Un oscuro fin de verano (2 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Eso quiere decir que hubo sexo solamente una vez muerta? —preguntó Agersund.

—No es más que una hipótesis.

Una arruga surcó la frente del comisario jefe.

—Tal y como está, me creo cualquier hipótesis —dijo; después se volvió hacia Trokic y continuó—: ¿Y los de la prensa? Están tardando mucho, ¿no?

—Supongo que a ellos también les está costando encontrar el sitio —razonó él.

Agersund sacudió la cabeza.

—Ya estamos otra vez con la misma canción, somos pocos. Y encima esos cretinos nos dejan sin la mitad de los hombres cada vez que organizan una de sus cumbres. Veamos… ya estás haciéndote una composición de lugar, porque quiero que coordines todo esto y, sobre todo, que Lisa y Jasper sean tus ayudantes.

Trokic miró boquiabierto a su jefe.

—¿Lisa Kornelius?

—Sí. ¿Y bien?

El jefe le devolvió la mirada.

—¿Mis ayudantes? —murmuró cabizbajo antes de proseguir—: Tengo entendido que ella está pasando el fin de semana en Copenhague.

—¡Qué coño! —exclamó Agersund; después observó con el ceño fruncido cómo trabajaban sus hombres y se quitó algo de entre los dientes—. Pues la llamas y la pones al tanto de todo por teléfono. ¿Cuándo terminaréis aquí? —les preguntó a los técnicos.

Ambos le miraron con aire de desaliento, aún tenían muchas horas de tarea por delante.

Trokic estudió los finos rasgos de la mujer asesinada. ¿Qué pensamientos habrían cruzado por detrás de aquella pálida frente?

Capítulo 2

Trokic siguió uno de los senderos que arrancaban del claro. Como tantas otras veces, se sentía atraído por el enigma de la escena del crimen, un lugar impregnado de la intensidad de los hechos cuya elección no solía deberse al azar. Aquel verano, casi meridional en su fuerza y sus aromas y de noches tan serenas que habían llevado el tardío cantar de las ranas y los grillos hasta la terraza de su pequeño adosado, iba ya dejando paso al otoño. A su derecha, un roble había dejado caer una considerable cantidad de bellotas, y la hierba que crecía junto al camino era parduzca y despedía un olor denso y dulzón. Pero había algo más. Incluso a plena luz del día, el bosque resultaba más oscuro de lo que era de esperar. Avanzó con paso firme sin dejar de mirar en todas las direcciones. Camino adelante apareció una pareja que daba un paseo. Intercambió unas palabras con ellos y permitió que continuaran. Turistas de un hotel cercano.

Al doblar un recodo advirtió que se acercaba una mujer joven con un labrador casi blanco que correteaba retozón en torno a ella.

—¡Europa! —llamó la mujer en tono cortante al ver que el animal salía al galope hacia él; después alcanzó al perro y le puso la correa.

—Aún es joven y está aprendiendo —se disculpó; luego se irguió bruscamente—. ¿Es de la policía?

—Sí.

A Trokic le aquejaba un curioso mal: estaba convencido de que parecía un hombre de treinta y ocho años del montón, de que podía pasar por auditor, transportista, cualquier cosa, y nunca dejaba de sorprenderle que, a pesar de ir de paisano, le tildaran de policía. Era posible que tuviese algo que ver con que no acababa de identificarse con el resto del cuerpo. De pronto tomó conciencia de su caliente pero desaliñado abrigo y le enseñó la placa.

—¿Trokik? —intentó ella.

—Trokic —la corrigió.

—Antes he visto el cordón policial —explicó—. ¿Ha ocurrido algo grave?

Llevaba la melena rubia recogida en una fina cola de caballo y, aunque no tenían el menor rastro de maquillaje, resultaba difícil evitar sus ojos de color azul marino.

—En efecto.

Se preguntó cuántas mujeres seguirían yendo al bosque cuando se supiera que había sido escenario de una agresión sexual, que habían asesinado a una mujer. Por el cuello de la joven se extendían varias zonas enrojecidas por el contacto con el aire frío.

—¿Suele sacar al perro por aquí?

—Una vez al día cuando tengo tiempo.

—¿Qué me dice de ayer?

—Estuve por la mañana temprano.

—Muy bien. ¿No sabría de nadie más que suela venir con regularidad, conozca la zona y pueda haber visto algo?

Titubeó, pensativa.

—Sí, conozco a unas cuantas personas. Hay mucha gente que viene a correr, yo misma formé parte de un grupo de la universidad que entrenaba aquí, veníamos los jueves por la tarde, aunque al final lo dejamos. Pero a la mayoría les interesa mucho el deporte y siguen viniendo, sólo que cada uno a una hora distinta.

—¿Podría darme los nombres de todas las personas que conozca que vienen al bosque? —le preguntó—. Tenemos que hablar con el mayor número posible.

—Creo que tengo una lista con la gente del grupo en algún sitio, podría buscarla —dijo mirándole de reojo.

Trokic le dio unas palmaditas al perro, que insistía en incrustarle en la pierna su hocico húmedo y sonrosado. Tenía el rabo, las patas traseras y el pecho cubiertos de un largo pelaje ondulado y bien cuidado.

—¿Podría enviármela, por favor? O llamar.

—Dentro de una hora, cuando llegue a casa, la buscaré –contestó tras unos instantes de reflexión.

Corrían tiempos extraños. La prensa hablaba del verano más sangriento de la historia; se habían batido récords de muertos en accidentes de tráfico y el número de episodios de violencia había sido excepcionalmente elevado; y ahora aquello. Era como si todo se descompusiera lentamente, como si el odio aflorara a la superficie en grandes bocanadas negras y repugnantes. Habían estado muy atareados con unos crímenes que eran cada vez más y más terribles.

—Vaya con cuidado. No salga de las sendas y no permita que el perro se aleje. Hay motivos más que de sobra para ser precavidos.

—Por supuesto.

El comisario le dio las gracias por la información y le entregó su tarjeta y a cambio obtuvo nombre, dirección y número de teléfono. Finalmente, emprendió el camino de regreso hacia la laguna y la zona acordonada.

Una vez inscrito en el registro de los técnicos, le permitieron traspasar la cinta por segunda vez el mismo día. A la hora de recomponer el enorme mosaico que constituía cada caso, las pruebas físicas que encontraban los técnicos, el forense y él mismo solían ser las más fiables. Esas huellas tangibles eran lo que llamaban testigos mudos. Las personas, en cambio, eran una magnitud variable que mentía y engañaba.

Consciente de que el fondo de la laguna podía ser muy blando en la zona inmediata a la orilla, se adentró con cautela en las aguas que la comida de los patos y las innumerables hojas caídas habían vuelto de un tono pardo verdoso. Sin embargo, no logró evitar que sus deportivas amarillas se empaparan y un frío húmedo le subiese poco a poco a través de los vaqueros. Renegó a voz en grito. En el extremo más alejado, un pato salió volando de entre los juncos. Se trataba de una charca natural de unos cuarenta metros de diámetro. Si el arma homicida y la ropa de la víctima no aparecían en la zona más próxima a la orilla, habría que recurrir a los buzos de Falck para que examinaran aquellas aguas oscuras y turbias, un trabajo laborioso.

Buscó huellas de pisadas en el terreno a pesar de que sabía que los técnicos ya habían recorrido aquel lugar. De pronto descubrió un grupito de plantas similares a las que habían encontrado sobre el cuerpo de la joven y se acercó a estudiarlas más de cerca. La intuición le decía que eran las mismas, aunque éstas tenían pequeñas semillas semejantes al comino. No conservaban flores, estaban marchitas, pero no secas, y tenían el tallo salpicado de gotitas granates. Era un pequeño triunfo. Pero ¿por qué habría cogido el asesino precisamente aquellas flores? ¿Tendrían algún significado ritual? Arrancó algunas, las metió en una bolsa y se lavó los dedos en la laguna. Por último, permaneció en silencio contemplando la lisa superficie de las aguas y el dibujo que trazaba la comida de los patos. Siguió con la mirada las numerosas telarañas. Algo brillaba entre las raíces de la hierba. Alargó la mano automáticamente y levantó el objeto hacia la luz. Una cadena de plata. Varios cabellos rubios asomaban entre sus eslabones. Alguien había estado allí. Se sacó del bolsillo un kit de ADN e introdujo la cadena en la bolsita de papel que contenía.

El teléfono móvil de Trokic empezó a sonar. Se alejó un poco de la zona acordonada, se sentó en el coche y encendió el cigarrillo que en la escena del crimen no podía fumarse. Llamaban de comisaría. Escuchó con interés mientras observaba a sus compañeros por la ventanilla. Dos minutos después estaba de regreso.

—Es posible que sepamos quién es —le dijo a Agersund—. Hemos recibido una llamada del vecino de una mujer que vive sola con su hijo en un edificio no muy lejos de aquí. El niño lleva varias horas encerrado en casa, chillando; el vecino ha llamado al timbre varias veces, pero no abren. Dice que también ha mirado por todas las ventanas y no ve nada. Ha llamado porque le preocupa el niño. Queda a cinco minutos. Jasper ya va para allá, nos reuniremos allí.

Quizá no tardara mucho en averiguar quién era.

Capítulo 3

Ni siquiera la fina capa de niebla matinal que lo envolvía restaba limpieza al bloque de apartamentos, con sus muros color ocre recortándose en un hermoso primer plano contra el bosque. Apenas pusieron un pie en el portal, Trokic y el inspector Jesper Taurup percibieron aquel sonido hueco, un suave gemido que iba alternándose con fuertes sollozos. Llamaron a una vivienda de la planta baja; «Anna Kiehl», ponía en la placa de la puerta. Por la de al lado asomó la cabeza de un hombre mayor de pelo cano.

—Policía —dijo Trokic—. ¿Es usted quien ha llamado?

—Sí. Se ha tirado chillando varias horas, hasta ahora mismo.

El comisario volvió a llevar el dedo al timbre.

—¿Qué edad tiene el niño? —preguntó.

—Creo que tres años. Se llama Peter.

—¿Y usted no tiene copia de la llave ni sabe dónde puede haber una?

—No, si lo supiera, ya habría entrado.

Un crío de tres años difícilmente podía abrir una puerta como ésa, pensó. Dejaron que sonara un buen rato dos veces más. Jasper hizo ademán de ir a echarla abajo de una patada.

—Mejor será que consigas herramientas —sugirió su jefe—. Este tipo de puertas no se abren con dos patadas y no podemos esperar a que venga un cerrajero.

—No querrán matar al niño de un susto, ¿no? —señaló el vecino, que no se había movido del sitio.

—No claro, joder —contestó un Jasper visiblemente conmovido ante la idea del pequeño abandonado.

Desapareció y regresó del coche provisto de varias herramientas; medio minuto después, la puerta de la casa giraba sobre sus goznes.

Trokic se adentró en el corto pasillo en medio de un gran silencio. Su compañero se mordía el labio y se restregaba el brazo como si tuviera frío.

—Peter —llamó Trokic con cautela.

Tenía que estar aterrorizado si le habían dejado solo. No contestaba. El comisario entró a echar un vistazo en la cocina, donde flotaba un suave aroma a detergente, amoniaco y flores, todo parecía ordenado y en su sitio. Continuó hacia un salón verde claro con reproducciones de Asger Jorn y Kurt Trampedach por las paredes. Sobre la mesa había una antología de literatura moderna, dos gruesos volúmenes sobre los artistas del Renacimiento y un libro infantil con un dragón en la cubierta. Estaban bastante usados. En un extremo del sofá descansaba un gato gris de pelo largo con cierto aire de indignación en los ojos rasgados.

Volvió a llamar al niño, un poco más alto, mientras se desplazaba sistemáticamente de una a otra de las pocas habitaciones, desiertas y en silencio. En el dormitorio el parpadeo del despertador digital le saludó con cuatro ceros, como si el tiempo hubiese dejado de existir. Nada indicaba que hubieran dormido en la cama y las persianas abiertas permitían el paso de un sol que brillaba en rayos limpios de polvo. Al fin encontró el otro dormitorio y comenzó a examinarlo. No se veía al niño por ningún sitio. Se arrodilló para echar un vistazo debajo de la cama y levantó un edredón de animalitos rojos y verdes. Nada. A la derecha de la ventana había un armario con la puerta entornada. Lo abrió con mucho cuidado y miró en su interior.

Un pequeñín de pelo rubio cortado a cepillo miraba fijamente hacia algún punto de la pared que quedaba a espaldas del policía. Tenía los ojos verdes y llevaba puesto un pijama morado de Harry Potter. Estaba acurrucado en un rincón con los brazos apretados alrededor de las rodillas. El comisario respiró aliviado.

—Hola, Peter.

El niño no reaccionó. Trokic, que no confiaba demasiado en sus habilidades pedagógicas, se preguntaba inseguro qué palabras serían las más adecuadas. ¿Y si terminaba por aturullar aún más al crío? Volvió al salón.

—Hay premio en el armario, pero no quiere salir.

—Déjamelo a mí —contestó Jasper—. Pero mira esto un momento… ¿es ella?

Señaló hacia el televisor antes de ir a la habitación del niño.

Trokic se puso un guante y levantó la fotografía con mucha precaución, cogiéndola por el reverso para no dejar más huellas de las necesarias. Tenía el pelo más corto, estaba más bronceada y llevaba una sombra de ojos de color turquesa, pero no cabía duda: era la mujer del bosque. Un ojo azul y el otro castaño. «Anna Kiehl», ponía en la puerta. Recorrió con la mirada las finas líneas del rostro; una boca pequeña en la que se insinuaba una discreta sonrisa, como sorprendida por algún comentario del fotógrafo; unos ojos que le observaban directamente, vivaces, algo inquisitivos y enmarcados por unas cejas y unas pestañas oscuras.

—Sí, es ella —murmuró.

Apartó al fin la vista de la joven y echó una ojeada por el salón. Oía la voz baja de Jasper en el dormitorio. No se podía decir que su compañero estuviera especialmente dotado para manejar una situación de emergencia con un niño, pero, desde luego, más que él sí, y puesto que habían comenzado así, así quedó el reparto de papeles. Comunicar la noticia de una muerte nunca resultaba agradable, pero en ese caso concreto el encargado de informar al pequeño sería alguien de la familia más cercana. Por el momento, lo principal era que hasta que aparecieran el padre o los abuelos hubiera alguien que se ocupase de él con todo el respeto que merecía un niño que de buenas a primeras se encontraba con su casa bajo custodia policial.

—¿Qué hacen aquí? ¿Ha ocurrido algo?

Le dio un vuelco el corazón. La voz era pastosa, como si perteneciera a alguien que despertara de un largo sueño.

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