Un mes con Montalbano (19 page)

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Authors: Andrea Camilleri

—Mucho gusto. Yo soy la señorita Angela Clemenza. ¿Qué desea? —hizo hincapié en el «señorita».

El comisario estalló:

—No deseo nada. ¿Le parece lógico ir por ahí, con estas joyas, sola y a estas horas de la noche? Ha sido afortunada de que todavía no le hayan robado y luego la hayan tirado a una zanja. Suba al coche, la acompaño.

—No tengo miedo. No estoy cansada.

Era cierto: respiraba pausadamente y en su rostro no había huellas de traspiración. Sólo los zapatos blanqueados por el polvo demostraban que la señora había recorrido a pie un largo trecho.

Montalbano la tomó del brazo con delicadeza y la llevó hacia el coche.

Angela Clemenza lo miró un instante: el azul de sus ojos se había teñido de violeta. Evidentemente estaba enojada, pero no dijo nada y subió.

En cuanto estuvo sentada en el coche, apoyó el bolso en las rodillas y se frotó ligeramente el brazo derecho. El comisario observó que el bolso estaba lleno; debía de pesar.

—¿Adónde la llevo?

—A Gelso. Le indico cómo llegar.

El comisario lanzó un suspiro de alivio. Gelso no estaba lejos, en la zona del interior, a pocos kilómetros de Marinella. Hubiera querido preguntarle por qué estaba allí sola, de noche, recorriendo el camino a pie, pero la discreción y la compostura de aquella mujer lo intimidaban.

Por su parte, la señorita Clemenza sólo abrió la boca para darle breves indicaciones sobre el camino. Al otro lado de una gruesa verja de hierro forjado, y tras recorrer una avenida perfectamente cuidada, Montalbano se detuvo en la plazoleta que se extendía ante una villa del siglo XIX, de tres pisos, recién restaurada, preciosa, con puertas y ventanas que le parecieron pintadas de verde. Bajaron del coche.

—Ha sido muy amable. Gracias —dijo la señorita y alargó el brazo. Montalbano, sorprendiéndose a sí mismo, se inclinó y le besó la mano. La señorita Clemenza le dio la espalda, buscó algo en el bolso, sacó una llave, abrió la puerta, entró y cerró.

No eran todavía las siete de la mañana cuando lo despertó la llamada de Mimì Augello, su segundo.

—Perdona, Salvo, que te llame a estas horas, pero ha habido un homicidio. Ya estoy aquí. Te he enviado un coche.

Apenas había tenido tiempo de afeitarse cuando llegó el coche.

—¿Sabes a quién mataron?

—A un profesor jubilado; se llamaba Corrado Militello —respondió el agente al volante—. Vive más allá de la estación vieja.

La casa del que había sido profesor Militello se levantaba, en efecto, más allá de la estación vieja, pero en medio del campo. Antes de que Montalbano cruzara el umbral, Mimì Augello, que aquella mañana se había despertado con ganas de parecer el primero de la clase, le informó:

—El profesor tenía más de ochenta años. Vivía solo; nunca se había casado. Desde hace diez días no salía de casa. Cada mañana venía una mucama, la misma desde hace treinta años, que es quien lo encontró muerto y nos llamó.

En el piso de arriba hay dos dormitorios grandes, dos cuartos de baño y un cuarto pequeño. En la planta baja, un salón, un pequeño comedor, un cuarto de baño y un estudio. Allí lo mataron. Pasquano está trabajando.

En el vestíbulo, la mucama, sentada en el borde de una silla, lloraba en silencio, moviendo el tronco adelante y atrás. El cuerpo del profesor Corrado Militello yacía sobre el escritorio del estudio. El doctor Pasquano, el forense, lo estaba examinando.

—El asesino —dijo Mimì Augello— ha querido asustar al profesor antes de matarlo. Mira aquí: ha disparado a la lámpara, a la biblioteca, a ese cuadro, me parece que es una reproducción del «Beso» de Velázquez...

—Hayez —corrigió Montalbano con expresión cansina.

—... en la ventana, y el último tiro ha sido para él. Un revólver, no hay cartuchos.

—No perdamos tiempo contando los tiros —intervino el doctor Pasquano—. Han sido cinco, de acuerdo, pero cuando disparó al busto de Wagner, que es de bronce, la bala rebotó y atravesó la frente del profesor, matándolo.

Augello no replicó.

En la chimenea, una montaña de papel hecho cenizas. Montalbano sintió curiosidad, y con la mirada interrogó a su segundo.

—La mucama me dijo que desde hacía dos días estaba quemando cartas y fotografías —contestó Augello—. Las guardaba en este baúl que ahora está vacío.

Mimì Augello se encontraba en uno de esos días en los que, si se decidía a hablar, no podían pararlo ni a cañonazos.

—La víctima abrió al asesino; no hay señales de que la puerta haya sido forzada. Seguramente lo conocía, confiaba en él. Uno de casa. ¿Sabes qué te digo, Salvo? Saldrá de algún sitio un sobrinito que estaba esperando la herencia desde hacía demasiado tiempo, ha perdido la paciencia e hizo una tontería. El viejo era rico: casas, terrenos edificables...

Montalbano no lo escuchaba, estaba sumergido en el recuerdo de películas inglesas de policías. E hizo una cosa que había visto hacer en esas películas: se dirigió a la chimenea, metió una mano entre las cenizas y buscó. Tuvo suerte: palpó con los dedos un cartoncito cuadrado. Era el fragmento de una fotografía, no más grande que una estampilla. Cuando lo miró sufrió una sacudida eléctrica. Medio rostro de mujer, ¿pero cómo no reconocer aquellos ojos?

—¿Hay algo? —preguntó Augello.

—No —contestó Montalbano—. Oye, Mimì, ocúpate de todo; tengo trabajo. Saluda de mi parte al juez cuando llegue.

—Entre, entre —dijo la señorita Angela Clemenza, contenta de volver a verlo—. Venga por aquí. Desde que murió mi hermano, el general, la casa es demasiado grande para mí sola. Me he reservado estas tres habitaciones en la planta baja, así me ahorro las escaleras.

Eran las nueve y media de la mañana, pero la señorita estaba impecable. Frente a ella, el comisario se sintió sucio y descuidado.

—¿Puedo ofrecerle un café?

—No se moleste. Sólo quiero hacerle unas preguntas. ¿Conoce al profesor Corrado Militello?

—Desde 1935, comisario. Entonces tenía dieciséis años y él, uno más que yo.

Montalbano la miró fijamente: nada, ninguna emoción; los ojos un lago de alta montaña, sin crispaduras.

—Créame si le digo que con gran pesar tengo que comunicarle una mala noticia.

—¡Pero si ya la conozco, comisario! ¡Le disparé yo!

Montalbano sintió que le faltaba el suelo bajo los pies, la misma impresión que tuvo durante el terremoto de Beliceo Se sentó en una silla que por suerte había detrás de él. La señorita Clemenza también tomó asiento, muy compuesta.

—¿Por qué? —consiguió articular el comisario.

—Es una historia vieja como el mundo; se aburrirá.

—Le garantizo que no.

—Bien. A mediados del siglo XIX, por razones que ignoro y que nunca he querido saber, mi familia y la de Corrado empezaron a odiarse. Hubo muertos, duelos, heridos. Capuletos y Montescos, ¿recuerda? Y nosotros, en lugar de odiarnos, nos enamoramos. Como Romeo y Julieta. Nuestras familias, en esta ocasión aliadas, nos separaron: a mí me mandaron con las monjas y él acabó en un colegio. Mi madre, en su lecho de muerte, me hizo jurar que nunca me casaría con Corrado. O él o nadie, me dije yo.

Corrado hizo lo mismo. Durante años y años nos hemos escrito, nos llamábamos por teléfono, procurábamos vernos. Cuando sólo quedamos los dos, yo ya tenía sesenta y dos años y él sesenta y tres. Convinimos en que a esa edad habría sido ridículo casarnos.

—Sí, muy bien, ¿pero por que...?

—Hace seis meses me llamó por teléfono y hablamos mucho. Me dijo que no podía aguantar la soledad. Quería casarse con una viuda, una parienta lejana. Yo le pregunté por qué a los sesenta años lo había encontrado ridículo y no a los ochenta.

—Comprendo. Y por esta razón usted...

—¿Bromea? ¡Por mí podía casarse cien veces! El hecho es que me llamó al día siguiente. Me dijo que no había podido pegar un ojo. Confesó que me había mentido: no se casaba por miedo a la soledad, sino porque se había enamorado de verdad de aquella mujer. Como puede comprender, así las cosas cambiaban.

—¿Por qué?

—Porque teníamos un compromiso, habíamos hecho un pacto.

Se levantó, abrió el mismo bolso que llevaba la noche anterior y que estaba encima de una mesita, sacó un papel amarillento y se lo dio al comisario.

Nosotros, Angela Clemenza y Corrado Militello, juramos ante Dios lo siguiente: quien de nosotros se enamore de una tercera persona, pagará con la vida la traición. Leído, firmado y suscrito: Angela Clemenza, Corrado Militello

Vigàta, 10 de enero de 1936

* * *

—¿Se da cuenta? Todo está en orden, ¿verdad?

—¡Debió de olvidarse! —exclamó, casi gritó, Montalbano.

—Yo no —dijo la señorita, con los ojos derivando hacia un peligroso violeta—. Ayer por la mañana lo llamé para asegurarme. «¿Qué haces?», le pregunté. «Estoy quemando tus cartas», me contestó. Entonces fui a leer de nuevo el pacto.

Montalbano sintió como si un aro de hierro le empezara a apretar la frente. Estaba sudando.

—¿Ha tirado el arma?

—No.

Abrió el bolso y sacó un Smith & Wesson centenario, enorme. Se lo dio a Montalbano.

—Me ha resultado difícil matarlo, ¿sabe? Nunca había disparado. ¡Pobre Corrado, se asustó tanto!

¿Qué debía hacer ahora? ¿Levantarse y arrestarla? Se quedó contemplando el revólver, indeciso.

—¿Le gusta? —preguntó sonriente la señorita Angela Clemenza—. Se lo regalo. A mí ya no me sirve.

Lo que contó Aulo Gelio

La calefacción del coche de Montalbano decidió una huelga sin previo aviso, aprovechando pérfidamente que soplaba un viento norte escandinavo. El viento helado se colaba por todas partes y el comisario, a pesar del calor del motor y del odioso chaquetón de cuero que se había puesto, se estaba congelando. Había tenido una conversación no demasiado cordial con el nuevo jefe de policía de Montelusa, y con un ataque de nervios, dado el tiempo que hacía, pensó que su humor mejoraría si iba a probar una hostería en la carretera de Fiacca que un amigo le había recomendado hacía unos días. Ese amigo también le dijo que había una indicación hacia el kilómetro quince. Superó el diecisiete sin haber visto nada de nada y se le pasaron las ganas de ir a experimentar a la aventura. ¿Y si a la charla con el jefe de la policía, y a la nochecita que estaba haciendo, se añadía una cena infecta? ¡Menuda velada, dando vueltas en la cama sin poder dormir, hecho un manojo de nervios! iba a iniciar la curva en U cuando, a la débil luz de los faroles («¡si funcionara alguna mierda de cosa en este coche!»), vio la indicación. Consistía en un trozo de tabla torcida clavada en un palo, en el que habían escrito de cualquier manera a mano: «en Filippo se come bien». Se metió en el camino sin asfaltar que terminaba un centenar de metros más allá, en una placita en la que había una casucha solitaria de una planta. No se veía luz en las ventanas con rejas ni en la puerta. Quizás era el día de cierre y el viaje había sido en balde. Abrió la portezuela y el viento lo sorprendió, junto con el rumor de la tempestad en el mar que se encontraba a unos treinta metros por debajo de la placita. Bajó, echó a correr, giró el pomo de la puerta y ésta se abrió. Montalbano entró inmediatamente y la cerró a sus espaldas. Una habitación con cinco mesitas. Ningún cliente. El que debía de ser Filippo estaba sentado ante una mesa y miraba una película en la televisión:

—¿Se puede comer? —preguntó en tono de duda el comisario.

Filippo no se movió, no apartó los ojos del televisor, tan sólo murmuró:

—Siéntese donde quiera.

Montalbano se quitó el chaquetón y eligió la mesa que estaba más cerca de la estufa de leña. Pasados cinco minutos, en vista de que el hombre seguía encandilado con la película, el comisario se levantó, fue al aparador, tomó una cestita con pan y una botella de vino y volvió a su sitio. Pasaron diez minutos más y, finalmente, apareció en la pantalla «Fin de la primera parte». Filippo se transformó de estatua en ser viviente. Se acercó a la mesa y preguntó:

—¿Qué quiere comer?

—Me han dicho que hace muy bien el pulpo a la napolitana.

—Le dijeron bien.

—Desearía probarlo.

—¿Quiere probarlo o comerlo?

—Comerlo. ¿Lo hace con aceitunas de Gaeta?

Las aceitunas negras de Gaeta son fundamentales en el pulpo a la napolitana.

Filippo lo miró indignado por la pregunta.

—Claro. Y también con alcaparras.

¡Ay! Ésa era una novedad que podía ser peligrosa: nunca había oído hablar de alcaparras en los pulpos a la napolitana.

—Alcaparritas de Pantelleria —precisó Filippo.

Las dudas de Montalbano se desvanecieron a medias: las alcaparras de Pantelleria, ácidas y extraordinariamente sabrosas, quizás iban bien o, en el peor de los casos, no estropearían el guiso.

Antes de dirigirse hacia la cocina, Filippo miró al comisario a los ojos y éste recogió el guante del desafío. Estaba claro que entre los dos se había establecido un duelo. A quien no entienda de cocina, el hecho le puede sorprender: ¿qué se necesita para hacer un par de pulpos a la napolitana? Ajo, aceite, tomate, sal, pimienta, piñones, aceitunas negras de Gaeta, pasas de Corinto, perejil y rodajitas de pan tostado: ésta es la combinación. Sí. ¿Y las proporciones? ¿Te ha de guiar el instinto para que a una cierta cantidad de sal le corresponda una dosis precisa de ajo?

La polémica imaginaria del comisario sufrió una violenta interrupción cuando se abrió la puerta de golpe y chocó contra la pared.

«El viento», pensó Montalbano, pero no tuvo tiempo de levantarse para cerrarla.

Entraron dos hombres con el rostro cubierto con pasamontañas y pistolas en la mano.

—¿Qué ha sido? —preguntó Filippo saliendo de la cocina con un martillo en la mano.

—Quietos todos —ordenó uno de los intrusos, de estatura diminuta.

En cambio su compañero era una especie de gigante.

«Dos infelices en busca de unos cuantos miles de liras», se dijo Montalbano.

Pero quizá las cosas no eran tan sencillas porque el hombre diminuto miró al comisario y dijo:

—A ti te buscaba y al fin te encuentro.

Evidentemente lo habían seguido, y comprendieron que el lugar era ideal para lo que querían hacer. Y lo que pensaban hacer iba a significar el fin de Montalbano. Se dice que cuando un hombre está al borde de la muerte ve discurrir velozmente su vida pasada y tiene algún pensamiento más allá de lo terrenal. Todo lo que pensó Montalbano en ese momento fue: «Ahora me matan y adiós pulpos».

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