Se frotó los brazos para quitarse los escalofríos.
—Aún no sabemos gran cosa —le esquivó Lisa—. Si recuerda algo, lo que sea, podría sernos de gran ayuda. Naturalmente, nos gustaría hablar con sus invitados.
—Mi hermano no tiene nada que ver con esto, sólo bajó a comprar nata.
Lisa frunció el ceño.
—Eso ya lo decidiremos nosotros. Denos sus nombres y sus direcciones.
—Desesperante —comentó Trokic al meterse en el coche al cabo de cinco minutos.
—La mujer vive en un bloque, pero resulta que la mitad de los vecinos habían salido el sábado por la tarde y la otra mitad no se acuerda de nada porque ha bebido —dijo Lisa.
—Mintió al decir que estuvieron en casa todo el rato. Si alguno de ellos salió, podría ser el hombre que vio la vecina.
—En cualquier caso, lo que hemos comprobado es que no se acordaba demasiado bien.
—Vamos a ver si el hermano tiene antecedentes —propuso el comisario mientras llamaba al oficial de guardia—. Y si al final resulta que bajó en la primera mitad del partido, podría coincidir con la hora a la que la mataron. Es posible que la viera salir de casa y la siguiera.
—Entonces será mejor que interroguemos al resto de los vecinos.
—Ya está hecho —contestó en tono apagado—. Nadie observó nada extraño, y como su apartamento es el que está más cerca del bosque, podía entrar y salir por el sendero sin que la viera prácticamente nadie.
Lisa echó un vistazo al reloj. Eran las nueve y cuarto y estaba agotada. ¿Qué creía ese hombre, que iban a ponerlo todo en claro allí, en plena noche? Estudió los insectos difuminados del parabrisas. Trokic colgó.
—Al hermano lo condenaron por violación hace cuatro años —dijo.
—¡Dios Santo! —exclamo ella.
—Vamos a hacerle una visita.
Enarcó las cejas.
—¿Ahora?
—¿Cuándo si no? Tú igual tienes una vida, pero yo no.
Trokic le sonrió por primera vez mientras daba marcha atrás.
A juzgar por el vecindario, resultaba evidente que a Tony la vida le había tratado peor que a su hermano, y no cabía la menor duda de quién había conseguido los porros de la víspera. Se encontraban en la parte menos favorecida de la ciudad, en un edificio viejo con un portal que apestaba a hachís. Tras su tercera llamada al timbre, una pelirroja con un maquillaje verdoso desdibujado asomó la cabeza por la puerta de al lado. Los ojos le bailaban como si acabara de chutarse y hablaba con voz lenta.
—Joder, qué escándalo armáis. ¿Es que no sabéis qué hora es? Algunos intentamos ver la tele, hostias.
—Queremos hablar con su vecino.
—¿Qué ha hecho ahora ese payaso?
En el preciso instante en que Tony Hansen abrió la puerta, ella cerró la suya con un portazo.
El hecho de que un hombre como el que tenían delante hubiera ido a comprar nata constituía un delito de por sí, no cabía duda. Las probabilidades de que esa barba de tres días, esos ojos enrojecidos y esa camiseta sucia pudieran alcanzar en un momento dado un mínimo de sobriedad capaz de llevar a buen puerto cualquier tipo de vehículo le parecieron a Lisa bastante escasas, y una vez que el individuo abrió la puerta y, vacilando, les franqueó el paso a su pequeño y apestoso apartamento con gesto avergonzado, vio que a Trokic se le fruncía el ceño. El comisario le explicó en pocas palabras qué les llevaba por allí y, sin esperar a que le invitaran, tomó asiento en una silla a punto de desmoronarse. Costaba ver que ese hermano, con los movimientos y los gestos de un anciano, aún no había cumplido los treinta.
—Nos gustaría saber dónde estuviste ayer entre las seis de la tarde y las doce de la noche —le abordó.
—¿De qué va esto?
—Creo que ya lo sabes. Hemos encontrado a una joven asesinada no muy lejos del lugar donde dicen que estabas.
Tony parpadeó.
—Estuve en casa de mi hermano.
—¿Toda la tarde y toda la noche?
—Sí. Viendo el partido.
—Aja. ¿Y ninguno de los tres salió en ningún momento?
—No.
—¿Seguro? Yo creo que estás mintiendo. Y, la verdad, a estas horas de la noche no me apetecen estas cosas.
Tony Hansen se sentó en un sofá manchado y lió con destreza un cigarrillo sobre la mesa. Los dedos, teñidos de nicotina, le temblaban. Lisa, libreta en mano, era la única que permanecía en pie.
—Sí, estoy seguro.
—¿Y eso de que fuiste a comprar nata en el coche de tu hermano?
Pausa tensa.
—Ah, claro.
—¿Y sobre qué hora sería?
—No me acuerdo.
—Si cogiste el coche, es que no habrías bebido nada antes, ¿no? —preguntó—. Así que la memoria debería funcionarte sin problema. ¿Fue antes, durante o después del partido?
—Durante, en la primera parte.
—¿Y qué hiciste, aparte de lo de la nata?
—Nada.
—Supongamos que fuiste a la gasolinera a comprar nata. En ese caso deberías haber estado de vuelta en diez minutos y tu hermano dice que tardaste al menos media hora.
—No les quedaba, tuve que ir al 7—Eleven del centro.
Otra pausa. Trokic suspiró y clavó la mirada en un par de zapatillas agujereadas que había a un metro de distancia. Recogió una, miró debajo de la plantilla y volvió a tirarla.
—¿No seguiste a una chica al bosque?
—No, joder, claro que no. Yo nunca le he hecho nada a nadie, ni siquiera aquello por lo que me condenaron.
—Lo vamos a comprobar —le advirtió; después recorrió con la mirada el mísero apartamento—. ¿A qué te dedicas, Tony?
—A nada.
—¿No trabajas?
—Cobro una pensión de invalidez. Tengo mal la espalda, me hice daño cuando trabajaba para el ferrocarril y ya no puedo hacer nada mucho rato seguido.
—Así que te pasas el día en casa echando algún que otro traguito, ¿no?
—Se podría decir que sí.
—Supongo que en tu situación no es fácil salir y conocer chicas, ¿no?
—¿Qué está insinuando? Tengo todo lo que necesito, pregúntele a la de al lado, que se muere de ganas.
El comisario se levantó a regañadientes.
—Vamos a comprobar lo de tu nata y, si tu historia no encaja, vuelves de cabeza al trullo.
—Está mintiendo —dijo Lisa al volver a salir al aire fresco.
—Sí, a mí también me da esa sensación, y, sin embargo…
—Fijo. La cuestión es por qué. Tuvo tiempo de sobra para seguir a Anna hasta el bosque, intentar algo con ella y luego matarla. ¿Deberíamos habérnoslo llevado?
—Ahora no contestó Trokic. Yo no estoy tan seguro. Tenemos que averiguar que da tiempo a hacer en ese rato.
—No tiene por qué tardarse mucho —insistió ella.
Su jefe se mordió el labio y entrechocó las bolitas de mármol que llevaba en los vaqueros.
—Hmm. Corriendo se tarda por lo menos diez minutos en llegar al sitio donde la encontraron —calculó—, así que tendría que haber ido de otra manera. Y luego están las flores secas encima del cadáver. ¿De dónde las sacó?
—Eso no significa que tengamos que echarlo todo por la borda. Cualquiera podría haberlas dejado allí a modo de gesto, la gente hace cosas muy raras.
—¿Y la sangre? —continuó Trokic— ¿Consiguió no mancharse? Lo dudo. Y eso le habría obligado a cambiarse de ropa.
Lisa lo rumió unos instantes.
—¿Estamos de acuerdo en que miente? —preguntó.
—Sí —admitió él.
—¿Y por qué mentir?
—Buena pregunta. Vamos a comprobarlo. Enviaré gente a la gasolinera y al 7—Eleven. Si no fue al centro, es que miente y entonces va a tener un problema.
Cuando llegó a casa a las tres y cuarto de la madrugada, la gata le recibió con un ronroneo. Sus arrullos le siguieron con devoción mientras colgaba el abrigo en el pasillo y se quitaba los zapatos de una patada, pero cesaron bruscamente en cuanto le llenó el cuenco de Whiskas. Pjuske, habituada al exclusivo pienso del veterinario, se había declarado en huelga de hambre y estaba firmemente convencida de su inminente victoria. Desde el día que la encontró con el pelaje enredado en su seto y las orejas llenas de pus, la gatita se había hecho con el control en lo que a intendencia se refiere, y, al final, Trokic siempre acababa pagando, no sin ciertos reparos, el sobreprecio en la clínica veterinaria más cercana por el bien de la paz del hogar.
Se había subido a la mesa de la cocina, porque había señales de patas mojadas y restos de hojas de la calle que debían de habérsele enganchado en el espeso rabo. Lo observó todo sin decidirse a limpiarlo. En el otro extremo de la mesa había una carta de una mujer con la que había salido unas semanas a principios del verano y cuyos rápidos avances le habían llevado a batirse en retirada. La había leído por encima el día antes sin llegar a comprender si esperaba respuesta a su declaración o no.
Metió un disco de Audioslave en el equipo y se puso su última compra compulsiva, unos auriculares inalámbricos que habían costado una fortuna; no deseaba que el más mínimo ruido viniera a interferir con el sonido. Eran una necesidad para poder desplazarse por un universo sonoro rico y aislado con una cantidad de decibelios rayana con el umbral del dolor y un modo de evitar las quejas de los vecinos. Le producía la sensación de que el mundo, incluido aquel abismo que a veces le atraía, podía desaparecer de un momento a otro. Dejó caer una pila de informes en la mesa del salón, se sentó en el sofá y se sirvió vino tinto en una taza grande de café pretendiendo que, en conjunción con la música, mitigara la furiosa sucesión de ideas que le cruzaba la mente para dormir un instante.
Llevaba once años viviendo en el adosado, desde que regresó de una estancia de dos años en Croacia. Al principio lo alquiló, era un arreglo provisional hasta que encontrase algo más cerca del centro, pero al cabo de algún tiempo pusieron la casa en venta y se decidió a comprarla. Un solo dormitorio no le dejaba demasiado espacio, pero dos años en el sofá de una familia numerosa croata le hacían verlo como un auténtico lujo. Ya no lograba concebir su vida de otra manera. Hacía ya tiempo que habían reformado los demás adosados de la zona, pero él se conformó con pintar las paredes y llegar a un buen entendimiento con un cuarto de baño marrón y una cocina llena de armarios descascarillados. Se sentía muy a gusto con su viejo sofá de tela verduzco, los ásperos cuadros abstractos sin enmarcar pintados por su prima, los suelos de una madera cada vez más oscura y la estantería repleta de ajadas ediciones de bolsillo. Pero no se trataba únicamente de un lugar donde sentirse a salvo. Allí había pasado algunos de los momentos más difíciles de su vida. Allí había pasado horas con la mirada perdida en los bultitos del papel pintado y la música envolviéndolo como un algodón calmante mientras los dos años pasados en Croacia iban abandonando su cuerpo muy despacio. Era curioso, pero sentía que no podía marcharse.
Trokic era producto de una relación imposible, el apasionado encuentro entre su padre croata y su madre danesa durante unas vacaciones. Ella le había hablado de días de añoranza e intensas visitas seguidos de frustración y malentendidos. La relación terminó por romperse y él vino al mundo en un frío país nórdico en medio de muchísima amargura, ilusiones perdidas y mediocridad. Sin embargo, su madre decidió, no sin esfuerzo, permitirle llevar el apellido del padre.
—Así recordarás que también hay una parte de ti en otro lugar —le dijo.
Su infancia fue el gueto, el laberinto gris, el paisaje incoloro que pervivía en su interior. Se preguntaba cuándo había comenzado. ¿Sería cuando, solitario niño de la llave, se sentaba en el balcón a observar reuniones de borrachos en los bancos y encuentros de drogadictos en los portales?
A los diez años podía ya trazar de memoria el plano del panorama que se veía desde aquel pequeño infierno de hormigón que habitaba con su madre, aunque las más de las veces abandonado a su suerte. Conocía el nombre de todo el mundo, sabía quién le compraba qué a quién y seguía muy de cerca las fluctuaciones del precio del gramo de heroína.
Hasta los quince años no viajó, por propia voluntad, a una pequeña aldea entre los maizales que crecen a los pies del Medvednica, cerca de Zagreb, para conocer al resto de su familia: su padre, un medio hermano menor, primos y primas. Fue recibido con los brazos abiertos por todos y cada uno de ellos, como si jamás hubiera faltado de allí. Al cabo de cinco años, cuando su madre murió de cáncer, aquella familia croata ya significaba mucho más para él y las visitas se habían transformado en largas estancias entre ellos. Para cuando mucho después el país se dividió y su padre y su hermano murieron en la guerra, el dolor de la familia ya era el suyo.
Durante algunos períodos consideró la posibilidad de instalarse de forma permanente en Croacia, con sus comidas familiares de platos picantes y pesados, aquel sol que engendraba aromas nuevos y más intensos y su forma relajada de asumir el día a día, pero el vínculo que lo unía a su patria era demasiado fuerte.
Con el tiempo, su extraordinario olfato y el conocimiento del mundo criminal que desarrollara en la niñez terminaron siendo la mitad de los motivos que le impulsaron a ingresar en la policía. La otra mitad se llamaba Milán.
Con un suspiro se dirigió a la cocina, donde la gata bebía el agua que goteaba del grifo subida al fregadero. Dio cuenta del vino que quedaba en la taza y tiró la carta a la basura.
Tardó largo rato en quedarse dormido mientras unos tallos verdes salpicados de rojo le rondaban danzarines por la cabeza. Intentaban decirle algo, pero fue incapaz de entender qué.
Lisa aún no había terminado de bostezar cuando hacia las nueve de la mañana del lunes ocupó su sitio y trató de concentrarse en el trabajo que tenía por delante: revisar el ordenador de Anna Kiehl.
Nada reflejaba la personalidad de alguien tan bien como su ordenador. Lo que había ido encontrando en CDs y discos duros a lo largo de los años no eran precisamente minucias. A veces, los sospechosos intentaban ocultar su rastro borrando archivos o escondiéndolos bien, pero ésos eran los casos más sencillos; los huesos más duros de roer sabían perfectamente que los datos no alcanzaban el paraíso digital si no se reescribía el disco un mínimo de siete veces. Con eso y con todo, en la mayoría de los casos siempre acababa encontrando algo gracias a métodos desarrollados por ella misma y a algunos programas de recuperación de datos.