Un mes con Montalbano (4 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Está aquí el profesor Cosentino, que dice que quiere hablar personalmente, en persona.

—Hazlo pasar.

Fazio salió y entró Cosentino.

Durante la fracción de un segundo, el comisario se quedó desconcertado. Se esperaba un individuo en camiseta, vaqueros y voluminosas Nikes en los pies; en cambio, el profesor vestía un traje gris con corbata. Hasta poseía un aire melancólico y mantenía la cabeza ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo. Los ojos, sin embargo, eran astutos, inquietos. Montalbano fue directo al grano, le contó la acusación del director y le advirtió que no era una broma.

—¿Por qué no?

—Porque usted adivinó que el día 13 el director sería objeto de una especie de atentado y es lo que ha sucedido.

—Pero, comisario, si es cierto que le han disparado, ¿cree que yo hubiera sido tan estúpido como para anunciarlo delante de tantos testigos? ¡Habría sido lo mismo disparar e irme directamente a la cárcel! Se trata de una desgraciada coincidencia.

—Mire, su razonamiento no me convence.

—¿Por qué?

—Porque puede que no sea tan estúpido y sí más listo para decirlo, hacerlo y después venir aquí a asegurarme que no ha podido hacerlo porque lo había pronosticado.

—Es cierto —admitió el profesor.

—¿Cómo se explica, entonces?

—¿Cree de verdad que poseo dotes adivinatorias, que puedo hacer predicciones? Cuando mucho, en lo que se refiere al director, podría hacer, ¿cómo lo diría...? Retroadivinaciones. Y serían tan ciertas como la muerte.

—Explíquese.

—Si nuestro querido director hubiera vivido en la época fascista, ¿no cree que habría sido un buen mando? De aquellos con uniforme de lana áspera, botas altas y el pájaro en la gorra que saltaban dentro de círculos de fuego. Seguro.

—¿Quiere hablar en serio?

—Comisario, ¿no conoce una deliciosa novela del siglo XVIII que se titula «El diablo enamorado»...?

—De Cazotte —lo interrumpió el comisario—. La he leído.

El profesor se recuperó enseguida del ligero estupor.

—Cierta noche, Jacques Cazotte se encontraba con unos amigos célebres y adivinó con exactitud el día de su muerte. Bien...

—Oiga, profesor, ya conozco la anécdota, la he leído en Gérard de Nerval.

El profesor se quedó boquiabierto.

—¡Caramba! ¿Cómo sabe estas cosas?

—Leyendo —replicó el comisario con brusquedad. Y aún más serio añadió: —Este asunto no tiene ni pies ni cabeza. No sé si han disparado contra el director o si se trataba de un petardo.

—Petardito, petardito —dijo con desprecio el profesor.

—Mire, profesor, si dentro de tres meses le sucede algo al director Tamburello, lo consideraré a usted responsable.

—¿Aunque atrape una gripe? —aventuró Antonio Cosentino, sin asomo de desconcierto.

* * *

Y sucedió lo que tenía que suceder.

Al director Tamburello le indignó mucho que el comisario no aceptara la denuncia y que no esposara a quien, según su criterio, era el responsable. Y empezó a dar una serie de pasos en falso. Durante el primer consejo de profesores, con un talante a la vez severo y dolorido, comunicó al consternado auditorio que había sido víctima de un atentado del que había escapado milagrosamente por intercesión (así constaba en el orden del día) de la Virgen y del Deber Moral, del que era esforzado defensor. Durante el discursito, no dejó de mirar con clara intención al profesor Antonio Cosentino, que reía a carcajadas. El segundo paso en falso consistió en confiar el asunto al periodista Pippo Ragonese, corresponsal de Televigata, que tenía al comisario entre ceja y ceja. Ragonese lo contó a su modo, afirmó que Montalbano, al no proceder contra el autor material del atentado, estaba favoreciendo la delincuencia. El resultado fue muy sencillo: mientras Montalbano se carcajeaba, todo Vigàta se enteró de que alguien había disparado contra Tamburello.

También se enteró la esposa del director, que hasta entonces había estado a oscuras de todo el asunto, cuando un día encendió el televisor para ver el noticiario de las doce y media. El director, ignorante de que su mujer lo sabía todo, se presentó a comer a las trece y treinta. Todos los vecinos estaban en las ventanas y en los balcones para disfrutar un rato. Jantipa insultó a su marido y lo acusó de tener secretos con ella, le dijo que era una bosta que se dejaba disparar como un cagón cualquiera y acusó al desconocido de tener, literalmente, «una puntería de mierda». Después de una hora de aporreamiento, los vecinos vieron al director salir precipitadamente del portón, como hace el conejo cuando el hurón lo acosa en la madriguera. Volvió a la escuela y encargó que le llevaran un sándwich a su despacho.

Hacia las seis de la tarde, como siempre, las mentes más especulativas del pueblo se reunieron en el café Castiglione.

—Es un cabrón —empezó el farmacéutico Luparello.

—¿Quién? ¿Tamburello o Cosentino? —preguntó el contable Prestìa.

—Tamburello. No dirige el instituto, lo gobierna, es una especie de monarca absoluto. Se dedica a joder a todo el que no se doblega a su voluntad. Recuerden que el año pasado aplazó a toda la clase de segundo C porque los alumnos no se levantaron inmediatamente cuando entró en el aula.

—Es verdad —intervino Tano Pisciotta, comerciante de pescado al por mayor. Y añadió, bajando la voz hasta convertirla en un soplo: —Y no olvidemos que entre los chicos de segundo C aplazados estaban el hijo de Giosue Marchica y la hija de Nene Gangitano.

Se hizo un silencio reflexivo y preocupado.

Marchica y Gangitano eran personas entendidas, a las que no se podía hacer un desaire. ¿Y expulsar a sus hijos no era un desaire?

—¡Ya no se trata de antipatía entre el director y el profesor Cosentino! ¡La cosa es mucho más seria! —concluyó Luparello.

Precisamente en ese momento entró el director. No captó la atmósfera que su presencia suscitaba, tomó una silla y la acercó a la mesa. Pidió un café.

—Lo siento, pero tengo que volver a casa —dijo inmediatamente el contador Prestìa—. Mi mujer tiene un poco de fiebre.

—Yo también tengo que irme, espero una llamada telefónica en el despacho —dijo a su vez Tano Pisciotta.

—Mi mujer también está un poco febril —afirmó el farmacéutico Luparello, que tenía escasa fantasía.

En un abrir y cerrar de ojos, el director se encontró solo ante la mesita. Por si acaso, era mejor no dejarse ver a su lado. Corrían el riesgo de que Marchica y Gangitano se formaran una falsa opinión de su amistad con el profesor Tamburello.

Una mañana, mientras estaba haciendo compras en el mercado, la esposa del farmacéutico Luparello se acercó a la señora Tamburello.

—¡Qué valiente es usted, señora! ¡Yo, en su lugar, me habría escapado o habría echado a mi marido de casa!

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Y si los que dispararon y se equivocaron deciden asegurarse y ponen una bomba detrás de la puerta de su departamento?

Aquella misma noche el director se trasladó al hotel. Pero la hipótesis de la señora Luparello prosperó de tal manera, que las familias Pappacena y Lococo, que vivían en el mismo piso, cambiaron de casa.

El director Tamburello, al límite de la resistencia física y mental, solicitó y obtuvo el traslado. Al cabo de tres meses «ya no estaba con ellos», como había adivinado el profesor Cosentino.

—¿Me aclara una duda? —preguntó el comisario Montalbano—. ¿Qué fue el disparo?

—Un petardo —repuso tranquilo Cosentino.

—¿Y el agujero en el portón?

—¿Me creerá si le digo que no lo hice yo? Debió de ser una casualidad o lo hizo él mismo para dar crédito a la denuncia contra mí. Era un hombre destinado a quemarse en su propio fuego. No sé si sabe que hay una comedia, griega o romana, no lo recuerdo, titulada «El atormentador de sí mismo», en la que...

—Sólo sé una cosa —lo interrumpió Montalbano—, y es que no quisiera tenerlo a usted como enemigo.

Y era sincero.

Las siglas

Calòrio no se llamaba Calòrio, pero en Vigàta lo conocían con este nombre. Llegó al pueblo no se sabía de dónde unos veinte años atrás, con un par de pantalones que tenían más agujeros que tela, atados a la cintura con una cuerda y una chaqueta hecha de remiendos, a lo arlequín, y descalzo pero con los pies limpísimos. Vagabundeaba pidiendo limosna con discreción, sin molestar, sin asustar a las mujeres y a los pequeños. Toleraba bien el vino cuando podía hacerse con una botella, de tal manera que nadie lo vio nunca borracho: y con ocasión de algunas festividades el vino corría a litros.

Al poco tiempo Vigàta lo adoptó, el padre Cannata le proporcionaba zapatos y trajes usados, en el mercado nadie le negaba un poco de pescado o de verduras, y un médico lo examinaba gratis y le pasaba a hurtadillas las medicinas cuando las necesitaba. En general estaba bien de salud, a pesar de que, a primera vista, debía de haber superado ya los setenta. Por la noche dormía bajo los pórticos del ayuntamiento, y en invierno se resguardaba del frío con dos viejas mantas que le habían regalado. Sin embargo, hace cinco años cambió de casa. En la solitaria playa, al oeste, en la parte opuesta a la que iba la gente a bañarse, habían dejado varados los restos de una embarcación de pesca. Desmantelada al poco tiempo, sólo quedaba el casco. Calòrio tomó posesión de la embarcación y se instaló en el espacio donde antes estaba el motor. Durante el día, si hacía buen tiempo, se acomodaba en cubierta a leer. Por eso la gente lo llamaba Calòrio: el santo patrono de Vigàta, al que todos querían, creyentes y no creyentes, era un fraile de piel oscura con un libro en la mano. Calòrio tomaba los libros prestados de la biblioteca municipal. La señorita Melluso, la bibliotecaria, aseguraba que nadie mejor que Calòrio sabía cuidar un libro y devolverlo con puntualidad. Lee de todo, informaba la señorita Melluso: Pirandello y Manzoni, Dostoievski y Maupassant...

El comisario Salvo Montalbano, que solía dar largos paseos unas veces por el muelle y otras por la playa oeste, que tenía la virtud de estar siempre desierta, un día se detuvo a hablar con él.

—¿Qué está leyendo?

El hombre, claramente molesto, no levantó los ojos del libro.

—«Urfaust» —fue la sorprendente respuesta. Y dado que el inoportuno no sólo no se había marchado, sino que se había quedado atónito, decidió finalmente levantar la vista. —En la traducción de Liliana Scalero —añadió amablemente—, un poco pasada, pero en la biblioteca no tienen otras. Hay que contentarse.

—Yo lo tengo en la versión de Manacorda —dijo el comisario—. Si quiere se lo presto.

—Gracias. ¿Quiere sentarse? —preguntó el hombre haciéndole un sitio en la bolsa sobre la que estaba sentado.

—No, tengo que volver al trabajo.

—¿Dónde?

—Soy el comisario de policía del pueblo; me llamo Salvo Montalbano.

Le tendió la mano y el otro se levantó, alargándole la suya.

—Mi nombre es Livio Zanuttin.

—Por su acento, parece siciliano.

—Vivo en Sicilia desde hace más de cuarenta años, pero nací en Venecia.

—Perdone la pregunta pero, ¿por qué un hombre como usted, culto, educado, se ha visto reducido a vivir de este modo?

—Usted es policía y siente una curiosidad innata. No diga «reducido»; se trata de una libre elección. Renuncié. Renuncié a todo: decencia, honor, dignidad, virtud, cosas que los animales ignoran, gracias a Dios, en su feliz inocencia. Me liberé de...

—Me está enredando —interrumpió Montalbano—. Me contesta con las palabras que Pirandello pone en la boca del mago Cotrone. Además, los animales no leen.

Se sonrieron.

Así empezó una extraña amistad. De vez en cuando Montalbano iba a su encuentro y le llevaba regalos: algún libro, una radio y, como Calòrio no sólo leía sino que también escribía, una reserva de bolígrafos y cuadernos. Si se lo sorprendía escribiendo, Calòrio guardaba enseguida el cuaderno en un bolsón repleto. En cierta ocasión que de pronto rompió a llover, Calòrio le dio refugio en el interior del hueco del motor, cubriendo la escotilla con un trozo de hule. Allá abajo todo estaba limpio y ordenado. De un trozo de cuerda tensado de pared a pared colgaban algunas perchas con las pobres ropas del mendigo, que hasta había construido una repisa para apoyar los libros, las velas y una lámpara de petróleo. Dos sacos le servían de cama. La única nota de desorden era una veintena de botellas de vino vacías amontonadas en un rincón.

Y ahora Calòrio yacía boca abajo en la arena, al lado de los despojos de la embarcación, con un corte profundo en la nuca, asesinado. Lo había descubierto el sereno de la fábrica de cemento próxima, cuando volvía a su casa a primera hora de la mañana. El hombre llamó a la comisaría por su teléfono móvil y no se movió de allí hasta que llegó la policía.

El asesino se había llevado todo lo que había en el antiguo lugar del motor, la habitación de Calòrio: la ropa, el bolsón, los libros. Sólo las botellas vacías seguían en su sitio. El comisario se preguntó si existían en Vigàta personas tan desesperadas como para robar los miserables enseres de otro desesperado.

Calòrio, herido de muerte, de algún modo consiguió bajar del casco del pesquero y caer en la arena, donde intentó escribir, con el dedo índice de la mano derecha, tres letras inciertas. Por fortuna la noche anterior había lloviznado y la arena estaba compacta; sin embargo, las letras no se leían bien.

Montalbano se volvió hacia Jacomuzzi, el jefe de la policía científica, un hombre capaz, sí, aunque dominado por un jodido exhibicionismo.

—¿Podrás decirme exactamente lo que el pobrecillo intentó escribir antes de morir?

—Desde luego.

El doctor Pasquano, el médico forense, hombre de carácter difícil pero muy competente en su trabajo, llamó por teléfono a Montalbano hacia las cinco de la tarde. Sólo pudo confirmar lo que ya había dicho por la mañana tras un primer reconocimiento del cadáver.

Según su reconstrucción de los hechos, entre la víctima y el asesino debió de producirse una violenta lucha hacia la medianoche del día anterior. Calòrio recibió un puñetazo en plena cara y cayó hacia atrás golpeándose en la cabeza con el guindaste oxidado que antes servía para colgar las redes de pesca: de hecho estaba manchado de sangre. El agresor creyó que el mendigo estaba muerto, barrió con todo lo que había bajo cubierta y escapó. Al poco rato Calòrio se recuperó un momento e intentó bajar de la embarcación, pero, aturdido y perdiendo sangre, cayó en la arena. Siguió vivo unos cuatro o cinco minutos más, durante los cuales se las ingenió para escribir aquellas tres letras. Según Pasquano, no había dudas: el homicidio fue intencional.

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