Una mujer endemoniada (12 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Pensaba en algo mientras le estaba hablando, algo sobre el dinero. El dinero no estaba marcado, eso lo sabía. Pero supongamos que hubiera algo sospechoso, que en realidad no perteneciera a la vieja. Supongamos que la policía o el FBI anduviera buscando los números de unas series…

Me estremecí… Luego recordé…, recordé y suspiré con alivio. Mona me había sacado de la cárcel con parte del dinero cuatro días antes. Si se tratara de dinero marcado o problemático ya me habría enterado de ello.

Dejé la botella. Me di la vuelta y Joyce estaba allí y me echó los brazos al cuello.

—Te creo, Dolly —dijo con un tono desesperado en la voz—. Creo todo lo que me has contado.

—Estupendo, cariño —dije—. Seré franco contigo.

—¿Qué piensas hacer, Dolly? No podemos quedarnos con él.

—En realidad no lo sé —dije—. Quiero decir que no sé qué otra cosa podemos hacer. No quiero decir que me gustaría quedármelo, pero…

—¡No! Tiene que haber algún modo de…

—¿Cuál? Dime uno que no me lleve directamente a la cárcel.

—Bueno, podríamos investigar un poco para descubrir…

—Eso atraería la atención sobre mí, y a lo mejor alguien llama a la policía. No, no haré eso. Nadie me ha visto y no estoy dispuesto a que me descubran.

—Pero no podemos…

—Entonces dime lo que debemos hacer —dije—. Dímelo y lo haré. ¿Supongo que no querrás que me manden a la cárcel?

—No, no, querido.

—Si se me ocurriese algo adecuado —dije—, lo haría. Es demasiado dinero. Si es robado probablemente esté asegurado y la compañía de seguros ya lo habrá cubierto. Y ya sabes cómo son los de los seguros. Tienen la mitad de todo el dinero que hay en el mundo. Se han hecho con él estafando a la gente. Hipotecando granjas y haciendo pasar muy malos ratos a buenas personas. No veo razón para jugarme el pellejo por una compañía de seguros que se dedica a robar.

Joyce estaba en silencio. Pensativa.

La besé en la coronilla.

—Tú y yo, Joyce —dije—. Nunca habíamos tenido ni una oportunidad, cariño. Siempre hemos andado de un sitio a otro sin un céntimo. Demonios, a veces pagamos lo que debemos, ponemos parches aquí y allá, pero en seguida…

Sus brazos me apretaron con fuerza. Susurró:

—Oh, Dolly. Te quiero tanto.

—Son cien mil —dije en voz baja—, y nos pertenecen con tanto derecho como a cualquier otro. Cien mil… Una casa decente. Un sitio con montones de ventanas para que entre el sol y… y unos muebles decentes en lugar de esta mierda. Y un buen coche. Y ninguna preocupación. Y…

—¿Y…? —susurró ella.

—¿Y por qué no? —dije—. No me importaría tener hijos siempre y cuando los pudiera cuidar decentemente.

Ella suspiró y se apretó más contra mí.

—Ya sabía yo cuáles eran tus sentimientos, cariño —dijo—. Siempre has sido tan bueno…, no sé por qué pensé que…

Su voz vaciló.

Esperé acariciándole el pelo.

—No lo sé, Dolly. Te quiero tanto.

—¿Por qué no lo miras? —dije—. Cuéntalo. Sí, vamos a contarlo juntos. Imagínate todo lo que podríamos comprar con él.

—Bueno —dudó ella, pero en seguida dijo—. No, será mejor que no. Y que no volvamos a hablar nunca más de ese dinero.

De modo que no hablamos más de él.

La cogí en brazos y la llevé al dormitorio.

16

Pasé una buena noche.

Me dispuse a iniciar con buen pie la mañana siguiente. Joyce estaba bastante pensativa y algo pálida. Pero era una persona ingenua y, claro, cualquier cosa nueva, la sobresaltaba.

Compré un periódico camino de la ciudad. Tardé en encontrar algo que hiciese referencia al asunto. Sólo había un entrefilete donde se mencionaba de pasada en relación con la propiedad de la vieja.

El condado le había embargado debido a los impuestos atrasados que debía. Mona tendría que dejar la casa antes de un mes.

Dejé el periódico y conduje en dirección al almacén, pensando que la pobre chica lo tenía crudo. Si el pago de los impuestos de la casa hubiera estado al día podría haber conseguido bastante dinero por ella. El suficiente para vivir un par de años y empezar de nuevo en cualquier otra parte. Pero no era así. Desde luego la chica tenía mala suerte de verdad. Claro que le daría algo de dinero; no podía dejarla en la calle sin ropa ni nada con qué comer. Pero todo sería mejor si hubiera tenido algo de pasta.

Me pregunté si tendría dinero para comer, y durante un momento pensé en meter unos cuantos billetes en un sobre y mandárselos. Sentí pena de verdad por la chica y quería ayudarla, ya se sabe. Pero finalmente decidí que de momento no mandaría nada. La policía a lo mejor tenía vigilada la casa. Tenía demasiadas cosas que perder para arriesgarme.

Mona saldría adelante. Estaba acostumbrada a vivir de tal modo, que seguro que no se encontraría bien si tenía bastante de comer.

Habitualmente Staples abría el almacén a las ocho y media, media hora antes de que yo y los demás empleados iniciásemos nuestro trabajo. Pero esta mañana no había abierto a esa hora. Llegué unos cuantos minutos antes de las nueve y el local seguía cerrado. Y los demás esperaban a que Staples apareciera.

Bajé del coche y me uní a ellos. Esperamos por allí, fumando y hablando, preguntándonos si al hijoputa no lo habría atropellado un camión y deseando que fuera así. Pero no tuvimos esa suerte, claro. Apareció a las nueve y media.

Abrió y le seguimos adentro. No parecía que lo hubiera hecho deliberadamente, pero de algún modo se las arregló para atender a todos los demás antes que a mí. Así que me quedé solo con él. Se puso a bromear y empecé a sentirme incómodo.

No estaba como siempre, ¿se entiende lo que quiero decir? Parecía de buen humor. Y no como otras veces, que se mostraba alegre para joderte más. Hoy parecía contento de verdad.

Recogí las notas con los cobros que debía hacer y pregunté qué le pasaba.

—Apostaría lo que fuera a que sé lo que le ha pasado —dije—. Atropelló a un ciego sin que lo viera nadie cuando venía camino del almacén.

—Ah, Frank —rió—. Siempre atribuyéndome cosas malas. Simplemente he ido a visitar a un viejo amigo. Alguien a quien hacía veinte años que no veía.

—No bromee —dije—. ¿Se refiere a alguien de la época anterior a su trabajo aquí?

—Caliente, caliente —volvió a reír—. Es extraño que tú y yo pensemos casi de la misma manera. El amigo que visité, el conocido debería decir más bien, estaba en una institución pública.

—En la cárcel, me hago cargo —dije—. Siempre conviene llevarse bien con la policía.

—Cuesta conseguirlo, pero un hombre de mi posición lo necesita —dijo—. Sin embargo, no, Frank, no se trataba de la cárcel. Era un establecimiento parecido.

—¿Cuál?

—Un anexo a la cárcel… Pero ya veo que te estoy aburriendo. Además, te he obligado a retrasarte.

—¿Ese tipo al que visitó tenía problemas?

—No, ¡ja, ja, ja! No podría decir que los tiene. Por lo menos no se quejaba.

—Bueno, coño, entonces qué…

—No —levantó una mano—. No quiero darte la lata, Frank. Has sido muy educado haciendo como que te interesaban mis cosas y no puedo permitir… Ahora tienes que irte.

Le di la espalda y salí.

Tenía el estómago revuelto. Me sentía desarmado.

Subí al coche temblando tanto que casi no conseguí meter la llave para arrancar. Inicié la marcha sin rumbo, como ciego. Por fin entré en un bar y me senté a una mesa.

El alcohol me ayudó algo. Empecé a sentirme más tranquilo.

Staples no podía saber nada. La policía lo ignoraba todo, ¿así que cómo iba a haberse enterado él? Se había dado cuenta de que yo estaba nervioso. Lo había notado y trataba de averiguar lo que estaba pasando.

Y era lo que acababa de hacer. Lo que contaba debía de ser mentira. Un tipo normal y corriente habría admitido que se había dormido o que se estropeó el ascensor o algo parecido. Pero Staples no era un tipo normal y corriente; un tipo honrado, quiero decir. Mentía porque sí. De modo que como quería aguijonearme para que no olvidase lo de la deuda, se había inventado aquella historia de la visita al amigo. Y sacó a relucir la cárcel.

Un amigo que no existía, ya se sabe lo que quiero decir. Pero en cualquier caso, él no podía saber nada.

¡MALDITA SEA! ¡NO SABIA NADA!

Pero yo no podía trabajar. No podría andar detrás de los morosos. Si me encaraba con ellos tal y como me sentía hoy, en vez de cobrarles yo me cobrarían ellos a mí.

Lo que más me apetecía era ir a casa. No a hacer nada, ya se sabe. Sólo a estar allí; pasarme allí todo el día junto a Joyce. Pero eso estaba fuera de cuestión. Ella ya estaba lo bastante inquieta por lo del dinero, y tanto que no dejaría que me quedara en casa. Iba a callarlo todo, no iría a la policía, desde luego, pero el asunto era evidente que no le gustaba. Y si me dejaba caer por casa comprendería que había bastantes cosas más que no le gustaban de las que ya sabía.

Tomé cuatro o cinco copas en ese bar, alargándolas casi hasta mediodía. Luego volví al coche y arranqué.

Me dirigí a las afueras de la ciudad y aparqué en una calle muy sucia. Me incliné y abrí la maleta.

Esta vez saqué doce billetes de cinco dólares. Lo suficiente para cubrir un día de trabajo. Los manoseé dudando y luego guardé seis y cogí tres de diez.

Así resultaba mejor. Doce de cinco y ninguno de otra clase podría parecer algo raro.

Desplegué la colección de facturas y las estudié. Elegí unas cuantas. Luego… bueno, eso era todo. No tenía nada más que hacer y me quedaban casi cinco horas.

¿Una película? ¿Cómo iba a ir al cine? Allí en la oscuridad… solo. Podría leer algo, porque yo suelo leer, pero no era capaz de sentarme en la calle y ponerme a hacerlo. Y en las bibliotecas nunca hay nada que merezca la pena que se lea.

Arranqué el coche de nuevo.

Creo que no hay nada que deprima tanto como conducir un coche cuando no se va a ningún sitio.

Me puse a pensar en lo agradable que sería poder ir a casa y me dominó la tristeza. Pero, ¿qué coño? Un tipo se encuentra mal y preocupado y ni siquiera puede ir a su casa, hablar con su mujer. Era demasiado desagradable. Un hombre se escuerna, se arriesga por ella, y ella sigue haciendo que lo pase mal.

Mona no hubiera hecho eso. La dulce Mona, una chica dulce de verdad. Había tenido que hacer unas cuantas cosas que no debiera haber hecho, así que quizá no tuviera tanta clase como Joyce… o como Joyce pretendía tener. Pero…

Bueno, Joyce no fingía bien. Me lo había dicho muchas veces en el pasado. Obraba como sentía, eso seguro. Pero Mona también estaba bien, y necesitaba verla, necesitaba estar con alguien, hablar con alguien.

Me dirigí al sitio donde solía hacer las compras. Entré en un bar de por allí. Estaba pegado a la droguería y me senté cerca de la puerta.

Era uno de esos locales que hacen que uno se pregunte cómo se las arreglan para no cerrar. No había casi nadie. Un tipo con pinta de loco tomando una cerveza. Una mujer muy pintada pasándose de jerez y contando el dinero cada dos minutos… Eran los únicos clientes.

Tomé un par de whiskys dobles. Le di una buena propina al de la barra y casi se me cae de espaldas.

Puso unos cacahuetes delante de mí. Metió un par de monedas en la sinfonola. Le dije que había demasiada luz y si no le importaba bajarla. En realidad casi sólo había empezado a decírselo cuando la bajó.

—¿Está bien así? ¿Desea algo más, señor?

—Ya se lo diré en su momento —dije. Y él cogió la indirecta y me dejó en paz.

Me volví un poco en el taburete y me quedé sentado mirando hacia fuera, bebiendo y pensando. Y el tiempo fue pasando.

Pedí otra copa y el camarero me la trajo. Tomé un trago o dos, miré mi reloj. Eran pocos minutos después de las tres. Lo más probable era que Mona no apareciese ya por allí. Uno nunca consigue ver a la gente cuando se lo propone, así que lo más probable era que yo tampoco la viese.

Me levanté y fui al retrete. Volví y… allí la tenía, pasando precisamente por delante de la puerta del bar. Salí rápidamente a la calle como si necesitase una bocanada de aire fresco.

Entró en el supermercado. Esperé un par de minutos y luego volví a mi taburete. Me quedé allí bebiendo la copa y vigilando la puerta.

La sinfonola estaba en silencio. La mujer y el loco se habían ido.

Oí sus pasos antes de verla. Me dirigí a la puerta justo cuando pasaba por delante. Y, claro, la dejé que pasara.

Quería hablar con ella, pero había algo que quería más todavía. Algo que quería saber. Conque dejé que se alejara y me quedé vigilando a la puerta.

Esperé hasta que dobló la esquina, dos manzanas más allá. La observaba a ella y a los coches de la calle y a la gente, y de pronto la había perdido de vista. Entonces me sentí mucho mejor.

No la seguían. La policía no la tenía vigilada. La dejaban en paz, lo que quería decir que a mí también. Aquel jodido Staples… sólo trataba de fastidiarme…

Volví al taburete molesto por no haberle hablado, pero contento de que las cosas hubieran ido tan bien. Ahora ya me sentía seguro y no necesitaba hablar. Me encontraba muy bien y el día terminaba.

Saqué un pitillo. El camarero me lo encendió.

—No está nada mal, ¿eh? Está buena de verdad. ¡Y vaya delantera!

—¿Cómo? —dije—. ¿Quién?

—¿No se fijó en ella? Esa chica que acaba de pasar.

—Claro que sí —dije—. Creo que me fijé en ella. ¿Pasó cuando salí a tomar un poco el aire, no?

—Esa misma. Vive por aquí cerca, creo. Una chica caliente de verdad, según he oído.

—¿No bromea? —dije—. Me pareció una chica decente.

—Bueno, ya sabe lo que se dice, señor. Cuanto más decentes parecen, peores son. Yo creo…

Captó mi mirada y se interrumpió. Se puso a limpiar la barra con una bayeta.

—Claro que yo no sé nada seguro —dijo—. Lo único que sé es lo que me han contado algunos amigos. Seguramente se trataba de mentiras.

Tomé otro trago.

—Bueno —dije—, por el humo se sabe dónde está el fuego.

—Bueno… —volvió a acercarse.

—¿Y cómo se la puede abordar? —dije.

—Bueno, me han dicho que es bastante sencillo. Por lo que he oído, y no tengo motivos para dudarlo, todo lo que hay que hacer es proponérselo.

—¿Así de fácil?

—Eso me dijeron.

Asintió y me guiñó el ojo.

Cogí la vuelta —sin dejar ni una moneda de propina— y me fui.

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