La mirada de Trokic se detuvo en una fotografía de la joven desnuda con las flores que habían colgado en la enorme pizarra blanca del fondo del despacho. Acababan de llenarla de imágenes de la mujer sacadas desde un sinfín de ángulos; la melena esparcida, el rostro inerte de rasgos armónicos y la herida abierta en la garganta. También había un mapa del bosque con un boceto suyo de la escena del crimen. Un caos que le llevaría mucho tiempo analizar, pero también un espectáculo poco frecuente, pues se ocupaban de un número muy reducido de casos de ese tipo.
Se rascó la mejilla.
—También dicen que nuestros perros han seguido un rastro hasta el área de descanso, así que es posible que el asesino fuera en coche.
—Ese rastro podría ser de cualquiera —repuso Agersund.
Trokic se pasó la mano por el pelo negro con aire ausente mientras en su interior varios fragmentos de un rompecabezas comenzaban a girar. No disponía de suficiente material para ver qué representaba aquella imagen. Sus dedos marcaron un bailecillo por la mesa. Tenía que salir de allí, seguir adelante.
El inspector Jesper Taurup apareció por la puerta. Con la cazadora azul, su cuerpo de muchacho parecía aún más delgado. El también había salido de casa sin afeitar. En el caso del comisario no cambiaba demasiado las cosas; las sombras no tardaban en volver a oscurecerle la cara.
—¿Y bien? —preguntó Trokic—. ¿Tenemos ya el informe de los primeros agentes que llegaron al lugar de los hechos?
—Aja. Leif Korning… el tipo que la encontró, está limpio; hemos comprobado su coartada.
—Lo sospechaba. Por lo visto está medio ciego, es imposible que haya tenido algo que ver.
—¿Estás bien, Daniel? La verdad es que pareces agotado y…
—Estoy estupendamente —contestó ignorando el resto de la frase de Jasper; le seguía doliendo la cabeza.
—Quiero el arma homicida y el teléfono móvil —exigió Agersund—. Y su ropa. Es posible que haya que mandar a unos buzos a mirar un poco más en la charca esa que hay al lado. Mierda, el bosque es un área semiprotegida, antes de que nos demos cuenta tendremos encima al guardia forestal, a la Diputación y a un puñado de biólogos.
El jefe se levantó con intención de marcharse.
—Y Daniel: nada de numeritos en solitario. Mantenme informado.
Trokic aguardó pacientemente mientras le caía el habitual sermón acerca de la imposibilidad de actuar por cuenta propia, su responsabilidad como superior y el hecho de que ellos luchaban justamente contra los que van por libres, saltándose las normas, no les contrataban. De vez en cuando, hasta caía alguna amenaza de traslado. Ya no se las tomaba demasiado a pecho, tenía la sensación de que Agersund hablaba más bien para guardar las apariencias, pero que, en realidad, hacía ya tiempo que se había resignado a su manera de hacer las cosas.
Hizo entrechocar las dos bolitas de mármol que siempre llevaba en el bolsillo de los vaqueros y miró de soslayo a su jefe.
—Si es lo que hago siempre, ¿no?
Lisa Kornelius sacó un cigarrillo y lo encendió. Era una mujer respetada por sus compañeros a pesar de que su manera de vestir, algo ruda, su pelo morado y su estatura a veces daban pie a comentarios tontos. Tenía un historial de tres años en la brigada de investigación tecnológica de la capital, que dos años atrás la había cedido temporalmente para resolver un caso de piratería local y de nuevo para participar en un seminario de informática forense. A Agersund le entusiasmó hasta tal punto que la convenció para que se quedara en la ciudad, donde ahora colaboraba en todos los asuntos tecnológicos de cualquier departamento de la policía judicial. Hasta donde él sabía, vivía sola en un apartamento del centro y no tenía hijos ni pareja. Andaba por los treinta y pocos, aunque a veces la expresión de su mirada era la de alguien veinte años mayor.
Trokic sentía un enorme respeto por su trabajo y no tenía ningún problema con ella. Siempre que se quedara sentadita en su mesa. No entendía a santo de qué ahora intervenía en casos de asesinato. En su opinión, cada uno debía ceñirse a lo que mejor se le daba, y, si era un ordenador no trabajar en la calle, donde la confianza en que tu compañero fuera capaz de cubrirte en una situación de emergencia resultaba vital. En pocas palabras, no la veía como agente judicial en acto de servicio ni llevando adelante un minucioso interrogatorio. Pero estaba visto que Agersund, por razones inciertas, estaba decidido a permitir que ella también sacara tajada, de modo que más le valía intentar verlo por el lado positivo.
Por una vez, sin embargo, parecía algo ausente, allí sentada hojeando su libreta mientras intentaba familiarizarse con todos los detalles del caso. Era evidente que pretendía ocultar hasta qué punto la afectaba la situación, pero no podía evitar que su mirada vacilase un instante al recorrer las numerosas fotografías de la pizarra. ¿Cuántos muertos habría visto en toda su carrera? Probablemente ninguno. Trokic se preguntó si lograría pasar el trago de la autopsia.
—¿Has estado en Copenhague? ¿Has tenido buen viaje? –le preguntó.
Ella contestó con un cabeceo y se enfrascó en su libreta sin más explicaciones.
El comisario sirvió otro café y le ofreció. Al cogerle la taza de las manos, Lisa se derramó un poco por el jersey de color lima.
—¿Cuándo nos dirán algo los forenses y los técnicos? —preguntó.
Le dio la sensación de que intentaba aparentar tenerlo todo bajo control.
—Los nuestros dicen que mañana por la mañana; los demás, esperemos que a lo largo de la semana. Jasper está coordinando los interrogatorios de los testigos —respondió.
—¿De qué crees que va todo esto? —preguntó mirándole al fin directamente.
Él sostuvo la mirada de sus fríos ojos verdes, contestó que de algo muy personal y luego se levantó. En ese instante sonó el teléfono. Era Bach.
—Vamos para allá —dijo Trokic.
—Es por la planta —explicó el forense—. Vuestro técnico acaba de llegar y he llamado a un botánico inmediatamente —hizo una pequeña pausa—. Esto se pone interesante.
—Se trata de una de las plantas más venenosas de la flora danesa —explicó Bach al tiempo que retiraba la sábana del cadáver para examinarlo—. Cicuta. Puede ser mortal. Poco corriente. Probablemente no habría habido si el verano no se hubiese alargado tanto, pero eso no es lo más curioso.
Trokic respiraba por la boca para evitar el olor del local. Nada más entrar en la sala de autopsias del Instituto de Medicina Forense, la náusea se había ido abriendo paso en su interior como un gusano turgente. Jamás se acostumbraría a ese lugar. El olor le traía recuerdos de cosas que deseaba olvidar, pero las imágenes siempre acababan regresando.
Los presentes eran el forense Torben Bach, uno de sus asistentes; un camillero; Lisa Kornelius y Daniel Trokic; el comisario jefe Agersund y un técnico de la policía judicial, Kurt Tønnies. A este último correspondía la tarea de fotografiarlo todo de principio a fin y custodiar todas las pruebas técnicas en forma de ropa, joyas y similares.
—Lo extraño es —continuó Bach— que el ramo que le esparcieron por encima es un ramo seco. La primera vez que lo vi me pareció que se había marchitado, pero no, está reseco, no queda una gota de jugo. Sencillamente, no estaba recién cortado.
—¿Seco? —preguntó el técnico—. ¿Y eso qué quiere decir?
—Quiero ser el primero en saberlo en cuanto lo averigüéis –le contestó el forense, con una sonrisa.
Midió el corte del cuello e hizo una anotación.
—Si no es un ramo cortado por la zona, como supusimos al principio, indica que estaba planeado —murmuró Agersund—.
No se trata de una violación espontánea que se saliera de madre.
La estampa de la joven no resultaba menos terrorífica una vez lejos del bosque. La herida se abría negra en su garganta y Trokic observó que Lisa encogía los brazos con un ligero temblor. No quería perderla de vista por si acaso se mareaba, pero por el momento parecía aguantar bien.
—Lo más probable es que usara un cuchillito afilado de hoja estrecha, podéis verlo en este corte. En cualquier caso, tenéis que buscar un instrumento muy fino —continuó Bach mientras seguía con el dedo el corte de la garganta del cadáver—. Se trata de un tajo muy limpio que ha seccionado los nervios y las arterias… y muy profundo; lo cierto es que llega hasta la columna vertebral. Una persona diestra. Y le ha echado fuerza. O rabia.
Pasaron algo más de una hora observando cómo trabajaban aquellos hombres que de cuando en cuando hacían balance de la situación, en principio nada que no se hubiera descubierto ya durante la inspección ocular del cadáver en el lugar de los hechos. La muerte había tenido lugar el sábado por la tarde, probablemente entre las siete y las diez, como resultado de un corte mortal en la garganta y la consiguiente pérdida de sangre. No había signos de agresión sexual más allá del esperma. Anna Kiehl tenía veintisiete años, medía cerca de un metro setenta, llevaba una melena corta y era de constitución normal. Trokic reparó en que se había hecho un piercing en el ombligo y tenía un buen número de lunares. La piel había adquirido un tono muy poco natural y acababan de extraerle las vísceras.
—¿Y no opuso resistencia? —se interesó.
El forense no contestó, se quedó inmóvil.
—Estaba embarazada —dijo al fin.
—¿De cuánto? —preguntó Lisa contemplando con renovado espanto lo que aquel hombre sostenía en la mano.
—Hmm… deja que lo mida. Yo diría que de diez semanas. A simple vista, un feto desarrollado con total normalidad.
—¡Daniel! —tronó Agersund—. ¿Novios, ex novios, amantes, pretendientes?
Trokic movió la cabeza a un lado y a otro.
—No que sepamos, de momento. Pero, después de esto, está claro que es nuestra prioridad número uno.
El camillero de Bach se llevó el feto; había que efectuar pruebas de ADN con vistas a una posible identificación del padre.
Trokic sintió alivio al verlo desaparecer.
—Cicuta, un mensaje algo singular de nuestro asesino –señaló el forense.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lisa.
—Si no recuerdo del todo mal, la cicuta produce calambres, vómitos, dolor de estómago y un largo sinfín de molestias más. No se requiere mucha cantidad para paralizar la respiración hasta la muerte, pero se ve que ésta sólo era de adorno.
—Sócrates fue condenado a beber cicuta por no creer en los dioses del Estado —intervino Tønnies—, decían que corrompía a la juventud. ¿Puede tener algún tipo de relación?
—Interesante —comentó Agersund—, no puede ser casualidad. No quiero que ni una coma de lo hablado aquí llegue a los medios. ¿Estamos?
—¿Para cuándo tendremos un informe? —le interrumpió Trokic.
Le estaban entrando sudores fríos y le costaba concentrarse. La muerta desprendía ya un fuerte olor dulzón.
—En cuanto tenga el resultado de las pruebas –contestó Bach—. ¿Quieres escribir aquí, por favor?
Le tendió dos probetas y un rotulador, como si pretendiera darle algo palpable en que pensar. Una táctica diplomática.
Después se quitó los guantes, se volvió hacia el lavabo y empezó a lavarse las manos con movimientos que obedecían a una rutina mecánica.
Varios de los presentes intercambiaron miradas en busca de respuestas. Las preguntas nunca formuladas quedaron suspendidas en el aire por encima del cadáver de la joven.
—Vamos a cogerle, joder —concluyó Agersund.
—Cabello humano —repitió Agersund con escepticismo—. Dices que encontraste unos pelos en un collar y que encima parecían llevar allí mucho tiempo. Podrían ser de cualquiera, los primeros trescientos mil de esta ciudad, alrededores incluidos.
—¿Eso piensas? —preguntó Trokic—. Yo no estoy de acuerdo.
La laguna está apartada del camino, no es el lugar más a propósito para ir a dar un paseo. Yo digo que hay que investigarlo.
Lisa observó la pizarra blanca de la sala donde solían celebrar sus reuniones y donde su jefe ya había expuesto todos los datos de los que estaban al corriente hasta el momento. El resto de sus compañeros la rodeaba en actitud concentrada.
—Bueno, pues entonces ocúpate de eso también –concluyó un resignado Agersund perdiendo interés por el asunto—.
Mientras nos llegan los resultados de los técnicos, intentaremos registrar todas las idas y venidas de la víctima –continuó inútilmente—. Quiero saberlo todo de esa señorita. Cuando hayamos terminado, quiero saber a quién veía, qué hacía, qué comía, que hábitos tenía… quiero conocerla mejor que a mí mismo.
—No sería muy difícil —murmuró Jasper a cierta distancia.
Agersund ignoró, como de costumbre, la ofensa, desplegó un mapa ampliado y lo sujetó a la pizarra. Representaba la ciudad con todas sus barriadas y bosques. Un recuadro punteado en la esquina suroriental indicaba el lugar donde habían encontrado a Anna Kiehl.
—Buscamos testigos en un radio equivalente a esta área.
Trazó un círculo invisible en el aire con el bolígrafo y después se subió los pantalones grises, que parecían a punto de caérsele en cualquier momento.
—Vamos a interrogar a cualquiera que pudiese encontrarse en el bosque en el momento del crimen: gente con perros, ciclistas, corredores, jinetes, turistas y vecinos de la zona. Quiero todos los informes encima de mi mesa con copia para Trokic.
—En cualquier caso —añadió éste—, lo que no hay que perder de vista es que es muy probable que nos enfrentemos a un tipo muy perturbado. Vamos a investigar a todos los locos que anden por ahí sueltos y a cualquiera que se trajera entre manos algo raro con la víctima.
—¿Y el modus operandi? —preguntó uno de los agentes de más edad.
—Es la primera vez que vemos algo semejante, así que es muy posible que no sea un viejo conocido.
Agersund se sentó encima de la mesa carraspeando.
—Nos falta un móvil. No parece haber opuesto resistencia, lo que podría indicar que fue hasta allí por voluntad propia, es decir, que conocía a su asesino, pero no hay que excluir nada. Que nadie hable con nadie que huela a periodista ni de lejos. Al que diga una sola palabra lo aplasto hasta reducirlo a un tamaño que me quepa por el ojo del culo.
—¿Va a venir alguien de la Móvil? —preguntó Jasper.
En los casos complicados solían mandarles gente de la Brigada Móvil de Copenhague, que dependía directamente del director general. Colaboraban en la investigación y aportaban su experiencia y su pericia.