Mona. Era una chica estupenda. Estaba enamorado de ella. Pero me había enamorado antes de nada, creyendo que iba a tener algo especial. ¿Y cómo había resultado? ¿Cómo sabía que no iba a pasar igual que las otras veces?
Pero no dudaba de ella, aunque me preocupaba un poco el modo en que se había comportado la última noche. Pero excepto aquello del final, no tenía nada de qué inquietarme. Estaba seguro de que no me iba a jugar una mala pasada. Y si dudaba, pues que tuviera cuidado. No podía hacer nada. Si me quedaba yo con todo el dinero y la mandaba a la mierda —o sólo le daba unos pocos billetes—, no podría perjudicarme.
Y ahora Joyce. Bueno, he dicho cosas duras de Joyce. Que era una vaga y descuidada, eso seguro. Pero había una cosa de la que estaba seguro —totalmente seguro—, que no me engañaba con otro. Nunca lo había hecho. Si hubiera sido tan honrada en otras cosas como en ésta…
Joyce, sí, podíamos irnos juntos y pasarlo bien. Pero el problema era que no le sabría explicar de dónde había sacado la pasta. No se me ocurriría qué contarle.
De todos modos, tampoco corría tanta prisa. Había quedado en ver a Mona dentro de un par de semanas, y seguro que antes conseguiría imaginar algo convincente.
Bien… tomé otro doble y dejé el bar. Volví al coche y anduve circulando sólo para matar el tiempo. Ya eran las cuatro. Faltaban más de dos horas para que pudiera presentar las cuentas del día en el almacén y volver a casa con Joyce.
Joyce. Mona. ¿Joyce? ¿Mona?
¿Qué coño? Pensaba todo el tiempo en eso aunque trataba de quitármelo de la cabeza. Mona era una buena chica. Cualquiera se daba cuenta de eso, y durante todo el asunto se había portado muy bien haciendo lo que se le dijo, ayudando en el asesinato de su tía para conseguir la pasta…
Bien. Era honrada, desde luego. Y tenía que seguir siéndolo, pues yo sabía que Joyce lo era y si conseguía que se me ocurriese una buena historia para explicar lo de los cien mil…
Anduve haciendo tiempo hasta las seis. Luego me dirigí al almacén. Staples se mostró asombrado al ver todo lo que le llevaba.
—No está mal, Frank —dijo, contando el dinero—. Nada mal. A lo mejor para el fin de semana ya trabajas con toda normalidad.
—Gracias —dije—. También debe de tener cuidado usted, Staples. Ahora me da palmaditas en la espalda, pero también es capaz de hacerme una llave y romperme el brazo.
Hizo un gesto con la nariz. Nos deseamos buenas noches, y ya me disponía a irme cuando me llamó:
—A propósito, he visto que un par de clientes tuyos tuvieron un final violento la noche pasada. Uno de tus clientes, debería decir, y la pariente de otro.
—Sí —dije—. Ya lo he leído.
—Qué se le va a hacer.
—Sí —dije—, si todos esos hijos de puta se dedican a liquidarse unos a otros, no sé cómo me las voy a arreglar.
—Sería un problema, claro —dijo—. Pero en este caso de la vieja Farrell hay algo que me parece curioso.
—¿Qué? —dije yo.
—Bueno. La señora Farrell era pobre, y sin embargo su sobrina, que trabajaba para ella, se gastó treinta y tres dólares en una cubertería de plata.
Se me quedó mirando, las cejas levantadas, esperando que dijera algo.
Tragué saliva, y sonó como las cataratas del Niágara.
—Desde luego —dije—. ¿Y qué pasa con eso?
—Frank, sinceramente. Siempre te he considerado uno de mis mejores empleados, aunque con mala suerte, claro… ¿No ves nada contradictorio en la situación?
—Bueno, a decir verdad, yo creo… —dije.
—¿Qué crees, Frank? —me interrumpió.
—Le diré lo que me parece, Staples. Esos hijos de puta que nos compran nunca hacen nada a derechas. Si no, no nos comprarían a nosotros.
—Bien… —dijo él—. No puedo mostrarme en desacuerdo contigo. Entonces, ¿tú lo atribuyes todo a otra de las aberraciones mentales propias de nuestra clientela? Se gastan el último dólar en…
—Bueno —dije—. No pienso tan siquiera en eso. Los clientes sólo me interesan en cuanto tales, ya me entiende. Alguien a quien se le puede sacar dinero.
—Eso es, eso es —dijo Staples—. Hablas con un auténtico empleado de «Compre Ahora y Pague Después». Que descanses bien.
Volví a dirigirme a la puerta.
Volvió a llamarme.
—¡Por el amor de Dios! —dije dándome la vuelta—. ¿Qué demonios quiere ahora, Staples? No he parado en todo el día. ¿Es que piensa tenerme toda la noche aquí hablando?
—Mira, Frank —dijo—. Creo que en ese caso hay algo que te molesta.
Le dije que claro que había algo que me molestaba: él con toda aquella charla cuando lo único que quería era volver a casa, quitarme los zapatos y cenar algo.
—Me he pasado el día trabajando, ¿entiende? No me he pasado el tiempo sentado en la mesa leyendo el periódico.
—Ya lo sé —asintió él—. Pero te remuerde un poco la conciencia. ¿No fue la señora Farrell la que te dijo por dónde andaba Pete? ¿A lo mejor por eso mismo él…?
—¿Y por qué me iba a molestar? —dije—. Se mataron el uno al otro, eso es todo.
Hizo una mueca, mirándome. Se puso un poco pálido. Luego se rió moviendo la cabeza.
—Oh, Frank —dijo—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Dejar que me vaya ya —dije yo.
—Entonces que tengas buenas noches, Frank.
—Buenas noches, Staples —dije y me dirigí a casa.
No sabía nada. Tampoco sospechaba. Era su modo de ser, sólo eso, y yo había sido tan estúpido como para preocuparme. ¿No me había hecho cosas iguales cientos de veces antes? Y sólo porque era el jefe y uno lo tenía que aguantar.
No, no se había olido nada. Todo había ido estupendamente. Y encima estaba contento de volver a casa y estrechar a Joyce entre mis brazos. Oírle susurrarme que yo era sólo suyo, que ella me cuidaría y que no me dejaría jamás.
Nos abrazamos y luego nos sentamos a la mesa uno al lado del otro. Todo estaba listo, es decir, la cena. La sirvió en cuanto oyó el coche. Estaba rica y comimos acariciándonos la mano de vez en cuando. Y aunque creía que no tenía mucho apetito —en realidad creí que no iba a poder tragar nada—, comí hasta hartarme.
Sirvió el café. Encendí dos pitillos y le pasé uno.
—Anoche me preguntaste algo —dije—. Y ahora quiero contestarte.
—Me alegro, Dolly. Esperaba que quisieras hacerlo.
—Me preguntaste si me alegraba de que hubieras vuelto. Y tengo que confesarte que mucho.
—¡Oh! —dijo ella. Luego me besó—. Me alegra tanto que te alegre, Dolly.
Lavó los platos y yo le ayudé a hacerlo. Ella no quería, pero de todos modos la ayudé. Los secaba a medida que los iba lavando. Luego nos instalamos en el cuarto de estar. Nos sentamos en el sofá y ella apoyó la cabeza en mi hombro.
Todo resultaba tranquilo y agradable. Me parecía que si las cosas fueran así todo el tiempo, no le pediría nada más a la vida.
—Dolly —dijo ella, y casi al mismo tiempo yo dije:
—Joyce.
Habíamos hablado al mismo tiempo y nos echamos a reír y ella dijo:
—No te interrumpas. ¿Qué ibas a decir?
—Nada especial —dije.
—¿Qué era?
—Bueno, existe la oportunidad de hacerse con mucha pasta. Uno de los compañeros del almacén, bueno, en realidad su cuñado, es director de uno de los casinos de Las Vegas. Y los dueños, al parecer, no se han portado bien con él. Y encima quieren echarle. Así que escribió a su cuñado, este compañero mío del almacén, y le dijo que si podía conseguir algo de dinero él, como director del casino, dejaría que ganara y…
Joyce no había dicho ni una palabra. Tampoco cambió de postura. Pero de repente la habitación pareció que se había vuelto gélida y su cabeza estaba tensa al apoyarse en mi hombro.
—Bueno —dije—. Creo que no es tan mala idea. A lo mejor este asunto podría traer problemas, pero tengo otra proposición y…
—¡Dolly! —dijo ella—. Tengo que saberlo. ¿De dónde has sacado ese dinero?
Me incliné hacia delante y aplasté el pitillo en un cenicero. Me quedé así un rato mientras encendía otro, y luego volví a echarme hacia atrás y bostecé.
—Estoy muy cansado. ¿Qué tal si nos vamos a la cama, cariño?
—Dolly…
—¿Qué? —dije—. ¡Ah, el dinero! Creí que ya te había hablado de eso. Traje unos cuantos pagos a casa la noche pasada, gente que nos debía un montón de pasta y…
—Ya lo he visto, Dolly. No sé cuánto era, pero sé que era mucho. Una bolsa llena.
Me di la vuelta y la miré. Mantuve la vista fija, pero ella no pestañeó. Había un pequeño pliegue en su frente, pero no parecía indicar hostilidad. No se mostraba enfadada. Y yo no sabía qué hacer.
El silencio debió haber durado unos cinco minutos. Por fin ella me cogió la mano. Y habló.
—He vuelto contigo, Dolly. No fue nada fácil después de todo lo que nos había pasado, pero pensé que debía hacerlo. Te quiero y deseaba ayudarte.
—Bueno —dije—, creo que me he portado bien, ¿no?
—¿Te acuerdas de ayer por la noche, cariño? ¿No te parece que después de eso… no crees que te quiero y que puedes confiar en mí y que lo único que quiero es ayudarte?
—Ya te lo he contado —dije.
Se puso de pie estirándose el vestido. Me miró e hizo un gesto de asentimiento como un maestro que echa de clase a un chico.
—De acuerdo, Dolly. Creo que no puedo decirte nada más. Seguramente es culpa mía por haberte dejado. Pero… ¡Dolly, Dolly! ¿Qué has hecho?
Se tapó la cara con las manos y volvió a sentarse en el sofá, llorando. Y parecía tan sola y desamparada como me había sentido yo la noche anterior.
—Joyce —dije—. Por favor, pequeña. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te comportas de ese modo?
—Ya sabes por qué. Todo ese dinero… esperaba que me lo contaras. Creía que habría alguna explicación inocente. No sabía cuál, pero esperaba que fuera así. Y ahora me doy cuenta que no me lo puedes explicar.
—¡Oye, espera un momento! —dije.
Traté de que se sentase en mis rodillas, pero ella me evitó.
Esperé un minuto, mirándola, escuchándola. Era como si algo dentro de mí se estuviera rompiendo. Luego volví a intentar lo mismo, y esta vez lo conseguí.
—Quería hablarte de eso —dije—. Pero no estaba seguro de que debiera hacerlo ahora. Pensaba dejar que pasasen unos cuantos días.
—¿Qué quieres decir? —dijo mirándome.
—Que encontré el dinero.
—¡Oh, Dolly! —empezó a llorar otra vez—. Por favor, no hagas esfuerzos. No puedo soportar que me mientas.
—No te estoy mintiendo. Sé que parece una locura. Casi no lo puedo creer ni yo mismo. Pero es la verdad.
—Pero es que…
—¿Quieres que te lo cuente todo, o no?
Se sonó y volvió a mirarme. Creía que no iba a dejar de mirarme nunca, pero al fin asintió con un gesto.
—De acuerdo, Dolly. Pero, por favor, si no es verdad no quiero que…
—Muy bien —dije—, no puedo garantizar que me vayas a creer. Temo que no me pueda creer nadie y eso es lo que hace tan difícil saber lo que debo hacer.
—Yo te quiero creer, Dolly. No hay nada que quiera más.
—Bien, pasó la otra noche. Uno de los que me debe dinero, un tipo que se llama Estill, me enteré que vivía en West Agnew Street. Así que allí fui y me encontré la casa vacía. Si él no hubiera vivido nunca en ella no habría podido estarlo más. Bueno, me bajé del coche y entré.
—¿Entraste? —frunció el ceño—. ¿Por qué?
—¿Que por qué? —dije—. Bueno, lo sabrías si hubieras tratado de cobrar alguno de esos plazos, cariño, si hubieras trabajado en una empresa como «Compre Ahora y Pague Después». Siempre que podemos, entramos. Puedes encontrar un número de teléfono escrito en la pared, ya sabes, o a lo mejor ha quedado por allí alguna carta. Algo que pueda llevarte hasta el que te debe.
—¡Oh! —dijo ella, y algo de su desconfianza se esfumó de sus ojos—. Sigue, cariño.
—Así que entré y recorrí las habitaciones sin encontrar nada. Ni un trozo de papel, ni una dirección, nada. Parecía como si… bueno, como si alguien se hubiera dedicado a comprobar que no dejaba nada. Como si lo hubieran limpiado y fregado todo antes de irse. Estaba desconcertado, ¿sabes lo que quiero decir? Me entró curiosidad. Conque seguí mirando y finalmente encontré esa bolsa en uno de los cajones de una mesilla de noche. Lo abrí y miré dentro y…
Hice una pausa para encender un pitillo. Le ofrecí uno y di una larga chupada al mío. Ella hizo lo mismo.
—¿Cómo dices que se llamaba ese hombre, cariño? Ese tipo al que tratabas de localizar.
—Robert Estill. Debo de tener su tarjeta de compra en el bolsillo, si lo quieres comprobar.
Dijo que no, claro que no, pero antes dudó un segundo. Así que saqué la tarjeta y se la enseñé. Indicaba que nos había pagado dos plazos y que luego había desaparecido.
—También te puedo enseñar que en su casa no hay nadie —dije, y de hecho lo hubiera podido hacer—. Está en West Agnew 1825 y puedo llevarte allí ahora mismo si quieres.
—No, no es necesario. ¿Cuánto dinero hay, Dolly?
Me puse a mentirle. Le conté que había unos cinco o diez mil dólares o algo así. Porque si se tragaba aquello, luego se tragaría todo lo demás. Y una vez que se lo empezase a tragar el resto sería bastante sencillo. Podría decirle… bueno, que había invertido parte de la pasta. O que había jugado y ganado… o hecho lo que fuera para ganar un montón.
Pero ella no se lo tragaba. Nada en absoluto. Y, además, si se empeñaba en ver la pasta…
Le dije la verdad. Dio un salto y casi se cae de mi regazo.
—¡Dolly! ¡Dios mío, cariño! Cien mil… ¡Debe ser dinero robado! O el dinero de un secuestro, o…
—No está marcado. Lo comprobé —dije—. Sé de esas cosas.
—Tiene que ser algo así. ¡Debes llevarlo a la policía, Dolly!
—Supón que hay algo sospechoso. Lo que es casi seguro. ¿Qué crees que le pasaría a un tipo como yo sin amigos? Te diré lo que le pasaría. Si no consiguen arrancarme algún tipo de confesión a fuerza de puñetazos, me encerrarán hasta que conteste lo que les interesa.
—Pero si llevas el dinero será una prueba de que…
—Te digo que nunca me creerán. Creerán que me he asustado y que busco una coartada. Por eso estoy tan preocupado. No quiero decir que no me gustaría quedarme con el dinero, pero daría igual que no quisiera. La historia suena a falsa. Casi ni yo mismo la puedo creer y no confío que tú la creas ni que…
Hice que se levantara de mis rodillas. Fui a la cocina y cogí una botella y tomé un largo trago.