Un oscuro fin de verano (27 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

—Ten cuidado, Lisa —le rogó.

Estaba junto a ella presionando con la mano el punto por donde se había abierto camino el primer tiro de Isa, pero por más que apretaba, la sangre no dejaba de salir a borbotones. La inspectora dejó escapar un pequeño grito atormentado, se echó al suelo y llamó a una ambulancia sin estar muy segura de que pudiese llegar antes de que fuera demasiado tarde. Por un momento se sintió inmersa en un dilema. La seguridad era su máxima prioridad, ayudar al compañero, y no había nada que le apeteciera más, pero su situación era muy expuesta. Isa debía de estar subiendo hacia el coche y ella tenía que cortarle el paso. Una vez calculados intuitivamente el ángulo de tiro y la distancia, se encogió y echó a correr hacia un viejo árbol que podría servirle de escudo. No tenía la menor idea de si Trokic seguiría aún con vida por allí, en algún rincón. Llovía con fuerza, el pelo se le pegaba a la cara y tenía la ropa empapada. Con la frente apoyada en la rugosa corteza del haya, buscó una trayectoria hasta el siguiente árbol, cuatro metros más a la derecha en diagonal.

Tras un agudo chasquido, un nuevo proyectil se incrustó en el tronco del árbol a poco centímetros de ella, pero en esa ocasión logró distinguir la nítida silueta de Isa recortándose contra el resplandor que envolvió el bosque; se dirigía hacia el único camino que subía desde la playa, la escalera. Continuó arrastrándose e intentó apuntarla para cortarle el paso. Si aquella mujer encontraba a Jacob, lo que era inevitable, no vacilaría en deshacerse de él. Sintió un zarpazo al pensar que posiblemente ya estuviese herido de muerte.

Capítulo 68

Se oyó un trueno, pero algo le ocurría a aquel sonido, parecía más sordo. Volvió en sí sobresaltado en ese mismo momento y advirtió que no era un ruido natural. Trokic se restregó el rostro y los ojos, llenos de la lluvia que caía a raudales entre las copas de los árboles. Por un segundo pensó que se había ido, pero después la distinguió entre las ramas. Intentó sentarse, sostenerse contra el árbol que le había servido de apoyo. No había tiempo. Tenía que rodearla y situarse al otro lado, pero antes de que llegara siquiera a levantarse ella, ya había registrado el movimiento a sus espaldas y emprendido una lenta retirada hacia el noreste. No le había matado. Por segunda vez podría haberse librado de él, tirado allí como estaba. ¿Por qué? ¿Deseaba tener público?

¿Buscaba su admiración?

Aquel descubrimiento le dio fuerzas para ponerse en pie y tratar de calcular su próximo movimiento. A lo largo de la playa había varias subidas que llevaban hasta lo alto de la pendiente, pero la colocaban en una posición muy vulnerable, a pie y sin acceso al coche. Un disparo más retumbó a través de un aire saturado de agua, esta vez procedente del bosque. Lisa.

Isa se apresuró a alejarse de la vegetación y, correr hacia la playa, y Trokic distinguió vagamente su silueta corriendo por la orilla pedregosa. Al llegar a los últimos árboles vio surgir de la oscuridad a su compañera.

—¿Estás bien? —preguntó la inspectora.

—Sí.

Los dos miraron hacia la fugitiva. Extenuado como estaba, ni con toda su buena voluntad habría podido seguir a aquella mujer joven y entrenada en su huida por la playa.

—Ocúpate de Jacob —le pidió Lisa—. Está arriba, en la escalera. Le ha dado. Ya he pedido una ambulancia.

En su voz resonaba el timbre de la desesperación.

Él asintió.

—¿También habéis pedido refuerzos?

—Sí, no tardarán en llegar.

Se alejó en la misma dirección que Isa Nielsen, y al cabo de unos segundos el comisario la perdió de vista. Helado al pensar lo cerca que había estado de perder la vida, apartó la maleza para abrirse camino hasta Jacob. Los últimos metros que le separaban del hombre que yacía en el suelo los salvó corriendo. Antes de llegar ya sabía que su amigo estaba inconsciente y herido de gravedad, la densa lluvia no impedía darse cuenta de que había perdido una gran cantidad de sangre. Se agachó junto a la figura inerte que había a sus pies.

Capítulo 69

Lisa alcanzaba a ver poco más que los contornos de las piedras que interrumpían la playa a intervalos de cien metros. Corría pegada al muro que separaba la arena del bosque, un campo visual más oscuro en el que ocultarse.

El brevísimo tiempo dedicado a Trokic le había dado una considerable ventaja a la fugitiva y ya no se la veía por ningún rincón de la amplia playa, algo muy desagradable para Lisa, que estaba convencida de que intentaría recuperar el coche que había dejado en el área de descanso de Ørnereden. A pie no iría muy lejos.

Llegó a un punto donde el muro se interrumpía para dejar paso a una pista muy corta, quizá sólo un cambio de sentido, que conducía hacia el bosque y la siguió sin pensárselo dos veces.

Un movimiento. Lo percibió medio aturdido de inquietud y preocupación por su amigo, pero con suficiente claridad como para agazaparse protegiendo al mismo tiempo el cuerpo de Jacob con el suyo. No era más que un arrendajo que se guarecía de la lluvia bajo un arbusto próximo. Sin embargo, el pájaro le recordó que esa escalera era la vía de acceso al aparcamiento más cercana y era muy expuesto permanecer allí. Echó un vistazo alrededor. Le habría gustado arrastrar al herido para apartarlo del más que probable itinerario de aquella mujer, pero moverlo en su estado habría resultado igual de peligroso; su piel había adquirido una tonalidad gris pálida y su respiración era débil e irregular. Trokic volvió a oír los ruidillos del arrendajo y apretó con fuerza la herida del pecho de su amigo para contener la hemorragia.

Reconoció aquella suave presión contra la espalda mucho antes de volverse.

—Insistes en ponerte en mi camino, Daniel.

Sentía el leve temblor de su mano.

—Tú me entiendes, ¿no? Tengo que subir por esa escalera y tu compañera no tardará mucho en descubrir que he dado la vuelta, así que voy con un poco de prisa, y no puedo darte la espalda. Lo siento mucho, pero esto es necesario.

La mujer que tenía detrás apretó el gatillo y Trokic cayó al suelo.

Capítulo 70

Lisa poco menos que volaba los pocos metros que la separaban de los dos hombres inertes cuando oyó unas sirenas a lo lejos. Los refuerzos. ¿Quizá también la ambulancia? Una sola mirada le bastó para comprender que los siguientes minutos serían decisivos para Jacob. Ahogando un sollozo fue a ocuparse de Trokic, que gimió débilmente al sentir su contacto y después se sentó.

—No me ha dado en órganos vitales, saldré de ésta —dijo con los dientes apretados—. No podemos dejar que escape así. Es la única solución, tengo que subir. Tú quédate con Jacob.

De pronto, Lisa oyó el apagado sonido de un motor que arrancaba. Mientras sentía que se le escapaban las fuerzas al pensar en Jacob, vio cómo la cólera se iba apoderando de Trokic, que rebuscaba por el suelo, jadeante.

—¿Las llaves de mi coche?

—Aquí están —dijo ella; y mientras se las tendía añadió—: Creo que tiene un Toyota azul.

—Llama y pide refuerzos que vayan a cortar la salida al final del bosque si es posible.

Asintió mientras le veía subir la escalera envuelto en una oleada de energía.

Se subió al Peugeot como una exhalación, metió furibundo la primera y salió del aparcamiento como alma que lleva el diablo envuelto en una nube pardusca de agua y tierra. El coche volaba.

Había un trayecto de siete minutos de allí a la ciudad, con un poco de suerte alguna de las patrullas lograría interceptarla al otro lado.

Pisó más a fondo el acelerador. El camino era sinuoso y la lluvia seguía tapando los cristales a pesar de que el limpiaparabrisas funcionaba a plena potencia. Llevaba recorrida una tercera parte del bosque cuando redujo la velocidad y se echó a un lado. La febril carrera había quemado la peor parte de su furia y su lado racional volvió a asumir el control. Isa no se atrevería a ir hasta la ciudad, huiría de los espacios abiertos, de posibles barreras. Miró por el retrovisor. ¿Cuántos desvíos y áreas de descanso había dejado atrás? Tres, como mucho. Sin pensárselo dos veces, dio la vuelta al Peugeot en tan reducido espacio y retrocedió por Ørnereden, más despacio esta vez y sin dejar de escrutar el negro bosque por las ventanillas bajadas en busca del coche prófugo. Sus esperanzas se desvanecían a medida que transcurrían los segundos que aumentaban la ventaja de Isa. Pasó una pequeña vía de acceso al bosque, pero estaba cortada por una barrera y no había señales del coche azul. Sentía mareos y un dolor muy intenso en la herida, pero al menos sangraba poco.

Empezó a dudar. Si Isa, a pesar de todo, había ido a la ciudad, podía haberse desviado hacia el suroeste por la primera calle para desaparecer en la nada nocturna de coches y, con un poco de suerte, estar ya alejándose. Y una vez se deshiciera del coche, podría esfumarse entre la multitud. Recordó el pálido rostro de Jacob y una punzada de dolor le taladró el estómago. Pasó el siguiente desvío a mano derecha; también cortado por una barrera. ¿Cuánto faltaba? ¿Otro tanto? De repente frenó en seco. Por un instante le pareció ver un destello azulado. ¿Sería sólo una señal de tráfico? Dio marcha atrás, regresó lentamente hasta el desvío y acechó en la oscuridad. Entonces lo vio. El camino se bifurcaba algo más adelante, un sendero salía del otro. Entró y giró hacia la izquierda, pero no avanzó más que unos metros.

—Mierda —rezongó.

El coche se había atascado en un gran charco de fango y hojas medio podridas. Dos ruidosos intentos y una nube tóxica de gasolina después, estaba convencido: jamás saldría de allí. Giró la llave en el contacto para parar el coche y apagó todas las luces. En ese mismo instante pasaron a toda velocidad por el camino principal dos coches patrulla seguidos de cerca por una ambulancia.

Todo estaba oscuro como boca de lobo. Al abrir la puerta, una pequeña catarata se coló en el coche, pero logró salir y vislumbrar a duras penas la senda que se abría ante él. Unos cincuenta metros más adelante estaba el Toyota azul. Se arrodilló en un gesto mecánico, pero ya antes de llegar hasta él sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad lo bastante para permitirle ver que estaba vacío. Miró hacia delante estremeciéndose. No conocía el bosque, tan sólo tenía una vaga idea de en qué dirección continuaba el sendero, y lo más probable era que Isa, en cambio, se supiese al dedillo cada curva, cada rama. Seguramente habría encontrado algún camino vecinal que la llevara a la ciudad y ya estaría en el quinto pino. Por un momento no se atrevió a abrir la puerta del coche abandonado por si le había oído llegar. Al poner la mano en la manilla, notó algo pegajoso por debajo; cuando abrió y se encendió el piloto, vio una mancha rojiza en el asiento del conductor, junto al cambio de marchas.

—Así que Lisa ha hecho diana —murmuró satisfecho de sí mismo.

Capítulo 71

Había oído el coche que pasaba por el camino a gran velocidad y también lo oyó regresar. Para su sorpresa, aquel atractivo comisario que la había cosido a preguntas desde su primer encuentro sabía de la mano y de sus motivos mucho más de lo que ella pensaba y ahora estaba repugnantemente cerca. El dolor del muslo ya no la molestaba, no era más que un latido aislado en algún punto, pero sentía que había perdido mucha sangre y el hecho de que el Peugeot obstruyera su única vía de escape despertaba en ella una rabia feroz. No tardarían mucho en iluminar toda la zona mientras unos chuchos babosos seguían su rastro sin cesar de ladrar, y las fuerzas que le quedaban eran muy limitadas. Estaba rodeada de ruidos, los sonidos del bosque que tan bien conocía y que de pronto le parecían amenazadores y traicioneros. Voces.

—Qué guapa estás con esa ropa. Mátalo, Isa, mata al pez. ¿Por qué lloriqueas ?

Se apañó del angosto sendero, se escondió tras una pila de grandes troncos y dejó el arma en el suelo para apretarse la herida con ambas manos. Empezaba a sentirse débil y soñolienta. El viejo se sentó junto a ella y bebió un trago de la petaca. Le olía el aliento a alcohol. Un muñón la señaló.

—¿Por qué lo hiciste, Isa? ¿Por qué? Mi niña.

—Tú me lo pediste.

—¿De qué estás hablando?

—Dijiste que un rayo te partiría si mentías y eso pasó, papá. Aquel día, en el bosque, te partió un rayo. ¿A que sí? Y tú te reías. Decías que no ibas a hacerme daño. ¡Cerdo!

Se sobresaltó. La última frase se le había escapado a gritos y por un momento tuvo la lucidez suficiente para asomarse a mirar por encima de los troncos. Nada visible en el sendero. ¿Dónde se habría metido el policía? Se sonrió. Por encima de su cabeza, los árboles susurraban, un dulce y atrayente murmullo de hojas. Era sábado y su madre le había dado una moneda para que bajara al kiosco de helados de la esquina a comprar un cucurucho. El barquillo estaba frío y el helado le corría por la garganta y la refrescaba. Sintió un escalofrío y quiso tirarlo, pero el frío se extendía por su estómago y desde allí hacia los músculos, dejándolos rígidos y entumecidos. Se incorporó de un salto y volvió a escudriñar el sendero. A la derecha, a unos treinta metros de distancia, percibió un movimiento que apenas duró un instante. Isa sonrió. Aún estaba a tiempo.

Capítulo 72

Trokic se quitó las zapatillas y los calcetines. Bajo sus pies se extendía el suelo del bosque, mojado, glacial, enfangado y repleto de cosas que prefería no saber qué eran; pero así sentía mejor dónde pisaba y hacía menos ruido. Aun así, no podía evitar la sensación de que ahora él era la presa. Aquella loca no llegaría muy lejos en su estado, y, en cuanto se diera cuenta, se volvería contra él una última vez. Habituado ya a la oscuridad, distinguía los contornos de las cosas más grandes. Volvió a avivarse la cólera en su interior. De pronto vislumbró la pila de troncos que había algo más adelante y cortó en seco el paso que estaba dando. El susurro del bosque le envolvía, los árboles más pequeños se agitaban y las hojas se arremolinaban a su alrededor. Lentamente cruzó el sendero esperando el impacto de una bala que estaba seguro de que llegaría en cualquier instante. A cinco metros de los troncos vio la mano que sobresalía por debajo y con un par de saltos en zigzag llegó hasta ellos y se asomó. La encontró inmóvil, acurrucada, con las manos en el muslo, y por un momento creyó que estaba agonizando, pero de pronto se dio cuenta de que le observaba con el rostro descompuesto. Se apresuró a avanzar un paso más y a coger la pistola que ella había dejado para apretarse la herida. Los músculos de Trokic se estremecieron y sintió una bocanada de odio y náuseas al recordar el frío tacto de la piel de Jacob en las yemas de los dedos.

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