Un mundo para Julius (31 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

Una de esas tardes, tal vez porque el sol había desaparecido, no momentáneamente por una nube sino a la de verdad y hasta mañana, tal vez porque era jueves, el día en que Arminda acostumbraba venir con las camisas limpias, Julius decidió regresar más temprano a la suite. Serían las cuatro y media cuando se dirigió a cambiarse a los camarines. También había lo de que mañana era su santo y él ya llevaba tres días mirando a su mamá desde todos los ángulos, en los espejos, hasta en los vidrios de las ventanas le buscaba los ojos, a ver si te acuerdas de que se viene mi santo, mami. Pero Susan, que era linda y que hasta el momento no conseguía que le vendieran una mesita de mimbre que fue de Bolívar, no estaba realmente obligada a recordar que mañana había que decirle happy birthday a Julius, acompañado de la Enciclopedia Británicaforrada en gamuza, por ejemplo. A duras penas recordaba que en los Estados Unidos había uno rubio igualito a ella, Santiago, que pedía y pedía dólares en cartas que empezaban de amor maternal y terminaban de negocios, de amor a Juan Lucas. Más bien Juan Lucas, y por esas cosas raras de la vida, sí había recordado el santo de Julius (ayer, mientras lo afeitaban en la peluquería del hotel, hizo una mueca y el peluquero se disculpó creyendo haberlo lastimado), pero decidió taparse la boca, nada de estarle diciendo ¿y de quién es santo pasado mañana?, que cara para eso él no tenía, a ver si el chico se hace más machito y cambia la voz de una vez, además qué tanta huevada. Lo que no sabía Julius era que Arminda no vendría esa tarde y que Susan estaba en el Golf con Juan Lucas. Mucho menos sabía, ésa ni se la olía, que se iba a topar con un primer amor en todo su apogeo al entrar al corredor que llevaba a la suite y precisamente en su puerta.

Ellos no lo vieron, a pesar de que se besaban mirando hacia todas partes al mismo tiempo, con gran riesgo de quedarse bizcos del esfuerzo o si los cogía un aire. Julius no supo qué hacer: había dado el primer paso del miedo y la vergüenza al retroceder y ocultarse detrás de la puerta que daba acceso al corredor. Ellos estaban unos diez metros más allá y seguían besándose. A quién se le ocurría, es verdad, pero tal vez Manolo y Cecilia creían que ése era el lugar más seguro, sobre todo desde que un jardinero los había cogido besándose entre los cipreses que rodeaban una de las piscinas; además era casi casa de cita eso de besarse y al mismo tiempo saber que medio barrio Marconi está oculto entre los otros cipreses, Enrique entre esos dos porque sale humo, fuma hasta cuando besa, cuenta que se pasan el humo de boca a boca, ya burdeleó, ¡bah!... Se escapaban, avanzaban como todos hacia los cipreses pero se escapaban y, ocultándose de los mozos, de los maitres y sobre todo del señor ese que debe ser el gerente, subían por una escalera que descubrieron una tarde y llegaban a un largo corredor, bastante oscuro y sobre todo muy silencioso, donde ellos sabe Dios por qué, creían que no había un alma. Y tal vez hasta habían perdido el miedo terrible pero hermoso de los primeros días, el tentador espanto que les provocaba la sola idea de separar sus labios crispados y encontrarse con el gerente o con una vieja beata y millonaria que vivía en el hotel y que no los hubiera comprendido. Pensaban hasta que alguien los podía abofetear, porque a los quince años se es un hombre y se fuma mucho, pero cuando aparece un gerente y uno está besando a Cecilia a escondidas como que se retrocede y no todo lo que dicen los del barrio es verdad, eso sólo funciona cuando estamos todos. Lo cierto es que ellos gozaban ese primer amor a escondidas, se ocultaban siempre, y si nadie los hubiera perseguido, si nadie nunca los hubiera estorbado, ellos se habrían escondido de todas maneras para poder quererse más, porque sólo el miedo los llevaba a hacerse promesas y a decirse cosas que realmente no eran necesarias pero que eran tan hermosas. El barrio Marconi allá abajo, entre los cipreses, y nosotros acá arriba, solos, sin tener que pegarle al gringo, entre el silencio de este corredor que es tan largo y con este miedo tan maravilloso a las cinco de la tarde... Ahí estaba Manolo besando a Cecilia que lo abrazaba chaposa, ahí estaba contando en segundos la duración de su beso caliente, apartando un instante la boca para respirar, ahogándose frente a los ojos de Cecilia que se abrían mojados, cargados de hondura y lágrimas quietas, pozos negros donde Manolo quería ver más, estaba a punto de ver más porque se lanzaba a otro beso inexperto aún, cloc, sonaban sus dientes, hasta les dolía, pobres: retiraban la cara, con los ojos aún cerrados esperaban que se filtre el nuevo breve frío desencanto... Pero se amaban todavía por encima de cualquier experiencia y, no bien volvían a abrir los ojos, se encontraban adorándose, regresaban de la triste sensación producida por el freno dental al amor, volvían a mirarse a gritos y se lanzaban, ya no a un beso para no fracasar tan rápido de nuevo, sino al abrazo asfixiante en que se van nervios y músculos hasta desaparecer en ese instante que siempre ya fue pero que insiste en empozar todo el amor a los quince años. Regresaban cansados, sin saber cuánto había durado, él mirando hacia el fondo del corredor que daba a los cipreses, ella hacia la puerta del corredor y de pronto saltando hacia atrás y empujándolo. Julius se ocultó, pero ya lo habían visto; además escuchó que decían: «Un chiquito nos está espiando, Manolo.» Julius estaba en la única puerta y ellos no sabían por dónde partir la carrera, además Manolo recordó que debía ponerse macho y trompearse pero no era el gringo y cuando Cecilia repitió lo del chiquito que los estaba espiando, lo cogió la sensación de que ellos eran los niños y el chiquito un hombre grande. En ese instante fue que escucharon un silbido y apareció un mocoso medio orejón caminando muy campante, ropa de baño en mano y cara de que no había visto nunca nada. Pero a los cinco metros todo empezó a irse al diablo porque Julius no encontraba la llave, eso que ya había metido la mano en el bolsillo en que estaba, y porque Manolo, convencido de que no había nadie a quien pegarle y de que el chiquito era un chiquito y no el gerente, se lanzó sobre Cecilia para besarla nuevamente y probarle que en ningún momento había tenido miedo. Cecilia, sorprendida y aún no muy estable en su segunda semana con tacos altos, perdió el equilibrio del susto y Manolo se fue en caldo sobre la puerta que Julius no lograba abrir porque la llave tampoco estaba, nunca había estado en la ropa de baño. Ahora sí que los tres estaban aterrados, pero Cecilia, vivísima, sacó de un bolsillo de su falda la cajetilla de Chester que le traía de regalo a Manolo, y le dijo fuma, amor, para disimular, y a Julius se lo conquistó con una sonrisota: «¿Tú vives aquí, chiquito?» Julius le dijo que sí y ella empezó a atorarse de risa y Manolo a quererla matar porque ya había perdido el miedo y él en cambio aún no lograba abrir la cajetilla de cigarrillos, ¡cómo le temblaba la mano de mierda! Julius se iba por la segunda rueda en lo de buscar la llave, la encontró donde siempre había estado, mientras Cecilia, apoyada en la pared junto a la puerta de la suite, continuaba riéndose con una mano sobre la boca ante las miradas de Manolo y Julius. Seguía ahí graciosísima, más o menos de la edad que tendría Cinthia, riéndose sin parar, medio descuageringada por el esfuerzo, con cara de colegiala que acaba de terminar una travesura o de ganar un partido de volley, preciosa y con la nariz muy respingada. Julius abrió la puerta mirándola de reojo y escuchando la cólera de Manolo que la amenazaba con romper para siempre si no paraba de reírse. Cerró la puerta medio intranquilo porque ya no escuchaba la risa de la chica, a lo mejor rompieron como decía él... Felizmente otro día los volvió a ver en la piscina y ella volvió a reírse, mientras él encendía un cigarrillo tranquilísimo, por lo menos ésa es la impresión que daba.

II

Llegó ese día en que la señora les anunció meses pagados de vacaciones hasta que el palacio nuevo estuviera listo. Imelda acababa de terminar sus estudios de corte y confección y se marchó como si nada, sin sentimiento, tan distinta a Nilda. La señora les anunció meses pagados de vacaciones y Celso y Daniel se entregaron a su felicidad, porque ahora podrían edificar. Edificar. Esa es la palabra que utilizaban y para qué ingenieros ni arquitectos, mi brazo. El diccionario debe dar tanto sobre la palabra edificar, la etimología, el latín y todo, pero para qué mierda cuando ellos ya se iban a edificar y te enseñaban los dientes al sonreír y tú ya andabas en plena asociación edificar edificio grande departamentos hoteles suites y ellos seguían sonriéndote con una miga de pan pegada entre los dientes enormes y vacaciones largas pagadas y se iban a edificar pues. Cuando mojaban el pan en el café con leche sobre la mesa de la repostería la asociación avanzaba y el color del café con leche te arrojaba de bruces contra la casucha de barro y lo de edificar perdía lo edificante y la cara de ellos mojando los panes ya qué diablos sería lo que te hacía pensar que el diccionario no da la pena la caricatura de la palabra lo chiquito de la palabra... Si los hubieras visto edificando en el sentido de miga de pan entre dientes en sonrisa, con las tazas ahí delante, Celso y Daniel momentos antes de abandonar el viejo palacio para irse a ed... en el terrenito de la barriada.

Llegó ese día en que la señora les anunció meses pagados de vacaciones, y ella dejó de planchar y vino a la repostería para escuchar, pero no hizo ningún comentario. La señora no estaba obligada a preguntarle adonde se iría mientras tanto, porque era la señora, y ellos tampoco le preguntaron porque ya habían empezado a edificar ahí, sobre la mesa de la cocina y por eso nunca sabrán. Qué tal miedo el que sintió al pensar que se quedaba en la calle, pero continuó muda y tampoco hizo gesto alguno cuando la iluminó la idea de su comadre en la Florida que podría alojarla durante todo ese tiempo. La señora se marchó y nadie le preguntó. Ella regresó muda al cuarto de planchar, continuó su diaria tarea y nuevamente las mechas color azabache le ocultaron media cara y fue otra vez la bruja esa que plancha tan bien mis camisas de que hablaba Juan Lucas. Y como el mismo Juan Lucas había liquidado el asunto Nilda, no había quién los uniera en la cocina para considerar la situación, no había quién los representara, ni siquiera quién le preguntara adonde pensaba irse. Ya la vieja Arminda estaba nuevamente haciendo maravillas con las camisas de seda del señor, nuevamente convertida en su resumen, en la mujer que plancha con el rostro oculto entre mechas largas y negras y nada más. Si siquiera hubiera estado Nilda le habría preguntado y ella, sudando, habría mencionado las palabras Florida y comadre entre otras que no sonaban casi pero que Nilda habría entendido. Nilda ya no está, ahora, y ella seguirá dedicada a las camisas del señor, envejeciendo muerta de calor frente a la tabla de planchar y como es lógico y posible en las casas en que son tantas las habitaciones y tantas veces nadie se entera de lo que pasa en el cuarto de planchar, ni de que ya tiene más de sesenta años y a veces le duele tanto el pecho aquí al lado izquierdo. ¡No Dios mío!, ¡no Dios mío!, ¡por favor!, necesitaba tanto descansar para irse mañana a la Florida.

¡Jesús! ¡Qué cosas las que piensa uno cuando se siente mal! Pero temía tanto, siempre temo aunque ahora ya no me duele, hace días que no me duele mucho, pero ese día el miedo y las camisas del señor que no se acababan nunca y Nilda ya no estaba, ya no está, y yo me iba a terminar sobre la tabla de planchar sin haberla vuelto a ver, nunca volvió y el maldito heladero, no no ya ni rencor se guarda cuando duele y tienes miedo ya ni rencor se guarda pero Nilda no estaba, su cólera los hubiera regresado junto a la cama en que yo moría, desde la sierra los hubiera traído pero no eso tampoco, porque Nilda ya no está, y si no van a cocinar en casa nueva nosotros de dónde vamos a comer. ¿También de ese hotel? Y si sucedía antes de partir porque me dolía tanto aquí a la izquierda en el pecho sin que nadie supiera lo de mi comadre en la Florida y sin Nilda ahí para averiguar porque ellos no me preguntaron dónde vivo en la Florida en casa de mi comadre, Nilda se encargaría de que vinieran Celso Daniel Carlos Anatolio todos, Nilda iba a hablar a servir el café y todos iban a llorar pero Nilda ya no estaba y ellos no me habían preguntado y si sucedía en la casa nueva ni siquiera poder imaginarse la puerta lateral por donde iba a salir todo negro lento silencioso igual a Bertha y el señor Juan Lucas arreglando con un cheque como con Nilda y yo desapareciendo por la puerta lateral como Bertha la niña Cinthia murió la pobrecita quién iba a venir para enterrar la caja con el peine y la escobilla la plancha eléctrica, ¡no Dios mío!, ¡no Dios mío por favor! Gracias a Dios le dejó de doler ese día y pudo terminar con las camisas y descansar hasta el día siguiente para venirse a Florida, ¡Jesús!, ¡las cosas que uno piensa cuando se siente mal!... Aunque fíjate, tal vez una de estas tardes, una de estas noches, la señora no tenga que salir, no necesite a Carlos, tal vez el niño Julius esté aburrido y a la señora se le ocurra que puede dar una vuelta, tal vez me note cansada, tal vez se dé cuenta de que el atado de ropa es muy grande, tal vez le proponga al niño Julius que me acompañe con Carlos hasta la Florida y ellos se enteren de que vivo aquí.

«Es santo del niño Julius», le dijo Arminda a su comadre Guadalupe que había cocinado todo el día mirándola planchar. A veces lograban comunicarse las dos viejas; por ejemplo, ya Guadalupe había entendido que Arminda sólo se quedaría unos meses y que luego volvería para seguir trabajando donde una familia que se iba a mudar a una casa nueva. Era medio sorda Guadalupe y salía tempranito a misa y a comprar para cocinarle a sus hijos, ingratos que sólo vienen por la comida y que tienen sus mujeres en otra parte. Era medio sorda y Arminda ya se sentía mejorcito pero guardaba su mejor aliento para las camisas del señor. Serían las cinco de la tarde cuando terminó con la última de la serie semanal y empezó a hacer el paquete blanco, para llevarlo a la familia donde trabajaba. Debió haber sido ayer, algo así captó Guadalupe al pensar que era viernes y que ayer fue jueves. «Es santo del niño Jul», le había dicho Arminda a su comadre, mirándola cocinar. «Usted sabe ir los jueves», dijo Guadalupe, unos diez minutos después, pensando que hoy era viernes y que terminaba la novena. «Es santo del niño Julius», le iba a decir Arminda, pero guardaba su mejor aliento para las camisas y la comadre empezó a remover algo en la olla y el paquete ya estaba listo y una gallina pasó corriendo.

Minutos más tarde Arminda subía a un ómnibus viejísimo y allí empezaba su lucha para que no le aplastaran el paquete con las camisas. Nunca había un asiento libre. Y su larga cabellera negra no inspiraba el respeto o la compasión de unas canas y aunque ella era vieja y le dolía siempre un poco el pecho al lado izquierdo, era difícil que alguien se pusiera de pie y le cediera su lugar porque no era canosa. Hoy venía cuidando la cartera también, en ella llevaba el paquetito que le había comprado ayer al niño Julius: mi comadre debe pensar que me olvidé de llevar las camisas ayer, se quedó mirándome cuando regresé tan rápido pero es que sólo salí para comprarle un regalito al niño Julius. En las curvas, Arminda se prendía de un asiento para no irse de espaldas, en esos momentos protegía de cualquier forma el paquete, pero en las rectas ambas manos ambos brazos, todo el cuerpo y la mente protegían las camisas del señor, no había dejado que se las lavaran ni en el hotel, sólo ella se las sabía lavar, no era orgullo pero sí lo único que le quedaba en la vida, otra vez pensando en la muerte, pueden ser gases, Nilda habría explicado... Ese ómnibus la llevaría hasta el Ministerio de Hacienda, allí tomaría el Descalzos-San Isidro y ya no bajaría hasta el cruce de Javier Pardo y Pershing; desde allí caminaría, ya eso era más fácil, hasta el Country Club. Por ahora la cosa era muy dura y la pobre Arminda tenía que luchar para mantener las camisas como le gustaban al señor. Cada vez le era más difícil salvar su paquete y todavía la gente que la miraba como diciéndole que se metiera en un taxi si quería viajar con tremendo bulto. Hoy iba más tarde que otras veces y es que quería ver al niño Julius y por eso había esperado que atardeciera para llegar cuando él hubiera terminado de bañarse en la piscina. Un hombre le cedió el asiento finalmente, pero ella tenía que bajarse y sólo pudo agradecerle con la mueca que era su sonrisa, cuánto hubiera dado por sentarse unos minutos. Alzando como pudo su paquete por encima de las cabezas de los pasajeros de pie, logró llegar hasta la puerta, y bajar cuando el ómnibus volvía a ponerse en marcha. Allá al frente estaba el ministerio. Arminda miró como siempre las ventanas superiores desde donde Nilda leía a cada rato en el periódico que se arrojaban los suicidas y sintió de pronto una inmensa fatiga. Quería sentarse, pero era mejor cruzar y ubicarse en el paradero del Descalzos, siempre demoraban los ómnibus pero tal vez hoy tendría suerte y fíjate, corre, cruza porque ahí viene uno. Las mentadas de madre de unos muchachos al ómnibus que pasó repleto, a su chofer, a los pasajeros y a la humanidad entera, la hicieron sentir que hoy tampoco tenía suerte. Se quedó ahí parada, toda de negro y la melena azabache, mirando a la ciudad y sintiendo que la ciudad era mala porque no tenía bancas y ella necesitaba sentarse. Cómo era la ciudad, ¿no?, tan llena de edificios enormes, altísimos desde donde la gente se suicida, amarillos, sucios, más altos, más bajos, más modernos, casas viejas y luego puro cemento de las pistas de la avenida Abancay tan ancha, de las veredas, puro cemento y sin bancas y ella necesitaba tanto sentarse, un ministerio tan grande y ninguna banca y los pies cómo le dolían, donde mi comadre el piso es de tierra tan húmeda que me duelen los riñones, puro cemento y de nuevo ninguna banca, cómo es la ciudad, ¿no?, cómo será, pues, la gente camina, no descansa nunca, faltaban bancas y ella no tardaba en caerse sentada, tal vez podría dejar el paquete sobre el motor de un auto estacionado, recostarse un poquito sobre un guardabarro. Pero ahí venía otro Descalzos y ella se adelantó para ver si paraba, tampoco. Tal vez podría sentarse en el suelo con el paquete sobre las piernas estiradas, pero más allá ese mendigo tirado en el suelo y la gente que pasa y ella quería tanto sentarse y de nuevo no había ni una sola banca, qué locos son los Descalzos, a veces vienen dos seguiditos, uno lleno que no para y otro vacío.

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