Un oscuro fin de verano (3 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

Capítulo 4

La inspectora Lisa Kornelius había hecho un enorme montón en el suelo con toda la ropa sucia del viaje e iba desnuda de un lado a otro de la casa en busca de sus cigarrillos mientras escuchaba el buzón de voz del móvil. Trokic le explicaba con todo detalle las circunstancias de un caso que Agersund acababa de asignarle, así que desde ese mismo momento él era su contacto directo.

Había solicitado, o, más exactamente, había hecho todo tipo de maniobras para que la transfirieran a Homicidios y así perder de vista los numerosos asuntos relacionados con las nuevas tecnologías que tenía a su cargo —que incluían casos de pedofilia y pornografía infantil en Internet, materias en las que era toda una experta—, pero pensó que estar a las órdenes de Trokic le quitaba mucho encanto al cambio. Sus casos se habían cruzado en un par de ocasiones y lo cierto es que no se podía decir que el resultado hubiera sido para dar saltos de alegría. A pesar de que no escatimaba intentos de mostrarse amable, el comisario siempre se las apañaba para conseguir que se sintiera como una becaria aterrizada allí por pura casualidad, y ella creía que ni los cinco años de edad que los separaban ni, ya puestos, la experiencia del policía lo justificaban. Si de eso se trataba, probablemente había visto tanta mierda como él, sólo que de otra manera. El hecho de que tuviera raíces croatas, viviera solo y jamás comentase nada de lo que hacía fuera de su horario de trabajo sólo contribuía a enturbiar su imagen. En pocas palabras: tal y como estaban las cosas, Trokic ocupaba una posición relativamente baja en su lisia de relaciones laborales preferidas.

Curioseaba en la pila de cartas que había sacado del buzón cuando sus manos se detuvieron en un sobre blanco de ventanilla.

—Por hoy ya está bien de sorpresas desagradables —se dijo, y dejó todo el montón en la encimera con un escalofrío.

Cuando al fin dio con un paquete de cigarrillos, recordó que se había hecho a sí misma la promesa de no fumar más en casa, pero terminó encendiendo uno a pesar de todo. Cogió un delicado quimono de seda que había en una silla, se lo ajustó en torno al esbelto cuerpo y abrió uno de los ventanucos de cuarterones para que entrase algo de aire en el angosto apartamento. Una neblina marmórea se extendía sobre el dédalo de tejados asimétricos de la ciudad, que parecía desierta, casi mansa. Habían asesinado a una mujer de su edad en el bosque y Trokic requería su presencia en la autopsia. Le dio una calada al cigarrillo e intentó prepararse para lo que la aguardaba a sabiendas de que sería imposible. Durante los estudios había asistido a dos autopsias, sí, pero tenía la sensación de que no serían nada comparadas con ésta.

—Avísame si tienes frío —le dijo al pájaro que había en la jaula de madera del rincón.

Era un guacamayo grande que respondía al nombre de Flossy Bent P., un vestigio del ex novio estudiante de español que la había abandonado por una expedición a pie por Suramérica. Había hecho lo imposible por deshacerse de aquel enorme pájaro rojo, sobre todo porque repetía «¡qué chachi!» —una de las frasecitas del ex— una cantidad infinita de veces a lo largo del día. Sin embargo, ya se había dado por vencida y admitía que, por lo visto, el animal estaba llamado a formar parte de su desbaratado hogar para el resto de sus días.

Oyó el mensaje una vez más, esta vez tomando notas en una libretita de piel. Finalmente, y tras toda una serie de saltos por encima de diversos objetos, se metió en el baño a darse una ducha rápida y refrescante antes de ponerse en camino hacia la comisaría. Según Trokic, la autopsia se llevaría a cabo lo antes posible y ella debía estar presente, tanto si le apetecía como si no.

Capítulo 5

En su campo visual entró una señorona de un rubio oxigenado que rondaba los sesenta. Llevaba puesta una deshilachada bata rosa con estrellas blancas y Trokic creyó percibir un leve olor a alcohol y beicon, aunque se vio obligado a reconocer que un domingo por la mañana uno podía oler a cualquier cosa. Le recordaba a un personaje salido de una película norteamericana, a algo que en su día fue una diva pero ya había desistido de seguir intentando causar esa impresión. Sus ojos hundidos aún conservaban un brillo azul que resaltaba sobre una piel que había visto demasiado sol. O demasiadas cosas, en general.

—Policía judicial —se presentó—. ¿Y usted es…?

—Vivo en el piso de arriba, me llamo Úrsula Skousen. ¿Dónde está Anna? ¿Y Peter?

Recorrió la habitación con una mirada curiosa, como si fuera la primera vez que la veía o la encontrara diferente de otras veces. Hablaba con voz medrosa, aunque con toda probabilidad ya había establecido una relación entre la casa vacía y los rostros sombríos de aquellos hombres.

—Aquí no, por favor —contestó Trokic tratando de mantener un tono de voz más o menos neutro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer mientras se llevaba las manos al cuello en un gesto instintivo que la sobresaltó.

Dejó a su compañero intentando sacar al niño del armario con mucho mimo y condujo discretamente a la señora Skousen hasta el otro extremo del rellano.

—No puede ser —exclamó ella tras escuchar sus breves explicaciones sobre la joven del bosque que, insistió, aún debía ser sometida a una identificación para tener la total certeza de que se trataba de Anna Kiehl. Evitó entrar en detalles al respecto de a quién correspondería dicha tarea. A veces era mejor no abrir la boca a la primera de cambio. La señora le lanzó una mirada llena de espanto.

—Me temo que sí.

—¿Cómo está Peter? ¿Y dónde?

—Vamos a ocuparnos de él hasta que localicemos a la familia. ¿Cuándo vio a Anna por última vez?

—Anoche, después de cenar; antes de que saliera a correr. Estuve cuidando de Peter, suelo hacerlo cuando su madre necesita un poco de tranquilidad para estudiar.

—¿Está estudiando?

—Va a la universidad. Hace Antropología. Es muy lista y muy trabajadora.

—¿Qué pasó el resto de la noche?

Hubo una pausa. La mujer no pudo evitar que se le dibujara en el rostro una expresión culpable.

—Es que era sábado y yo quería ver un programa. Ella no tiene tele y, como tardaba en volver del entrenamiento y Peter estaba dormido, cogí el intercomunicador y me subí a casa a verlo. Dormía como un bendito —aseguró.

—Eso quiere decir que la última vez que la vio fue… después de cenar. ¿Y a qué hora sería eso?

—Justo antes de que empezara ese inglés chiflado que sale en la tele, porque cuando bajé ya había empezado.

El comisario entornó los ojos.

—¿Mr. Bean? Eso fue hacia las siete.

Lo había visto mientras tomaba una salchicha turca con col confitada en la mesa del salón. La sola idea hizo que le crujieran las tripas. No había tenido tiempo de desayunar antes de salir de casa escopetado.

—Si usted lo dice…

—¿Y no le preocupó que no volviera de correr?

La señora Skousen parecía desorientada.

—Pero si volvió, la oí después. Por eso apagué el intercomunicador.

La observó con escepticismo.

—Volvió —insistió ella con ahínco—. Oí ruido, y ya veo que por una vez tiene esto recogido.

Trokic decidió pasar por alto ese comentario junto con el olor a alcohol y cambió de tema.

—¿Y algún novio? ¿Visitas? ¿Se fijó en si ayer vino alguien a verla?

—No, nada, siempre decía que los estudios no le dejaban tiempo. Alguna que otra vez venía gente, pero no sé quiénes eran.

—Pues precisamente eso es vital para nosotros —no hizo referencia al aspecto sexual del caso—. Si le viene alguien en mente, le agradeceríamos que nos avisara, por favor.

Intentó concentrarse. Tenía que controlar el dolor de cabeza. La comisaría estaría completamente patas arriba y la posibilidad de dormir era un puntito muy remoto en el horizonte. Se apretó con dos dedos un punto de la nuca para centrarse en la mujer que tenía delante.

La señora Skousen se sentó en la escalera y le lanzó una mirada impenetrable; se dio cuenta de que estaba empezando a sospechar que era posible que Anna no hubiese vuelto.

—¿Suele salir a correr?

—Sí, siempre hace la misma ruta, lo sé porque me lo ha contado. Está intentando mejorar su marca. Hace unos cinco kilómetros tres veces a la semana, los martes, los jueves y los sábados.

—¿La misma ruta? ¿Está segura de eso?

—Sí. Normalmente sale a correr entre semana, cuando el crío está en la guardería, pero alguna vez se lo he cuidado los sábados. No es mucho tiempo y, si pasa algo, no tengo más que llamarla.

—¿Llamarla? ¿Mientras corre?

—Sí, no me hace gracia la idea de no poder localizarla si le pasa algo a Peter, así que siempre se lleva el móvil. Una ya no es tan joven como antes.

Trokic frunció el entrecejo y lo anotó. No habían encontrado ningún teléfono.

—Entonces, ayer, antes de que saliera a entrenar como tenía planeado, no ocurrió absolutamente nada fuera de lo normal, ¿no?

—Todo fue como siempre.

—¿La notó distinta en algún sentido?

—No. Le dije que no tardaría en oscurecer, pero no me hizo caso y dijo que era capaz de orientarse por esa ruta con los ojos vendados.

La señora Skousen meneó la cabeza de un lado a otro. A pesar del impacto que debía de haberle causado, tenía la sensación de que aquella mujer no dejaba de encontrar la situación emocionante. Los ojillos le brillaban de curiosidad y sintió deseos de zarandearla.

—Le dije que podía haber tipos poco recomendables y esas cosas, exhibicionistas. Yo, desde luego, no saldría a correr sola por ese bosque.

—¿Y no notó nada raro cuando se marchó?

Úrsula Skousen se bajó las mangas de la bata.

—No. Peter ya se había dormido y yo me quedé leyendo una revista hasta que subí a mi casa. No le oí más.

El comisario esbozó una mueca. Tenía la impresión de que se había quedado dormida delante del televisor y no podría aportar nuevos dalos sobre lo ocurrido esa noche. Era más que dudoso que hubiera oído regresar a Anna Kiehl. Unas bolsas esponjosas colgaban bajo sus ojos; al sentir la mirada del policía, se ajustó mejor la bata.

—Necesitamos una declaración completa y me temo que tendré que pedirle su colaboración para identificarla —le anunció.

La mujer se quedó paralizada por la sorpresa, como si de pronto una película de suspense acabara de meterse en su salón.

—¿Identificarla?

Saboreó cada palabra.

—Sí, preferiríamos no ponernos en contacto con sus padres sin estar completamente seguros y hay bastantes detalles que me gustaría conocer más a fondo, por ejemplo la ruta que seguía, sus hábitos, etcétera. El inspector Taudrup puede acercarla a comisaría.

—Parece muy convencido de que es ella —dijo—, pero podría tratarse de otra persona. Puede que sólo haya salido a comprar el pan. A lo mejor se ha encontrado con algún conocido y está ahí… No me cabe en la cabeza que…

Trokic volvió a ver con claridad aquellos extraños ojos.

—Tiene un ojo azul y otro marrón, ¿verdad?

A la señora Skousen se le hizo un nudo en la garganta.

Al volver al dormitorio del niño, se encontró con su compañero sentado en la cama. Junto a él había un chavalín rubio con la mirada perdida en el techo y todos los músculos completamente agarrotados. Trokic tragó saliva al verlo. Era muy pequeño y de aspecto desvalido, y tenía los rasgos de su madre.

—He pedido que manden un médico —dijo Jasper en voz baja—. Creo que ha entrado en estado de
shock.

Capítulo 6

Los distintos edificios de la jefatura de policía componían un cuadrado. La policía judicial tenía su sede en el tercer piso de unos bloques nuevos de ladrillo rojo de escaso encanto, y el despacho de Trokic, que hacía las veces de sala de reuniones, daba al patio central. En invierno, la falta de luz, incluso en plena mañana, convertía el local en un espacio sombrío y cerrado. Ésa era la estación que más cuesta arriba se le hacía, cuando el sol se hacía tanto de rogar. A menudo se sorprendía a sí mismo maquinando viajes a su otra patria a sabiendas de que la temperatura en Zagreb, una ciudad del interior, no era mucho mejor, sólo lo parecía. Como si allí el sol pudiera reaparecer en cualquier momento y calentarlo todo mientras Dinamarca permanecía húmeda y helada.

El orondo corpachón de Agersund ocupó rebosante la silla que tenía en frente e hizo resonar por la habitación su áspera voz.

—Entonces, la tenemos identificada por la vecina y los padres, ¿no? Ha ido rápido. ¿El niño dónde está?

Llevaban siete años trabajando juntos, desde que Trokic ingresó en Homicidios. Le habría gustado poder describir su colaboración como una relación laboral caracterizada por el mutuo respeto y la simpatía, pero lo cierto era que el comisario jefe le recordaba a esas hormigas que le invadían la cocina todos los veranos: se pegaban a cualquier cosa que oliese a azúcar y resultaba imposible deshacerse de ellas.

—En casa de los padres de ella. Le han atendido un médico y un psicólogo. Nos tenía seriamente preocupados, cuando se lo llevaron se mostraba totalmente apático.

El pelo gris cortado a cepillo de Agersund se erizó, atento. No tardaría en salir corriendo como una lagartija por una tapia.

—Joder con la broma, ya me ha tenido un rato al teléfono el primer periodista. Seguro que estaba con la oreja pegada a la emisora; seguía erre que erre con lo del violador del Botánico. Me cago en la leche, yo que no quiero que esto salga de aquí y ahora seguro que dentro de nada la noticia ya ha corrido como la pólvora.

El problema no era nuevo, en ocasiones la prensa llegaba incluso a presentarse en el lugar de los hechos antes que ellos. Muchos periodistas llamaban varias veces al día para conseguir información sobre los últimos acontecimientos y, al oficial de guardia le tocaba la tarea de esquivarlos. Pero no era la única opción. En la medida de lo posible, intentaban limitar las escuchas en sus comunicaciones encriptando los datos más delicados o recurriendo al teléfono móvil, pero no siempre era suficiente y en muchas ocasiones el caso se veía perjudicado por salir a la luz demasiado pronto. No pensaban sólo en su investigación, también en el aspecto humano. Agersund era un hombre extraordinariamente efectivo en su trato con la prensa. Cuando tenía entre manos un caso importante, sabía escoger un buen bocado con el que alimentarla cada día; de ese modo los periodistas conseguían titulares, que era lo único qué les interesaba, y ellos lograban trabajar en paz.

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