Read Una mujer endemoniada Online

Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Una mujer endemoniada (15 page)

Mona. Era parte de aquella familia. No es raro que se mostrara tan dispuesta a liquidar a su tía, o probablemente su abuela. No es raro que actuara así.

—He dicho supuestamente, Frank. La investigación criminal en aquella época estaba en pañales y, claro, ni Ma ni sus hijos tenían ficha policial. Se encontraron varios cuerpos entre las ruinas; también los restos carbonizados de cierta cantidad de dinero. Por tanto, y a falta de pruebas que demostraran lo contrario, se supuso que la familia fue liquidaba y con ellos todas sus ganancias. Pero tú y yo sabemos más, ¿verdad, Frank? Somos los únicos que lo sabemos.

Me guiñó un ojo, haciendo una mueca con la boca. Se pasó la lengua por los labios lentamente, como un gato relamiéndose ante una buena comida, y se me levantó el estómago.

Me eché a temblar. Se me abrió la boca y noté que se me iba a escapar un gemido, pero tragué y conseguí evitarlo a duras penas.

—¡No! —dije—. ¡Está totalmente equivocado, Staples!

—No te pongas pesado, Frank.

—Le digo que es la verdad. La chica fue raptada. De hecho era hija de unos padres muy ricos y el dinero era el del rescate y… y…

Se rió muy alto.

—¿Y tú la protegías, eh? Lo siento mucho por ti.

¡Es verdad! ¡Maldita sea!
Tenía que ser verdad. Algo tenía que ser verdad además de lo que… lo que era verdad
.

—¿Entonces por qué no gastó el dinero la vieja? Descubrió que estaba marcado y…

—Pero no estaba marcado, Frank. Lo sé. Y tú también lo deberías saber, a menos que seas todavía más idiota de lo que aparentas.

—Bueno, pues ella se imaginó que habrían registrado los números de serie y…

—¿Entonces, si no lo podía gastar, por qué lo conservó todos estos años?

Estaba jugando conmigo, riéndose de mí, pasándolo muy bien a costa mía.

—¿De verdad que crees eso, Frank? Entonces… si las autoridades tienen registrados esos números de serie, ¿por qué no estás tú en la cárcel?

—Bueno —tenía que seguir. Me estaba armando un lío, pero tenía que seguir—. Hay algo que no encaja. Si no estaban registrados los números, ¿por qué no gastó el dinero? ¿Por qué siguió viviendo como una miserable?

—Porque era una perfecta miserable.

—No está seguro —dije—. No está seguro de que no fuera un dinero peligroso.

—Entonces, como te preguntaba hace un momento, ¿por qué no lo destruyó?

—Bueno, porque no podía. Si uno tiene cien…, bueno, mucho dinero, ¿cómo lo va a destruir? Yo no podría hacerlo. Y ella no pudo tampoco. Así que lo guardó confiando en que algún día…

—Frank, Frank…

—Usted no lo sabe —dije—. No puede estar seguro, ¡maldita sea!

—No sólo puedo estarlo, lo estoy. Verás, tuve tratos con los Farraday cuando dirigía aquel almacén. Les mandaba productos a donde vivían a precios considerablemente más altos. No había nada ilegal en nuestra relación, pero a la empresa le molestó hasta el punto de trasladarme a otra ciudad… Pero, basta de cuestiones personales. Lo que digo es que los Farraday sólo robaban bancos, nunca secuestraron a nadie.

—Pero pueden haberse llevado a una niña…

—Déjalo. No digas tonterías, Frank… ¿Cuánto tienes y dónde está?

Miré al suelo. Volví a levantar la vista, manteniendo los ojos apartados del rincón donde estaba la maleta.

—No tenía tanto como yo creía. Sólo diez mil. Puedo…, lo tengo en el campo…, pero puedo traerlo mañana por la mañana.

—¿Diez mil? Querrás decir cien mil. Estoy seguro. Casi lo dijiste hace un momento.

—De acuerdo —dije—. Maldita sea, hay cien mil. Venga conmigo.

Dudó. Luego asintió, sonriendo débilmente.

—Muy bien, Frank, pero creo que antes te tengo que decir algo. Dejé una carta al vigilante nocturno de mi hotel, un hombre de confianza. Tiene instrucciones de echarla al correo si no he vuelto antes de las doce de la noche.

Se echó a reír.

Pensé,
eso no es cierto
… Y supongo que debí decirlo.

—Pues lo es, Frank. Y ahora vamos a por el dinero.

Me levanté. Cogí la maleta y la puse encima de la mesa, y la abrí. Me puse a buscar la bolsa por entre las muestras, pero él me apartó las manos y la agarró.

La abrió.

—Maravilloso… ¿Espero que no pensarás que soy un tacaño si no te ofrezco que lo compartas conmigo?

—Deme algo, Staples —dije—. Unos cuantos miles. Mil. Algo.

—Lo siento —negó con la cabeza—. Pero me gustaría darte un consejo. Tus problemas no los puede resolver el dinero.

—Hijoputa —dije.

—Es cierto, Frank. Seguirías igual de miserable con dinero o sin él… Y ahora, aunque lamente tener que dejar una compañía tan agradable…

Se abrochó el abrigo y se puso de pie. Se metió la bolsa del dinero debajo del brazo.

—Quiero que me devuelva el contrato de la cubertería —dije—. ¿Es que nunca me voy a conseguir librar de eso?

—La cuber…, bien, claro que sí. Vete a recogerlo mañana y también tu sueldo.

—Mi sueldo —dije.

—¿Alguna pregunta más? ¿No quieres saber por qué esperé hasta esta noche?

—Fuera —dije.

—Por la chica: era lo que remachaba las pruebas. En realidad no lo necesitaba, pero…

—¡Fuera!

—Claro. ¿Pero por qué no la invitas a entrar, Frank? Está ahí en la esquina… y pareces tan solo.

21

Solo, decía él. El tipo decía que parecía solo. Y yo tenía todo tipo de acompañantes. Todos muertos. Todos saltando allí delante de mí en cuanto levantaba la vista. Todos riéndose y llorando y cantando en mi mente.

Todos muertos. Y todo para nada.

Todo por una chica que había nacido corrompida, y se corrompió todavía más en el transcurso de su jodida vida.

… Me reuní con ella e hice que entrara en casa. Le conté lo de Staples y que me había quedado sin dinero. Se lo solté de sopetón, esperando que ella se pusiese a montar un follón de mil demonios. Pero no dijo ni pío. Parecía lamentar lo que me pasaba, pero hacía como si aquello no fuera con ella. Mientras pudiera estar conmigo lo demás no importaba.

Empecé a pensar que a lo mejor me había equivocado con ella. Sentía que era la buena chica que creí que era al principio. En cualquier caso se trataba de lo único que me quedaba. La persona por la que lo había hecho todo. Y necesitaba a alguien al lado. Casi siempre he tenido a alguien al lado.

Salí y traje más whisky; tuve que gastar hasta la última moneda. Volví y bebimos y charlamos. Y durante un rato ella también bebió y habló. Pero al poco tiempo ya no hablábamos y sólo bebía yo.

Se quedó dormida en mi regazo. Yo me amodorré. Cuando llegó la mañana todavía seguíamos en el sofá.

Preparé café y unas tostadas: no quería que tocase lo que iba a comer yo. Le dije que fuera a su casa y que cogiera todo lo que quisiera llevarse. Se marchó inmediatamente y yo entré en el dormitorio.

Metí las cosas de Joyce en una gran bolsa de cartón. Ropa, cosméticos y artículos de aseo: todo. Llevé la bolsa a una calleja cercana y la dejé en un cubo de basura. Luego conduje hasta el almacén.

Los otros empleados ya se habían ido y Staples estaba solo. Me dio el contrato de la cubertería y yo le prendí fuego con una cerilla, y lo dejé caer al suelo y dispersé las cenizas con el pie.

—Qué liante eres, Frank —dijo—. Pero creo que debemos liquidar cuentas… Aquí tienes tu dinero. Se eleva a un total de cincuenta dólares.

Cogí el dinero sin decir nada. Le miré y luego me volví dispuesto a marcharme.

—Frank —había un tono de preocupación en su voz—. ¿Cuáles son tus planes, Frank?

—¿Y a usted qué coño le importa?

—Siempre me han interesado tus cosas, ya lo sabes. Siempre. Y se me ha ocurrido que a lo mejor no tenías decidido si te ibas a ir o no.

Empecé a entender. Estaba preocupado. Tendría que hacer inventario de los productos y verificar los libros de cuentas antes de irse. Y eso le llevaría dos o tres semanas. Y no le agradaba la idea de tenerme en la ciudad durante ese tiempo. Podía emborracharme y hablar. Tener follones con la policía y…

—No lo sé —dije—. ¿Para qué me voy a mover de aquí? Supongo que me quedaré.

Me miró enfadado, pero abrió la caja registradora. Sacó todo el dinero que había dentro y lo contó.

—Son cuatrocientos cuarenta y siete dólares, Frank. Hacen casi quinientos con lo que tienes. Con eso te podrás ir.

—Me gusta esto —dije—. No voy a ir a ninguna parte.

—Pero, Frank…

—No, a no ser que usted se porte mejor conmigo —dije—. Coño, deme mil dólares. Con todo lo que tiene…

—Pero no lo llevo encima. Está en lugar seguro y allí se quedará hasta que dimita.

—Bueno, entonces hágame un cheque. Un cheque por quinientos.

—Frank… —negó con la cabeza haciendo una mueca—. ¿Cómo te voy a dar un cheque? Mi cuenta bancaria no lo podría cubrir.

Estaba seguro de que mentía, pero no podía hacer nada más. Además sólo estaba un poco preocupado —no asustado— y había obtenido todo lo que valía esa preocupación.

Cogí el dinero y me fui.

… Debía doscientos treinta del coche. Los pagué —no quería tener a una compañía financiera tras los talones— y volví a casa. Mona me estaba esperando. Recogí mis cosas, y cargué nuestro equipaje en el coche. Había bastantes bultos, pues también incluí lo que quedaba de Joyce. No tenía sus iniciales y eran cosas bastante buenas.

Siempre me ha ido bien en Omaha. Quiero decir que tan bien como en otros muchos sitios, así que nos dirigimos allí. Llegamos al caer la noche. Nos paramos a comer algo. La camarera me trajo un periódico y le eché una ojeada… y aquella fue nuestra última parada en Omaha.

Volvimos al coche, y conduje noche y día, hacia Des Moines. Después pasamos por Grand Island. Atravesamos Denver…, donde vendí el coche por unos miserables trescientos veinticinco pavos, y seguimos en autobús.

Sí, supongo que ella se preguntaba qué estaba pasando. O a lo mejor no. Tenía pocas horas de vuelo para saber cuándo algo funcionaba o no, por lo que seguramente no se hacía preguntas. En cualquier caso mantuvo la boca cerrada, no trató de montarme ningún número. Y era estupendo que no lo hiciera.

No podía parar, ya se sabe lo que quiero decir. Y parecía que no iba a poder hacerlo nunca. Porque aunque Staples había proporcionado a la policía una pista falsa —les había dicho que tenía cartilla de marinero y que probablemente trataría de embarcar—, la cosa no serviría mucho tiempo. Nada serviría. Ni el corte de pelo al cepillo, ni las gafas, ni el bigote. Seguía muerto de miedo, y no me atrevía a instalarme en ninguna parte.

Aquello era asqueroso. Yo era el tipo con peor mala suerte del mundo. Porque, ¿hay alguien que haya oído hablar alguna vez que el carbón se transporte a gran velocidad? Pues eso pasó. Engancharon el vagón a un tren expreso que no paró hasta Kansas City. Al mediodía del día siguiente empezaron a descargarlo. Y antes de una hora el médico forense estaba examinando el cuerpo.

Bueno, pues consiguió establecer la hora de la muerte. Y se enteraron de que el cuerpo no podía haber sido cargado en el vagón más que en un solo sitio. Conque los policías empezaron a registrar la zona y no tardaron en encontrar la bolsa en el cubo de basura de la calleja…

No podía parar. Se me estaba terminando el dinero y no me podía parar; y si no estuviera con ella…

Bien.

Bien, pues ella empezó a sacarme de quicio. Me observaba todo el tiempo como si yo fuera una cosa rara o así. Tampoco decía nada si yo no le preguntaba. Y lo que yo quería era que se pusiese a gritar.

Yo iba caminando un poco por delante de ella aquel día en Dallas. Le había dicho que si tenía que parecer y comportarse como una fulana sería mejor que anduviéramos separados. Conque iba delante de ella, como digo, y por fin miré a mi alrededor; y Mona no estaba por allí. De hecho no había nadie en la acera.

Todos estaban en la calzada como media manzana más allá arremolinándose en torno a un camión enorme…

22

HACIA ARRIBA Y HACIA DELANTE: LA AUTENTICA HISTORIA DE LA LUCHA DE UN HOMBRE CONTRA FUERZAS SUPERIORES Y MUJERES DE BAJA ESTOFA…,
por Den Senoj.

Nací en Nueva York de padres pobres pero honrados, y en mis primeros recuerdos ya me veo trabajando fuera de casa y ganándome la vida. Pero en mis primeros recuerdos también aparece alguien que trata de hacer que todo me salga mal. Y eso sucedió con todo lo que hice. De un modo u otro las cosas me fueron siempre mal, así que ahorraré detalles sórdidos.

Siempre he pensado que si hubiera tenido una compañera con la que vivir la lucha tan desigual no habría sido tan desigual. Pero en eso no tuve mejor suerte que en todo lo demás. Lo único que tuve fue mujerzuelas. Cinco malditas fulanas…, o tal vez seis o siete, pero eso no importa. Y todas parecían la misma persona.

Bien, por fin aterrizamos en Oklahoma City y parecía como si por fin hubiese cambiado mi suerte. No en lo que se refiere al dinero. Yo vendía oro de puerta en puerta, ¿y cómo se va a ganar dinero cuando todo el mundo te engaña? Pero parecía que lo que sí había cambiado era mi relación con las mujeres. Y no sólo lo parecía, era así. Y en lo que se refiere al dinero, ella tenía suficiente para cuarenta personas.

La conocí cuando trabajaba en la ciudad. Conseguí coger distraído al portero y el suyo fue el primer apartamento al que llamé. ¿Con clase? ¿Guapa? Bueno, todo lo que puedo decir es que nunca había conocido a nadie como ella. Casi no podía creer que me sonriese y me dijera que entrase.

Me dio vergüenza decir que quería venderle oro, así que dije que andaba buscando a un tipo que vivía por allí, y que sentía molestarla y todas esas cosas.

—Vale, vale —se rió, pero no de mí, entiéndelo. Era agradable y simpática—. No te disculpes por realizar ese trabajo. Aunque la verdad es que me sorprende un poco ver a un caballero con tu personalidad realizando este tipo de…

—Bueno —dije—, es sólo algo temporal. No me van bien las cosas últimamente, y tengo que aceptar lo que me ofrecen.

—Es terrible. Siéntate y te serviré una copa.

Me senté en un sofá que habría costado unos dos mil dólares. Trajo las copas y se sentó junto a mí. Me sonrió y siguió hablando, pues yo me había quedado mudo.

Terminé mi copa y me dispuse a irme. Me puso una mano en el brazo.

—Por favor —dijo—. No te vayas, por favor. Me siento tan sola desde que murió mi marido.

Other books

Indigo Magic by Victoria Hanley
Game: A Thriller by Anders de La Motte
Elite (Eagle Elite) by Van Dyken, Rachel
Angel by Colleen McCullough
Fatal Reaction by Hartzmark, Gini
Taming the Scotsman by Kinley MacGregor
A Winter Affair by Minna Howard
BLIND: A Mastermind Novel by Lydia Michaels