Un mes con Montalbano (25 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Montalbano escuchó las palabras de Olcese y del abogado Palillo en el noticiario de medianoche, cuando ya estaba en calzoncillos e iba a acostarse. Lo intranquilizaron y se le pasaron las ganas de irse a la cama. La noche era extraordinariamente tranquila y, tal como estaba, en calzoncillos, se fue a pasear a orillas del mar. El segundo testamento no cuadraba. Aun siendo incriminatorio, el comisario advertía un punto de exceso en la confección del escrito. Por otro lado, todo había sido excesivo en el asunto. El falso testamento era como una pincelada de más en un cuadro, una sobrecarga de color.
Cuí prodest?
, había preguntado el letrado Palillo. La respuesta le vino a los labios de una forma natural e irreprimible, le pareció ver un rayo cegador, como si un fotógrafo hubiera disparado un flash. De pronto sintió que se le aflojaban las piernas y tuvo que sentarse en la arena mojada.

* * *

—¿Niccolò? Soy Montalbano. ¿Qué estás haciendo?

—Con tu permiso, y dada la hora que es, me iba a acostar. ¿Has oído a Olcese? Tenías razón: Giacomo Larussa no sólo es un asesino por interés, sino también un monstruo.

—Oye, ¿puedes tomar nota?

—Espera que busque papel y lápiz. Aquí están. Dime.

—Te advierto que se trata de asuntos delicados que no puedo encargar a mis hombres, porque si se enteran los carabineros acabamos a los bifes. En consecuencia, a mí ni nombrarme. ¿Está claro?

—Claro. Se trata de iniciativas mías.

—Bien. Lo primero que quiero saber es el motivo por el que Alberto Larussa no quiso ver a su hermano durante años.

—Intentaré averiguarlo.

—Segundo. Mañana mismo tienes que ir a Palermo a ver al perito grafólogo de Olcese. Sólo debes hacerle una pregunta, apúntala bien: ¿es posible que alguien escriba una nota y consiga que parezca falsa? Y basta por hoy.

Niccolò Zito era una persona muy inteligente, tardó diez segundos en entender el sentido de la pregunta que tenía que hacerle al perito.

—¡La mierda! —exclamó.

El monstruo fue abatido en primera plana. La mayor parte de los diarios, dado que el caso había adquirido resonancia nacional, se detenían en la personalidad del profesor Giacomo Larussa, un docente impecable según el director, sus colegas y sus alumnos, y despiadado asesino que se había introducido como una serpiente en la momentánea debilidad del hermano para captar su confianza y luego matarlo, movido por los más turbios intereses y de una manera atroz. Los medios de comunicación ya habían pronunciado la sentencia y el proceso sería un rito inútil.

Al leer aquellos artículos de condena sin apelación, el comisario sintió como si le royeran el hígado, pero aún no tenía nada concreto en que apoyar la increíble verdad que había intuido la noche anterior.

A última hora de la tarde, lo llamó por teléfono Niccolò Zito.

—He vuelto ahora mismo. Traigo información.

—Dime.

—Voy por orden. El letrado Palillo conoce la razón del odio, porque se trata de eso, entre los dos hermanos. Se lo ha contado su defendido, como le gusta llamarlo. Bien: Alberto Larussa nunca se cayó del caballo hace treinta y un años, como entonces se dijo en el pueblo. El rumor lo hizo correr el padre, Angelo, para ocultar la verdad. Durante una violenta discusión, los dos hermanos llegaron a las manos y Alberto se cayó por la escalera y se lesionó la espina dorsal. Dijo que Giacomo lo había empujado. En cambio, éste aseguró que Alberto dio un paso en falso. Angelo, el padre, intentó ocultarlo con la caída del caballo, pero castigó a Giacomo en el testamento, sometiéndolo en cierto modo a Alberto. La cosa apesta.

—Estoy de acuerdo. ¿Y el perito?

—Me ha costado acceder al perito y cuando se lo pregunté se quedó atónito, confuso, sorprendido. Empezó a balbucear. En resumen, dijo que la pregunta puede tener una respuesta positiva. Ha añadido una cosa muy interesante: que por mucho que uno se esfuerce por falsificar su propia grafía, un atento examen acabaría revelando el engaño. Entonces le pregunté si él había realizado un examen muy atento. El muy cándido me ha contestado que no. ¿Sabes por qué? Porque el fiscal ayudante le preguntó si se había falsificado la letra de Alberto Larussa y no si Alberto Larussa había falsificado su propia escritura. ¿Observas la sutil diferencia?

Montalbano no contestó; estaba pensando en darle otro encargo al amigo.

—Oye, deberías enterarte de qué día se cayó Alberto por la escalera.

—¿Por qué? ¿Es importante?

—Sí, creo que sí.

—Bueno, pues ya lo sé. Fue el 13 de abril...

Se interrumpió de golpe. Montalbano notó que Niccolò se había quedado sin aliento.

—¡Cristo! —lo oyó murmurar.

—¿Hiciste las cuentas? —preguntó Montalbano—. El hecho tuvo lugar el 13 de abril de hace treinta y un años. Alberto Larussa muere, se suicida o lo matan el 13 de abril de treinta y un años después. Y el número 31 no es más que el 13 invertido.

—Larussa dejó el libro de Potocki junto a la silla eléctrica como un desafío, un desafío para entender —dijo Montalbano.

El comisario estaba con Niccolò en la
trattoria
San Calogero atracándose de salmonetes fresquísimos con salsa.

—¿Entender qué? —preguntó Niccolò.

—Mira, cuando Potocki empezó a limar la bola de la tetera, hizo un cálculo temporal: viviré hasta que la bala pueda entrar en el cañón de la pistola. Alberto Larussa tenía que organizar su venganza exactamente treinta y un años después y en el día exacto, el 13 de abril. Un cálculo temporal, como el de Potocki, un tiempo asignado. Te has quedado perplejo. ¿Qué pasa?

—Pasa que se me ocurre una observación: ¿por qué Alberto Larussa no tomó su venganza trece años después de la caída?

—También me lo he preguntado yo. Quizás había algo que lo hacía imposible, quizás el padre todavía estaba vivo y se habría dado cuenta, si quieres podemos investigar. Pero el hecho es que ha tenido que esperar todos estos años.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿En qué sentido?

—¿Cómo en qué sentido? ¿Todas estas historias quedan entre nosotros dos y dejamos a Giacomo Larussa en la cárcel?

—¿Qué piensas hacer?

—Bueno, no sé... Contárselo todo al teniente Olcese. Parece un hombre competente.

—Se reiría en tu cara.

—¿Por qué?

—Porque sólo tenemos palabras, y las palabras se las lleva el viento. Necesitamos pruebas para presentar ante el tribunal y no las tenemos.

—¿Entonces?

—Deja que piense esta noche.

Con su atuendo habitual de espectador de televisión, es decir, camiseta, calzoncillos y pies descalzos, metió en el vídeo la grabación que le había dado días atrás Niccolò, encendió un cigarrillo, se sentó cómodamente en el sillón y puso en marcha la cinta. Cuando llegó al final, la rebobinó y volvió a pasarla. Repitió la operación tres veces más para observar con minucia los objetos que habían servido para transformar la silla de ruedas en silla eléctrica. Los ojos empezaron a picarle de cansancio. Apagó el aparato, se levantó, fue al dormitorio, abrió el cajón superior de la cómoda, sacó una caja y volvió a sentarse en el sillón. En el interior de la cajita había un espléndido alfiler de corbata que le había regalado el pobre Alberto Larussa. Lo estuvo mirando durante un buen rato y luego, con la aguja en la mano, volvió a poner en marcha la cinta. De pronto apagó el vídeo, guardó la cajita en la cómoda y miró el reloj. Eran las tres de la mañana. Le bastaron veinte segundos para superar los escrúpulos. Levantó el auricular del teléfono y marcó un número.

—¿Amor? Soy Salvo.

—Dios mío, Salvo, ¿qué pasa? —preguntó Livia preocupada y con voz adormecida.

—Tienes que hacerme un favor. Perdona, pero es muy importante para mí. ¿Qué tienes de Alberto Larussa?

—Un anillo, dos alfileres, una pulsera, dos pares de aros. Son magníficos. El otro día los saqué, cuando me enteré de que había muerto. ¡Dios mío, qué horror! ¡Que tu propio hermano te mate de ese modo tan atroz!

—Quizá las cosas no son como las cuentan, Livia.

—¿Qué dices?

—Luego te lo explico. Mira, me interesa que me describas los objetos que tienes, no tanto la forma como el material utilizado. ¿Entendiste?

—No.

—¡Por Dios, Livia, está muy claro! Por ejemplo, de qué grosor son los alambres o los hilos de cobre o de qué están hechos.

El teléfono de Montalbano sonó cuando no eran todavía las siete de la mañana.

—Salvo, ¿qué piensas hacer?

—Mira, Niccolò, sólo podemos movernos en una sola dirección; es como caminar por un alambre.

—Estamos metidos en la mierda.

—Sí, y la mierda nos llega hasta el pecho. Antes que nos cubra por completo, al menos podemos hacer un movimiento. El único capaz de contarnos algo nuevo, algo que sirva a nuestras sospechas, es Giacomo Larussa. Llama por teléfono a su abogado, y que le explique minuciosamente qué sucedió durante las tres visitas que le hizo a Alberto. Pero que lo cuente todo. Hasta si una mosca echó a volar. En qué habitaciones entraron, qué comieron y de qué hablaron. Hasta las minucias, aunque le parezcan inútiles. Y por favor, que el esfuerzo le deje herniado el cerebro.

«Estimado señor Zito —comenzaba la carta que el abogado Palillo le envió a Niccolò—: Le remito la transcripción fiel del relato de las tres visitas de mi defendido a su hermano los días 2, 8 y 13 de abril de este año.»

El abogado era un hombre meticuloso y ordenado, a pesar de su aspecto de chanchito de Disney.

Durante la primera visita, la del día 2, Alberto no hizo más que pedir perdón y lamentarse por haberse obstinado en mantener apartado a su hermano. Ya no tenía importancia ahondar en la desgracia, no tenía sentido averiguar si había sido él quien dio un paso en falso o si Giacomo lo empujó. Corramos el telón, dijo. Dijo también que estaba solo como un perro y que la situación empezaba a cansarlo. Además, tenía días depresivos, cosa que antes no le sucedía, y se quedaba sentado en la silla de ruedas sin hacer nada. Otras veces se quedaba meditando a oscuras. ¿En qué?, le preguntó Giacomo. Y Alberto contestó que en el fracaso de su existencia. Le enseñó el taller, los objetos que elaboraba y le regaló una magnífica cadena de reloj. La visita duró tres horas, de las quince a las dieciocho.

Durante el segundo encuentro, el del día 8, todo se desarrolló casi exactamente como en la visita anterior. Esta vez el regalo fue un alfiler de corbata. La depresión de Alberto se había agravado y en un determinado momento Giacomo tuvo la impresión de que reprimía las lágrimas. Duración de la visita: dos horas y media, de las dieciséis a las dieciocho y treinta. Se despidieron acordando que Giacomo volvería el día 13 a la hora de comer y se quedaría allí por los menos hasta las ocho de la noche.

El relato de la última visita, la del día 13, presentaba ciertas diferencias. Giacomo llegó un poco antes de la hora acordada y se encontró a su hermano de un humor pésimo, muy nervioso. La había tomado con la mucama en la cocina y para desahogarse tiró al suelo una sartén. Murmuraba y casi no dirigió la palabra a Giacomo. Poco antes del mediodía, llamaron a la puerta de la casa. Alberto insultó a la mucama porque no iba a abrir. Fue Giacomo: era el empleado de una mensajería con un paquete de grandes dimensiones. Giacomo firmó por su hermano y tuvo la oportunidad de leer la dirección impresa del remitente en una etiqueta pegada. Alberto casi le arrancó el paquete de las manos y lo apretó contra su pecho como si fuera un niño. Giacomo le preguntó qué era aquello tan importante, pero Alberto no contestó; sólo dijo que pensaba que no llegaría a tiempo. ¿A tiempo de qué? De una cosa que tengo que hacer hoy, fue la respuesta. Luego bajó al taller a dejar el paquete, pero no invitó a su hermano a que lo acompañara. Giacomo aseguraba que en esa ocasión no entró en el taller. Desde la llegada del paquete, el comportamiento de Alberto cambió por completo. Volvió a su humor normal, se excusó con su hermano y con la mucama, la cual, después de servir la comida en la mesa, desapareció para ordenar la cocina y se marchó hacia las quince. Durante la comida no bebieron ni una gota de vino, Giacomo también señalaba esta circunstancia; ambos eran abstemios. Alberto invitó a su hermano a descansar una hora; le había hecho preparar la cama en el cuarto de huéspedes. Al parecer él hizo lo mismo. Giacomo se levantó hacia las cuatro y media, fue a la cocina y allí encontró a Alberto, que le había preparado café. Giacomo lo encontró muy afectuoso, pero lejano, casi melancólico. No aludió en absoluto a la desgracia de hacía treinta y un años, como se temía Giacomo. Pasaron juntos una tarde agradable, hablaron del pasado, de los padres, de los parientes. Mientras Alberto se había alejado de todo el mundo, Giacomo se relacionaba sobre todo con la anciana hermana de la madre, la tía Ernestina. Alberto demostró mucho interés por esta tía a la que literalmente había olvidado, preguntó cómo estaba de salud, qué hacía, y hasta propuso ayudarla económicamente a través de Giacomo. Todo siguió así hasta las ocho, cuando Giacomo subió al coche para volver a Palermo. Al despedirse quedaron en verse de nuevo el día 25 del mismo mes. En cuanto a la dirección del remitente del paquete, Giacomo se había esforzado por recordarla, pero no lo consiguió. Podía ser Roberti (o quizá Goberti, Foberti, Romerti o Roserti) SpA-Seveso. Giacomo estaba bien seguro de que el paquete procedía de Seveso: en sus primeros años de enseñanza mantuvo una breve relación con una profesora que era de Seveso.

Temía que la noticia de su investigación paralela pudiera trascender y se dirigió personalmente a la oficina de correos que, como también era la central teléfonica pública, tenía todas las guías. Roberti Fausto era dentista, Roberti Giovanni dermatólogo; en cambio, Ruberti era una SpA. Probó. Contestó una voz cantarina de mujer.

—Ruberti. ¿En qué puedo servirle?

—Llamo desde Vigàta, soy el comisario Montalbano. Necesito una información. ¿Qué es Ruberti SpA?

Al otro lado hubo un momento de titubeo.

—¿Quiere decir qué fabrica?

—Sí, por favor.

—Conductores eléctricos.

Montalbano aguzó el oído, quizás había acertado.

—¿Quiere comunicarme con el director de ventas?

—Verá, señor comisario, Ruberti es una empresa pequeña. Le paso al ingeniero Tani que también se ocupa de las ventas.

—¿Hola? Comisario soy Tani. Dígame.

—Querría saber si encargó algún material el señor...

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