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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (18 page)

—¿Qué piensa hacer usted, señor Memmi?

—¿Yo? Hoy mismo voy a hablar con Donato Currera. Quiero resarcirlo de los daños y por el susto que ha pasado con toda su familia. Pero no se lo diré a Anna.

—Me parece bien —dijo Montalbano.

Carlo Memmi lanzó un suspiro de alivio y se levantó.

—Gracias. Ah, no me ha contado la historia de... ¿Cómo se llaman esos dos?

—Arcibaldo y Petronilla. Se la contaré en otra ocasión. Por ahora es suficiente con que sepa que Petronilla es una esposa celosa.

Intercambiaron una sonrisa y se estrecharon la mano. Recuperada la libertad de movimientos, la mosca salió volando.

Being here...

En cuanto el hombre entró en su despacho, Montalbano pensó que estaba sufriendo una alucinación: el recién llegado era la viva estampa de Harry Truman, el ya difunto ex presidente de los Estados Unidos, tal como el comisario lo había visto en fotografías y documentos de la época. El mismo traje rayado cruzado, el mismo sombrero claro, la misma corbata llamativa, los anteojos con la misma montura. Sólo que, cuando se lo miraba mejor, las diferencias eran dos. La primera, que el hombre estaba camino de los ochenta, si no los había sobrepasado ya, aunque los llevaba espléndidamente. La segunda, que mientras el ex Presidente reía siempre, hasta cuando ordenaba lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima, éste no sólo no sonreía, sino que emitía un halo de contenida melancolía.

—Perdone si lo molesto, señor. Soy Charles Zuck —hablaba un italiano de libro, sin acento dialectal; mejor dicho, tenía un acento bastante evidente.

—¿Es norteamericano? —preguntó el comisario haciéndole un gesto para que tomara asiento en la silla que había ante el escritorio.

—Soy ciudadano norteamericano, sí.

Sutilísima distinción que Montalbano interpretó, con toda justeza, de este modo: no he nacido norteamericano, me he nacionalizado norteamericano.

—Dígame en qué puedo serle útil.

Ese hombre despertaba su simpatía. No sólo tenía un aire melancólico, sino que también parecía ajeno, extraño.

—He llegado a Vigàta hace tres días. Quería hacer una visita corta. De hecho, pasado mañana debo tomar el avión en Palermo para volver a Chicago.

¿Y qué? Quizá con otro, Montalbano ya habría perdido la paciencia.

—¿Cuál es su problema?

—Que el alcalde de Vigàta no me recibe.

¿Y él qué tenía que ver?

—Mire, usted es extranjero, y aunque hable un italiano perfecto, ignora que un comisario de policía no se ocupa de...

—Le agradezco el cumplido —dijo Charles Zuck—, pero he enseñado italiano durante décadas en los Estados Unidos. Sé perfectamente que no tiene la facultad de obligar al alcalde a que me reciba. Pero puede intentar convencerlo.

¿Por qué lo escuchaba con tanta paciencia, por qué aquel hombre despertaba su curiosidad?

—Puedo hacerlo, sí —admitió el comisario. Y añadió, con la intención de disculpar al primer ciudadano ante un extraño: —Faltan tres días para las elecciones y nuestro alcalde se presenta a la reelección. En cualquier caso, tiene la obligación de recibirlo.

—Y con más razón porque soy o, mejor dicho, era vigatés.

—Ah, entonces nació aquí —dijo algo sorprendido Montalbano.

A primera vista, el hombre debió de nacer hacia los años 20, cuando el puerto funcionaba y Vigàta estaba lleno de extranjeros.

—Sí. —Charles Zuck hizo una pausa. Su aire melancólico pareció condensarse, hacerse más denso, y sus pupilas saltaron de una pared a otra de la habitación. —Y aquí fallecí.

* * *

La primera reacción del comisario no fue de estupor, sino de rabia: rabia hacia sí mismo por no haber comprendido enseguida que el hombre era un pobre loco, uno de esos que no están bien de la cabeza. Decidió llamar a uno de sus hombres para que se lo llevaran de la comisaría. Se levantó.

—Perdone un segundo.

—No estoy loco —advirtió el norteamericano.

Ya se sabe que los locos aseguran estar cuerdos y que los condenados juran ser tan inocentes como Cristo.

—No necesita llamar a nadie —dijo Zuck levantándose—. Y perdone por haberle hecho perder el tiempo. Buenos días.

Pasó delante de él para dirigirse hacia la puerta. Montalbano sintió lástima; ahora le pesaban los ochenta años del anciano. No podía dejar así a una persona de su edad, porque aunque no estuviera loco sí estaría desorientado y podía tener alguna mala experiencia.

—Vuelva a sentarse.

Charles Zuck obedeció.

—¿Tiene algún documento de identidad?

Sin decir una palabra, le entregó el pasaporte.

No había duda alguna: se llamaba como había dicho y había nacido en Vigàta el 6 de septiembre de 1920. El comisario se lo devolvió. Se miraron.

—¿Por qué dice que está muerto?

—No soy yo quien lo dice. Es lo que está escrito.

—¿Dónde?

—En el monumento a los caídos.

El monumento a los caídos, que se levantaba en una plaza en la calle principal de Vigàta, representaba a un soldado con el puñal levantado defendiendo a una mujer con un niño en los brazos. El comisario se había detenido alguna vez a mirarlo porque, según su opinión, se trataba de una buena escultura. Se alzaba sobre un basamento rectangular y en el lado más a la vista había una lápida con los nombres de los muertos en la guerra de 1914-1918, a los que en principio el monumento había sido dedicado. Luego, en el 38, apareció una segunda lápida a la derecha, con la lista de los que se dejaron la piel en las guerras de Abisinia y de España. En el 46 se añadió la tercera lápida en el lado izquierdo, con la lista de los muertos en la guerra de 1940-1945. El cuarto y último lado, por el momento, estaba vacío.

Montalbano hizo un esfuerzo por recordar.

—No recuerdo haber leído su nombre —concluyó.

—Charles Zuck no está. En cambio está Carlo Zuccotti, que soy yo.

El viejo sabía contar las cosas con orden, brevedad y claridad. Tardó menos de diez minutos en hacer un resumen de los setenta y siete años de su existencia. Contó que su padre se llamaba Evaristo, era de familia milanesa y se había casado, muy joven, con una muchacha de Lecco, Annarita Vismara. Poco después de la boda, Evaristo, que era ferroviario, fue trasladado a Vigàta, que entonces tenía tres estaciones de ferrocarril, de las cuales una, reservada al tráfico comercial, estaba precisamente a la entrada del recinto del puerto. Así fue como Carlo, único hijo de la pareja, nació en Vigàta. Carlo pasó en el pueblo los primeros doce años de su vida, estudiando primero en la escuela elemental de Vigàta y luego en el instituto de Montelusa, al que se trasladaba en el coche correo. Después el padre ascendió y fue trasladado a Arte. Cuando Carlo acabó el bachillerato en esta ciudad, se matriculó en la universidad de Florencia, donde el padre había sido trasladado de nuevo.

Un año antes de obtener la licenciatura murió su madre, la señora Annarita.

—¿En qué se especializó? —preguntó Montalbano.

Todo lo que aquel hombre le estaba narrando no era suficiente, deseaba ahondar más.

—Literatura moderna. Estudié con Giuseppe De Robertis. Mi tesis versó sobre «Le Grazie» de Foscolo.

«Para quitarse el sombrero», pensó el comisario, que era un apasionado de la literatura.

Mientras tanto estalla la guerra. Carlo fue movilizado y lo enviaron a combatir a África del norte. Cuando hacía seis meses que estaba en el frente una carta de la dirección general de ferrocarriles de Florencia le informó que su padre había muerto a causa de un ametrallamiento. Estaba solo en el mundo; no conocía el nombre de los parientes de sus padres. Cayó prisionero de los norteamericanos y fue enviado a un campo de concentración de Texas. Conocía bien el inglés y eso lo ayudó mucho, tanto que se convirtió en una especie de intérprete. Así conoció a Evelyn, la hija del responsable administrativo del campo. Cuando lo dejaron en libertad, una vez finalizada la guerra, se casó con Evelyn. En el 47 le enviaron desde Florencia, a petición suya, el título de licenciado. En Estados Unidos no servía, pero Carlo reanudó los estudios y obtuvo el título que lo capacitaba para dedicarse a la enseñanza. Consiguió la ciudadanía norteamericana y cambió el nombre de Zuccotti por Zuck, como los norteamericanos lo llamaban para abreviar.

—¿Por qué ha querido venir aquí?

—Ésta es la respuesta más difícil.

Por un instante pareció que se perdía en el laberinto de los recuerdos. El comisario permaneció en silencio, a la espera.

—Llega un momento comisario, en que la vida de los viejos como yo consiste en una lista: la de los muertos. Muertos que poco a poco son tantos que te da la sensación de haberte quedado solo en un desierto: Entonces tratas desesperadamente de orientarte, pero, no siempre lo consigues.

—¿Su esposa Evelyn ya no está con usted?

—Tuvimos un hijo, James. Sólo uno. Al parecer, mi familia es de hijos únicos. Cayó en Vietnam. Mi mujer no se recuperó. Hace ocho años fue a reunirse con nuestro hijo.

Una vez más Montalbano no abrió la boca.

* * *

El viejo profesor sonrió. La sonrisa le produjo a Montalbano la sensación de que el cielo se oscurecía y una mano le apretaba el corazón.

—Una historia fea, comisario. Fea en sentido literario, a medio camino entre un dramón a lo Giacometti, el de la muerte civil, y ciertas situaciones pirandellianas. ¿Dice que por qué he querido venir aquí? Pues por un impulso. Aquí he pasado lo mejor de mi existencia; lo mejor, sí, porque todavía no tenía conciencia de lo que era el dolor. Y no es poco, ¿sabe? En la soledad de Chicago, Vigàta empezó a brillar como una estrella. Pero en cuanto pisé el pueblo, la ilusión desapareció. Era un espejismo. No he encontrado a ninguno de mis antiguos compañeros de escuela. Tampoco existe ya la casa donde vivía; ahora en su lugar hay un edificio de diez pisos. Y las tres estaciones se han reducido a una con muy poco o nada de tráfico. Luego he descubierto que figuraba en la lápida de los caídos. Fui al censo. Evidentemente fue un error del mando militar. Me dieron por muerto.

—Perdone la pregunta, pero cuando leyó su nombre, ¿qué sintió?

El viejo se quedó meditando un instante.

—Pesar —repuso en voz baja.

—¿De qué?

—De que las cosas no fueran como está escrito en la lápida. En cambio, he tenido que vivir.

—Mire, profesor, le conseguiré para mañana una entrevista con el alcalde. ¿Dónde se aloja?

—En el hotel Tre Pini. Está en las afueras de Vigàta. Para ir y venir tengo que tomar un taxi. Y ahora que hablamos de eso, ¿me pide uno?

A primera hora de la tarde no pudo hablar con el alcalde, porque estaba ocupado en un acto electoral y luego en unas visitas puerta a puerta. A la mañana siguiente pudo recibirlo. Le contó la historia de Carlo Zuccotti, el muerto viviente. Cuando acabó, el alcalde lanzó una risotada tal que se le saltaron las lágrimas.

—¿No se da cuenta, comisario? Nuestro casi paisano Pirandello no necesitaba tanta fantasía para inventarse las cosas. ¡Le bastaba transcribir lo que sucede en realidad en nuestros pueblos!

Montalbano, como no podía darle un puñetazo en la cara, decidió no darle su voto.

—¿Sabe lo que quiere de mí?

—Probablemente que cambie la lápida.

—¡Cristo! —exclamó el alcalde—. Menudo gasto.

—¿Profesor? Soy el comisario Montalbano. El alcalde lo recibirá hoy, a las cinco de la tarde, en el ayuntamiento. ¿Le va bien? Así mañana podrá tomar el avión a Chicago.

Silencio absoluto al otro lado.

—¿Me ha oído, profesor?

—Sí. Pero esta noche...

—¿Esta noche?

—Me he quedado despierto pensando en la lápida. Le agradezco su amabilidad, pero he tomado una decisión. Creo que es la más justa.

—¿Qué decisión?

—Being here...

Y colgó sin despedirse.

Being here:
ya que estoy aquí.

Se levantó apresuradamente de la silla. En el pasillo se encontró a Catarella, lo empujó con violencia y corrió al coche. Los dos kilómetros que separaban Vigàta del hotel le parecieron un centenar. Irrumpió en el vestíbulo.

—¿El profesor Zuccotti?

—No hay ningún Zuccotti.

—Charles Zuck, idiota.

—En la 115, primer piso —balbuceó sorprendido el recepcionista.

El ascensor estaba ocupado y subió los escalones de dos en dos. El comisario Montalbano llegó jadeando y llamó a la puerta.

—¿Profesor? ¡Abra! ¡abra por favor! Soy el comisario Montalbano.

—Un segundo —contestó la voz tranquila del viejo.

Luego, en el interior, sonó un disparo violento, fortísimo.

Excepto Montalbano nadie supo que el alcalde de Vigàta no iba a tener que afrontar el gasto de una lápida nueva.

El pacto

Vestida de negro, tacones altos, el sombrerito pasado de moda, el bolso de cuero brillante colgado del brazo derecho, la señora (porque se veía enseguida que era una señora, y de las de antes) caminaba con paso breve pero decidido por el borde de la carretera, los ojos fijos en el suelo, indiferente a los pocos coches que pasaban rozándola.

Si de día aquella mujer habría llamado la atención del comisario Montalbano por la distinción y la elegancia de otra época que emanaba, mucho más a las dos y media de la madrugada, en una carretera en las afueras del pueblo. Montalbano volvía a su casa de Marinella, tras una larga jornada de trabajo en la comisaría. Estaba cansado, pero conducía despacio. De las ventanillas abiertas del coche le llegaban los aromas de una noche de mediados de mayo, ráfagas de jazmín de los jardines de las villas a la derecha, rachas salobres del mar a la izquierda. Tras haber permanecido un trecho detrás de la señora, el comisario se puso a su lado e inclinándose sobre el asiento del pasajero le preguntó:

—¿Necesita algo, señora?

La mujer ni siquiera levantó la cabeza, no hizo el mínimo gesto y siguió caminando.

El comisario encendió las luces altas, detuvo el coche, bajó y se plantó delante de ella impidiéndole el paso. Entonces la señora, en absoluto sorprendida, se decidió a mirarlo. A la luz de los faros Montalbano observó que era muy vieja, pero tenía los ojos de un azul intenso, casi fosforescente, que resaltaban en el rostro por su expresión juvenil. Usaba unos aros de mucho valor y alrededor del cuello, un espléndido collar de perlas.

—Soy el comisario Montalbano —dijo para tranquilizarla, aunque aquella mujer no demostraba el más mínimo nerviosismo.

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