Sacó una libreta y un bolígrafo y trazó un círculo; a escasa distancia dibujó una cruz.
—Esto está muy simplificado. La cosa funciona así: la célula nerviosa emite serotonina para un receptor. Entre ambos elementos hay un espacio, una sinapsis, que es donde las enzimas van descomponiendo la serotonina. Lo que hacen los antidepresivos es penetrar en este sistema de diferentes maneras y ocuparse de que a los receptores llegue la mayor cantidad posible de serotonina, por ejemplo, descomponiendo las enzimas que a su vez, descomponen la serotonina.
Dio un golpecito en el dibujo y les miró para comprobar si le seguían.
—El gran problema son los efectos secundarios de los antidepresivos, que se cree que están relacionados con esos receptores. Los hay de muchos tipos y cada uno tiene su función. Ése era uno de los campos de investigación de Christoffer, pero este último año se había centrado sólo en el óxido nítrico, que es algo que afecta indirectamente a este sistema.
—Pero ¿hasta dónde le contó?
—Mucho y nada. ¿Están seguros de que esta conversación no va a salir de aquí?
Asintieron.
—Me dijo que estaba en condiciones de desarrollar nuevos medicamentos radicalmente distintos de los existentes hasta la fecha, un nuevo antidepresivo que actuaría más deprisa y no tendría todos esos efectos secundarios.
—Pero yo creía que ese tipo de cosas se hacían en equipo, ¿no es así? —preguntó Lisa.
Su anfitrión sonrió.
—Normalmente sí, pero esto fue fruto de la casualidad. Me contó que durante un experimento varias de sus ratas habían mostrado un comportamiento muy positivo que le sorprendió. Suelen suministrarles el pienso desde Alemania, pero el invierno pasado hubo un error en uno de los envíos, que llegó con un fallo en la composición de proteínas. En esos días, Christoffer estaba probando con las ratas un preparado que había desarrollado. Hasta el momento no había dado resultados, pero de pronto se encontró con un grupo de ratas que hacían increíbles progresos. Fue la combinación de aminoácidos del pienso con su producto.
—¿Y no le robó el secreto?
—A mí no me sirve para nada sin saber exactamente qué producto y qué aminoácidos utilizó, pero tiene que constar en sus registros. Supongo que los guardaría en algún sitio.
Lisa y Jacob intercambiaron una mirada.
—Lo cierto es que no sabemos dónde están, pero los estamos buscando —explicó Lisa.
—¿Han desaparecido? Espero que no sea cierto, sería terrible que se perdieran.
—Pero si era algo tan extraordinario… ¿por qué no hacerlo público?
—No lo sé, supongo que necesitaría tomarse un tiempo para reflexionar. En una ocasión me dijo que el día que existiera una sustancia, un antidepresivo sin efectos secundarios, nos plantearía un dilema. Me explico… Se podría decir que nuestros preparados actuales producen efectos secundarios que hacen que no los tomemos así como así, hay que estar pasándolo muy mal para arriesgarse, pero ¿qué pasaría con una sustancia que nos hiciera sentir bien sin producir, aparentemente, ningún otro efecto a corto plazo? Un producto prodigioso. Un descubrimiento así no debería caer en ciertas manos.
Lisa miró directamente a los ojos castaños de su anfitrión.
—¿Tiene alguna idea de por qué el nombre de Procticon aparece relacionado con el de Holm?
—No —contestó Abrahamsen con auténtica sorpresa—. Si se hubiese planteado trabajar para nosotros, me lo habría comentado, estoy seguro; sabía que yo estaba en Birmingham.
—¿Sabe si las investigaciones que estaba llevando a cabo podían tener alguna relación con Procticon? —preguntó Jacob—. Me refiero a si podían tener importancia para ellos.
—Evidentemente. No sé si están al tanto, pero Procticon ya es un gigante en ese campo y siempre intenta mejorar sus productos. Un investigador de la talla de Christoffer y con su reputación sería todo un hallazgo para ellos. Se lo comenté una vez, pero se rio de mí. Y no me sorprendió.
—Conociéndole como le conocía, ¿qué cree que habría hecho si se hubiera topado con unos resultados muy valiosos?
—Habría hecho lo más correcto desde el punto de vista ético, jamás se habría aprovechado de algo así. Era un tipo un poco hippie, paz y flores.
Se echó a reír.
—¿Y si un tercero se ha hecho con esos resultados? –preguntó Lisa.
—No olviden que la industria farmacéutica invierte millones en investigación. Cuesta mucho mantener en funcionamiento un gran equipo de investigadores bien remunerados durante años, y tomar la delantera puede tener un valor incalculable —aseguró con los ojos entornados—. Así que, si un tercero se ha hecho con ellos, puede tener entre las manos algo muy, muy valioso.
La granja le pareció más sombría y desierta de lo que recordaba. Los abedules del camino aparecían cabizbajos tras un fuerte chaparrón, y el patio estaba tan lleno de agujeros y enfangado que hasta los gatos trotaban por ahí describiendo los más originales itinerarios para evitar los charcos. El estiércol de detrás de los establos hacía que el aire estuviera cargado y resultara hediondo. Elise Holm, enfundada en unas botas, unos pantalones de montar y una raída chaqueta de trabajo azul, salió a recibirles a la puerta del granero y les condujo a una oficina.
—¿No sabe qué es lo qué le dio exactamente?
Lisa estudió aquel cuarto pequeño y frío. Había mucho polvo y cierta humedad. El suelo estaba lleno de paja y pedacitos de algo que parecían cagadas de rata, pero que debía de ser algún tipo de pienso compuesto. Todo estaba impregnado de un olor muy penetrante y sentía el cosquilleo del polvo en la nariz. Por el ventanuco se divisaban los campos y los numerosos caballos islandeses que pastaban en ellos.
Elise Holm sacudió la cabeza con aire asustado. Físicamente había dado un bajón desde la última vez que la vio. Lisa sabía que estaba a punto de heredar cerca de un millón de coronas que, probablemente, supondrían la salvación de su pequeño centro de cría.
—En cuanto llamó, supe a qué se refería. Porque es cierto, me dio un sobre. Un día llamó para preguntarme si podía traerlo a casa, me dijo que era importante, que contenía documentos confidenciales, así que lo guardamos en mi archivador.
—¿Suele cerrar el despacho con llave?
—No, como hay que atravesar toda la casa nunca me ha parecido necesario.
—¿Cuándo fue?
—Hará dos meses y medio, un par de semanas antes de lo de Montreal. Pero vamos a buscarlo.
Atravesaron la casa y se metieron en un pequeño edificio anejo que albergaba un despachito. Era una habitación reducida, pero agradable, y olía un poco a caballo. Elise Holm fue al rincón más alejado, abrió un cajón de color verde azulado y empezó a rebuscar en su interior. Se puso pálida.
—No está.
—Quizá en otro cajón —sugirió Jacob.
—No, estoy completamente segura de que lo guardé aquí.
—Vamos a mirar de todas formas.
Sacó todos y cada uno de los cuatro cajones del archivador y los revisó minuciosamente.
—Ha desaparecido.
—¿Es posible que se lo llevara él? —preguntó Jacob.
—No, no volvió por aquí después de ese día. Y me lo habría dicho. Al fin y al cabo, es un paseo de casi una hora.
De pronto, una expresión de horror se pintó en su rostro.
—Dios mío, el robo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lisa.
—El fin de semana pasado. Apareció un cristal roto y aquí había habido alguien, porque encontré tierra por el suelo. Me sorprendió que no pareciera faltar nada. Lo denuncié, pero no he vuelto a tener noticias. ¿Qué es todo esto?
—Desde luego, si está completamente segura de que estaba aquí y él no ha venido a buscarlo, es extraño.
—Pues yo estoy segura al quinientos por ciento.
—Y ¿no vio lo que había dentro del sobre? —preguntó Lisa.
La hermana del muerto parecía muy afectada.
—Sí, claro que sí. Parecía una especie de tratado científico en hojas sueltas, un montón de números y gráficos. No lo entendí bien, siempre escribía en inglés.
—Ahora tenemos que irnos, pero volveremos —le aseguró Lisa.
—¿No creen que el ladrón vaya a volver? Es que me tiene en vela, porque esto está un poco apartado.
—No, no parece probable —dijo Jacob en tono concluyente—. Creo que puede estar tranquila.
Jacob se sentó en el coche, junto a Lisa, con aire fatigado.
—Tengo la total seguridad de que a los dos los mató alguien que conocía las investigaciones de Holm —dijo poniendo en palabras lo que ambos tenían en la cabeza—. Creo que ése es el móvil. Christoffer Holm es la clave.
—Søren Mikkelsen parece el mejor candidato, pero tiene coartada para la noche en que murió Anna Kiehl —le recordó Lisa—; dijo que estaba con su hermano.
—¿Lo hemos comprobado?
—Sí.
—Tampoco es que sea la mejor de las coartadas –apuntó Jacob—, pero, suponiendo que fuera falsa, ¿por qué matar a Anna Kiehl? Debería haberle bastado con Christoffer Holm.
—Puede que abrigase algún tipo de sospecha, de ahí la nota con el nombre de Procticon en el cuarto de baño.
Jacob asintió.
—Puede que no actuara solo. ¿Qué me dices? —le preguntó—. ¿Salimos a cenar esta noche y nos olvidamos de todo esto? Y mañana vamos a verificarlo.
Lisa sonrió.
—Me encantaría.
Siguió con la mirada las rastrojeras que se deslizaban frente al parabrisas. No se le ocurría nadie con quien le apeteciera más estar en esos momentos.
El pequeño restaurante estaba hasta la bandera y muy a duras penas lograron que les dieran una mesita redonda. Por la ventana tenía vistas a una ajetreada muchedumbre con ropa de fin de semana que corría hacia los cines, los teatros, la estación, los muchos restaurantes de la ciudad. La calle estaba mojada y el aire bailoteaba al compás de los variados colores y diseños de los paraguas.
Lisa pensaba en los mensajes de Kaare Storm y Christoffer Holm, una correspondencia repleta de pequeñas complicidades que daban fe de muchos años de auténtica amistad. Sin embargo, los mensajes de Christoffer resultaban en ocasiones algo vagos y ambiguos y obligaban a detenerse a releerlos para intentar comprender qué querían decir, como si su autor temiera que alguien estuviese leyendo por encima de su hombro mientras los escribía.
Además estaba esa mujer a la que hacía referencia una y otra vez. ¿Sería la misma que según su compañero llamaba constantemente hasta que un buen día desapareció?
Últimamente salgo con una chica, otro callejón sin salida. Como decía Woody Allen, una mujer kamikaze. Vuela alto y me arrastrará en su caída. Esto sólo puede acabar mal.
Al mismo tiempo, durante ese año largo de correspondencia, había también una cantidad nada despreciable de alusiones a mujeres de su entorno con sus correspondientes elogios, y no resultaba fácil discernir quién era quién y qué había sucedido en realidad. Había vuelto a llamar a Kaare Storm y le había leído diferentes pasajes con objeto de que se los aclarase, pero el hombre no estaba muy seguro de en qué momento había desfilado cada una de ellas por la vida de su amigo.
Pidieron calamares como entrante y un vino blanco francés. Un Jacob pensativo observaba la acera, donde un individuo de cabello largo vestido de oscuro intentaba reunir unas monedas con una anticuada cafetera azul de lata.
—Yo estoy hecho polvo —dijo—. ¿Y tú?
—No pienso ir a Copenhague por ahora, esos viajes me dejan muerta. Antes vender enciclopedias.
Él hizo un gesto en dirección a la ventana y al pobre que había al otro lado.
—No tiene que ser muy difícil deshacerse de un móvil y mu tarjeta de crédito —comentó—, supongo que más de uno podría sobrevivir con eso un par de días. Le sueltas las dos cosas a un sin techo de Copenhague y
¡alehop!
, ya tienes al guapísimo Christoffer por ahí de compras en sitios donde no hace falta dar la clave de la tarjeta. Porque no parece que haya ido a bloquearla.
—¿Crees que es así como ocurrieron las cosas?
—Supongo que fue algo parecido. Dudo mucho, que la persona que le quitó de en medio se quedara con su teléfono y su cartera mucho tiempo, y dándosela a alguien que la usara conseguía hacernos creer que Christoffer seguía vivo, lo que retrasaba las cosas y desviaba nuestra atención.
—No creo que los encontremos —aventuró ella—. Ya lo hemos comprobado con la compañía: el móvil no ha dado más señales una vez de regreso en Dinamarca, así que ése al menos no lo han usado.
Le indicó con un gesto que estaba de acuerdo. Lisa no podía apartar los ojos de él, seguía con la mirada la línea de su brazo sobre la mesa, su forma, una cavidad, un masculino contorno de músculos bajo la fina piel. Se preguntó si escondería algún tatuaje debajo de la camisa. Daba igual. Si tenía cicatrices, historias que seguir con las yemas de los dedos. Sus ojos se cruzaron.
La absorbió en su mirada, obligándola a bajar la vista.
—¿Cuánto tiempo estuviste en la Tecnológica de Copenhague? —preguntó.
—Tres años.
—Tenía que ser muy interesante.
—Bueno, sí; pero lo cierto es que estaba a punto de dejarlo cuando Agersund me ofreció venir aquí.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros y se quedó contemplando a un matrimonio de ancianos que le daba unas monedas al mendigo de la calle.
—Estaba empezando a quemarme, era un horario de locos. Acabas teniendo la impresión de que los hackers no duermen nunca, al menos cuando trabajan de punta a punta del mundo. Pero eso no era lo peor.
—Entonces, ¿qué?
La miraba con auténtico interés y esa expresión algo tímida que la derretía.
—Los pedófilos y la pornografía infantil —contestó vacilante; no estaba muy segura de querer hablar del tema durante la cena—. Me superó. Al principio lo llevaba bastante bien, dentro de lo que cabe; era horrendo, siniestro y no me dejaba dormir por las noches, pero casi todo eso valía la pena cuando conseguíamos empapelarlos. Pero luego los casos empezaron a multiplicarse y tuvimos que ver cómo salían con condenas ridículas. Algunos después seguían como si tal cosa. No hay que menospreciar sus conocimientos técnicos, para ser sabandijas están a la última en tecnología, lo que nos obligaba a estar siempre al día para no quedarnos descolgados. La cuestión es darse prisa y actuar antes de que desaparezcan las pruebas. Saben perfectamente que las cosas no se borran del disco duro vaciando la papelera de reciclaje del ordenador, así que utilizan programas para asegurarse de que todo desaparece definitivamente.