Un mundo para Julius (29 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Dos semanas después abandonaban el palacio y se iban a vivir al Country Club hasta que el nuevo palacio estuviera listo. Juan Lucas le señalaba a Susan las ventajas del hotel: no tendría que ocuparse de nada, tendría decenas de mozos a su disposición y podría olvidar sus quehaceres domésticos por una temporada. De esta manera podría dedicarse íntegramente a la selección y adquisición de los muebles que faltaban (la mayor parte venía de Europa), y en general de todo lo que pudiera ser necesario para instalarse el próximo otoño en el nuevo palacio. Los cuatro se trasladarían al hotel. De la servidumbre, sólo Carlos vendría con ellos para que no les faltara chofer. Los demás podían tomarse unos meses de vacaciones y la Selvática esa, desaparecer. Susan casi se desmaya cuando Juan Lucas le dijo lo de Nilda, creyó que sería imposible lograr que se fuera. Hacía siglos que formaba parte de la cocina, con su cuchillo para la carne siempre en la mano, y no veía la manera de deshacerse de ella. Hasta empezó a darle pena. Recordó y quiso explicarle a Juan Lucas que Zoilón era una cocinera sin trabajo y que se moría de hambre en el hipódromo, pero él no la dejó. Recordó también lo que el padre de la parroquia les decía acerca de la servidumbre, son seres humanos, hay que tratarlos como tal, cuando ella asistía a esas aburridísimas reuniones. Lo recordó pero Juan Lucas andaba en pleno torneo de golf, rodeado de argentinos casados con Miss algo siempre y norteamericanos que habían jugado en Calcuta y Londres... Además él le prometió encargarse del asunto en persona.

Y una tarde Nilda lloró abrazando a los cholos de la casa hablándoles de usted y de cosas que tienen que ver con la conducta del pobre sobre la tierra, y supo tener dignidad al fingir creer que no se cocinaría en la nueva casa, que la comida vendría diariamente del hotel Bolívar y que por eso, usted comprende señora, ella tendría que marcharse, ya verá a dónde señora, dinero no le va a faltar, y buscar trabajo con un hijo de tres años, la señora le dará algunas direcciones, y si lo encuentra acostumbrarse entre extraños, eso es lo de menos, que no van a querer a su hijo, señora, es cosa de hacerse simpático, y no confesar que el chico está enfermito, ya le digo que no le va a faltar dinero, y humillarse porque volverá a visitar, cuando usted guste mujer, porque en esta casa deja amigos, es lo lógico mujer, tantos años... Amigos que también fingen creer que en la casa nueva no se cocinará nunca y que participan de su pena y la abrazan ofreciéndole ayuda, ofreciéndole llamar al taxi y cargarle las maletas hasta la calle, y llamando a Julius para que se despida ahora también de Nilda.

En la vereda, ante el palacio, esperaban el taxi bajo el sol y Nilda ya no lloraba pero tenía un ataque de hipo. Nuevamente participaba Julius en conversaciones en que los sirvientes se hablan de usted y se dicen cosas raras, extrañas mezclas de Cantinflas y Lope de Vega, y son grotescos en su burda imitación de los señores, ridículos en su seriedad, absurdos en su filosofía, falsos en sus modales y terriblemente sinceros en su deseo de ser algo más que un hombre que sirve una mesa y en todo. Se iba Nilda, así no más, con calor e hipo, con el sol haciéndole brillar sus dientes de oro y uno conocía sus caries y sabía que el hijo era horrible y que siempre berreaba y que se resentía porque despreciaban su comida y que leía periódicos sensacionalistas con el cuchillo de la carne al lado y que se le habían agotado sus historias de chunchos calatos y que transportaba varias de la página policial a su niñez en Tambopata y las contaba suyas y que sabía de derechos del pobre y que tenía un hombre al cual ella le pegaba y que allá adentro, en la cocina, no era ni tan recata ni tan chueca ni tan fea como aquí achatada sobre la vereda, esperando su tasi, preparando sus últimas palabras, las que dirá al abrir la puerta, porque se sentirá importante de partir en tasi y lo asociará, como sólo ella sabe hacerlo, con los derechos del pobre, pero igual se irá, fingiendo creer y no como Vilma, hace tiempo, soltando borbotones de sollozos y hermosa, pero como Vilma, eso sí, en lo de los horribles baúles de lata pintarrajeada como ella, porque para partir, se ha aplastado el colorete sobre los labios y lo que ha sobrado se lo ha puesto de chapas y con el hipo y los dientes de oro encima besa a Julius que siente el olor de las cholas cuando se acicalan y escucha en la oreja el sufrimiento-hipo de los sirvientes que te quieren.

COUNTRY CLUB
I

«Fue el verano más largo de mi vida», diría Julius, si le preguntaran por los meses que pasó en el Country Club. Y triste, además, sin Nilda, ya para siempre; sin Celso y Daniel, con su versión complicada de la casa nueva, la de ellos allá en la barriada, donde si no construyes se te meten al terrenito, a diferencia de Juan Lucas que, cuando no construye, funciona la plusvalía; sin Arminda, que aparecía una vez a la semana, vieja ya y francamente fea, una mezcla de santa con bruja, avanzando hacia el Country Club desde el paradero de ómnibus trayendo las camisas de seda recién lavadas del señor, acercándose al hotel entre casas blancas rodeadas de amplios jardines, casas que no ve, desde donde no es vista, sabe Dios de dónde viene además; es esa mujer de negro que camina por San Isidro, de negro tal vez porque es lo que más se parece a su vida o porque su hija no volvió nunca, un rostro de plañidera y la melena azabache humedecida por el sudor que la baña siempre, chorreando por ambos lados de la cara, inconfundible a varias cuadras de distancia, que es cuando Carlos la ve y piensa que ya llega la Doña, así la llama él. Arminda envejece pegada a una familia, sin preguntar, callada desde hace años, los quiere a todos mientras plancha la ropa, o sentada en un banco de la cocina observando su silencio, a veces logra ver al señor y nunca ha juzgado a la señora, los niños son los niños, Julius el mejor y algún día ella se va a morir y Dios con su infinita misericordia la va a amparar. Carlos la ve llegar, la distingue desde lejos; él se pasa las horas en la puerta del hotel, impecablemente uniformado de verano con gorra y todo, sentado al volante del Mercedes, al lado del Jaguar que también ha limpiado por la mañana, devorando periódicos mientras espera que la señora, elegantísima y siempre muy buena, en todo sentido, según él, salga a rogarle que la lleve a una calle que no existe, o que existe pero con el mismo nombre en los Barrios Altos, en Magdalena y en San Isidro; Carlos vuelve a apagar el motor recién encendido, le pide a la señora el papelito con el apunte que por supuesto no señala el distrito, lo lee burlón y se lo devuelve diciéndole con los ojos que se está sonriendo y con el bigotito, dos rayitas pendejas que apenas se han movido, que podría estarse burlando y Susan, linda, que ha abierto tres centímetros la ventana porque se ahoga de calor pero no se puede despeinar, coge nuevamente el papelito muerta de vergüenza y oliendo delicioso; hay entonces un instante en que su voz, su mirada y el mechón maravilloso que, como el programa del día, no tarda en venirse abajo, le dicen a Carlos que la señora millonaria y buena, en todo sentido, según él, quiere y él tiene que llegar a esa calle desconocida. Y rápido, además. Todo lo capta Carlos, chofer de la familia, no sirviente y mejor pagado que otros, y como la señora es toda una mujer y sabe pedir (versión para otros chóferes), y como él de serrano sólo tiene un pariente político que no frecuenta y de criollo todo, le pregunta a la señora con cara de de-este-enredo-la-saca-el-del-bigote: «¿Señora, es casa de quién?» Y cuando ella le dice que va por una antigüedad, eso debe ser en los Barrios Altos, señora y cuando ella le dice que es una mujer que hace maravillosamente bien las cortinas, eso puede ser en Magdalena, señora; porque cuando ella le dice que es una amiga o una embajada, eso tiene que ser en San Isidro, señora. Entonces ella admira al chofer y se entera de que tiene la cara tan negra como el pelo, y él vuelve a introducir la llave en el contacto y pone en marcha el motor con cara de su-chofer, madama, casisu-zambo y, al partir, guiña el ojo burlón a otros chóferes, a varios bigotes y sus gorras, que lustran carros por la mañana, que ganan más y trabajan menos, todos esperando a la señora o al viejo o al cliente, cuando son los taxistas del hotel, todos devoradores de periódicos, frente al Country Club, como Carlos, su zambo.

Bobby ya tenía autorización para manejar solo la camioneta. Todos los días se iba a buscar a Peggy. Además la llenaba de amigos del Markham, del Santa María, del San Isidro; se juntaban por docenas y, con muchachas del Villa María, San Silvestre o del Sophianum, del Chalet también, partían felices rumbo a Ancón donde muchos tenían casa o departamento y donde siempre hay baile esta noche en el Casino o en casa de Pelusita Marticonera (hija de Aránzazu, la que fue amante de Juan Lucas, la que estaba en los toros), o donde el gordo Lamadrid, hijo de Grimanesita Torres Humbolt que, día que pasa, día que se le ve más avejentada. Es el despiporre Ancón. Bobby se pasaba la vida allá, ese verano; al principio regresaba siempre a Lima a las mil y quinientas, pero desde que a Peggy la invitaron a pasar una temporada donde una amiga, sólo venía a ver a los del Country Club cuando andaba muy mal de fondos.

Otro que andaba feliz ese verano era Juan Lucas; tal vez la había cagado con una gorrita a cuadros medio alcahuetona que se ponía, cuando manejaba el Jaguar, rumbo al Golf, pero la verdad es que Susan quería volver a casarse con él cada vez que lo veía sentado al volante, con su gorrita puesta y mirándola venir, apúrate mujer que nos esperan, mirándola a través de los anteojazos de sol; perfecto el color de las lunas sobre el rostro bronceado, y ocultando unas patas de gallo al carcajear, las típicas arrugas del duque de Windsor, porque el tío ya se iba por los cincuenta aunque continuaba fresco como una lechuga y con una cara que podría ser la solución contra la muerte, donde el infarto andaba completamente desprestigiado y donde los cangrejos, frutta di mare, se conocían en restaurants en que la cuenta podría ser tu sueldo y no en los afiches esos que ponen para que te enteres de lo del cáncer.

Nadie tan feliz como Juan Lucas: bueno, él siempre estaba feliz o a punto de irse al Golf; o a una de sus haciendas porque sus caballos de paso o los de polo a él mismo le gustaba controlarlos, como hobby, eso sí; o a un cóctel porque acababa de salir primero, segundo o tercero en una competencia internacional del deporte de la blanca pelotita y el jardinzote, y esta tarde había coctelazo de despedida a los argentinos y chilenos con sus mujeres descendientes de algún presidente, o muy ricas y muy bellas, o recién arrancaditas en lo del alto vuelo porque acababan de triunfar en un calateo tipo Palm, Miami o Long Beach. Lo cierto es que tal vez porque la vida empieza a los cuarenta o porque un exceso de facilidades en la vida lo estaba dolcevileando y los placeres escaseaban ya en su placentera vida, o simplemente por hijo de puta, Juan Lucas había descubierto un nuevo juego, tal vez redescubierto un juego casi olvidado: siglos que no viajaba y ahora en el hotel quería sentirse viajero constantemente. Había que ver lo que le gustaba llegar y partir, andar dejando propinas en manos de botones verdes que seguían esperando sus órdenes y que le cargaban las maletas. Y es que le dio por lo de las maletas. Realmente gozaba teniendo una maleta a medio cerrar sobre su cama de hotel. Las dejaba horas ahí como descansando. Las vaciaba y las mandaba limpiar. Nunca quería terminar de mudarse. Le encantaba salir del hotel rodeado de botones uniformados y pendejos, que depositaban momentáneamente sobre la vereda sus maletas de cuero de chancho como los asientos de un Rolls Royce, y esperaban sus órdenes para introducirlas, ésta al lado de ésta, sin golpearla contra los bordes, pues hijo, en la maletera del Mercedes o del Jaguar. Primero alegaba que le faltaba traer cosas de su departamento en los Cóndores y con ese pretexto se iba y regresaba con sus maletas. Más bien dejaba cosas allá porque al hotel no tenía ya nada que traer. De pronto, decidía pasar un fin de semana en los Cóndores, con Susan y sin los chicos, y nuevamente llenaba sus maletas, pedía las comunicaciones desde su dormitorio, invitaba a los amigotes que le apetecía ver (a Luis Martín Romero, por ejemplo, y un día a Lastarria porque van a invertir juntos y Pechito va a trabajar), y partía feliz dando propinas a los botones que ya lo adoraban. Otros días tenía que viajar a una de sus haciendas y, alborotadísimo, abría sus maletas sobre la cama y empezaba a llenarlas de camisas de seda para la ocasión más el manto de chalán, ése con que se le ve en la fotografía de la casa hacienda de Chiclayo y en la de Huacho también. Nunca olvidaba su casaca de gamuza tipo nos-vamos-a-la-caza-del-bisonte, por supuesto que no la gorra de piel de Buffalo Bill, sólo a Lastarria se le habría ocurrido comprarse todo el equipo en Nueva York; a él nunca: él cabalgaba perfecto entre los campos de algodón de una hacienda, espuelas de plata, la casaca de gamuza y Azabache, el caballo preferido de Susan, que lo miraba acercarse o alejarse de la casa hacienda, pensando sabe Dios por qué, tal vez porque el café estuvo un poco cargado en el desayuno, que si algún día se enfermaba o envejecía, se fugaría en un barco, desaparecería tal vez en Oriente, para que en tu vida, darling, no haya nunca nada que no sea perfecto como ahora que cabalgas no porque lleves tu hacienda, eso otros, sólo porque te gusta cabalgar, darling y tu casaca y el hotel y Azabache y las maletas de chancho y el golf y todo lo que tenemos, coherentemente feliz, darling, eres coherentemente millonario, not /, darling, yo no, yo pienso en Nildas, vuelve Juan, vuelve darling que pasan los campesinos por aquí: señorita señorita señorita señorita, campesinos invaden tierras en Cerro de Pasco, un destacamento policial, vuelve ya vienes, habla dos minutos tu voz sin parar, sí darling sí darling and I will be coherent once more aunque el otro día Miss Argenti, la mujer de Polo Rivadeneyra campeón de Buenos Aires se moría por ti en el Golf, mientras Polo jugaba no paraba de mirarte dicen que eres hombre de una sola mujer, mío darling somos tan felices, yo te sigo en el juego y estoy siempre a tu lado en el Golf... Para lo cual Juan Lucas tenía también su maletín de cuero de chancho y, por supuesto, el juego precioso de palos de golf en el precioso saco de cuero de chancho. Se cambiaba de ropa mil veces: fraccionaba el día en temporadas que lo obligaban a vestirse siempre distinto y que pasaba en distintas regiones, distintos ambientes del inmenso hotel; deportivo, algo despeinado por el golf de la tarde, cuando con Julius entraba a comer en la Taberna; príncipe, cuando sólo con Susan, el chico puede comer en su cuarto, entraba al Aquarium y saludaba a hombres rojos en la media luz, sentados como muertos frente a unos espárragos o frente a una dieta ridicula, porque se están muriendo a punta de descender de un virrey y de un montón más, grandazos; impecablemente vestido de hilo blanco, cuando se acercaba a la mesita frente a los ventanales, donde Susan y una amiga narigona y feísima, una que tiene los perros dálmata más maravillosos del mundo, en una casa que podría alquilarse para colegio, de las últimas en apogeo que cuelgan sobre el mar, en Barranco, tomaban casi jugaban a tomar el té a las cinco de la tarde, frente al sol que ya no tardaba en ponerse. Aparecía Juan Lucas y era el rey de ese maravilloso ajedrez, idea o simulacro de batalla que ellos jugaban contra el transcurso de la vida, contra todo lo que no fuera lo que ellos eran; aparecía Juan Lucas y besaba la frente bajo el mechón de Susan, una reina bebiendo su té, saludaba a la amiga más fea de mi mujer, a ver cuándo vemos esos perros tan famosos, sólo por decir algo, cuando había una mosca en el Country Club era a ella a quien se le paraba, un peón, que gozaba un instante y luego entristecía al sentir que todos sus perros, todos los que había tenido en su vida no sumaban un Juan Lucas, que jugaba también, desde su casa en Barranco, al fácil juego del ajedrez alfombrado, en el que rey, torres, alfiles, caballos y peones se mezclan por necesidad y placer, para que todo siga, para que todo avance como Juan Lucas ahora, que acaba de despedirse y atraviesa coherente y de blanco el hall del hotel, rumbo al Mercedes para la ciudad, para el centro de Lima, rumbo al edificio de la Compañía y a la sesión de Directorio, jaque mate.

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