Read Un mes con Montalbano Online
Authors: Andrea Camilleri
Tropezó al levantarse y Mimì lo sostuvo.
El conserje, al teléfono, le estaba explicando a alguien que el hotel no podía aceptar clientes.
Montalbano esperó a que colgara y le sonrió.
Gaspare Arnone le devolvió la sonrisa. El comisario no dijo nada. Gaspare Arnone tampoco abrió la boca. Se miraban y sonreían. A Mimì Augello la situación le pareció embarazosa.
—¿Vamos? —preguntó a Montalbano.
El comisario no le contestó.
—La señora Rosina lo llamó al Reginella después que Provenzano se marchó a Rusia, ¿no es cierto?
—Sí. Necesitaba a una persona de confianza.
—Gracias —dijo Montalbano. La media borrachera que tenía lo hacía educado y ceremonioso. —Despéjeme otra duda. En las habitaciones no hay timbre para llamar a las camareras, ¿verdad?
—No. Los clientes tienen que llamar por teléfono aquí, a conserjería, cuando necesitan algo.
—Gracias —dijo otra vez Montalbano, haciendo una ligera inclinación.
El departamento de la propietaria del Reginella estaba en el segundo piso. Al final del primer tramo de escaleras, las piernas del comisario empezaron a aflojarse. Se sentó en un escalón y Augello se sentó a su lado.
—¿Me puedes decir lo que te pasa por la cabeza?
—Ahora mismo. Que la señora Rosina y el conserje están de acuerdo y han matado a Provenzano.
—¿Qué pruebas tienes?
—No las tengo. Encuéntralas tú. Te explico cómo anduvo todo. Hace catorce años, en el hotel de Catania donde trabajan juntos, Rosina y el conserje Gaspare de vez en cuando se van a la cama. Ella tiene un amante viejo y, ya me entiendes, a veces siente ganas de desahogarse. Bien. Cuando el marido de Rosina se va a Rusia, la mujer se acuerda de su amigo de Catania y lo llama a su servicio. Y la historia vuelve a empezar. Pero cambia de intensidad y se transforma en amor, pasión, lo que quieras. La situación es muy cómoda: el marido está siempre fuera. Pero entonces sucede algo nuevo. Provenzano escribe o llama por teléfono a la mujer y le dice que se ha cansado de estar en Moscú. Ha presentado la renuncia. Vendrá a Vigàta para fin de año, irá a Moscú para la liquidación y luego volverá definitivamente en febrero. Los dos amantes pierden la cabeza y deciden matarlo. El plan es peligroso, pero si funciona es perfecto. Antes de comunicar a Provenzano que la habitación veintiocho ya está dispuesta, el conserje sube a la habitación y se lleva el paquetito con el somnífero. El conserje ya sabe que Provenzano ha ido a la farmacia porque se lo ha dicho su amante, que nos miente cuando asegura desconocer la razón por la que su marido le pide el coche. Cuando Provenzano va a acostarse descubre que le falta el paquetito. Telefonea a conserjería pero no le contesta nadie, porque el conserje ya está apostado en el edificio en construcción y espera a que se le ponga a tiro. Dado que no puede llamar a una camarera, Provenzano decide ir él mismo a buscar el paquetito. Baja a conserjería, toma la llave de la veintidós, sube, abre la puerta de la habitación, enciende la luz y el conserje le apunta. Pero ha cometido un error: debería haber devuelto el paquetito a la veintiocho. ¿Estamos?
El comisario subió los quince escalones que llevaban al segundo piso desplazándose de izquierda a derecha y viceversa, mientras Mimì lo mantenía de pie con una mano debajo de la axila. Se detuvieron ante una puerta y Augello llamó discretamente.
—¿Quiénes?
—Augello, señora.
—Adelante, está abierta.
Mimì dejó pasar a su superior. Éste abrió la puerta y se quedó en el umbral, con la mano derecha apoyada en el pomo.
—¡Buenas tardes a todos! —exclamó alegremente.
La recién viuda se quedó sorprendida. ¿A todos? En la habitación sólo estaba ella y aquel hombre parecía borracho.
—¿Qué quiere?
—Hacerle una preguntita fácil, fácil. ¿Sabía que su marido había presentado su renuncia en la empresa para quedarse definitivamente en Vigàta?
La señora Rosina, sentada en la cama, un pañuelo entre las manos, no contestó enseguida. Evidentemente estaba sopesando la respuesta. Pero el escote mostró que por el blanco de su generoso pecho un ser maligno estaba pasando una mano de color rojo.
—No.
—¡Respuesta equivocada! —exclamó Montalbano. Mike Bongiorno no lo hubiera hecho mejor.
—Arréstala —dijo simplemente el comisario a Augello.
—¡No! ¡No! —gritó la señora Rosina levantándose de la cama—. ¡No tengo nada que ver! ¡Lo juro! Ha sido Gaspare que...
Se interrumpió y lanzó un grito inesperado, agudísimo que hizo vibrar los vidrios. A Montalbano el grito le entró por los oídos, dio dos vueltas alrededor del cerebro, descendió por la garganta, resbaló por el vientre y le llegó a los pies.
—Arresta también al conserje —consiguió articular antes de caer desmayado boca abajo.
* * *
Fazio lo acompañó a casa, lo desvistió, lo hizo acostarse y le puso el termómetro. Más de cuarenta.
—Esta noche me quedo aquí —declaró—. Dormiré en el sofá.
El comisario cayó en un sueño plúmbeo. Hacia las ocho de la mañana abrió los ojos. Se encontraba mejor. Fazio estaba allí, con el café.
—Esta noche ha llamado Augello preguntando por usted. Me ha encargado que le diga que todo ha ido como usted había pensado. Los dos han confesado. Él hasta ha enseñado dónde había escondido el fusil de precisión.
—¿Por qué no me despertaste?
—¿Bromea? ¡Pero si dormía como un ángel!
Las pocas ocasiones en que el jefe de policía, al no tener otro a mano, lo enviaba a representar a la Jefatura de Montelusa en congresos y convenciones, el comisario Montalbano se tomaba la cosa como un castigo o una ofensa personal. Cuando escuchaba las adornadas palabras de los participantes, los saludos de bienvenida, las loas y las críticas, los votos de confianza y los anuncios de un apocalipsis seguro, lo dominaba una sensación de pesadez tal que a las preguntas de los demás respondía con monosílabos confusos y descorteses. Su aporte a la discusión general se reducía a unas quince líneas paridas con esfuerzo, mal escritas y peor leídas. Su intervención sobre las reglas comunitarias de la policía de frontera estaba prevista en el programa para las diez y media del tercer día de trabajo, pero al final de la primera jornada el comisario ya estaba agotado y se preguntaba cómo iba a poder resistir dos días más. Se alojaba en el hotel Centrale de Palermo, que eligió con sumo cuidado porque todos sus colegas italianos y extranjeros se alojaban en otros hoteles. La única luz entre tanta oscuridad fue la invitación a cenar de Giovanni Catalisano, compañero de escuela desde el jardín de infantes hasta el bachillerato. Se dedicaba a la venta de telas al por mayor; tenía dos hijos de su mujer Assunta Didio, que había heredado una décima parte de las dotes culinarias de Antonio, su padre, legendario cocinero en casas principescas de Palermo. Sin embargo, esa décima parte era de sobra suficiente: el comisario aseguraba que si en el momento de morir se acordara de las comidas que preparaba la señora Assuntina, el tránsito sería más doloroso. Cuando finalizó la segunda jornada de trabajo, después de que hablaran los representantes de Inglaterra, de Alemania y de Holanda en inglés, alemán y holandés respectivamente, Montalbano tenía la cabeza como un globo. Por ello se metió rápidamente en el coche de su amigo Catalisano que pasó a buscarlo. La cena resultó superior a las expectativas y la conversación que siguió fue muy relajante: la señora Assuntina era de pocas palabras, pero su marido Giovanni, en compensación, era un hombre de respuesta rápida e inteligente. Cuando el comisario miró el reloj vio que era casi la una de la madrugada. Se levantó, se despidió afectuosamente de la pareja, se metió en el chaquetón de cuero y salió, rechazando el ofrecimiento del amigo a acompañarlo.
—El hotel está cerca. Diez minutos de paseo me irán bien, no te molestes.
En cuanto salió tuvo dos sorpresas desagradables: llovía y hacía un frío que cortaba el aliento. Entonces decidió llegar al hotel por unos atajos que creía recordar. En la mano llevaba una carpeta que le habían dado en la convención: con la mano izquierda la sostuvo encima de la cabeza para protegerse un poco de la lluvia, que caía en abundancia. Tras haber caminado por callejuelas solitarias y mal iluminadas, con los pantalones empapados, se desanimó: se equivocaba de camino. Si hubiera aceptado la oferta de Catalisano ya estaría a resguardo en la habitación del hotel. Mientras permanecía de pie en medio de la callejuela, dudando si sería mejor protegerse en una puerta y esperar a que amainase o armarse de valor y continuar, oyó el ruido de una moto que se acercaba por detrás. Se apartó para darle paso y quedó aturdido por el ruido ensordecedor del motor que, sin previo aviso, aceleró. Fue tan sólo un segundo, aunque alguien lo aprovechó para tratar de arrancarle la carpeta que todavía llevaba encima de la cabeza a fin de protegerse del agua. El tirón hizo girar sobre sí mismo al comisario, que entonces quedó junto al motociclista; éste, todavía de pie encima de los pedales, intentaba quitarle la carpeta, que Montalbano aferraba con fuerza con los dedos de la mano izquierda. El absurdo tira y afloja duró unos segundos: absurdo porque la carpeta, llena de papeles sin importancia, aumentaba de valor a los ojos del ladrón, puesto que era defendida con tanto empeño. Los reflejos del comisario siempre habían sido rápidos, y en esta ocasión también lo fueron, permitiéndole pasar al contraataque. El violento puntapié que propinó a la moto alteró el ya precario equilibrio en el que se mantenía el ladrón, que prefirió abandonar, arrancar y marcharse. No fue muy lejos, porque casi al final de la callejuela describió una curva en U y se detuvo debajo de un farol, con el motor al ralentí. Vestido de arriba abajo con el overol, la cabeza oculta dentro del casco, el motociclista era una figura amenazadora y desafiante.
—¿Y qué carajo hago ahora? —se preguntó Montalbano mientras se ajustaba el chaquetón de cuero.
No volvió a cubrirse la cabeza con la carpeta. Estaba completamente mojado: el agua se le metía por el cuello, descendía por la espalda, salía por los pantalones, y en parte acababa dentro de los zapatos. De dar media vuelta y echar a correr, ni pensarlo: aparte de hacer el ridículo, el motociclista habría podido alcanzarlo como y cuando quisiera. Sólo quedaba seguir adelante. Con lentitud, balanceando la carpeta con la mano izquierda, Montalbano empezó a caminar como si estuviera paseando en un día de sol. El motociclista lo contemplaba aproximarse sin hacer ni un solo movimiento; parecía una estatua. El comisario se dirigió directamente hacia la moto, y cuando llegó ante la rueda anterior se detuvo.
—Quiero que veas una cosa —le dijo al motociclista. Abrió la carpeta y la dio vuelta: los papeles cayeron al suelo, se mojaron y se llenaron de barro. Sin cerrarla, Montalbano la tiró al suelo.
—Te habría ido mejor si le hubieras robado la pensión a una anciana.
—No robo a las mujeres, ni viejas ni jóvenes —replicó el ladrón en tono ofendido.
Montalbano no consiguió distinguir bien la voz, porque a través del casco le llegó muy sofocada.
Quién sabe por qué motivo, el comisario decidió seguir adelante con la provocación.
Metió una mano en el bolsillo interior del chaquetón, sacó la billetera, la abrió, eligió un billete de cien mil liras y se lo ofreció al ladrón.
—¿Te basta para una dosis?
—No acepto limosnas —dijo el motociclista, apartando violentamente la mano de Montalbano.
—Si es así, buenas noches. Ah, oye, dime una cosa: ¿qué calle debo tomar para llegar al Centrale?
—Todo derecho, la segunda a la izquierda —contestó con gran naturalidad el ladrón.
Estaba previsto que la intervención de Montalbano, que empezó puntualmente a las diez y treinta, acabara a las diez y cuarenta y cinco para abrir otros quince minutos de debate. Pero entre los ataques de tos, los carraspeos, los resoplidos y los estornudos del orador, duró hasta las once. Los traductores simultáneos pasaron los peores momentos de su vida porque al balbuceo que siempre le aparecía al comisario cuando tenía que hablar en público, se añadió en esta ocasión un tono gangoso, es decir, esa particular manera de hablar cuando uno tiene la nariz tapada y cambia la pronunciación de las consonantes. Nadie entendió nada. Tras un momento de turbación, el presidente de turno sufrió un ataque de ingenio e inició el debate. De este modo Montalbano pudo abandonar la convención e irse a la comisaría. Recordó que un año antes, el entonces jefe de policía de Palermo había creado una brigada especial «antiarrebato», de la que habían hecho mucha publicidad las estaciones de televisión y los diarios de la isla. En las fotografías y en las filmaciones que ilustraban los servicios se veía a jóvenes agentes de civil sobre patines de ruedas y motos nuevas y relucientes, dispuestos a perseguir a los ladrones de esa especialidad, arrestarlos y recuperar los objetos robados. Se propuso como jefe de la brigada al subcomisario Tarantino. Luego, nadie volvió a hablar de la iniciativa.
—Taranti, ¿te ocupas todavía de los robos por arrebato?
—¿Viniste a divertirte? La brigada se disolvió dos meses después de su creación. ¡Diez hombres a media jornada contra una media de cien arrebatos al día!
—Querría saber...
—Mira, es inútil que hables conmigo. Yo ponía el sello en los informes y basta; ni siquiera los leía.
Levantó el teléfono, refunfuñó algo y volvió a colgar. Casi inmediatamente llamaron a la puerta y apareció un hombre de unos treinta años, de aspecto simpático.
—Es el inspector Palmisano. El comisario Montalbano quiere preguntarte algo.
—A sus órdenes.
—Se trata de una curiosidad. ¿Qué sabes de arrebatos que se hayan hecho usando una moto de época?
—¿Qué entiende por moto de época?
—¡Qué se yo! Una Laverda, una Harley-Davidson, una Norton...
Tarantino se echó a reír.
—¡Qué ocurrencia! ¡Sería como ir a robarle los caramelos a un niño en un Bentley!
En cambio Palmisano permaneció serio.
—No, no sé nada. ¿Desea algo más?
Montalbano se quedó otros cinco minutos hablando con su colega. Luego se despidió y fue a buscar a Palmisano.
—¿Me acompaña a tomar un café?
—Tengo poco tiempo.
—Bastarán cinco minutos.
Salieron de la jefatura y entraron en el primer bar que encontraron.
—Voy a contarle lo que me pasó anoche.