. El doctor parecía una estatua de sal; creo que fue entonces cuando se dio cuenta de la estupidez que había cometido. Entré en la oficinita, pero no cerré la puerta. ¿Sabe cuál era la intención de aquella inconsciente cretina? Contárselo todo a su padre, porque así el doctor se vería obligado a dejar a su mujer y casarse con ella. El doctor fue inteligente. Le contestó que esperara un poco antes de hablar con su padre; mientras tanto él hablaría con su mujer y dispondría el divorcio. Después hicieron el amor.

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