—Vale, algo rapidito.
Cogió la cazadora morada del respaldo de la silla deseando haber escogido algo más neutro. Al lado de aquel policía alto y rubio llamaría la atención, pero qué se le iba a hacer. Él sonrió.
—Ahora somos compañeros. Podemos bajar al río a tomar algo.
—Hemos conseguido una orden de registro —le explicó una vez les trajeron las dos raciones de pasta que habían pedido en el Sidewalk; despedían un aroma tentador—. Alegando una sospecha razonable y que es un elemento esencial para la investigación.
Iremos esta tarde.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Una orden de registro del piso de Tony Hansen –repitió mirándola de hito en hito.
Le sacaba pocos años y era un hombre de rasgos aniñados, espontáneo y carente de cinismo. Su modo relajado de apoyar los brazos en la mesa entre ambos y ese jersey blanco roto con capucha algo abierto por el cuello no le resultaban del todo indiferentes.
Sentía un cosquilleo por debajo de la piel.
—Ah, eso. ¿Y cómo os las habéis arreglado? Porque es un poco difícil demostrar que ha sido él.
—Necesitamos excluirle, así que hemos echado mano de su anterior condena, de que estaba en las inmediaciones y del hecho de que mintiera. Hemos ido otra vez, pero seguía sin haber nadie. Los técnicos lo están revisando todo. El tipo es un alcohólico empedernido. En mi opinión es una pérdida de tiempo.
—Me gustaría saber qué oculta, porque algo hay.
Siguieron comiendo en silencio. La muchedumbre del bulevar venía con la lengua fuera, sus cochecitos de niño, sus tacones y sus piercings. Cuanto más tiempo pasaba, más le gustaba aquella ciudad donde también había echado raíces gran parte de su familia. Le agradaba particularmente el Barrio Latino, con sus callejuelas sinuosas y el brunch de los domingos en los cafés.
Desde la mesa de al lado, una joven se afanaba sin remilgos en llamar la atención de Jacob sin dejar de retorcerse el pelo de la nuca.
—¿De qué conoces a Trokic? —se interesó.
El se limpió los labios con la servilleta.
—Le conocí hace muchos años en Croacia. Yo pasé cierto tiempo destinado en Sisak como soldado de la ONU y él trabajaba en Zagreb para una ONG.
—¿Labores humanitarias?
—Sí, se trataba de una organización de ayuda humanitaria católica irlandesa llamada Saint Patrick's, con cuartel general en una vieja escuela de las afueras del barrio antiguo de Zagreb. Su trabajo consistía en realojar a familias que habían perdido su hogar, la mayoría porque su casa había sido pasto de las llamas. Casi todas venían de Krajina, ya sabes, esa zona que se negaba a reconocer a Croacia como estado independiente.
Lisa se vio obligada a renunciar a su visión del oscuro colega como un fascista croata y se sintió algo arrepentida.
—De acuerdo. Pero, entonces, ¿cómo os conocisteis?
—El recorría las áreas más afectadas para entrar en contacto con los sintecho. Al principio era muy duro, los serbios quemaban aldeas enteras e iban desplazando a los croatas. Pero resumiendo: le conocí en plena zona en conflicto. Me pareció interesante tener contacto con alguien de ascendencia danesa y croata al mismo tiempo, así que un día se me presentó la oportunidad y fui a Zagreb a hacerle una visita. Allí conocí a una de sus primas pequeñas… y bueno… Durante el tiempo que estuve viéndola, él vivía en casa de la hermana de la chica y su marido. Se llamaba Sinka. Sus labios se contrajeron en una mueca y Lisa supuso que aquella historia llevaba aparejada alguna pena. Dejó que se la guardara.
—Su pasado le ha curtido. Aquí se crió en condiciones muy duras y allí los serbios exterminaron a su padre y a su hermano pequeño. Le afectó muchísimo.
Lisa tragó. No lo sabía, aunque suponía que eran cosas que no se le iban contando a todo el mundo. Le apetecía seguir con las preguntas, pero le asustaba pasarse de la raya.
—Hemos visto muchas cosas parecidas —añadió Jacob—. Tampoco es que nos dediquemos a darle vueltas cada vez que estamos juntos, pero…
Sacudió su cabello rubio y desgreñado con un movimiento que la obligó a bajar la mirada.
—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el expediente disciplinario que le abrieron hace unos años? —recordó de pronto echando mano de otra de sus prevenciones contra él—. Empleo innecesario de la violencia, ¿no era eso lo que decía el informe?
Contra una mujer. Me cuesta pasar por ahí.
—Entonces supongo que también sabrás que el tribunal le absolvió, fue cuando estaba en los antidisturbios. Era una drogadicta y estaba un poco loca.
Lisa le observó con aire escéptico y bajó la voz al darse cuenta de que una pareja, sentada a su derecha empezaba a desplegar las antenas.
—La violencia no deja nunca de ser violencia —aseguró.
—Es un buen tipo y un policía estupendo. Le soltó un par de guantazos porque se le echó encima cuando intentaba confiscarle cuatro gramos de heroína. Lo sé porque siempre estaba hablando de lo mismo. Sacó las garras y fue directa a los ojos. A veces uno reacciona y ya está.
—Vale, no lo sabía. Creía que…
—Es lo que tiene. Pero yo confío en él al trescientos por cien, y tú puedes hacer lo mismo.
Tras terminarse la pasta, se recostó en la silla y la observó con mirada cautelosa.
—Estaba pensando que a lo mejor te apetecía ir conmigo al cine luego. Es un poco deprimente pasarse la tarde solo en la habitación del hotel viendo la tele.
—Sí —contestó sorprendida, y aliviada ante la idea de tener un poco de compañía en horario vespertino.
—Jasper me ha dicho que una vez que se te quita la última capa de informática eres una especie de
friki
de las películas, y que tenía que preguntarte quién decía… deja, a ver si me acuerdo… estooo…: «This is a .44 Magnum, probably the most powerful handgun in the world…».
Lisa se echó a reír.
—No hay manera de quitarse de encima a ese chiflado, tiene que desafiarme todo el día.
—Pero ¿lo sabes?
—Claro que sí, dale recuerdos de Harry el Sucio. Y a ver si se le ocurre algo un poco más difícil.
—Ja ja, justo lo que me dijo que ibas a contestar.
El teléfono de Jacob empezó a sonar. Mientras hablaba, la miraba por encima de la mesa. El viento le revolvía el pelo y le hacía estremecerse ligeramente. Después colgó y volvió a prestarle toda su atención.
—Tenemos que ir a la secta. Hay uno que insiste en que sabe quién es nuestro asesino.
—¿Y ahora qué pasa? —les preguntó Hanishka a los dos policías enarcando las cejas con cara de pocos amigos—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? Ya le he dicho al tal comisario jefe Daniel esta mañana que aquí no se os ha perdido nada.
—Uno de sus… ehhh… seguidores nos ha llamado para darnos cierta información —contestó Jacob.
—Lo dudo mucho.
—No nos haga perder el tiempo. Es cierto, la llamada salió de este teléfono.
El líder de la secta se quedó mirándole y dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo. Esperad aquí, que voy a enterarme.
Al cabo de dos minutos estaba de regreso.
—Aquí nadie sabe nada del tema.
—¿Están todos?
—Sí.
—En ese caso tendrá que dejarnos entrar. Por favor, es importante. Se trata de un crimen grave.
—De acuerdo —repitió él, no sin cierta desaprobación, mientras abría la puerta.
Entraron en un cuarto que hacía las veces de sala de reunión. Había una vieja alfombra amarilla y varias plantas en sus macetas junto a un gran ventanal, pero ni un solo mueble. Lisa encogió los brazos y lo observó todo con prevención. En el suelo había unas veinte personas de coronilla pelada sentadas en grupitos y, a pesar de que cada una vestía a su manera, no estaba muy segura de poder distinguirlas.
Hanishka dio varias palmadas que cortaron en seco el zumbido de las conversaciones.
—Alguno de vosotros tiene información para la policía. ¡No sé de quién se trata, pero quiero que esa persona nos acompañe a aclarar esto!
El aire se detuvo. No se oía el vuelo de una mosca. Algunos permanecían cabizbajos, otros observaban abiertamente a los dos inspectores, uno tosía y otros dos parecían horrorizados. Lisa los estudió minuciosamente y tomó buena nota de todos sus movimientos. Nada. Nada de nada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la inspectora una vez de regreso en el coche.
—¿Podemos ir sacándolos a rastras uno a uno?
—Demasiados efectivos, pero podría llegar a ser necesario. Que Trokic decida si tiene algún sentido.
Lisa ocupó el asiento del copiloto y se sentó de medio lado para verle conducir.
—Qué sitio tan raro —reflexionó Jacob—. Según Sartre, estamos condenados a ser libres, de modo que si uno elige voluntariamente una situación en la que hay reglas para todo, puede llegar a sentir que han elegido por él.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la libertad conlleva responsabilidad, pero la responsabilidad puede llegar a resultar bastante angustiosa. Y, como dijo no sé quién, el hombre se siente entonces atrapado aunque el compendio de su vida sean actos libres. Los miembros de esta secta están menos condenados porque lo que han de hacer ya está escrito, y eso tiene necesariamente que quitar de en medio un buen montón de dilemas y hacer la vida menos problemática.
—El opio del pueblo, ¿no?
—Yo creo que están en paz consigo mismos y eso se puede ver como una especie de felicidad. Los que figuran en las estadísticas de la depresión no son ellos, somos todos los demás.
Cuando volvió a su mesa, se alegró de haber aceptado la invitación a almorzar. Ahora que se le había estabilizado la glucosa se sentía mejor. Esas pocas horas en compañía de Jacob le habían hecho un gran bien y le apetecía mucho pasar una tarde entera con él cuando llegara el momento. Sonrió sin darse cuenta.
El agente del Grupo de Seguridad Ciudadana que había ido a buscar a Elise Holm volvió bastante malhumorado.
—Ya está. Y para otra vez, a ver si hacéis el favor de ir a recoger el paquete vosotros solitos, que las cosas de la judicial no tienen por qué ser más importantes que las nuestras.
—Lo siento muchísimo, órdenes de arriba.
Sabía que se había producido una colisión en cadena en la autopista, por la ramificación norte, y que los de Seguridad Ciudadana también andaban muy cortos de personal. Acababa de sentarse cuando recibió una llamada de su sobrina.
—¿Puedo ir a tu casa esta noche, tía? —lloriqueó.
—¿Qué ha pasado esta vez?
—No la soporto. No pilla onda, joder; está hecha una abuela de los sesenta. Había prometido darme dinero para ir esta tarde al cine con Line y Oliver y ahora que me he pasado todo el día haciéndome la buenecita resulta que no me deja ir de todas formas.
La cría desgarraba el aparato con dramáticos sollozos. Lisa titubeó. Nanna estaba empezando a usarla como refugio con demasiada frecuencia y, aunque disfrutaba de su compañía, no estaba muy segura de que aquello fuera bueno para la relación entre la madre y la hija. Además, cabía la posibilidad de que se tratara de una maniobra de distracción por parte de su sobrina llamada a aumentar las probabilidades de éxito de su salida al cine.
Últimamente tenía la desagradable sensación de que la niña se estaba volviendo un poquito inestable. Sus antiguos intereses iban quedando olvidados a la vez que adoptaba una indumentaria y comportamiento cada vez más provocativos. Pero ¿no consistía precisamente en eso la adolescencia? ¿No había ido ella también dando tumbos por ahí con el pelo de colores y haciendo todo al revés de lo que decían sus padres? No recordaba con exactitud dónde estaban los límites.
—No sé, Nanna, tengo trabajo esta noche.
Nueva voz fuera de sí al otro lado:
—Llévatela. A mí me entusiasma la idea de librarme de ella. ¿Qué se ha creído esta niñata, que voy a estar aquí tragándome todos sus insultos y después le voy a financiar las excursiones? Además, la gente con la que pretende salir no es precisamente la mejor compañía de la ciudad. Es inútil tratar de meterle un poco de sentido común en la cabeza. Pero hoy no le doy permiso, para que aprenda.
—Esta noche tengo trabajo —le repitió Lisa a su hermana; pero después añadió—: pero puedo llevármelo a casa. Si llega ella primero, ya sabe dónde está la llave.
—¡Me voy a ir a vivir a casa de la tía! —chilló la adolescente en un segundo plano.
Llamaron a la puerta de su despacho.
—Un momento —dijo al teléfono.
Elise Holm abrió la puerta y se dejó caer en una silla frente a ella. Tenía la cara blanca.
—Aquí pasa algo muy raro —dijo la mujer que tenía delante sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
—Por mí vale —contestó Lisa al teléfono.
Luego se volvió hacia la mujer de la silla.
Irene estaba contra las cuerdas, las pupilas ligeramente dilatadas y los músculos en tensión. Una cosa era soltar algo inconveniente desde la puerta y otra muy distinta estar en comisaría con dos agentes prontos a someterla a un serio y exhaustivo repaso verbal con posibles consecuencias. El comisario en persona ocupaba la silla que había al otro lado de la mesa, frente a la suya, y Jasper estaba apoyado en la pared.
—Antes me has dicho —comenzó Trokic lentamente— …que no conocías personalmente a Christoffer Holm y que tampoco sabías que existiera ninguna relación entre ellos dos. Después hemos sabido que no es así.
—Creí que no…
—¿Qué? ¿Que no era relevante? ¿Que la cosa no pintaba bien? Pues no, no pinta nada bien. Christoffer Holm era tu novio y ahora resulta que tu amiga, a la que han asesinado, esperaba un hijo suyo.
—Me enteré de que estaba embarazada por ustedes.
—Ya, pero una vez enterada sabrías que él era el padre y aún así te lo callaste.
—Y no era mi novio.
—Ah, ¿no? ¿Y cómo lo llamarías?
—Salimos un par de veces, no llegamos muy lejos.
—¿Cómo de lejos?
—Sólo lo hicimos una vez, ya que quiere saberlo.
—Pero ¿estabas enamorada de él?
—Sí, supongo que sí.
Con aire de haber probado una tarta que le habían prohibido tocar, apartó la mirada.
—¿Qué ocurrió luego? ¿Te lo quitó?
—Sí, supongo que se podría decir así, aunque odio esa expresión.
—¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Desde mi cumpleaños, a principios de este verano. Se conocieron ese día —suspiró—. Organicé una fiesta para un grupo de amigos y empezaron a charlar. Y siguieron. Se metieron en la cocina y estaban tan enfrascados que se olvidaron de todo lo demás. No se besaron ni nada, sólo hablaron. Con mucha vehemencia, intensamente, sin parar, como si los demás fuésemos gente sin el menor interés.