Un mes con Montalbano (22 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Podía tener unos setenta años, representaba su edad y no hacía nada para ocultarla. Menuda, vestida modestamente, los cabellos grises recogidos en un rodete. Permanecía inmóvil, miraba el suelo. En el circo se hizo un silencio denso que se podía cortar con un cuchillo. En el círculo del foco avanzó un hombre de unos cincuenta años, vestido de frac. Alzó el sombrero de copa, hizo una profunda reverencia y dijo:

—Señoras y señores, Eva Richter.

Sin ningún énfasis, en voz baja, casi con respeto. La mujer permaneció inmóvil en la silla. Montalbano tuvo la sensación de que algo había cambiado de repente en aquel circo miserable, como si en el centro de la pista ya no fuera a desarrollarse un juego o una representación, sino un terrible momento de la verdad.

El hombre del frac se dirigió a los presentes.

—La señora Eva Richter no contesta ninguna pregunta, ni mía ni del público. Si uno de los presentes desea entregarme un objeto personal, la señora lo tendrá un momento entre las manos y luego lo devolverá. Entonces dirá al propietario del objeto algo que hace referencia a él. Les advierto que la respuesta se dará en voz alta y por lo tanto quien no desee que sus asuntos personales sean ventilados delante de todos, será mejor que no participe. —Hizo una pausa y miró al público sumido en la oscuridad. —Un objeto, por favor.

Hubo risas de turbación, incitaciones, comentarios en voz baja. Luego, de uno de los bancos más altos y pasando de mano en mano, llegó una corbata hasta el hombre del frac. Estallaron risas que el hombre truncó con un gesto imperioso.

Eva Richter, sin levantar la cabeza, tomó la corbata que aquél le llevó, hizo una bola con ella, la tuvo entre las manos huecas y la devolvió. La corbata hizo el recorrido inverso.

El hombre del frac preguntó:

—¿La corbata ha sido devuelta a su propietario?

—Sí —contestó una voz anónima.

Entonces el hombre del frac se volvió a mirar a la mujer que estaba sentada en medio de la pista.

Eva Richter habló en voz baja, murmurando casi las palabras. Tenía acento extranjero.

—El señor que me ha dado la corbata es muy joven. Ésta es su primera corbata, se la ha regalado su hermana.

De los bancos más elevados estalló un aplauso que acompañó todo el público. El hombre del frac alzó una mano y pidió silencio.

—El año pasado el señor de la corbata se cayó de la moto y se rompió el tobillo izquierdo.

Los ocupantes de los bancos más elevados se levantaron para aplaudir y el muchacho propietario de la corbata se puso a dar gritos de asombro:

—¡Es verdad! ¡Lo juro! ¡Todo es verdad!

Cuando los aplausos se acallaron, el hombre del frac volvió a hablar:

—Esta noche la señora está cansada. Sólo realizará dos ejercicios más de videncia. Otro, por favor. —Hizo un gesto y se encendieron las medias luces bajo la carpa. Ahora el público también era espectáculo. —¿Quién desea participar?

—Yo.

Todo el mundo se volvió a mirar a la señora Elvira Testa. Montalbano también, porque no lo pudo evitar. Elvira Testa, joven y bellísima, casada con el hombre más rico del pueblo, Filippo Mancuso, comerciante y, sobre todo, usurero, un hombre tosco y calvo que ya había cumplido los cincuenta.

Igual que antes la corbata, el collar de oro acabó en las manos de Eva Richter, que luego lo devolvió a su propietaria.

—Quien me ha dado este objeto acaba de regresar de Nueva York. Vivía en casa de una amiga.

Al aplauso de Elvira Testa se unió el de todos los espectadores, entusiasta...

Pero Eva Richter siguió:

—Quien me ha dado el objeto ha sufrido hace poco una pérdida. Ha quedado profundamente dolorido.

No hubo comentarios ni aplausos. Se hizo un silencio mortal. El hombre del frac parecía sorprendido y preocupado. Hasta Eva Richter alzó un instante la cabeza.

—¡Se ha equivocado! ¡Se ha equivocado! —gritaba de pie, congestionado, Filippo Mancuso.

A su lado, la bellísima Elvira Testa parecía una llama de fuego. Todos en el pueblo, incluido Montalbano sabían que el queridísimo amante de Elvira Testa había perdido la vida dos meses antes en un accidente de auto.

El hombre del frac se dio cuenta de que había algo que no cuadraba y animó a los espectadores:

—¡Otro, pronto, otro!

—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!

En la primera fila, Rizzitano, el farmacéutico, sentado entre el doctor Spalic, un triestino que desde hacía cuarenta años era el médico de Calasimo, y el alcalde Di Rosa agitó un pañuelo. Quizá para romper la atmósfera que se había creado poco antes, el hombre reía hacía guiños, se movía.

El hombre del frac tomó el pañuelo y se lo dio a la vidente que, en vez de devolvérselo, lo retuvo. El hombre del frac se quedó con la mano alargada y con una expresión de curiosidad en la cara. Ocurrió entonces lo que nadie esperaba: Eva Richter tiró el pañuelo al suelo dando un grito, como si aquel trozo de tela la hubiera quemado. Se levantó pálida como una muerta, dio unos pasos hacia atrás hacia el telón a sus espaldas, la mano izquierda apretada en la boca abierta para impedir que le saliera otro grito. Cuando notó el telón a sus espaldas, levantó el brazo derecho y señaló con el dedo índice al farmacéutico:

—¡Asesino! ¡Tú eres el asesino!

Murmuró la frase con una voz más baja de lo habitual, pero todos la oyeron, porque se había hecho un silencio que parecía que en el interior del Circo nadie respirara. De repente se desencadenó un alboroto, algunas mujeres empezaron a gritar como, si el farmacéutico estuviera matando a alguien ante sus ojos; la señora Elvira Testa, que aquella noche habla pasado las de Cain, tuvo un desmayo oportuno y el marido comerciante, usurero, y ahora cornudo público, se la llevó fuera amorosamente. El farmacéutico, a pesar del asombro, no conseguía que le desapareciera la sonrisa de los labios:

—¿Se ha vuelto loca? —preguntaba a todo el mundo.

A la mañana siguiente el circo ya no estaba en la plaza de la Libertà. El doctor Spalic tampoco estaba ya en Carlasimo ni sobre la faz de la Tierra. Hacia las tres, después de una noche insomne paseando por la casa, tal como declaró el señor Lauricella, que vivía en el piso de abajo, tomó una cuerda y se colgó de una viga del techo. Montalbano encontró en el escritorio una nota escrita con lápiz: «Era demasiado joven, no comprendía el daño que hacía. Perdónenme».

—Pero si la vidente dijo que el asesino era Rizzitano, el farmacéutico, ¿por qué se ha matado el doctor Spalic? —se preguntaban en el pueblo, extrañados.

* * *

Los domingos, la farmacia de Rizzitano permanecía abierta sólo por la mañana. Montalbano entró hacia las once, cuando había pocos clientes, que pedían remedios sobre todo contra el resfrío y la gripe. Rizzitano aprovechó un momento en que no había nadie y cerró la puerta con llave.

—Vi lo que hizo anoche —dijo Montalbano.

El farmacéutico no sonreía, una arruga le cruzaba la frente.

—¿Y qué vio?

—Vi que metía la mano en el bolsillo izquierdo del abrigo del doctor Spalic y sacaba el pañuelo que normalmente llevaba allí. Ese pañuelo no era suyo sino del doctor Spalic y usted quiso hacerle una broma.

—Sí —admitió Rizzitano con amargura.

—Eva Richter no lo señalaba a usted sino al doctor. Pero al margen de la historia del pañuelo, todos quedaron convencidos de que se estaba dirigiendo a usted.

—Sí —repitió Rizzitano.

—Y observé algo más —siguió diciendo el subcomisario.

—¿Qué?

—Que Eva Richter dijo: «Tú eres el asesino». ¿Me explico? No un asesino indeterminado.

—Es cierto.

—He venido a hacerle una pregunta: ¿qué sabe del médico?

El farmacéutico se acomodó los anteojos en la nariz y se quedó mirando una receta que había en el mostrador. Desde fuera llamaron a la puerta, pero ni Rizzitano ni el comisario contestaron.

—Vea —se decidió finalmente el farmacéutico—, si el pobre médico todavía estuviera vivo, no le diría nada de lo que voy a contarle; no conseguiría sacármelo ni con tenazas. El doctor Spalic, Vinko era su nombre de pila, llegó a Carlòsimo en el 52 o un año más tarde, no lo recuerdo bien. Se había recibido en Nápoles. Pero nació en Trieste y allí pasó su juventud. Nunca hablaba de sí mismo, nunca recibía correspondencia, parecía como si no hubiera dejado ni amigos ni parientes. Al principio despertó curiosidad entre la gente, luego se convirtió en uno de nosotros. Era competente y la gente iba a consultarlo. —Hizo una pausa, fue a la trastienda, se sirvió un vaso de agua y volvió. —Vinko —continuó—, era abstemio. Una noche en que me pareció particularmente melancólico, lo invité a cenar conmigo y lo convencí para que bebiera medio vaso de vino. Fue suficiente para emborracharlo, de tal manera que tuve que acompañarlo a casa. Durante el camino no hacía más que llorar, pero comprendí que aquel llanto no se debía sólo al vino. Entré con él en su departamento para acostarlo; no quise dejarlo solo. Lo convencí para que fuera al cuarto de baño a lavarse la cara. Y entonces me dijo una frase clarísima: «Hoy es un aniversario». Le pregunté de qué, y me contestó: «De un homicidio. Hace cuarenta y un años maté a un joven, en Trieste. Yo pertenecía a las SS». Cuando acabó, volvió a llorar. ¿Recuerda que en el 44 Trieste era una especie de protectorado alemán?

—Sí. ¿Y le dijo algo más?

—Nunca volvimos a hablar de ello.

Montalbano se levantó, dio las gracias al farmacéutico, éste abrió la puerta y dos clientes se precipitaron en el interior. Rizzitano preguntó en voz baja a Montalbano, un segundo antes de que saliese:

—¿Quién es de verdad Eva Richter?

Encontraron a Arturo Passerini, propietario y director del circo, cuando se dirigía con sus tres carromatos a un pueblo cercano. Dijo que Eva Richter se había presentado en el circo dos meses antes, cuando estaban en un pueblo de los alrededores de Messina. Dio una portentosa prueba de sus habilidades y pidió que la contrataran con una paga mínima. Tenía una obsesión: llegar cuanto antes a Carlòsimo. Aquella mañana, con las primeras luces del día, cuando se esparció la noticia de que el espectador de la noche anterior se había ahorcado, prefirió desmontar el toldo y marcharse. En el momento de subir a los carromatos se dieron cuenta de que la Richter había desaparecido, abandonando la maleta.

Montalbano la abrió. Dentro había un vestido, ropa interior y un diario amarillento de noviembre del 45. En un breve artículo se decía que el criminal nazi Vinko Spalic, culpable entre otros del asesinato a sangre fría del joven Giani Richter, había conseguido huir una vez más. Envuelto en un trapo había también un gran revólver cargado.

Eva Richter, que había tardado más de cuarenta años en encontrar al asesino de su hermano, no tuvo necesidad de utilizarlo.

Policías y ladrones

Taninè, la esposa del periodista de televisión Niccolò Zito, uno de los pocos amigos del comisario Montalbano, era una mujer que cocinaba por instinto, es decir, que los platos que preparaba en las hornallas no respondían a unas determinadas reglas culinarias, sino que eran el resultado improvisado de su mudable carácter.

—Hoy con mucho gusto te invitaría a casa a comer con nosotros —le decía a veces Niccolò a Montalbano—, pero creo que no sería oportuno.

Eso significaba que a Taninè algo se le había torcido y la pasta había salido recocida (o cruda), la carne insípida (o salada hasta lo imposible), la salsa de tal manera que eran preferibles tres años de condena, uno de ellos en la celda de aislamiento. Pero cuando acertaba, cuando todo iba por el camino correcto, ¡qué maravilla!

Era una hermosa mujer en la treintena, de carnes prietas y llenas que inspiraban a los hombres pensamientos vulgarmente terrenales. Cierto día que Taninè lo invitó a hacerle compañía en la cocina, donde nunca admitía a extraños, Montalbano observó atónito que la mujer, que preparaba el condimento para la pasta, comenzaba a perder peso, a transformarse en una especie de bailarina que, absorta, oscilaba con gestos ligeros de una hornalla a otra. Por primera y última vez, al mirarla, había pensado en los ángeles.

«Esperemos que Taninè no me estropee el día», se dijo el comisario mientras conducía hacia Cannatello. Porque en cuanto a los cambios de humor no estaba para bromas. Lo primero que hacía por la mañana en cuanto se levantaba era asomarse a la ventana a mirar el cielo y el mar que tenía a dos pasos de su casa: si los colores eran vivos y claros, así era su comportamiento durante el día; en caso contrario, las cosas iban mal para él y para todo aquel que se le ponía a tiro.

Cada segundo domingo del mes de abril, Niccolò, Taninè y su hijo Francesco, que tenía siete años, abrían oficialmente su casa de campo en Cannatello, heredada del padre de Niccolò. Era ya una tradición que el primer invitado fuera Salvo Montalbano.

Para llegar hasta allí, el comisario desafiaba cañadas, senderos de mulas, polvorientos caminos rurales que le blanqueaban el coche, en lugar de tomar el camino más cómodo y rápido que lo hubiera dejado a dos kilómetros de Cannatello. Aprovechaba esos momentos para crearse una Sicilia ya desaparecida, dura y agreste, una llanura quemada, amarillo paja, interrumpida de vez en cuando por los dados blancos de las casuchas de los campesinos. Cannatello era una tierra maldita: nada que se sembrase o se plantase llegaba a enraizar; sólo las manchas de la retama, de los pepinos silvestres y las alcaparras daban un breve alivio de verdor. Era terreno de caza, eso sí, y de vez en cuando de detrás de un matorral de retama saltaba veloz una liebre. Llegó cuando era casi la hora de comer. El perfume del postre, doce barquillos gigantes que había comprado, inundaba el interior del coche y le abrió el apetito.

En la puerta lo esperaban todos: Niccolò sonriente, Francesco impaciente y Taninè con los ojos brillantes de alegría. Montalbano se tranquilizó; quizás el día valdría la pena porque empezaba bien.

Francesco apenas le dio tiempo de salir del coche y se puso a saltar a su alrededor:

—¿Jugamos a policías y ladrones?

Su padre lo amonestó:

—¡No lo agobies! ¡Ya jugarás después de comer!

Aquel día Taninè había decidido exhibirse con un plato clamoroso que, quién sabe por qué, se llamaba «mal de amores». Quién sabe: quizás aquella sopa de cerdo (pulmón, hígado, bazo y carne magra) que se comía con rodajitas de pan tostado, tuviera relación con el mal de amores y no con el dolor de vientre.

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