—Jacob Hvid, policía. Soy el que ha llamado antes por teléfono —anunció.
Junto a él, Lisa daba pataditas en la gélida escalera.
Aquella pequeña criatura parpadeó.
—¿Dónde están sus uniformes?
—La policía judicial no usa uniforme.
Sacó la placa del bolsillo y se la pasó por el hueco de la puerta.
—Voy a buscar las gafas, un momento.
La inspectora ahogó un suspiro mientras los pasos se alejaban para regresar poco después. La anciana se acercó la placa hasta pegársela a la cara y finalmente abrió la puerta.
—Hay tanta gente enferma que no tendría ningún reparo en robarle a una anciana… —dijo sin dejar de mirarles ron suspicacia.
—Lo sé, pero nosotros somos completamente inofensivos –le aseguró Jacob—, sólo hemos venido a hacerle unas preguntas acerca de su hija.
La siguieron hasta una salita oscura con alfombras marrones.
En la televisión estaban poniendo un concurso con un presentador algo baqueteado. No había plantas y olía a puritos.
—Yo no tengo ninguna hija —aseveró—. ¿Les apetece un café?
—No, gracias, hoy ya he tomado bastante en comisaría –contestó él.
—Para mí tampoco, gracias —se sumó Lisa.
—Aja.
Se sirvió una taza con mano temblorosa. Lisa supuso que le habría gustado añadirle un chorrito de la botella de aguardiente que seguramente escondía debajo de la mesa. Ahora que la veía más de cerca se dio cuenta de que se había equivocado con su edad, no debía de pasar de los sesenta aunque la postura encorvada y las bolsas de la piel la hacían parecer mayor. Resultaba difícil imaginar qué aspecto había tenido.
—¿No tiene usted una hija? —le preguntó.
—La tuve, hace ya muchos años.
—¿Y qué fue de ella?
—Se marchó.
—¿Con una familia de acogida?
—No, por su cuenta. No quería estar conmigo y no la vi más. Un buen día llegó a casa, cogió sus cosas y salió por la puerta. Fue al poco de desaparecer mi marido.
—¿Qué edad tenía ella entonces?
—Catorce años.
—Es un poco pronto para irse de casa. ¿Cómo pudo ser?
Mary Nielsen escondió el rostro entre las manos. Por un instante creyó que lloraba y le dijo con dulzura:
—Sé que le cuesta hablar de esto.
—No. No era normal, algo malo le pasaba. No sé cómo pueden ocurrir esas cosas.
—¿Podría explicarse mejor?
—Era mala. A los padres hay que respetarlos, debería ser una cosa natural, pero mi hija era un ser desagradable. ¿Quiere creerse que… acabó con su gatito? Al entrar en el cuarto de baño me encontré con que lo había estrellado contra el suelo hasta partirle la cabeza. Dijo que le había hecho pis en la cartera del colegio. Mi marido, que era oficial, intentó por todos los medios hacer de ella una persona honesta. Era su tesoro. Sólo la teníamos a ella, yo no podía tener más hijos.
—Por lo que hemos entendido, su marido se ahogó en un accidente.
—Desapareció un 5 de agosto de hace diecisiete años. Jamás encontraron su cadáver ni su bote, de modo que al final le declararon muerto.
—¿Había salido solo?
—Sí, solía ir a pescar, pero era un buen marino. A veces se llevaba a Isa, pero aquel día no. Pero ¿por qué me hacen todas estas preguntas? ¿Se ha muerto ella también? ¿Es eso lo que han venido a decirme?
—No, a su hija no le ocurre nada.
—Aja —repitió—. Como ya les he explicado, no se ha puesto en contacto conmigo en todos estos años y, la verdad sea dicha, ni ganas tengo. Ni siquiera me apetece saber de su vida.
—Y nosotros lo respetamos —dijo Jacob.
Hubo una pausa.
—¿Qué decían las autoridades del hecho de que viviera sola a esa edad? ¿No intervinieron? —preguntó Lisa.
—Para eso tendrían que haberlo sabido —continuó la mujer—, así que no. Al principio, durante muchos años, supe dónde vivía y el piso estuvo a mi nombre. Hasta que cumplió los dieciocho le pasé una cantidad todos los meses para que pagase la casa y tuviera qué comer, había cobrado el seguro de mi marido y podía permitírmelo. No tengo la menor idea de cómo se las apañaría después, pero siempre ha sabido sacarse las castañas del fuego. Y desde muy pequeñita. Nunca hacía preguntas, averiguaba las cosas ella sola.
—¿Qué tal se llevaba con su padre? —se interesó Jacob.
—Como ya les he dicho, era una niña odiosa, pero él la adoraba. Le compraba vestidos una semana sí y otra también.
Lisa aprovechó un momento en que la mujer se quedó con la mirada perdida para consultar el reloj; se hacía tarde y no había mucho más que hacer aquella noche. ¿Quién era Isa, la socióloga joven y estimada por todos o el monstruo que acababan de describirles?
Tal y como Trokic esperaba, en el antiguo chalé blanco que quedaba algo apartado de la carretera había luz. Pequeños arbustos redondeados formaban una avenida de rechonchos enanitos que conducía hasta la casa donde Bach vivía solo hacía años, desde que se conocían. Aquel chalé situado en uno de los mejores barrios de la ciudad constituía, junto con su oficio de forense, el legado de su padre, que a su vez lo había heredado del abuelo. No se podía hablar de un mero saber adquirido, sino de un auténtico credo ancestral.
—Siéntate —le invitó Bach tras conducirle a la gran sala de estar.
No parecía sorprenderle lo más mínimo ver allí al comisario a última hora; la pila de papeles que coronaba su mesita daba fe de que estaba entretenido con un informe de balística.
—¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Es una larga historia, primero tengo que hacerte unas preguntas —contestó.
—Supongo que vienes a hablar de la mano, ¿no? He llegado hace media hora; en realidad, pensaba llamarte mañana por la mañana, pero te me has adelantado. ¿Coñac?
Abrió un armario y sacó dos copas sin aguardar la respuesta.
—Necesito averiguar su procedencia —continuó Trokic.
—Es un ejemplar poco corriente —reflexionó su anfitrión.
—¿Podrías determinar su antigüedad?
—Con exactitud no, quizá un conservador.
El comisario se recostó en el asiento y estiró las piernas.
—Vale. ¿Que más puedes decirme?
—He comprobado si tenía residuos de pólvora; un impulso repentino, más que nada, y ha dado positivo.
Su cerebro trabajaba a toda máquina. ¿Habría un tercer cadáver en algún sitio? Si ya habían peinado el área que rodeaba la zona donde habían aparecido los dos primeros… ¿Sería posible que lo hubieran enterrado y no estuviese a la vista?
El forense continuó como si leyera sus vertiginosos pensamientos.
—He encontrado varios granos de arena debajo de las uñas. No significa necesariamente nada más salvo que el dueño de la mano estuvo en contacto con arena, pero…
—Una playa —murmuró pensativo—. ¿Y la pólvora? ¿Disparó él el arma?
—Con total seguridad, aún quedaba bastante para ver un dibujo.
—Lucha —dijo hablando consigo mismo—, hubo lucha.
—Eso no es del todo seguro —objetó Bach—, hay muchísima gente que hace ejercicios de tiro o trabaja con armas; tú, por ejemplo.
—Es cierto.
Pensó en el bosque, aquel bosque silencioso. ¿Qué significado tendría para ese hombre? ¿Una zona apartada y nada más? Lo dudaba. Algo le decía que existía una relación y que la respuesta estaba delante de sus narices.
—¿Sabes lo que te digo? —preguntó Bach—. Que acabo de caer en la cuenta de que conozco a alguien que podría decirnos algo más. Es arqueólogo y ha escrito una tesina sobre la conservación, lo sabe todo del tema. En cuanto encuentre su número te mando un SMS.
—Gracias, sería estupendo.
Hubo una breve pausa mientras esperaban a que el coñac les hiciera entrar en calor.
—¿Has estado en Croacia últimamente? —preguntó Bach al fin.
—No voy desde primavera, pero pienso pasar las Navidades en casa de mi prima y su marido.
El forense tenía la mirada perdida en algún punto de la pared.
—¿Sabías que formé parte de un grupo médico que estuvo allí identificando cadáveres de las fosas colectivas?
—No —contestó sorprendido.
—Sólo fueron unas semanas. No sé, sentía que era mi deber —le explicó—. Por qué no lo sé, quizá porque hay muy pocas personas capaces de hacer ese trabajo y para sus seres queridos significa mucho.
Siguieron charlando de las cosas más variopintas hasta que Trokic empezó a sentirse cansado.
—Necesito dormir, estoy machacado. Gracias por todo.
Bach se sonrió.
—Ya sabes que me encanta echar una mano.
Empezaban a escocerle los ojos después de tantas horas en medio de aquel aire reseco y la fría luz del despacho, necesitaba ir a casa a descansar un poco. Sus dedos se desplazaban a toda velocidad por el teclado gris plata y estaba a punto de acabar el informe para Agersund con los interrogatorios de la jornada; tenía que estar listo para el día siguiente. Oyó cómo se abría la puerta a sus espaldas y el eco de esos pasos por los que ahora sentía más de lo que había sentido por cualquier otra cosa en mucho tiempo.
—Café —anunció dejándole una taza sobre la mesa—. ¿Aún no has hablado con Trokic?
Lisa dijo que no.
—No hay quien cono entienda lo suyo con el móvil. ¿Por qué no pide uno nuevo? No podemos seguir liados con algo tan gordo sin que él lo sepa, joder; sólo faltaba que nos cayese una bronca por no habérselo contado. Además, no podemos esperar mucho más tiempo, necesitamos dormir un poco.
—I know. Pero eso del padre ahogado… quiero ver el informe.
—Voy a buscarlo mientras terminas. Espero que esté informatizado, así no tendremos que esperar a que nos lo busque mañana una de las administrativas.
La habitación perdió calor con su salida y Lisa se restregó los músculos doloridos. Se quedó embobada dejando que las letras se difuminasen por la pantalla. Eran las doce menos diez cuando oyó el teléfono del despacho de Trokic. ¿Quién llamaría a esas horas a un número directo? Marcó el ocho y desvió la llamada a su línea.
—¿Sí? —contestó.
—Sé que es tarde.
Reconoció la voz del otro lado, su tono grave y autoritario.
Era Hanishka.
—No creo que Palle se quitara la vida —empezó.
Sintió que algo tiraba de ella, que los músculos le pesaban, y por un instante casi supo lo que estaba a punto de contarle. Que fuera lo que fuese lo que había ocurrido, Palle era inocente. Igual que Søren Mikkelsen. Habían estado ciegos al centrarse únicamente en el esperma.
—Creo que deberíais venir mañana temprano. El sabía quién había matado a Anna Kiehl, y cuando leáis su diario es posible que lo sepáis vosotros también.
Lisa, despierta, contemplaba al hombre que dormía junto a ella envuelto en los suaves rayos de la luz de la mañana. Hacía mucho que no tenía a un hombre en la cama; había vivido años de tanteos sin rostro en lechos extraños, pero siempre se había esfumado antes de que despuntara la luz del nuevo día, por lo general sin dejar dato alguno de contacto. El modo más seguro de evitar rechazos. Este ejemplar desprendía su calor por los edredones y le impregnaba el cuerpo con su aroma, y por un momento se preguntó si habría encontrado al de verdad.
Jacob había localizado el informe del caso del oficial ahogado, pero la conversación con Hanishka había pasado a un primer plano. Habían ido juntos a casa sin que ninguno de los dos lograra conciliar el sueño, acelerados ambos por las muchas horas de trabajo e incapaces de relajarse, y habían acabado amándose con una intensidad que había detenido el tiempo.
Apagó el despertador que había junto a la cama para que no empezase a sonar y se levantó. Jacob murmuró en sueños, satisfecho. Se planteó la posibilidad de preparar un desayuno a base de salchichas, huevos revueltos y gruesas lonchas de beicon, pero no había tiempo; tendrían que arreglarse con algo rápido por el camino. Le dejó dormir un cuarto de hora más mientras ella leía el informe de la desaparición del padre de Isa Nielsen.
La lechuga del sandwich que acabó sustituyendo al desayuno no era precisamente la más vivaracha que Lisa había conocido y los tomates, harinosos, habían reblandecido el pan por dentro, un asunto de lo más correoso. Jacob conducía siguiendo sus indicaciones con destreza por las calles de la ciudad en dirección a la guarida de la secta. Habían vuelto a llamar a casa de Trokic, pero sin éxito, y cada vez que marcaba el número del móvil seguía saltando automáticamente el buzón de voz. A duras penas contenía la impaciencia ante la idea de contarle todo lo que habían averiguado. Preocupada, frunció el ceño; quizá vagara solo por ahí, algo para lo que desde luego no estaba en condiciones en su maltrecho estado. ¿Le habría sucedido algo? Para colmo, por teléfono Agersund se había quedado con la impresión de que sabía dónde estaba y no quería decírselo, cosa que la irritaba enormemente.
—Ve por ahí.
Señaló en línea recta en dirección a Dalgas Avenue sin despegarse el teléfono de la oreja; en ese mismo instante contestaron.
—Por su voz yo diría que es usted muy joven —comentó el teniente una vez hechas las presentaciones y pedidas las disculpas de rigor por llamar a una hora tan temprana.
Oía un ruido de fondo como de platos. ¿El desayuno?
—La voz engaña —le contestó sonriéndose.
—Yo estoy jubilado ya.
—Lo suponía. Estamos buscando información acerca de un oficial a sus órdenes que desapareció hará diecisiete años, Konrad Nielsen. Aparece usted citado en los documentos del caso.
—Recuerdo a Nielsen perfectamente, sirvió con nosotros en Vordingborg durante más de diez años. Teníamos muchas cosas en común, él también era aficionado a la pesca.
Imaginó la nítida sonrisa del teniente al otro lado de la línea.
—Le dedicábamos casi todo nuestro tiempo libre, de modo que con el paso de los años llegó a unirnos una buena amistad. Se lo tomaba muy en serio y se hizo su propia barca, de fibra de cristal; luego la pintó de azul. No es que fuera muy bonita, pero estaba orgullosísimo de ella. La sacamos a no pocas travesías, sí, y seguimos en contacto una vez que le trasladaron a Jutlandia.
—¿Cuándo?
—¿Que cuándo le trasladaron? A finales de los setenta. Fue uno de los peores inviernos que tuvimos, un invierno muy frío. Lo recuerdo porque pasamos juntos la Nochevieja poco antes de que se fuera. El, su mujer, la mía, que en paz descanse, y yo. Esa noche discutieron y nosotros nos marchamos. Nunca he llegado a entender esa afición de la gente a airear su relación delante de los demás, fue bastante violento.