Un oscuro fin de verano (16 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Quién creía eso? —se interesó el comisario.

—Los antiguos griegos. Aplicaban tratamientos a base de baños calientes, hierbas y esas cosas. Mucho más razonable, en realidad, que la medicina medieval, que iba desde el exorcismo y la quema de brujas hasta el confinamiento en manicomios.

—Son muchos los que han perecido en nombre del cristianismo —dijo Trokic.

—Quizá sea una afirmación un tanto dura —admitió Albrecht—, pero desde luego hizo falta mucho tiempo para que los enfermos mentales volvieran a recibir un tratamiento más humano. Nosotros podemos presumir de haber aportado nuestro granito de arena.

El local era pequeño y estaba atestado de jaulas llenas de ratas. Desde cada una de ellas, un blanco ejemplar de roedor les acechaba con ojos rojos y recelosos. Lisa podía olerías y también las virutas que había en las jaulas. Los animales que se alineaban junto a la pared derecha tenían los lomos desfigurados por unas costuras de cerca de cinco centímetros por las que parecían haberles implantado un objeto alargado. El lugar y las ratas la mareaban; aquellos bichos tan impopulares habían logrado despertar su compasión.

Søren Mikkelsen no podía pasar mucho de los treinta; más joven de lo que esperaba. Tenía los ojos algo enrojecidos y la piel apagada, falta de la luz del sol. Llevaba una bata blanca abotonada, gafas de pasta y zuecos negros y los recibió con una afable sonrisa.

—Estaba haciendo la prueba de nado forzado —informó al médico—; la cosa promete.

—¿Christoffer trabajaba aquí? —preguntó Trokic.

—Tenía sus propios animales en el pasillo, más allá.

Meneó la cabeza.

—Lo siento, aún no me he acostado —se disculpó—. Demasiado trabajo. Y lo de Christoffer me tiene un poco alterado, me he enterado hace unas horas. ¿Algún sospechoso?

—Estamos investigando a un par de tipos —intentó esquivarle el comisario.

Søren Mikkelsen les guió hasta el pasillo, cerró la puerta y echó la llave paseando la mirada de uno a otro.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarles?

Trokic le repitió el tipo de información que les interesaba y lo que sabían hasta el momento.

—¿Está investigando lo mismo que Christoffer Holm?

—No, mi tesis estudia los daños del tejido cerebral en relación con los trastornos mentales. A Christoffer le interesaba eliminar los efectos secundarios de los nuevos antidepresivos.

El investigador continuó con una larguísima explicación acerca de los receptores de serotonina, las pruebas con animales y el óxido nítrico.

—Vale, vale —dijo Trokic sin entender nada de nada y con un ojo puesto en Lisa para comprobar si ella le estaba siguiendo.

—¿En qué punto se encontraba? ¿Había llegado a publicar algún resultado? —preguntó ella.

—No, los últimos aparecieron el verano pasado en un artículo que escribió para el Journal of Psycopharmacology —contestó; y, señalando hacia el montón de papeles que sostenía Trokic, añadió—: Lo tienen ahí. Hay mucha competencia en su campo últimamente.

—¿Le dice algo el nombre de Procticon? —continuó Lisa con la mente en la nota que habían encontrado en casa de Anna Kiehl.

—Es una compañía farmacéutica inglesa, una recién llegada al ramo con un buen montón de dinero en el bolsillo.

Hizo una breve pausa:

—Van por ahí fanfarroneando de que serán los primeros en producir Pink Viagra. Y además son uno de los nuevos competidores de pesos pesados como Lundbeck y compañía en el mercado de los antidepresivos.

—¿Tiene idea de si Christoffer y Procticon habían establecido algún tipo de colaboración?

El investigador se echó a reír.

—No serían los primeros en haberle hecho una oferta, siempre andaba bromeando con el precio que tenía su cabeza en el sector farmacéutico.

—¿Y no podría haber sido ésa la razón de su renuncia? –preguntó Trokic—. Quizá le hicieran una oferta que no pudo rechazar.

Søren Mikkelsen hizo un gesto negativo.

—La verdad, no lo creo. Christoffer prefería estar en un sitio donde no decidieran su campo de investigación por él. Era un tipo muy ascético, el dinero no le interesaba, y le encantaba vivir aquí, las cosas son más reales. Pero claro, no puedo descartar la posibilidad. Sus motivos tendría.

Lisa no estaba convencida. Había aparecido un papel con el nombre de la empresa farmacéutica en casa de su novia muerta; a su modo de ver, no podía ser casualidad una vez conectados ambos asesinatos. Uno de los dos debía de estar relacionado con la industria. Captó la mirada inquisitiva del policía.

—Es posible que volvamos a hacerle más preguntas una vez que hayamos revisado el material —dijo al fin.

—¿Cómo era su relación personal con Christoffer? –preguntó Trokic.

—Nos llevábamos muy bien.

—¿Eran amigos?

—Compañeros que apreciaban su mutua compañía.

—¿Se veían fuera del trabajo?

—Rara vez, pero incluso en esos casos solía ser para hablar de trabajo o de algún artículo.

—¿Se hacían la competencia?

—En absoluto. Al contrario, él era un modelo a seguir para mí. ¿Por qué? ¿Soy sospechoso?

En su voz se notaba cierta reserva.

—En estos momentos, todos son potenciales sospechosos respondió Trokic para calmar los ánimos—. ¿Sabía algo de su vida privada? ¿Qué amigos tenía? ¿Alguna novia?

—Sí, pero tampoco hablábamos mucho del tema. Él no guardaba esas cosas precisamente en secreto y, si les soy sincero, lo de llevar la cuenta de sus mujeres era complicado.

Lisa creyó percibir una ligera desaprobación en su voz.

—¿Anna Kiehl fue una de ellas?

—Sí, de ella sí me acuerdo; a principios de este verano pasó por aquí un par de veces.

—¿Tiene idea de qué tipo de relación mantenían, alguna impresión?

—Ninguna —contestó el investigador—, no me dedicaba a fisgar en su vida privada.

—¿Recuerda a alguna más? —preguntó Trokic.

—Hubo muchas, pero no me acuerdo de los detalles.

Pareció reflexionar.

—Yo creo que les costaba entender lo comprometido que estaba con su trabajo y todos sus viajes, así que entraban y salían de su vida. Pero solían ser rubias, eso sí se lo puedo decir. Poco antes de Anna hubo otra, a ésa no la vi, pero llamaba sin parar. Nunca decía quién era, sólo soltaba un «ponme con Christoffer». Supergrosera. Por lo que me pareció, pasaban mucho tiempo juntos. Poco a poco, él también empezó a encontrarla cada vez más molesta y al final lo dejaron. Recuerdo que un día le dijo: «Tú estás enferma, joder, muy enferma», como si no acabara de entenderlo, o como con asco. Después colgó.

Lisa pensó que podría ser Irene, aún no habían descartado del todo que estuviera involucrada.

—¿Podría decirnos qué hizo el sábado por la noche?

—Estuve viendo la tele con mi hermano.

—¿Recuerda qué vio?

—No, veo la tele todas las noches, pero si me dan una programación les diré lo que vi. ¿Han hablado con la hermana? –se interesó el investigador.

—Hemos hablado con Elise Holm —contestó Lisa, alerta—. ¿Alguna razón especial por la que debamos hablar con ella?

—Se me ha ocurrido que… ahora va a ser una mujer muy, pero que muy acomodada. Heredera universal. Los padres murieron en un accidente de coche y tengo entendido que el seguro pagó una suma muy importante. Supongo que ahora también se quedará con la mitad de su hermano. Más la calderilla.

Søren Mikkelsen se quedó mirándoles.

—Una mujer rica —añadió.

Capítulo 35

Una vez de regreso en comisaría enfilaron directamente hacia la cafetería de la segunda planta. La nueva encargada se había hecho muy popular en muy poco tiempo. Nada como la buena comida para tener contento a todo el mundo.

—Qué café tan horrible el de ese sitio —murmuró Lisa—, vamos a tomar otro.

—No me extraña que la gente quiera salir de allí a toda mecha convino Trokic—. Así se cura hasta la psicosis más recalcitrante. Por cierto, por lo visto las putas pildoritas de la felicidad esas han acabado convirtiéndose en una industria descomunal –comentó mientras llenaba dos tazas grandes—. Si hacemos caso de las estadísticas, vivimos en un país lleno de zombis hasta las cejas de medicamentos.

—Pues será que hacen falta —replicó ella—. Los tiempos que corren, nuestro modo de vida.

Le escocía por su hermana, que después de sufrir un colapso nervioso llevaba años tomando antidepresivos. Pensara lo que pensase sobre el tema, lo cierto era que habían supuesto una revolución para el estado de Anita y que ahora a su familia las cosas le iban mucho mejor que antes.

Trokic se encogió de hombros y metió una mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros gastados.

—Es un estado artificial, como bajar la fiebre con una pastilla; no resuelve nada. Es increíble que…

—Pues arregla el mundo, entonces… —contraatacó Lisa de nuevo.

—¿No te parece demasiado simplón? —preguntó él, esta vez con cierta irritación por su insistencia—. Cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su propia vida, es estúpido querer achacarlo todo a quienes nos rodean o decir que son los tiempos que corren. La gente siempre ha vivido bajo presión; si no era la guerra, entonces había peste o una crisis económica. Supongo que el verdadero problema es que el que no tiene qué hacer mata moscas con el rabo. O pretende hacer dinero, mejor.

Lisa entornó los párpados.

—Pero el hecho es que hay mucha gente que lo está pasando mal, lo llames como lo llames. Nadie se quitaría la vida si las cosas fueran tan bonitas.

—Yo no he dicho que lo sean —protestó el comisario, pasándose una mano por el negro cabello—. Lo único que digo es que la gente ve la vida desde un ángulo equivocado. Y volvemos otra vez al punto de partida, la responsabilidad. Todos somos muy dueños de vender la casa y el coche y buscarnos un trabajo menos estresante o, ya puestos, irnos a vivir a la India.

—O sea que, en el fondo, lo que piensas es que la culpa la tiene la gente, ¿no? —concluyó Lisa.

—¿Es imprescindible ponerlo todo o blanco o negro?

—Sí.

Dejó la taza con rabia. ¿Quién coño se creía ese patán ignorante para erigirse en juez de la salud mental de los demás?

—¿Y qué forma de pensar es ésa? —volvió a la carga—. A lo mejor te convendría leer el libro del difunto señor Holm, Daniel. Igual aprendías a no opinar de cosas de las que, evidentemente, no sabes una mierda.

Para su asombro, Trokic se echó a reír, un sonido que no estaba muy segura de haber oído antes, pero que en ese contexto le pareció un insulto en toda regla.

—Sorprendente, señorita Kornelius. Tienes pegada.

Sus palabras sólo consiguieron irritarla más todavía.

—Aggg, cierra la boca de una vez.

Estupefacto, la observó apartar el café de un empujón con un provocativo gesto de rechazo. Lisa se daba perfecta cuenta de que estaba a punto de pasarse de la raya, pero, cegada por la intolerancia de su jefe, salió por la puerta sin darle ocasión de replicar.

Ya en el pasillo embistió a Jacob. Aún iba hecha una furia, pero supuso que él no era la persona más adecuada para compartir su rabia.

—¿Te apetece tomar una copa de vino más tarde? —le preguntó tras respirar hondo, sorprendiéndose a sí misma con su arrojo.

Oyó que su propia voz se volvía más fina; más de Lisa, menos de inspectora.

—Le he prometido a Trokic que iría con él a tomar una cerveza —contestó él.

—Ah, vale —dijo dócilmente en un intento de ocultar la decepción.

Esa misma mañana, después de echar de casa a su sobrina y mandarla al colegio, había estado mirando una polvorienta botella de Saint-Emilion del noventa y cinco que tenía en el botellero, regalo de su trigésimo cumpleaños, dos años antes, pensando que le gustaría compartirla con él a solas. Se preguntó si fallaba algo y resistió la tentación de salir corriendo hacia el cuarto de baño para comprobar el estado de su peinado. Puede que hubiera llegado el momento de hacer algunos cambios.

—Bueno, pues… —murmuró retorciéndose el botón del bolsillo de la cazadora.

—Otro día, Lisa —contestó sin apartar la vista—. Ya te aviso, no te preocupes. Y puedes estar segura de que no me lo voy a pensar mucho.

Su compañero le dio un apretón en el brazo y ella, con todo el cuerpo traspasado por una oleada de calor, se quedó a verle doblar la esquina.

Capítulo 36

El comisario Daniel Trokic conducía demasiado deprisa. De haberle acompañado en el coche, los de tráfico habrían considerado la posibilidad de quitarle algún punto del carné, pero a su lado iba Jasper y no decía nada. En honor de su compañero, Trokic había dejado aparcados a los Rammstein para hacer una excursión por la zona; el grupo alemán no era demasiado popular entre su círculo más próximo y Jasper se refería a ellos como un trastorno de la personalidad musical. En su lugar sonaba Spleen United. Se empapó con avidez de su oscuro rock electrónico, un sinfín de sombríos tonos menores repletos de sintetizadores. Sonrió para sus adentros.
Live the dream, stay in bed, with heroin unlimited.

El tema del día eran los estimulantes. Una chica había llamado para hacer una acusación muy grave relacionada con el caso. Sobre drogas.

Ya había visto polvo y pastillas más que de sobra, de crío y en su época de antidisturbios, drogas como pequeñas perlas en la nada de una larga cadena. A menudo se preguntaba si era tanta la distancia que le separaba de aquellos marginales. Llevaba la oscuridad del gueto pegada a la piel como una tela, y no era capaz de condenarlos al verlos revolcarse en el calor de sus colocones. Percibía su vacío.

—Tuerce a la derecha —le indicó el copiloto en una bifurcación.

La chica que tenían delante vivía en medio de un desbarajuste que casi parecía un fin en sí mismo. Las paredes de un tono verde neón hacían un bonito contraste con los montones de ropa sucia, bolsas de plástico, maquillajes, revistas y fundas de discos que había esparcidos por el suelo. En el marco de la ventana, tres cactus se secaban en compañía de un par de corazones de manzana y un limón.

No era más que una de tantas personas que habían llamado, pero, por alguna razón, Jasper se había obcecado con ella y había insistido, aunque a él le parecía una pérdida de tiempo. Jamás había visto a nadie con tantos piercings; estaba agujereada por todas partes, en largas cadenas por las orejas, y en cejas, lengua y labios. Coronaba su palidez una cresta de pelo negro sobre fondo rojo. Y él que creía que esas cosas llevaban más de quince años pasadas de moda… Se llamaba Randi.

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