Un oscuro fin de verano (5 page)

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Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

—Algo bastante limitado —contestó Agersund—. Están con lo del cuerpo decapitado que apareció en Copenhague el mes pasado, pero dijeron que quizá pudieran enviarnos a uno nuevo que acaban de contratar.

—Acojonante —comentó Jasper haciendo ademán de ir a aplaudir—. No saben cómo se lo agradecemos.

—Siempre es mejor que nada —murmuró el comisario jefe.

Lisa le contempló con una sonrisita. A pesar de su comportamiento torpe y su aspecto desgarbado, no le cabía la menor duda de que estaba a la altura de su cargo de comisario jefe. A veces le despertaba hasta ternura cuando se presentaba con sus imposibles camisas sin planchar y se abría paso por el edificio con parsimonia. Llevaba cuatro años divorciado, decían que la mujer no había aguantado los cambios de horario, los comentarios sobre autopsias a la hora de cenar y el resto de proezas de la sección A. Una noche, al volver tarde de una guardia, Agersund se encontró con su mitad de la casa metida en una funda de edredón y la noticia de que su matrimonio había terminado. Desde entonces, sus dos hijos adolescentes vivían por temporadas en casa de uno y de otro. Hasta ahí el cotilleo. Lisa le apreciaba porque siempre se había mostrado de lo más amable y respetuoso con ella, porque se había preocupado de conseguir un psicólogo que aliviara sus tensiones cuando trabajaban en casos de pornografía infantil y porque jamás daba a su equipo con la puerta en las narices, ni siquiera en los momentos de mayor estrés. Era un hombre popular dentro y fuera del departamento y se enorgullecía de poder llamarle jefe.

El móvil de Agersund sonó en su bolsillo y él lo atendió con concisión. Después lo cerró y les miró a los ojos.

—Los técnicos acaban de empezar a examinar el apartamento de Anna Kiehl —prosiguió—. Trokic y Lisa… os encargáis vosotros.

Capítulo 9

Al salir a la oscuridad que rodeaba el apartamento de Anna Kiehl, el aire era frío y cortante y la noche invitaba a entrar a registrarlo. Veinticuatro horas antes iba camino de otra cita. Lisa se permitió una sonrisa al recordar su viaje a Copenhague, al hombre con el que se había citado. Quizá no debería haberse liado con él tan pronto, pero, a su modo de ver, había química y era un tipo infinitamente atractivo y galante. Además, ¿qué coño hacer si no con los escasos años de juventud que le quedaban? Le había conocido en Internet después de crear con toda discreción un perfil en un portal de contactos y llevaban dos meses escribiéndose. Durante ese tiempo sentía que se habían acercado el uno al otro a través de un sinfín de correos electrónicos. Era poco mayor que ella y no descartaba la idea de tener hijos o trasladarse a Jutlandia, dos cosas que significaban mucho para ella. Sin embargo, después de su cita, no le había quedado más remedio que adoptar la posición de «pegadita al teléfono y a esperar», así que estaba deseando sacarse todo aquello de la cabeza.

Los técnicos les informaron de que habían encontrado una nota debajo de la báscula del baño, hasta ese momento la única pieza que daba pie a algunas preguntas. No era el primer registro de Lisa, aunque en los otros casos lo que les interesaba eran los ordenadores, unas máquinas que guardaban un contenido no apto para enseñárselo ni al peor enemigo. Pero eso solía ser al final de las investigaciones y esto era nuevo, un comienzo.

«Procticon», se leía por un lado de la nota. Según Jasper, una empresa farmacéutica británica. Por el otro ponía «C + I». Era muy posible que no guardase ninguna relación con el caso, pero no podían ignorarlo. En vista de que no parecía muy sensato escribir el nombre de una empresa farmacéutica en un pedazo de papel para luego meterlo debajo de una báscula, lo más probable es que se hubiera caído al suelo y después se colase por debajo.

La tarea fundamental de Lisa consistía en poner a buen recaudo el ordenador de la víctima, un viejo cacharro que desconectó y sacó de allí en el carrito azul celeste de los técnicos.

—No es mala casa para una estudiante —comentó una vez de vuelta.

—Según su madre, sólo le faltaba entregar la tesina y por eso estudiaba a tiempo parcial. El resto de la jornada lo dedicaba a escribir en distintas revistas y a dar clases de antropología a los alumnos de los primeros cursos de la universidad —le explicó Trokic—. En la bandeja de plástico de su escritorio está el texto de una conferencia sobre antropología genética que iba a dar mañana.

En la pared había un soporte con montañas de revistas y publicaciones: el
National Geographic
, el
Norsk Antropologisk Tidsskrift
, el
Jordens Folk
. Trokic y Lisa se quedaron con las manos en los bolsillos, como les pidieron los técnicos que hicieran mientras ellos tomaban las huellas dactilares. Ya habían recogido todo lo que pensaban someter a un examen más minucioso: agendas, documentos personales y el contenido de los cajones.

Lisa deambuló por el apartamento intentando captar más impresiones de la persona que había vivido en aquel lugar tan pulcro. La casa no había sido testigo de ningún asesinato, pero esperaba que pudiera proporcionarles más detalles sobre el comportamiento, los intereses y las amistades de su dueña que unidos formaran un todo, una especie de verdad sobre la antropóloga Anna Kiehl. Por la ventana vislumbraba el arranque del denso bosque y la leve neblina que flotaba sobre él. Se preguntó si Trokic la habría llevado al registro de no habérselo ordenado Agersund.

—Tú vives por la zona, ¿no? —le preguntó.

—A medio kilómetro hacia el centro.

El comisario agitó el brazo en esa dirección y ella observó que tenía los ojos de un intenso azul marino y no marrones, como siempre había creído. Su cabello era negro, pero a la luz del sol dejaba entrever unos reflejos castaños. A un lado de la frente se le hacía un remolino que Lisa, secretamente, encontraba muy gracioso. Al llegar por las mañanas lo traía casi controlado, pero, a medida que transcurría el día sin que lograra reprimir su costumbre de revolverse el pelo, el remolino se volvía cada vez más indómito. Intentó imaginar su casa, su vida privada, sin ningún éxito. Quizá no tuviera más vida que ésa, o quizá existiera un acuerdo colectivo para no hablar de él. No se sorprendería si guardase un secreto o dos. Al menos no era un ligón, constató no sin cierto respeto. Había observado que algunas de las administrativas solteras de la comisaría estaban más que interesadas, pero eso a él por lo visto le resbalaba.

—¿No hemos encontrado ningún álbum de fotos? ¿Y el buzón? —continuó Trokic.

Una vez que los técnicos les dieron luz verde, Lisa empezó a hurgar en los cajones, estantes y percheros en busca de llaves y encontró dos pequeñas que podían ser del buzón o del seguro de una bicicleta. Hubo suerte con el buzón. Sacó auténticas hordas de publicidad del domingo y un libro técnico,
La zona química
. Tenía pegado un papelito amarillo en la portada. «Gracias por prestármelo, Irene». Lo llevó a la cocina y lo hojeó con aire ausente.

Él fue a coger un vaso de agua y le mostró un papel con un símbolo.

—Mira lo que he encontrado.

Parecía un óvalo con una especie de cruz en su interior, hecho a mano y con bolígrafo.

—¿Qué será? —rumió ella—. ¿Un símbolo religioso? Igual no es más que un garabato que dibujó mientras hablaba por teléfono.

—Estaba dentro del forro de su agenda, que, por cierto, está prácticamente sin usar —contestó.

Lisa se sentó y se restregó los ojos. Estaba cansada del largo viaje en tren y sentía que aquel salvaje crimen ya había empezado a consumir sus recursos. El caso le daba miedo, y el rostro de Anna Kiehl no dejaba de bailarle en la retina. En momentos como ése se preguntaba si no se habría equivocado de trabajo. No era capaz de ver las cosas como Jasper Taurup y tantos otros compañeros más o menos cercanos. Para ellos eran legales o ilegales, entraban en tal parágrafo o en tal estadística, y las pruebas podían resultar insuficientes o no ante un tribunal; para ella, en cambio, las cosas tenían matices, luces y sombras, y a menudo, demasiado a menudo, se entremezclaban componiendo impenetrables dibujos. Y ante todo eran sentimientos. Si no lograba llenar el depósito con algo positivo, la oscuridad se hacía con los mandos y ella la percibía en forma de un agotamiento abrumador.

—En cuanto lleguemos, te pones con el ordenador —le dijo.

No era una pregunta, sino una orden. Adiós a sus esperanzas de dedicar sus esfuerzos a algo diferente; se sintió excluida. Un débil correteo le hizo levantar la vista. Una mujer los observaba desde el umbral; imposible saber cuánto tiempo llevaba allí. Debía de ser la vecina de la que Trokic le había hablado, su aspecto de prima donna venida a menos encajaba con la descripción.

—¿Han hablado con los vecinos? —preguntó.

—Con la mayoría. ¿Se refiere a alguien en concreto?

—Me he acordado de que anoche los de enfrente tenían un poco de jaleo —dijo señalando hacia la siguiente hilera de casas—. Parece que estuvieron de fiesta. Vi salir a un hombre que después se escabulló por el bosque.

Los dos policías se levantaron con un movimiento sincronizado.

—¿A la hora a la que se marchó Anna? —preguntó Lisa.

—No me acuerdo.

—¿Podría decirnos dónde era la fiesta exactamente?

Capítulo 10

Tenía el pelo claro aplastado por un lado y la cara un poco hinchada, como si acabara de salir de un sueño pesado y sudoroso. Se había saltado la primera ronda de testificaciones de la mañana y parecía decidido a saltarse también ésa. Su apartamento era una versión invertida del de Anna Kiehl, con vistas a las ventanas de la víctima —Lisa distinguía a los técnicos que continuaban afanándose en la casa de enfrente—, pero ahí acababa todo el parecido. La mesa del salón estaba cubierta de botellas de cerveza y licor, la habitación apestaba a alcohol y tabaco y, a juzgar por el olor y las colillas deshilachadas y totalmente consumidas del cenicero, algún que otro porro también se había sumado a una fiesta bien surtida de antemano.

El tipo rondaba los treinta y muchos y, según sus propias declaraciones, era empleado de una empresa de telecomunicaciones. A Lisa le dio la impresión de que debajo de aquella desastrada resaca dominical se ocultaba algo bastante atractivo. Trokic le explicó por qué se encontraban allí y la noticia pareció pillarle por sorpresa. No había puesto la radio ni la televisión.

—¿Qué tal la fiesta? —preguntó la inspectora en tono amistoso una vez sentados junto a una mesita redonda en la zona de la cocina.

—Salvaje.

—¿Cuántos eran?

—Estábamos mi hermano, Tony, y yo y un compañero suyo, Martin.

—¿Conoce bien a Anna Kiehl? —preguntó Trokic.

—La verdad es que no, no sabía cómo se llamaba hasta que no lo han dicho ahora, pero de vista sí, claro. Desde aquí se ve su casa y a veces me la encuentro sacando la basura o en los columpios con su hijo. De vez en cuando sale a correr.

—¿Pasaron aquí toda la tarde?

—Sí, y la noche. Tony y Martin no se han marchado hasta las cinco de la mañana. Estuvimos aquí todo el rato. Sus ojos vacilaron un instante, sólo un guiño. Lisa contempló el acuario que había en la estantería a un par de metros de distancia.

Pequeñas tortuguitas se obstinaban en bracear de un lado a otro. Una de ellas la observaba atentamente desde una piedra.

—¿La vio ayer?

El empleado de la empresa de telecomunicaciones levantó la vista hacia el techo en lo que parecía una tentativa de poner en marcha un cerebro algo lento.

—Igual sí, creo que llegó con el niño por la tarde temprano. Bueno, la verdad es que eso igual fue el día antes, ahora me entra la duda. Pero ayer por la tarde, desde luego, estaba en casa. La vi desde aquí.

—¿A qué hora?

—En algún momento de la tarde.

Trokic intercambió una mirada con Lisa.

—¿No podría ser un poco más preciso? —insistió.

El tipo intentaba extraer datos de su agotada cabeza bajo una enorme presión.

—Fue… esto, ah no; fue cuando íbamos a preparar el café irlandés, porque la vi cuando empecé a montar la nata. Y el café nos lo tomamos después del partido. No me acuerdo de cuándo terminó, pero fue después de que cerrara el Brugsen, porque…

—Porque ¿qué?

—Nada. Creo que el partido terminó a las ocho y cuarto o a y media.

Sus ojos volvieron a vacilar.

—Antes me ha parecido entender que no había salido nadie de casa —dijo Trokic—, así que, ¿qué pinta el Brugsen en todo esto?

El tipo agachó un poco la cabeza.

—Mi hermano bajó a comprar nata.

—¿Y cuánto tiempo tardó?

—No lo sé, a lo mejor fue a la gasolinera.

—¿Tardó tanto como para coger el coche, ir a la gasolinera y volver?

—No me acuerdo.

—¿Y se acuerda de si la nata la compraron después del partido y no en el descanso?

—Debió de ser al final de la primera parte —murmuró—. No volvió hasta el descanso.

—Entonces, ¿cuánto tiempo cree que estuvo fuera?

—Una media hora. Pero yo no monté la nata hasta después del partido.

—¿Está seguro de eso? —intervino Lisa, y lanzando una mirada hacia la mesa rebosante añadió—: Quiero decir… ¿no podría haber visto antes a Anna Kiehl? ¿En un momento menos… digamos… alcohólico? Verá, no termina de encajar con la información que tenemos. Por lo que sabemos, salió a correr hacia las siete de la tarde y ya no volvió.

—Pues yo la vi —sostuvo de pronto como si su memoria estuviera regresando al hogar—. O por lo menos vi a alguien. La cocina estaba a oscuras y antes de encender la luz distinguí algo. Después ya no se veía nada por la ventana, fue sólo un momento… enfrente tenían la luz muy baja.

Trokic recordó lo que había dicho la vecina de arriba. O los vecinos de aquel inmueble andaban muy flojos de memoria o Anna Kiehl había salido a correr una segunda vez. En su opinión, no sonaba muy lógico.

—El hachís puede ocasionar problemas en la percepción delvtiempo, sobre todo combinado con el alcohol y…

—Estoy completamente seguro —le interrumpió el tipo con terquedad, pero sin negar haber consumido drogas, cosa que, por otra parte, habría sido inútil a menos que pretendiera cargarles el muerto a sus invitados.

—Tomamos nota, está completamente seguro —dijo Lisa—. ¿Sabe de alguien que la conociera?

—No, sólo llevo aquí dos meses. Lo único que sé es lo que les he contado. ¿En serio que la han matado? —se estremeció.

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