Además, la experiencia le había enseñado que los psicópatas se creían intocables por naturaleza, una particularidad que había contribuido a meter a bastantes de ellos entre rejas. Cogió aire y sacó un pitillo. De pronto advirtió que la sensación de derrota y aversión que le producía la idea de tener que trabajar con aquel ordenador iba remitiendo. Seguía formando parte del esclarecimiento de un crimen y ya tenía entre manos algo vital, una de las claves para aproximarse a la víctima y, con ello, al autor de los hechos, toda una aventura. Trokic no la había dejado al margen de nada. Fuera cual fuese su opinión personal sobre ella, había que admitir que en esa ocasión no estaba dejando que influyese en el caso.
A primera vista, el ordenador de Anna Kiehl era la organización personificada. Tras clonar el disco duro para disponer de una copia extra en caso de que algo fallara durante la búsqueda, empezó a salvar los datos más importantes mientras hacía anotaciones.
El disco duro contenía pocas carpetas, entre ellas una con hojas de cálculo de carácter económico y personal y algo que debían de ser facturas de sus trabajos como autónoma; otra con cartas, y una tercera con sus textos y estudios de antropología. En una carpeta aparte había fotografías escaneadas de ella con su hijo, Peter. Cada vez que abría una, veía por un segundo a Anna Kiehl sobre la mesa de autopsias para después respirar aliviada ante la mujer llena de vida que aparecía en la pantalla. En fin, algo encontraría en el programa de correo, sin duda. Estaba a punto de pulsar el icono cuando llegó Trokic. Llevaba un jersey fino de color celeste que parecía sin estrenar, aún conservaba las marcas de los dobleces. Estaba convencida de que era uno de esos hombres que van dos veces al año a un Jack&Jones y arramblan con una pila de ropa de un estante sin preocuparse de si combina o de cómo les sienta.
—Jasper ha pasado por la gasolinera —informó.
—¿Y?
—Ha localizado a la chica que estaba de guardia el sábado por la noche y le ha enseñado una foto de Tony Hansen. Le ha reconocido porque dice que iba borracho, y no se acuerda de qué compró, pero está segura al cien por cien de que no se les había acabado la nata. Hemos revisado las grabaciones de su cámara de seguridad y sí que sale.
—Lo sabía —dijo ella.
—Se le pueden apretar un poco las tuercas —continuó el comisario—, pero tampoco vamos a dedicarle todos nuestros recursos. No acabo de ver cómo pudo darle tiempo a matarla, y no podemos ignorar el resto de las pistas que tenemos. He mandado a un par de hombres a buscarlo.
Cogió aire y continuó:
—Jasper y yo vamos a ir a interrogar a gente del círculo de Anna Kiehl. El grupo con el que salía a correr y la chica que le dejó el libro en el buzón. Anna estaba haciendo la tesina con ella y un compañero ha dejado caer que por alguna razón últimamente ya no se llevaban demasiado bien.
En cuanto su jefe salió por la puerta, Lisa volvió al ordenador y abrió, por fin, el Outlook. Sus ojos contemplaron la pantalla llenos de asombro. Imposible.
Jasper Taurup era el compañero preferido de Trokic desde hacía dos años. Tenía un sentido del humor seco y punzante, aunque el comisario no era precisamente de risa fácil, le apreciaba enormemente. Era un hombre racional y con una mente lógica capaz de realizar a la velocidad del rayo análisis mentales que siempre resultaban sorprendentes. Corría el rumor de que siendo niño, su mayor afición consistía en plantarse, calculadora en mano, en el invernadero de sus padres a contar tomates. Además, Trokic sabía cómo extraer toda su capacidad y potencial intelectual en los momentos precisos, entre los que figuraban los interrogatorios importantes, y es que se aprendía de memoria y al pie de la letra las declaraciones de todos los testigos y era capaz de relacionarlas unas con otras del derecho y del revés.
Los interrogatorios, a decir verdad, no eran la especialidad de Trokic. Unos meses atrás, Agersund había dejado caer, así como de pasada, que hasta una portera de barrio tenía más talento y más técnica que él, «lástima». El comisario nunca había terminado de desarrollar la capacidad de emplear el tono adecuado para obtener información importante del objeto de su atención. Algunos compañeros se ganaban a la gente hablando del tiempo, de sus aficiones, sus relaciones con la familia y su situación laboral para relajarla antes de poner sobre el tapete asuntos más espinosos. En ese sentido, él se sentía completamente falto de ideas, hacía preguntas directas y recibía respuestas. Por eso también era importante para él contar con compañeros efectivos en ese punto. Había observado con satisfacción que los interrogados de la víspera buscaban la mirada de Lisa, se dirigían a ella a pesar de que se había mostrado de lo más concreta e incisiva en sus preguntas.
El grupo de entrenamiento se componía de cinco hombres, pero la cosa era sencilla: uno se había marchado a Gibraltar a hacer carrera en una empresa danesa con sede allí, otro estaba ingresado con una pierna rota, un tercero había pasado toda la tarde y también la noche en Lystrup en una despedida de soltero con otras siete personas y el cuarto había ido de fin de semana con la familia a Søhøjlandet. Sólo quedaba uno.
—¿Mik Sørensen?
Les abrió la puerta un individuo de veintimuchos años, con el pelo negro y los ojos de un tono azul verdoso. Estaban en el segundo piso de un edificio viejo de la zona norte de la ciudad y, por una vez, el sol de la mañana se colaba entre las nubes y dejaba caer sus rayos a través de las pequeñas ventanas del portal. El hombre que tenían delante era uno de los antiguos compañeros de estudios de Anna Kiehl. Llevaba una camisa rosa que estaba pidiendo a gritos un buen planchado y unos vaqueros claros agujereados. Lo normal era citar en comisaría a la gente de especial relevancia para un caso, pero Trokic necesitaba ver a cada persona en su contexto, al menos la primera vez. Le gustaba estudiar cómo reaccionaban ante su llegada inesperada, qué tenían en la encimera y cómo se conducían sus mascotas, valorar su posición social, y quería oler si limpiaban y si fumaban y, en caso afirmativo, qué. Después podía resultar muy efectivo arrastrarles a un ambiente más formal.
—¿Sí?
—Somos de la policía judicial. Tenemos varias preguntas que hacerle en relación con el asesinato de una joven el sábado por la noche.
Se produjo un tenso silencio mientras paseaba la mirada del uno al otro velozmente.
—¿Quién? No será mi hermana, ¿verdad?
—No, no es su hermana. Se trata de una de sus antiguas compañeras de entrenamiento y de estudios.
—¡No! ¿Quién?
—Anna Kiehl.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo; después abrió la puerta de par en par para dejarles pasar.
—Adelante.
Les condujo hasta un saloncito de techo alto pintado de verde. Un barniz oscuro recubría los suelos. Un sitio bonito, pensó Trokic, aunque todo estaba muy revuelto: libros técnicos, tazas de café, una bolsa de golosinas y los restos de una pizza sobre la mesa. El joven se desmoronó en un sillón y enterró su rostro pecoso entre las manos. Tardaron un rato en descubrir que estaba llorando y le dejaron tranquilo unos minutos.
Finalmente se incorporó un poco y se secó las lágrimas con la manga de la camisa.
—¿Cómo…? —preguntó por fin.
—Ha aparecido en el bosque esta mañana —contestó Trokic, evasivo—. ¿Tenían una buena relación?
Mik Sørensen volvió a estremecerse antes de responder.
—Estaba muy enamorado de ella cuando estudiábamos, pero no me correspondía, así que no hubo nada.
—¿Cuándo la vio por última vez? —intervino Jasper.
—Sólo volví a verla una vez después de que deshiciéramos el grupo de entrenamiento. Bueno, yo sigo saliendo a correr con Martin, pero se acaba de romper una pierna. Fue este verano, igual hace unos tres meses. Me la encontré corriendo.
Se levantó a secarse los ojos con una servilleta manchada de pizza.
—Y aparte de eso ¿no volvió a verla? Seguía yendo a correr tres veces a la semana.
—No. Supongo que correríamos en horarios diferentes.
—¿Qué más puede decirnos de ella?
Hubo una pausa mientras aguardaban a que el joven, que se removía inquieto en el sillón, jugara sus cartas.
—Anna era genial —suspiró al fin—, no creo que hubiera nadie tan auténtico como ella. Me tenía fascinado, pero también me gustaba como amiga y como persona. La verdad es que no me cabe en la cabeza.
—No nos queda más remedio que preguntarle qué hizo ayer —concluyó Jasper.
Mik Sørensen le miró con los ojos como platos.
—Joder, ¿no creerán que…?
—Por supuesto que no —le interrumpió Trokic—. Es mera rutina. No nos queda más remedio que preguntarle para poder excluir todas las posibilidades.
—Pues estuve aquí, eso es todo. No hice nada. Leí, comí, vi un poco la tele y luego me acosté pronto.
—¿Hay algún amigo o algún vecino que pueda confirmar que estuvo en casa?
—Pues no.
—De acuerdo. ¿Sabe si salía con alguien?
Vaciló.
—Creo que este verano se veía con alguien.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el comisario.
—Mi hermana habló con ella hace unos meses, se la encontró por el centro. Me contó que, como se la veía muy contenta, le preguntó si se había echado novio y que ella dijo que sí. No supo decirme hasta qué punto era algo serio, pero, aunque me escoció un poco al enterarme, creo que se lo merecía.
—¿No le dio ningún nombre a su hermana?
Hizo un gesto negativo y arrancó con la uña un trozo de cera roja que se había derramado por la mesa.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Declarados no, pero teníamos compañeros que no se llevaban demasiado bien con ella. En realidad, yo creo que le tenían envidia. Anna era guapa y, aunque algo reservada, una de esas personas que saben hacerse escuchar.
—¿Quiénes son esos compañeros con los que se llevaba mal?
—Nadie importante, una panda de brujas. Bueno, y luego está lo de Irene, que también corría con nosotros. Estaban haciendo la tesina juntas, pero creo que discutieron. A mí, un buen día me dio la sensación de que las cosas entre ellas se habían enfriado.
—¿Y sabe por qué?
—No, no hice preguntas.
Trokic se puso en pie. No había más cuestiones por el momento.
La pelirroja que tenían delante no había derramado una sola lágrima durante la primera parte de su declaración y, si bien no era exactamente un requisito para Trokic, el policía encontraba enormemente antipático que, peleadas o no, no diera mayores muestras de dolor ante la muerte de su amiga. Llevaba los ojos cercados por un maquillaje negro que hacía que pareciesen más pequeños.
Su casa era minúscula y estaba atestada de ese tipo de máscaras y figuritas africanas de tanto éxito unos años atrás, pero que ya parecían batirse en rápida retirada. Algunas llevaban huesecillos en el pelo, otras le observaban con ojos huecos. Gracias a la madre de Anna Kiehl, lograron llegar hasta Irene, que les explicó que había dejado el libro de La zona química en el buzón el sábado a eso de las ocho de la tarde tras comprobar que Anna no estaba en casa.
—¿Sabía que estaba embarazada? —preguntó el comisario.
La muchacha titubeó —él lo interpretó como un signo de sorpresa— antes de dirigirle una mirada hermética y responder.
—No, no lo sabía. ¿De quién?
—Esperábamos que pudiera decírnoslo usted, aún no lo sabemos. Estaba de diez semanas.
—Anna no salía demasiado y yo no sé nada de nadie. Decía que no podía salir por las noches. El padre de Peter vive en Elsinor y no tiene contacto con el niño desde un par de semanas después de que naciera, así que cuando necesitaba que se lo cuidaran lo llevaba hasta Horsens, a casa de sus padres. Me ofrecí muchas veces a quedarme con él, pero siempre lo rechazaba. En realidad, yo creo que prefería que las cosas fueran así.
—¿Hasta qué punto conocía a Anna? ¿Estaban muy unidas?
La boca de Irene se contrajo en una mueca que quizá fuera el arranque de una sonrisa. Era delgada, pero de una delgadez fibrosa y llena de fuerza.
—Estudiamos juntas cinco años. El primero compartimos residencia y vivíamos en habitaciones contiguas; nos conocíamos bastante bien.
—¿Y no le sorprende que, siendo tan amigas, no le contase que estaba embarazada?
—Pues sí, pero diez semanas tampoco es tanto tiempo. Muchas mujeres prefieren no decir nada hasta que pasan tres meses, ya sabe… algo puede salir mal; además, Anna solía guardarse las cosas.
Jasper levantó la vista del dibujo lleno de monigotes que estaba garabateando; sus hombrecillos estaban encerrados detrás de unos barrotes fumando porros.
—¿Algún hombre por aquel entonces? —preguntó—. Me refiero a la época de la residencia.
—Sólo sé de uno, aparte del padre de Peter. Se llama Tue, se lo puedo anotar.
Se levantó en busca de papel y bolígrafo.
—¿Sospechan de alguien?
—Todavía no —contestó el inspector—. Lo del tal Tue, ¿fue algo serio o sólo sexo?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Sí, qué quiero decir con eso —repitió enigmático.
Se quedó mirándole.
—No tengo la menor idea.
—Bueno, pues entonces cuéntenos de qué trata esa tesina —dijo Trokic tomando las riendas.
—Pues es bastante amplio. Y ahora voy a tenor que terminarla yo sola.
Empezó a hilvanar una larga explicación en torno a la antropología genética y una tribu del interior de África con la que habían convivido una breve temporada durante un viaje de estudios. La joven universitaria se mostraba muy ambiciosa en lo tocante al proyecto que tenía en marcha y casi parecía haber olvidado por qué estaban allí. Se encontraba en medio de una extensa disquisición acerca de las mutaciones genéticas cuando de pronto enmudeció y se quedó mirando al techo como si hubiese perdido el hilo.
—Cuando acaben con el apartamento —prosiguió algo más moderada y con voz firme—, pienso pedirle permiso a su madre para recoger el material que guardaba en su ordenador y utilizarlo. Cuando nos reuníamos mostraba unos puntos de vista muy interesantes, y sé que ya había escrito bastantes capítulos.
—Estamos investigando su PC —observó Jasper—; está relacionado con el caso, así que no cuente con ello por ahora.
—¿Qué me dice de enemigos? —preguntó Trokic.
Hubo una pequeña pausa antes de que contestara.